La punta misteriosa
El sábado empezó como de costumbre.
Después del desayuno el padre se fue de compras. La madre se había lavado el
pelo y ahora estaba ocupada en instalar el secador. Antón la ayudaba a ello.
—¿Vais a ir de nuevo al cine? —preguntó
con acentuado desinterés mientras conectaba en el enchufe de detrás del sofá el
cable prolongador.
—Puede ser —dijo la madre—, pero quizá
papá tenga que irse otra vez a la oficina.
—¿A la oficina otra vez? — exclamó
estupefacto Antón.
—Bueno —dijo la madre poniéndose el
casco sobre la cabeza—, no importa. Tampoco puedo ir sin él al cine.
—Ah, bueno —dijo aliviado Antón.
Al pensar que su madre pudiera quedarse
en casa le había corrido un escalofrío por la espalda, pues, en definitiva,
¡esperaba visita!
La madre, entre tanto, había encendido
el aparato y Antón huyó del ruido refugiándose en su habitación, donde había
preparado todo para el visitante nocturno. De la estantería habían desaparecido
libros enteros que podían desagradar al vampiro: los últimos dos tomos de
King—Kong, los tebeos de Tarzán y los libros de Supermán. En su lugar había
ahora dos libros nuevos: uno de ellos, en cuyas pastas negras se veía un
gigantesco murciélago, llevaba en letras rojas brillantes el título Vampiros:
Las doce historias más terribles. El otro, con una encuadernación lila, se
llamaba La venganza de Drácula. Antón había colocado los dos libros de
forma que el vampiro tuviera que verlos necesariamente. Del armario colgaba un
póster que Antón mismo había pintado la noche anterior. Mostraba a un vampiro
en el preciso momento de levantarse de la tumba. Particularmente logrados
encontraba Antón el rostro, pálido como el de un muerto, con los ojos
ensombrecidos de negro a su alrededor y la roja boca, ya medio abierta, de la
que salían los colmillos, agudos como cuchillos.
—¡liih! —había gritado la madre al
descubrir el cuadro—. ¿Tienes que pintar esas cosas tan horribles?
—¿Cómo que horribles? —había respondido
Antón mientras repintaba cuidadosamente los dientes con algo de blanco opaco
para que brillaran con más fuerza aún.
—¡Pero mira esa cara! —había exclamado
la madre—. ¡Con eso vas a tener pesadillas!
«Seguro que al vampiro le va a gustar»,
se había consolado Antón.
Satisfecho, observaba ahora su obra.
¡También los túmulos del fondo, con sus lápidas ladeadas y sus cruces, creaban
un ambiente admirablemente horripilante!
¿Debería incluir quizá un par de
murciélagos más? Realmente eran difíciles de pintar. Tomó de la estantería el
libro con las doce historias más terribles de vampiros y observó el murciélago
de la cubierta. Repugnante sí que era, y también le iba bien a su cuadro...,
pero Antón prefirió retrasar la decisión hasta el día siguiente y se echó
entonces cómodamente en su cama.
Había empezado a leer la primera
historia del libro el día anterior. Trataba de una fiesta de disfraces a la que
los invitados se habían presentado con todos los disfraces que se pueda
imaginar... y uno había ido de vampiro. Su disfraz era tan bueno que todos
huían y se asustaban de él. Cuando a medianoche tuvieron que quitarse los
disfraces, él se quedó tal como estaba, y de repente todos se dieron cuenta de
que... ¡no estaba disfrazado en absoluto!
Mientras Antón leía, regresó su padre,
sonó dos veces el teléfono, la aspiradora zumbó, corrió agua en la bañera...,
pero a Antón no le molestó nada. Sólo al resonar un potente y prolongado grito
de dolor apartó la vista de su historia y escuchó con atención.
«¿Ha sido en nuestra casa?», pensó.
—¡Mi pie! —oyó entonces quejarse a su
madre.
—¡Pero, bueno, ¿cómo es que te subes a
la silla de tijera? —dijo el padre—. ¿Para qué tenemos la escalera?
—Sí—dijo enojada la madre—, ¡ahora,
cuando ya es demasiado tarde!
—Intenta andar.
—¡Ay!
—Mueve el pie.
—¡No puedo!
—¿Te pasa algo, mamá? —gritó Antón desde
el pasillo.
—Sí, me he torcido el pie —contestó la
madre.
—¿Es grave? —preguntó Antón.
—Sí —dijo la madre—, de momento no puedo
apoyarlo en el suelo.
Antón oyó cómo su madre iba cojeando por
el pasillo hasta la sala de estar, y mientras él se ponía de pie y volvía a
colocar el libro en la estantería, pensó si ella podría ir al cine con un pie
torcido... «Depende —pensó—. Si es el pie derecho..., con él sólo tiene que
pisar el acelerador...»
Pero era el pie izquierdo el que tenía
la madre apoyado encima de la silla delante de sí y el que observaba con una
mirada de dolor.
—¡Qué mala pata —dijo ella—, ahora se va
a poner completamente hinchado!
—Podrías ponerte compresas frías
—propuso Antón.
—Una buena idea —dijo el padre.
—¿Voy a la farmacia? —preguntó Antón.
—¡Sería muy amable por tu parte! —se
alegró la madre.
—Hombre, se da por supuesto —dijo Antón.
—Bueno —gruñó el padre—, tampoco es tan
por supuesto. Aún me acuerdo de cuando tú...
—Deja de criticar —lo interrumpió la
madre. A Antón le dijo—: Pregunta, por favor, qué es lo mejor para las
torceduras.
El caso es que Antón se pasó la tarde
enrollando al tobillo de su madre paños fríos empapados en acetato de aluminio.
Hacía mucho que su padre se había ido a la oficina y Antón dijo por décima vez:
—¡Seguro que ahora tu pie está
muchíííísimo mejor!
—Casi podría tener la impresión de que
quieres deshacerte de mí esta noche —dijo la madre.
—¿Y eso por qué? —exclamó Antón
intentando dar a su voz un tono de indignación.
—Bueno —dijo la madre riéndose—, de papá
no tienes nada que temer: está en la oficina. Pero conmigo no habías contado y
ahora intentas curarme por todos los medios.
—Pero, mamá... —dijo Antón.
Pero su protesta resultó poco
convincente.
—Sea como sea..., ya me he decidido de
todas maneras —añadió sonriendo la madre—: ¡Me quedo en casa!
Antón notó cómo se ponía pálido.
—¿Y sabes una cosa? Vamos a pasar una
velada muy agradable, ¡nosotros dos solos!
De repente, a Antón se le hizo un nudo
tan grande en la garganta que no pudo articular ningún sonido.
—Antón —dijo la madre—, ¿tan mal te
parece?
—Nnn... no —tartamudeó.
—Nos hacemos té, jugamos al
«Endemoniado»... ¡Ah, pero si es magnífico! —se entusiasmó ella—. O también
podemos ver la televisión, si quieres. ¿Es por eso por lo que estás tan
asustado? ¿Estás pensando que no te voy a dejar ver la televisión?
—No —dijo Antón en voz baja.
—¿Qué es entonces?
—Nada —murmuró mirando por la ventana:
¡ya empezaba a oscurecer!—. Me voy a mi habitación —dijo—, quiero leer.
¡Ahora, naturalmente, se había echado
todo a perder! ¡Si solamente supiera cómo podía prevenir al vampiro...! ¡Si
hubiera solamente una posibilidad de comunicarse con él! Antón se echó sobre su
cama y enterró la cabeza bajo el cobertor.
Se sintió abandonado por todo el mundo,
desamparado y triste. ¡Llevaba una semana esperando aquella noche!
Entonces golpearon en la ventana..., al
principio tan suavemente que Antón pensó que se había equivocado. Pero entonces
volvieron a golpear, y como alcanzado por un rayo saltó de la cama, corrió a la
ventana y echó los visillos a un lado: ¡en el alféizar estaba sentado el
vampiro! Sonreía y hacía señas a Antón de que le dejara entrar. Con un rápido
vistazo atrás Antón se aseguró de que la puerta de su habitación seguía cerrada
como antes; entonces abrió la ventana. Su corazón latía rápido y con fuerza, y
sus manos temblaban cuando levantó el cerrojo.
—Hola —dijo el vampiro—, me alegro de
verte.
—¡Pssst! —susurró Antón—. ¡El enemigo
está al acecho!
—Ah, vaya —dijo el vampiro.
—Mi madre —susurró Antón— se ha torcido
el pie.
Realmente el vampiro no parecía estar
especialmente intranquilo. Más bien miraba con ojos resplandecientes a la
puerta y se relamía.
—¿No irás acaso a...? —tartamudeó Antón.
La sospecha que surgió de pronto en él
era tan horrible que no se atrevió a expresarla. Pero el vampiro lo había
entendido. Puso cara de abochornado y dijo:
—No, no, no te preocupes. Además, ya he
comido.
Al mismo tiempo soltó una sonora
carcajada que hizo estremecerse de horror a Antón.
En ese momento, el vampiro se fijó en
los libros.
—Vampiros: Las doce historias más
terribles —leyó, y agradablemente sorprendido
preguntó—: ¿Es nuevo?
Antón asintió.
—Y ese de ahí también: La venganza de
Drácula.
—¿La venganza de Dráculo?
El vampiro tomó casi con ternura el
libro en las manos.
—¡Eso suena bien!
—¿Has traído el otro? —preguntó Antón.
—Ejem... —dijo el vampiro tosiendo
confuso—, lo tiene ahora mi hermana.
—¿Tu hermana pequeña? —exclamó Antón.
—Bueno... ya te lo devolveré. Me suplicó
tanto que no pude negarme. —Y mientras guardaba rápidamente bajo su capa La
venganza de Drácula, dijo—: La semana que viene te traeré los dos.
—Está bien —dijo Antón—. Por cierto,
¿qué te parece mi cuadro?
Señaló orgulloso el póster del armario.—
—¿Lo has hecho tú?
El vampiro contrajo la comisura de los
labios en un gesto de aprobación.
—No está mal.
—¿Y qué te parece el vampiro?
—¡Bien! Pero quizá la boca es demasiado
roja.
—¿Demasiado roja? ¡Pero si la tuya es
también tan roja!
—Bueno, sí —dijo el vampiro tosiendo—,
es que yo he... comido.
—Ah, vaya —murmuró Antón—, eso, claro,
no lo sabía. Pero lo puedo pintar por encima otra vez —dijo.
De repente oyó que se abría la puerta de
la sala de estar.
—¡Mi madre! —exclamó—. ¡Rápido, dentro
del armario!
—Pero ¿por qué? —preguntó el vampiro
queriendo ir hacia la ventana—. Si puedo también...
—No, no —dijo Antón—, ella se irá
enseguida.
Entonces llamaron a la puerta de Antón.
—Antón —exclamó la madre—, ¿tomamos té?
—Ah —dijo Antón mientras iba hacia la puerta y pensaba esforzadamente, al
mismo tiempo, una excusa—, no tengo ninguna sed.
Abrió la puerta sólo un resquicio.
—¿Y el «Endemoniado»? ¿Qué te parece?
—Mi libro está en estos momentos tan
interesante...
—Antón —dijo la madre con voz preocupada
intentando acechar la habitación por encima de su cabeza—, ¿no estarás
enfermo? ¿Te encuentras mal?
—¿Por qué dices eso?
—Hay en tu cuarto un olor tan raro...
Antón, ¿acaso has jugado con cerillas?
—¿Yoooo...? —exclamó indignado Antón—.
¡No!
—Hay algo raro aquí —declaró la madre,
y, decidida, hizo a un lado a Antón y entró cojeando en la habitación. Miró
desconfiada a su alrededor, pero, a todas luces, no pudo descubrir nada de
particular. Luego su mirada cayó sobre el armario y con la exclamación: «Sí, ¿y
esto qué es?», agarró la misteriosa punta de tela negra que sobresalía de la
puerta cerrada del armario y tiró de ella.
—¡Ay! —gritó una voz apagada desde el
interior del armario—. ¡Mi capa!
Antón se había puesto blanco como la
tiza.
—Un amigo mío —dijo rápidamente
colocándose ante la puerta del armario como protección.
—¿Y por qué está en el armario?
—preguntó la madre.
—Porque... es algo fotófobo.
—Ya, ya, fotófobo —dijo la madre—; a
pesar de ello me gustaría verlo.
—No, eso es imposible.
—¿Y por qué?
—Porque..., hoy ha venido con su disfraz
de carnaval.
—¿Con su disfraz de carnaval? —se rió la
madre—. ¡Pues eso es una razón más para verlo! ¡Pregúntale si quiere tomar el
té con nosotros!
Antón negó con la cabeza.
—Seguro que no quiere. No toma
precisamente... té.
—¿No? ¿Entonces qué?
Procedente del armario se oyó un fuerte
graznido.
—¿Bebe quizá... zumo? —preguntó la
madre.
—¡Si está muy rojo! —gruñó el vampiro
desde el armario.
La madre se sobresaltó.
—Zumo rojo no tengo —dijo—, pero sí
gaseosa.
—¡Gaseosa..., puff! —bufó el vampiro.
—Bien, pues entonces nada —dijo ofendida
la madre—. Voy a preparar el té.
Dicho esto, fue cojeando hacia la
puerta.
Apenas había desaparecido, cuando el
vampiro salió del armario tambaleándose y tomando aire. Su rostro estaba aún
más pálido que de costumbre y sus dientes castañeteaban unos contra otros
horriblemente alto.
—¿Y ahora? —preguntó Antón, que andaba
agitado de un lado a otro de la habitación.
—¡Yo me voy volando! —declaró el vampiro
con voz de ultratumba.
—Pero no puedes dejarme en la estacada
—exclamó Antón—. ¿Qué voy a decirle a mi madre cuando pregunte dónde estás?
—Dile que... —empezó el vampiro; pero
entonces oyeron ambos otra vez los pasos de la madre en el pasillo.
—¿Venís? —preguntó.
Sin una palabra más el vampiro se elevó
en el aire y salió volando de allí.
—¿Dónde está tu amigo? —preguntó la
madre en la puerta, sorprendida.
—Él..., ejem —dijo Antón—, pues ahora se
ha ido al carnaval.
—¿Al carnaval? —se sorprendió la madre—.
¿En mitad del verano?
—¿Por qué no? —murmuró Antón.
La madre lo miró dudando.
—Vaya amigos tan raros que tienes —dijo.
—¿Por qué amigos? —gruñó Antón—. Ése era
sólo uno.
—¡Pero qué uno! —se rió la madre—.
¡Espero poderlo ver fuera del armario la próxima vez! Por cierto, no he oído en
absoluto cómo se iba.
—Es que es muy discreto —dijo Antón.
«Buff —pensó—, ahora preguntará por qué al venir no ha tocado el timbre. ¿Y qué
le digo yo entonces?»
Pero afortunadamente sonó en ese preciso
momento el reloj minutero en la cocina.
—¡Oh! —exclamó la madre—. El té está
listo. ¿Vienes?
Antón asintió.
—Estupendo —dijo ella—, y no te olvides
de cerrar la ventana. Si no te van a entrar polillas en la habitación.
—O vampiros —dijo Antón; pero esto ya no
lo había oído su madre.
Antón se acercó tristemente a la
ventana. ¡Y esto había sido su sábado, del que tanto había esperado! En fin,
¡quizá la próxima semana saldría mejor! Cerró la ventana y corrió los visillos.
—¡Ya voy —exclamó—, y además llevo el
«Endemoniado»!
Mientras tomaban el té la madre
preguntó:
—¿De qué se había disfrazado tu amigo?
—Ah, él; se había disfrazado de...,
eh... —murmuró Antón carraspeando larga y continuamente—, o sea, él iba...
—¿Debía decir la verdad? De todos modos, su madre no le iba a creer.
Ella se rió.
—¿Es qué es tan difícil de explicar?
—En cierto modo, sí —dijo Antón—. Bien,
iba de... ¡vampiro!
—¿Vampiro? —exclamó la madre rompiendo
en una efusiva carcajada—. ¡Qué lastima que no lo haya visto!
—Seguro que volverá a llevar a menudo el
disfraz —dijo Antón para consolarla. Y poniéndose alegre de repente añadió—: Es
más, en realidad casi siempre lo lleva puesto.
Pero la madre no le creyó. Sólo se rió
aún más alto exclamando:
—¡Definitivamente, Antón, tú lees
demasiadas historias de terror! ¡Ya sólo falta que me cuentes que no se ha ido por la puerta, sino que se
ha ido volando!
—Bueno, si ya lo sabes... —dijo Antón.
¡Los adultos siempre creen tener el patrimonio de la sabiduría!
—¡Pero, Antón —dijo conciliadora la
madre—, no vamos a pelearnos por los vampiros! Ven, ahora vamos a jugar al
«Endemoniado», ¿de acuerdo?
—Sí —gruñó Antón. ¿Acaso había querido
pelearse él por los vampiros?
Suspirando colocó el tablero, repartió
las fichas y ofreció el dado a la madre.
—Te toca.
—¿Por qué yo?
—El más débil empieza.
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