Se dio cuenta de que acababa de morirse cuando vio que su propio cuerpo,
como si no fuera el suyo sino el de un doble, se desplomaba sobre la silla y la
arrastraba en la caída. Cadáver y silla quedaron tendidos sobre la alfombra, en
medio de la habitación.
¿Con que eso
era la muerte?
¡Qué desengaño!
Había querido averiguar cómo era el tránsito al otro mundo ¡y resultaba que no
había ningún otro mundo! La misma opacidad de los muros, la misma distancia
entre mueble y mueble, el mismo repicar de la lluvia sobre el techo... Y sobre
todo ¡qué inmutables, qué indiferentes a su muerte los objetos que él siempre
había creído amigos!: la lámpara encendida, el sombrero en la percha... Todo,
todo estaba igual. Sólo la silla volteada y su propio cadáver, cara al cielo
raso.
Se inclinó y se
miró en su cadáver como antes solía mirarse en el espejo. ¡Qué avejentado! ¡Y
esas envolturas de carne gastada! "Si yo pudiera alzarle los párpados
quizá la luz azul de mis ojos ennobleciera otra vez el cuerpo", pensó.
Porque así, sin
la mirada, esos mofletes y arrugas, las curvas velludas de la nariz y los dos
dientes amarillos, mordiéndose el labio exangüe estaban revelándole su
aborrecida condición de mamífero.
-Ahora que sé
que del otro lado no hay ángeles ni abismos me vuelvo a mi humilde morada.
Y con buen humor
se aproximó a su cadáver -jaula vacía- y fue a entrar para animarlo otra vez.
¡Tan fácil que
hubiera sido! Pero no pudo. No pudo porque en ese mismo instante se abrió la
puerta y se entrometió su mujer, alarmada por el ruido de silla y cuerpo
caídos.
-¡No entres!
-gritó él, pero sin voz.
Era tarde. La
mujer se arrojó sobre su marido y al sentirlo exánime lloró y lloró.
-¡Cállate! ¡Lo
has echado todo a perder! -gritaba él, pero sin voz.
¡Qué mala
suerte! ¿Por qué no se le habría ocurrido encerrarse con llave durante la
experiencia. Ahora, con testigo, ya no podía resucitar; estaba muerto,
definitivamente muerto. ¡Qué mala suerte!
Acechó a su
mujer, casi desvanecida sobre su cadáver; y su propio cadáver, con la nariz
como una proa entre las ondas de pelo de su mujer. Sus tres niñas irrumpieron a
la carrera como si se disputaran un dulce, frenaron de golpe, poco a poco se
acercaron y al rato todas lloraban, unas sobre otras. También él lloraba
viéndose allí en el suelo, porque comprendió que estar muerto es como estar
vivo, pero solo, muy solo.
Salió de la
habitación, triste.
¿Adónde iría?
Ya no tuvo
esperanzas de una vida sobrenatural. No, no había ningún misterio.
Y empezó a
descender, escalón por escalón, con gran pesadumbre.
Se paró en el
rellano. Acababa de advertir que, muerto y todo, había seguido creyendo que se
movía como si tuviera piernas y brazos. ¡Eligió como perspectiva la altura
donde antes llevaba sus ojos físicos! Puro hábito. Quiso probar entonces las
nuevas ventajas y se echó a volar por las curvas del aire. Lo único que no pudo
hacer fue traspasar los cuerpos sólidos, tan opacos, las insobornables como
siempre. Chocaba contra ellos. No es que le doliera; simplemente no podía
atravesarlos. Puertas, ventanas, pasadizos, todos los canales que abre el
hombre a su actividad, seguían imponiendo direcciones a sus revoloteos. Pudo
colarse por el ojo de una cerradura, pero a duras penas. Él, muerto, no era una
especie de virus filtrable para el que siempre hay pasos; sólo podía penetrar
por las hendijas que los hombres descubren a simple vista. ¿Tendría ahora el
tamaño de una pupila de ojo? Sin embargo, se sentía como cuando vivo,
invisible, sí, pero no incorpóreo. No quiso volar más, y bajó a retomar sobre
el suelo su estatura de hombre. Conservaba la memoria de su cuerpo ausente, de
las posturas que antes había adoptado en cada caso, de las distancias precisas
donde estarían su piel, su pelo, sus miembros. Evocaba así a su alrededor su
propia figura; y se insertó donde antes había tenido las pupilas.
Esa noche veló
al lado de su cadáver, junto a su mujer. Se acercó también a sus amigos y oyó
sus conversaciones. Lo vio todo. Hasta el último instante, cuando los terrones
del camposanto sonaron lúgubres sobre el cajón y lo cubrieron.
Él había sido
toda su vida un hombre doméstico. De su oficina a su casa, de casa a su
oficina. Y nada, fuera de su mujer y sus hijas. No tuvo, pues, tentaciones de
viajar al estómago de la ballena o de recorrer el gran hormiguero. Prefirió
hacer como que se sentaba en el viejo sillón y gozar de la paz de los suyos.
Pronto se
resignó a no poder comunicarles ningún signo de su presencia. Le bastaba con
que su mujer alzara los ojos y mirase su retrato en lo alto de la pared.
A veces se
lamentó de no encontrarse en sus paseos con otro muerto siquiera para cambiar
impresiones. Pero no se aburría. Acompañaba a su mujer a todas partes e iba al
cine con las niñas. En el invierno su mujer cayó enferma, y él deseó que se
muriera. Tenía la esperanza de que, al morir, el alma de ella vendría a hacerle
compañía. Y se murió su mujer, pero su alma fue tan invisible para él como para
las huérfanas.
Quedó otra vez
solo, más solo aún, puesto que ya no pudo ver a su mujer. Se consoló con el
presentimiento de que el alma de ella estaba a su lado, contemplando también a
las hijas comunes. ¿Se daría cuenta su mujer de que él estaba allí? Sí...
¡claro!... qué duda había. ¡Era tan natural!
Hasta que un
día tuvo, por primera vez desde que estaba muerto, esa sensación de más allá,
de misterio, que tantas veces lo había sobrecogido cuando vivo; ¿y si toda la
casa estuviera poblada de sombras de lejanos parientes, de amigos olvidados, de
fisgones, que divertían su eternidad espiando las huérfanas?
Se estremeció
de disgusto, como si hubiera metido la mano en una cueva de gusanos. ¡Almas,
almas, centenares de almas extrañas deslizándose unas encimas de otras, ciegas
entre sí pero con sus maliciosos ojos abiertos al aire que respiraban sus
hijas!
Nunca pudo
recobrarse de esa sospecha, aunque con el tiempo consiguió despreocuparse: ¡qué
iba a hacer! Su cuñada había recogido a las huérfanas. Allí se sintió otra vez
en su hogar. Y pasaron los años. Y vio morir, solteras, una tras otra, a sus
tres hijas. Se apagó así, para siempre, ese fuego de la carne que en otras familias
más abundantes va extendiéndose como un incendio en el campo.
Pero él sabía
que en lo invisible de la muerte su familia seguía triunfando, que todos, por
el gusto de adivinarse juntos, habitaban la misma casa, prendidos a su cuñada
como náufragos al último leño.
También murió
su cuñada.
Se acercó al
ataúd donde la velaban, miró su rostro, que todavía se ofrecía como un espejo
al misterio, y sollozó, solo, solo ¡qué solo! Ya no había nadie en el mundo de
los vivos que los atrajera a todos con la fuerza del cariño. Ya no había
posibilidades de citarse en un punto del universo. Ya no había esperanzas.
Allí, entre los cirios en llama, debían de estar las almas de su mujer y de sus
hijas. Les dijo "¡Adiós!" sabiendo que no podían oírlo, salió al
patio y voló noche arriba.
La muerte es el perfecto estado de soledad.
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