Quilmes Fornito bajó del taxi y lo golpeó un olor a algas podridas. El hotel no era alto,
parecía un diente ocre desde lejos. Alguna vez había sido famoso por recibir a
estrellas de cine, a políticos en busca de acción, a empresarios que
organizaban foros en el centro de convenciones, un galpón alfombrado que olía a
fósforo, cuyo principal atractivo era la vista al
mar, al estuario y su gran vaho de sombras. ¿Qué parte formaba ahora él en el
historial de ese edificio vetusto, corroído, sin mozos al frente?
El
gerente no lo reconoció. Le habló de las cualidades del lugar y le prometió una
cortesía en el bar de la terraza. Quilmes se movería solo. Los hombres que
vería al día siguiente no se andaban con chiquitas y él no quería comprometer a
nadie. Uno era Darío Bárcenas, lugarteniente de Pablo Arjona, líder del Cártel
del Noroeste. Los demás eran complementos de ese indefinido ciclorama del
crimen.
Ya
instalado en un cuartito de paredes tapizadas con flores azules, recordó
borrosamente a su padre, jugador de América de Cali hacia los años ochenta;
evocó sus primeras lecciones con la pelota en los pies. El futbol es una
guerra, decía siempre. Él se quedó con la frase y con los trofeos que su papá
cosechó durante cinco temporadas en Colombia, antes de partir al futbol
argentino, donde cumplió con dignidad una campaña con Boca Juniors. A su
regreso, América no lo quiso recibir y terminó en Millonarios. El acoso de los
hinchas de Cali no se hizo esperar, frente a algo que consideraron una traición
flagrante.
Dos años
después de su incorporación al club bogotano, el carro donde iba Arístides
Fornito, mediocampista, seleccionado nacional, voló en pedazos justo cuando el
matrimonio salía de una misa en la Iglesia de Nuestra Señora de las Aguas. El
atentado se lo atribuiría el Cártel de Medellín. La tragedia, sumada a los
malos manejos de un contador voraz, dejó a Quilmes literalmente en la calle. Un
tío lejano le concedió un rincón en su garaje para que el chico durmiera. A esa
etapa él posteriormente la llamaría "el limbo".
En este
limbo cruzó el desierto espinoso de la orfandad, a la vista de todos,
convertido en un muchacho que solventa la vida con un desarraigo mecánico. En
la calle se hizo hombre: su naturaleza era la de un roble golpeado por un rayo
intransigente. Aprendió de armas. Supo que la mejor forma de sortear el peligro
era creando un halo de poder y respeto alrededor suyo. Se involucró con
criminales. Olía a pólvora, sangre desecada y whisky rancio. Tenía una puntería
letal con el pie y con la pistola. Fue en esos días cuando comenzó a hacer
trabajos para Fedor Delgado, entonces cabeza del Cártel de Cali. Para Quilmes,
la vida se había convertido en un árbol de cuyas ramas colgaban los frutos de
una desesperanza atroz, pero también de un coraje paliado por el juego, la
muerte rápida y efectiva de sus enemigos, las cascaritas en el Parque de la 80,
los labios mansos de alguna chica que lo iba a ver con desgano por las tardes.
Fue en el
barrio de Ciudad Bolívar, entre baldíos anegados de yerba mala, apostadores y
asesinos en reposo, donde lo descubrió jugando futbol el profesor Montoya,
visor de Independiente de Santa Fe. El chico era extremo derecho. Una flecha en
la franja que mandaba centros precisos o repartía diagonales como dulces. Sin
embargo, la inutilidad de sus delanteros, su mal tino y su nula condición
depredadora, le dieron amor propio para hacer él mismo recorridos rumbo a la
portería y disparar a gol. Esa tarde metió tres y falló otros tantos mientras
cautivaba a una afición raquítica. Montoya se impresionó con esa rareza de
crack y le invitó un refresco después del partido. Hablaron de futbol
colombiano. El profesor recordó al Pibe Valderrama, a Higuita, al Tren Valencia,
mientras Quilmes se limitaba a señalar las condiciones de Faustino Asprilla, su
ídolo. Montoya no pudo eludir la mención de Arístides Fornito. El muchacho
resistió, sin embargo, ese golpe.
Cuando
Montoya le preguntó si tenía equipo o representante, Quilmes le respondió con
una sonrisa de signo ortográfico que no, que cómo creía. A la semana el chico
ya estaba instalado en un departamento de un suburbio y tenía un contrato sobre
la mesa donde sueldo y prestaciones irían subiendo a la par de sus méritos en
la cancha. Aunque le inquietaba un poco deponer las armas, esperaba la
comprensión de su jefe. Y la mirada profesional, seria, del Monstruo de los
Andes cuando el muchacho le comentó de su prometedora carrera con el Santa Fe,
del dinero bien habido, del lodazal que se sacudía gracias al genio irrestricto
de sus dos pies, confirmó sus sospechas. Fedor le dio un abrazo y le regaló una
M1911 con el nombre de Quilmes grabado en la cacha de nácar. Le puso en la
mano, además, un fajo de dólares contenidos por un pasador perlado de
diamantes.
En
Independiente mostró de inmediato su talento. Aunque le faltaba estatura, su
correosidad le ayudaba en los choques. Tenía picardía para esconder la pelota,
para el regate en corto, para el tiro de media. Iba muy bien por lo alto y era
disciplinado en la táctica. En su primera campaña metió 14 goles y el equipo
fue subcampeón. Era un virtuoso lleno de recursos cuya juventud transcurría
entre el confort del estrellato y los rumores permanentes de su pase a Europa.
Fornito
ganó dos títulos de goleo y encabezó la obtención de tres trofeos de Liga,
antes de que El Gullit Sánchez le rompiera tibia y peroné, harto de sus regates
burlones y de sus caños.
Paró ocho
meses, mismos que dedicó a estudiar pintura, a escribir en un diario local, a
producir un programa deportivo. Al Gullit, tiempo después, lo matarían a tiros
cuando iba saliendo de un bar en Cartagena de Indias.
Después
de eso vino una decadencia sistemática, paulatina, identificada por una
disminución en los goles. Menos atrevimiento, menos peso específico. Más
lesiones y menos velocidad. Para Independiente se volvió prescindible. Cedido a
Jaguares de Chiapas, en México, Quilmes jugó un par de años que fueron un campo
de concentración. Un técnico lo retrasó unos metros y más o menos empezaba a
rendir como enganche cuando llegó una nueva contractura muscular que lo detuvo
media campaña. Cuando se recuperó lo despidieron del club. Anduvo de un lado a
otro pugnando por hacer lo que mejor sabía: dialogar con un cuerpo que ahora
quería establecer su propio monólogo cansino, en las sombras de la abulia y el
desapego. Solo el Zihuatlán pudo pagarle un sueldo más o menos digno en la
división de ascenso, donde metió muchos goles que no sirvieron para nada. Le
regalaron sus derechos federativos y ahora estaba ahí, en un hotel de la costa
mexicana, haciendo tiempo para asistir a una reunión donde se definirían, entre
otras cosas, su futuro. Le habían pedido puntualidad, algo que no podía
faltarle a un jugador decolorado por las lesiones y la falta de estrella.
Quilmes
estuvo en el bar hasta las 12 de la noche. Se ligó a una mazatleca y subió
amarrado a su cintura las escaleras amplias y ondulantes. La mujer olía a
playa, pero también a bourbon. Él le contó de sus planes. Ella escuchaba sin
pasión, aletargada por la embriaguez y un deseo curioso: no era su primer
mulato, pero sí su primer futbolista. No era ajena a los colombianos, que
pululaban como sombras en todas las costas del mundo, labiosos y festivos,
dicharacheros y con una lírica rudimentaria pero efectiva para la seducción.
Hicieron
el amor un par de veces, a gritos, mientras el mar sonoro corrompía esa
composición de alientos que buscan sus asideros en la carne. La madrugada era
una boca adormecida sobre el olor de las magnolias que se secaban en el
corredor. Desde muy lejos llegaba una canción de Elvis Presley.
Por la
mañana, Quilmes se sintió diez años más joven, salió a la calle y el sol le
pareció cruento, blanco, casi como un huevo que arde en su propio nido. Se
palpó la pistola, su M1911, y avanzó por las calles repletas de turistas.
Cuando
llegó al lugar, un privado del Cáucaso, restaurante especializado en cortes, lo
recibieron dos hombres grandes, vestidos de plata. Quilmes les entregó el arma
y ellos lo guiaron hacia el fondo del saloncito. En una esquina había una
pecera luminosa. De una bocina montada en un rincón alto surgía una música que
se insinuaba norteña, aunque lúgubre. Olía a pienso. Por una puerta entró un
hombre y se sentó en la cabecera. Le indicó que ocupara un lugar junto a él.
Vestía un traje negro, su cabeza era enorme y oscura, aunque la mirada
transmitía una tranquilidad casi sedante: Darío Bárcenas, el sanguinario
lugarteniente del cártel local, famoso por su falta de pudor, por sus maneras
suaves, pero también por su incapacidad para negociar cuando la corriente va en
contra.
De la
calle se acercaban los rumores de una mañana creciente, llena de coches pero
también de un calor amargo.
Quilmes
tenía que sostenerle, primero, la mirada, si quería extraer de ese rostro sin
complejos una voz. Y así lo hizo. Lo demás sería cuestión de resistir. Bárcenas
ordenó a los hombres que levantaran al colombiano y lo sostuvieran de pie;
luego tomó un bate de béisbol y lo levantó a la altura de su hombro. No sabía
cuántos golpes tenía que dar, aunque ya había hecho esa maniobra muchas veces.
Cuando dio el primero, Quilmes sintió cómo la pierna izquierda, esa que le
servía como eje en algunas jugadas vistosas, se fragmentaba en múltiples
pedazos. Con eso basta, dijo. Bárcenas apeló a la sabiduría de quien conoce la
propia decadencia de su cuerpo como una prenda de vestir, y se detuvo. Vio en
Fornito la mirada que quería. En el fondo comenzaba a arder el desprecio como
una zarza. Era suficiente. Con la pistola en las manos, solo tenía que
recuperar un poco de pulso.
Ilustración: Patricio Betteo
Sí, hay maestría en los cuentos de Jesús Ramón Ibarra. Es un balón que va recorriendo la calle en nosotros, Nos recuerda las porterías improvisadas en la infancia y el grito por la pelota entre caras conocidas o rostros contrincantes. Retrata la violencia ahora cotidiana y la envuelve con la cosmovisión futbolera de aquella niñez. Como partido único este cuento funciona con la precisión de un buen pase frente a la portería. Dan ganas de conocer el calendario completo de cuentos para asistir a cada uno de ellos y ver los personajes y las jugadas polémicas con finales diversos reflejados en el marcador de la vida. Esperar la tarjeta amarilla a mitad del libro y al final ver el cartoncillo rojo, porque la lectura nos expulsó a los comentarios finales que siempre están relacionados con nuestra experiencia. Enhojabuena, querido Jesús, publica pronto este libro con sus 90 minutos y tiempo extra.
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