Pesado, con
su lento y reptante cansancio bajo el denso calor de la mañana tropical, el río
se arrastraba lleno de paz y monotonía en medio de las dos riberas cargadas de
vegetación. Era un deslizarse como de aceite tibio, la superficie tersa,
pulida, en una atmósfera sin movimiento, que sobre la piel se sentía igual que
una sábana gigantesca a la que terminaran de pasar por encima una plancha
caliente.
Las casitas de madera del puerto, montadas en zancos sobre la orilla del río
para quedar a salvo de las crecientes, parecían temblar, con ligeras y
cambiantes distorsiones, vistas a través del vaho abrumador, quieto, de un aire
que no se movía, de un aire que estaba ahí, empezando, muerto como el agua de
un estanque. De las casitas se elevaba trabajosamente, vertical y despacioso,
trazando sobre el agresivo azul del cielo una apenas ondulada línea blanca de
gis, un humo concreto, corporal, macizo, que no terminaría de salir nunca de
las pequeñas chimeneas de lámina que se veían encima de los techos. Aquellas
casas formaban, paralelas al Coatzacoalcos, la primera fila de un conjunto de
callejuelas miserables, en la proximidad del muelle.
La calle, tendida al borde del río con sus tabernas, sus burdeles, sus barracas
para comer, tenía una quietud extraña, un ruido, una delirante inmovilidad
ruidosa, con aquella música de la sinfonola, en absoluto una música no humana,
que no cesaba jamás, como si la ejecutaran por sí solos los instrumentos que se
hubieran vuelto locos. Eso hacía que las propias gentes—también los perros y
los cerdos, irreales hasta casi no existir—parecieran más bien cosas que
gentes, materia inanimada desprovista totalmente de pensamiento, en medio del
calor absurdo que lo impregnaba todo.
Nadie abrigaba el menor propósito, ni lo abrigaría en éste mundo, de que la
música se dejase de oír un solo instante, pero lo que era más
extraordinario todavía, que dejara de ser la misma canción inexorablemente
repetida y, sin embargo, ya tan soberana y autónoma como una ley de la
naturaleza.
La tortuguita se fue a pasear…
Los obreros sin trabajo, despedidos de la refinería de petróleo unos meses
antes, escuchaban como muertos, sentados a la sombra de las casas, casi sin
hablar, hartos los unos de los otros, con una indiferencia pesada y triste de
esclavos. Parecían tener una cierta convicción sorda, instintiva, de que ya no
podrían abandonar esta calle, este refugio desamparado, igual que si estuvieran
sujetos por un cepo, unidos por la indolente esperanza de un barco que
descargar o cualquier otra ocupación improbable, inconcreta, que pudiese serles
remunerativa, pero de la que les resultaba imposible precisar nada. Allá en sus
hogares, entretanto, sus mujeres acumularían lentamente hacia ellos ese rencor
herido, resignado, de darles algo de comer, en cualquier forma —“rajándose el
alma”—, a su horrible, a su vil regreso cada día, puntuales como si salieran de
la fábrica. Esa calle. Esa calle.
La tortuguita se fue a pasear…
La calle de los sin trabajo y de las prostitutas baratas, sin zapatos, de las
prostitutas que no tenían zapatos.
Ahí estaban algunas de ellas en lo alto de sus casas, a horcajadas sobre el
pasamanos en la parte superior de la escalera, o apoyadas sobre un hombro en el
marco de las puertas, con los vestidos de tela corriente que les ceñían los
cuerpos desnudos en absoluto por el sudor, jadeantes extrañas vacas sagradas y
sucias, lentas, ociosas, todas con la misma expresión de desesperanzado aburrimiento,
húmedas.
Miraban sin moverse, con atenta y anhelante estupidez, hacía el río, donde El
Tritón, un viejo remolcador, maniobraba para sujetar una gran barcaza averiada
que había traído desde Puerto México. Una mirada entendida, sabia, que deducía
con precisión, del estado de la maniobra, cuándo terminaría la faena, en espera
de que después vinieran algunos de los diez o doce tripulantes, antes de zarpar
nuevamente El Tritón, a poseerlas, apresurados y sumisos, a cambio de las
toscas monedas de cobre y los pegajosos billetes que llevarían encima.
—¡Les faltaban como seis horas! —comentó alguna, la entonación vacía, lenta,
llena de paciencia desesperada.
Nadie añadió una palabra más; no había por qué hacerlo. La cosa era segura, de
cualquier modo. Vendrían. Los tripulantes de El Tritón vendrían antes de
zarpar. Ellas miraban, solamente. Eso era lo único que les quedaba en la vida
por ahora: no apartar los ojos de aquel remolcador negro, ese feo barco ancho,
y como mutilado. Ahí estaba y no podían hacer otra cosa que mirarlo, mirar ese
destino que se aproxima, 14 quedarse quietas ahí, como a mitad de la vía por
donde viene la locomotora que no podrá salirse nunca de sus rieles.
Entre las prostitutas y los tripulantes del barco existía aquella prerrelación
íntima, concreta, casi doméstica y familiar, que existe entre el astrónomo y el
cuerpo cósmico que inevitablemente entrará en la órbita de la tierra y que
entonces se volverá de inmediato un sujeto palpitante y real —largamente
destinado a que el hombre lo posea— bajo la primera mirada terrestre. Los
hombres del remolcador, sin conocerlas, las habían pensado, establecido,
elaborado en todos sus detalles, desde el momento mismo que supieron que El Tritón
se dirigiría a Minatitlán, y ellas por su parte los aguardaban, todo esto de un
modo tan específico y determinado, que el encuentro era ya, desde ahora, el
acto único, particular y amoroso de dos sentenciados a muerte. Entonces miraban
hacia el remolcador. No podían hacer otra cosa; estaban condenadas a mirarlo,
como en el infierno.
La tortuguita se fue a pasear…
La última de seis monedas hacía girar por sexta vez el disco de la sinfonola
cuya canción estaba por terminarse. Ninguna de las mujeres hubiera comprendido
esa libertad de que la música se dejara oír. Era una de esas cosas imposibles
que hay en la vida. Entre las mujeres hubo algo parecido a una lejana y
perezosa animación, esa animación de bestias sonámbulas que tienen los animales
dentro de una jaula. —¿Y ora a quién le toca ser la pendeja…?—se escuchó que
alguna preguntaba.
Ese calificativo merecía, por convención tranquilamente aceptada, aquella a
quien le correspondiera el turno de recoger las monedas para alimentar a la
sinfonola hasta el fin de los siglos. Los rostros casi giraron hacia una mujer
de toscas proporciones y baja estatura que tenía ese horrorizante atractivo de
ciertas piezas arqueológicas, la piel llena de gruesos poros y unos muslos
breves bajo el cerámico vientre atroz.
—¡Le toca a La Chunca !—gritaron.
No, no le correspondía el turno a La Chunca, pero como era tan fea, la
maliciosa injusticia regocijaba a todas.
—¡A La Chunca, a La Chunca!
Era curioso verlas a cada una, sucias palomas impuras, en aquellos palomares
sórdidos, no todos con escaleras sino muchos de ellos tan sólo con unos
travesaños clavados en los horcones sobre los que descansaba la casa, quietas y
opacas, pero con algo que no era del todo lo que corresponde a una prostituta,
cierta cosa no envilecida por completo, tal vez la actitud infantil de jugar
como si fuesen chiquillas, o por el contrario, como si se tratara de chiquillas
que se habían entregado a la prostitución y aún no estaban seguras, todavía no
dominaban de un modo absoluto los secretos del oficio.
—¡A La Chunca, a La Chunca!—en las expresiones disimuladas de su rostro había
ese aire malo y satisfecho que proporciona la alegre impunidad de los delitos
cometidos en común.
—¿Y luego? —replicó La Chunca, indiferente desde el vacío mental donde se
encontraba—. ¿Por qué no había yo dir…?
Con todo, se trataba de moverse, de romper aquella inercia increíble, nadar en
esa atmósfera de fuego hasta la cantina, bajo el espantoso sol.
La Chunca bajó por cada uno de los travesaños de su casa con la pausada
lentitud y la melancólica obediencia de un chimpancé enfermo que se somete a
las órdenes del domador. En seguida, con el aire de una limosnera ciega, fue
recogiendo las monedas que le arrojaban desde lo alto cada una de las
prostitutas y luego se alejó hacia la taberna en la esquina de la calle, donde
estaba la sinfonola.
Un griterío soez y entusiasta se elevó entre los sin trabajo al paso de la
prostituta, mientras algunas manos, detenidas en el aire, fingían para
asustarla, el intento de una nalgada procaz sobre sus animales e impúdicas
posaderas empapadas de sudor. Con los ojos bajos, la mirada fija en el suelo,
La Chunca soslayaba el cuerpo, ajena y sin ver, exactamente una ciega que se
defendía tan sólo con el oído, torpe y concentrada.
Al extremo de la fila de los sin trabajo uno de ellos se deslizó a espaldas de
la prostituta, perversamente alegre, agazapado, en tanto pedía silencio con el
índice sobre los labios, dispuesto a ejecutar alguna divertida broma que los
demás aguardaban ya, con un brillo cómplice en los ojos y cierta sonrisa llena
de envidiosa admiración.
Se aproximaba con una cautela maligna, anhelante, las comisuras de la boca
distendidas hacia abajo y la actitud de quien contiene la respiración, sucio y
cómico, sin que La Chunca pudiese advertirlo. Aquello sucedió con una
desenvuelta rapidez, jubilosa y brutal, en medio de los aullidos frenéticos,
casi dolientes de gozo, que lanzaban los sin trabajo. El hombre había logrado
levantar la falda de La Chunca y hacerle una prolongada caricia obscena, entre
la carne desnuda, pero con una suerte de tal maestría, que el espectáculo
resultó para todos algo de lo más extraordinario que habían visto nunca en su
vida. Una espesa felicidad les resbalaba por dentro, una dicha llena de rencor
que salía de sus gargantas en esos alaridos agrios y sexuales, como en un
velorio, en igual forma que si al mismo tiempo estuviera ahí, de cuerpo
presente, algún difunto muy triste y suyo, y ellos debieran llorar con una
furia misericordiosa y arrebatadora, despojados para siempre por el amor de
Dios. Igual que en la Iglesia, igual que cuando se arrodillaban en la Iglesia.
La Chunca no se pudo defender, inerme y atontada, idéntica a las iguanas que
no, aciertan a discernir de dónde proviene el peligro cuando se les arroja una
piedra, y permanecen inmóviles, pétreas, poseídas de una antigua angustia
telúrica, con el desamparo de los primeros tiempos zoológicos, el rostro
estúpido de impotencia, borracha perdida, es decir, no que lo estuviera, sino
igual que una borracha imbecilizada hasta lo último por el alcohol, hasta donde
ya no se puede más.
No comprendía, evidentemente aquello estaba más allá de lo que podía comprender
en esta tierra y en esta existencia. Clavó sobre los hombres una mirada remota,
una mirada loca y turbia de dulzura a causa de la estremecida piedad, de la
compasión sin límites que la embargaba hacia su propio ser. Se había replegado
contra uno de los horcones y por sus mejillas de piedra rodaban unas lágrimas
extrañas, sin sentido, no suyas, no pertenecientes de modo alguno a su sagrado
cuerpo de infame prostituta.
La tortuguita se fue a pasear…
Otra de las prostitutas apareció ahí de pronto junto a La Chunca, después de
lanzarse de un salto desde el palomar. Respiraba con una agitación galopante,
la morena piel del rostro muy pálida, amenazando a los hombres con una navaja,
pero sin que se alterase una voz queda, precisa y llena de agravio, que parecía
subirle desde la planta de los pies hasta los labios.
—¿Qué hijoputas quieren con ella, malditos? ¡Digan! ¿Quién fue ése que ofendió
a La Chunca?
Los sintrabajo se volvieron de espaldas, con el aire del que no escucha, la
mirada muy atenta, como si algo muy importante y complicado solicitase de ellos
una concentrada reflexión en el punto opuesto. La Chunca, entretanto, había
desaparecido en el interior de la cantina, y ahora estaría ya ante la
sinfonola, con las monedas.
¡Todo lo quieren de balde! ¿Eh? —continuaba su imprecación la prostituta, sin
abandonar la navaja— Se pasan el día oyendo música que nosotras pagamos con
nuestro dinero, que nuestro dinero nos cuesta, y todavía quieren maloriarnos…
¿Muy fácil no? ¿Qué dijeron?
Un hondo sentido de justicia y de ira hacía fulgurar las pupilas de la hembra,
pero al mismo tiempo se notaba cierta inseguridad en su actitud, como si le
fuese imposible encontrar razones incontestables, de un valor absoluto, para su
protesta. No podía remitir el agravio, la baja ofensa sufrida por La Chunca,
sino al dinero, a que aquello se hizo de un modo gratuito, cuando lo que
justificaría cualquier cosa, puesto que ellas eran tan sólo unas simples
prostitutas, “mujeres de la calle” y nada más, habría sido el pago
correspondiente. De este modo la mujer tuvo entonces una transición súbita, en
la cual lo primero que hizo fue guardarse la navaja en el refajo. Hablaba ahora
con un extraño tono persuasivo.
—El que traiga con qué, ya sabe… —la voz aquí se volvió afectuosa del todo, con
un leve toque de amargura humilde—, …pues para eso somos lo que somos, pero
siempre que se nos brille “la de acá”—y al decir “la de acá” flexionaba el
pulgar y el índice en círculo para indicar la forma de las monedas—. Pero así a
la brava, ¡niguas! ¡No hay que ser! ¡Una cosa es una cosa y otra cosa es otra
cosa! —concluyó por fin a tiempo que giraba hacia la dirección por donde ya
venía hacia ella La Chunca, el paso miedoso y apresurado.
Con una solapada sonrisa los hombres permanecían en su misma actitud, atentos a
fingir esa divertida indiferencia que los relevaba de sentirse blanco
individual de cualquier acusación.
La mujer echó un brazo en derredor del cuello de La Chunca.
—¡Cuenta siempre conmigo, manita! —dijo con bronca y ríspida dulzura—. ¡No
hagas aprecio de estos pinches güeyes! Entonces, ambas subieron, una después de
la otra, al palomar de La Chunca, pero no sin antes recoger la parte posterior
de sus faldas, a través de las piernas, para sujetarlas por delante con una
mano, mientras subían, y de este modo no dar pie a nuevas procacidades de los
sintrabajo.
—¡No sé para qué me lo trujeron! —exclamó La Chunca al entrar la
primera en aquella especie de mísero tapanco a que se reducía toda su casa. Era
un único cuarto de madera con las paredes tapizadas de papel periódico donde se
veían los titulares, fotografías, anuncios y noticias de las más diversas
publicaciones del país y del mundo. Hasta un periódico de Shangai, con unos
extraños caracteres, sin duda proveniente de los chinos propietarios de
comercios y cafés en la localidad, que eran numerosos. En un rincón estaba la cama
de tablas, cubierta tan sólo por una raída colcha de algodón, y plegada junto a
su cabecera, pendiente de un alambre sujeto entre el ángulo de las dos paredes,
una mugrosa manta, quién sabe para qué, servía de cortina, acaso nada más como
un símbolo de cierto misterioso pudor. El resto de los muebles lo formaban una
mesa de ocote, un brasero de lámina, algunos cajones y dos sillas. Esto era
todo.
Fija a mitad del cuarto, con un aire de obstinada incredulidad, sin atreverse a
dar un paso adelante, La Chunca meneaba la cabeza con bruscos
sacudimientos intermitentes, arrítmicos.
—¡No sé pa qué me lo trujeron!—repitió doliente.
Se refería al niño. Ahí estaba el muchachito, como de siete años, quieto, los
negrísimos ojos agrandados por una incertidumbre atenta, sin aventurarse a
decir una sola palabra, dispuesto a recibir con silenciosa sorpresa todo cuanto
pudiera ocurrirle de inesperado y desconocido, en este suceder de hechos
incomprensible que él no podía sino aceptar. Era el hijo de La Chunca.
Apenas unos días antes, después de que dio sepultura a su pobrecita madre
muerta, con la que el niño viviera allá en el pueblo. La Chunca había
encomendado al muchacho con unos vecinos, bajo la promesa demandarles algunos
centavos, y ahora resultaba que estas buenas gentes se lo devolvieron ayer sin
explicar nada, nomás porque sí.
Ni La Chunca ni su hijo podían comprenderlo.
La otra prostituta se acordó de que anoche, cuando supo esta desgracia de La
Chunca, no había tenido oportunidad de preguntarle cómo se llamaba el niño.
—¡Ulalio! —respondió La Chunca—, se nombra así porque lo tuve el mero día de
San Ulalio.
Miró a la criatura un instante más, con un rencor tierno y amoroso, pues toda
la enervante tristeza suya de las últimas horas tenía su origen en la infeliz
presencia de aquel niño.
—¡Escuincle de porra! —añadió, para rematar luego con una voz sumisa y
desgarrada—. ¡Ya estaría de Dios, ora sí como quien dice, que hijo de puta bías
de ser aunque yo no lo quisiera!
2
A bordo de El Tritón el contramaestre descargaba toda la furia de
su negra cólera sobre los fatigados tripulantes, que hacían lo imposible por
trabajar más de prisa.
—¡Cárguenle calor, güevones! —gritaba, ronco, torvo—. ¡A l’hora del rancho sí
que son buenos … ! ¿Pero qué tal pa trabajar, jijos de un chingao…? ¡Cárguenle!
Se hubiera podido trabajar a un ritmo menos febril, pero el capitán había
decidido que zarparan hoy mismo para atracar al día siguiente en Veracruz. Ésa
era la causa de la cólera del contramaestre, y como las gallinas de arriba siempre
cagan a las de abajo, pensaba, no, había más remedio que fastidiar a los
“boludos” aquellos. También él había sido boludo, esto es, marinero raso, en
tiempos de don Porfirio, y la cosa no era mejor entonces en la Armada, sino
todo lo contrario, bajo la salvaje disciplina que reinaba en cada barco.
Aquello no era ninguna broma; no era ninguna baba de perico.
Pero éstos qué iban a saber de aquellos sufrimientos, ni tantito así,
comparados con las blanduras de hoy, donde hasta un simple grumete puede
levantarle acta a todo un oficial si éste le pega. Antes uno se aguantaba
y si llovían los golpes era de ley mantenerse firmes, con la mano en posición
de saludo, hasta no caer hecho un guiñapo. Por no hablar del pañol de cadenas,
donde lo encerraban a uno con cualquier pretexto o sin pretexto. Una fiesta de
los cien mil carajos, durante noches y días enteros, dentro de un pedazo de
medio metro. Lo rodeaba a uno el montón de eslabones, como serpientes
enroscadas unas con otras, sin dejarlo moverse, sin permitirle el más
insignificante cambio de postura. Luego había que añadir la peste; ese olor que
no se da en ninguna otra parte, que se desprende de las vegetaciones nacidas
sobre las cadenas en el fondo del mar. Un olor de pescado descompuesto, de
hierro podrido, que lo hacía a uno deshacerse de náuseas. Cuando sacaban al
prisionero de ahí, era para que se portara en adelante muy derechito, muy
comedido, con un miedo horrible, un pavor espantoso, que hasta los más machos
hacía llorar, de que lo pudieran devolver a ese infierno. Bueno, descontando
las veces, que no fueron pocas, en que se les olvidaba que ahí estaba un hombre
dentro del pañol, en los momentos de soltar las anclas, cuando el barco se
fondeaba. Desde la cubierta, por la parte de proa, veíamos subir entonces, de
abajo del mar, una nube roja, que se extendía poco a poco hasta llegar a la
superficie como un gran manchón. Era la sangre del cristiano. Así todos nos
dábamos cuenta de que las cadenas, al salir disparadas como de rayo, habían
arrastrado al que estaba metido dentro no dejándole ni madre. No; esos “boludos
”de hoy no podían quejarse.
—¡Cárguenle calor, jijos de su pelona!
El contramaestre resoplaba de un lado para otro, también aturdido por la
fatiga. Era un animal lleno de pelos por todas partes, en la frente, en los
pómulos, un oso hirsuto cuyos ojos apenas eran visibles entre las semicanosas
cejas enmarañadas. Sentía una cólera enorme, capaz de cualquier cosa, pero que
distaba mucho de satisfacerse con los insultos y gritos que lanzaba. Ese
capitán de todos los diablos; los viejos güinches mal engrasados del
remolcador, que se atoraban en el momento más preciso; el maldito sol que
parecía tener enfrente un cristal de aumento del tamaño de todo el cielo para
calentar más, hasta que hirvieran los malditos sesos; la orden de zarpar este
mismo día; zarpar hoy, no dormir en tierra, seguir navegando.
Hubiese querido romper algo, destrozar algún objeto, alguna materia eterna,
resistente hasta la eternidad, pero que él podría convertir en polvo a
puñetazos, a dentelladas; la embarcación misma. Se detuvo, jadeante, del lado
de la banda de estribor y volvió la vista hacia el muelle.
Algo como una fascinación aplastante le hizo sentir que todos los músculos del
cuerpo se le aflojaban con una especie de frío repulsivo, lleno, de precisión
fisiológica. Ahí estaba el infeliz, ahí estaba el desgraciado. Ahí estaba, en
el muelle, aquel niño inverosímil y espantoso, quieto como desde un principio,
como desde hacía tres o cuatro horas, igual que una estatua, sin apartar la
mirada muda que salía de sus dos grandes ojos atónitos de la figura del
contramaestre, fijos sobre él como los de un pájaro disecado que lo persiguiera
completamente sin expresión. Estaban separados apenas por unos tres metros de
distancia, el viejo oso colérico en la cubierta del remolcador y el niño allá
abajo, sobrenatural como un ángel castigado.
—¡Lárgate de una vez al carajo! —gritó con un odio extraño el contramaestre—.
¡Ya te dije que a bordo no hay lugar para nadie más. Este barco no es asilo.
¡Cabrón escuincle tan necio! ¡Lárgate te digo!
A pesar suyo el contramaestre temblaba. Eso, eso y no otra cosa era el origen
de la rabia que sentía desde que se encontró con el chiquillo en el muelle, al
venir de la Capitanía hacia el remolcador, cuatro o cinco horas antes. Ahí lo
estaba esperando el niño.
—Mi mamá dice que por el amor de Dios me lleve en el barco—le había dicho el
niño—.No quiere tenerme porque soy hijo de puta.
Lo dijo así, simplemente, como algo superior, fatal y divino, que no estaba
obligado a comprender.
El contramaestre se había estremecido con una especie de ahogo blando, y ahora
se daba cuenta de que ahí fue donde comenzó a nacer en él esa cólera, esa
rabia, ese odio que sentía hacia su piedad, la cólera de que algo le hiciera
sentir dolor por otro, por un semejante, por otro perro podrido como él. El
niño era hijo de eso, pero había dicho las inocentes y malditas palabras
separándolas de su madre; su madre era una cosa y él era hijo de otra muy
distinta.
Una ira desgarradora cegaba al contramaestre. El niño permanecía inmóvil, ahí
estaba en el muelle desde hacía muchos años, desde antes de nacer, desde antes
de ser un hijo de puta.
—¿No entiendes? ¿Qué ganas con estar ahí parado, terco como una mula? ¿Estás
sordo? ¡Orita verás si no entiendes!
En esos momentos el contramaestre había visto salir de la cocina al galopín,
quien llevaba en una mano el balde de los desperdicios, lleno de agua gris, de
escamas, de tripas, de sangre sonrosada, que debía arrojar por la borda.
—¡Daca!— ordenó al tiempo que le arrebataba el balde.
Con el balde en las manos hizo un extravagante movimiento de vaivén hacia
atrás, que se antojaba lentísimo, escultórico, como el del atleta, que dispara
el disco, y luego un rápido contramovimiento en un corto espacio hacia
adelante, que detuvo de pronto, y entonces los desperdicios se proyectaron en
el aire cayendo sobre el cuerpo del chiquillo.
“¡Quihubo! ¿No que no?”, iba a exclamar con aire de triunfo, pero desde lo alto
del puente la voz del capitán lo hizo girar de golpe como si alguien hubiese
tirado de una palanca invisible. Por encima de la cubierta inclinada del balde
vacío de los desperdicios rodó, al modo que el cuerpo vivo que tuviera impulso
propio, hasta detenerse a los pies del galopín como por efecto de una cierta
estupefacción súbita.
—¡Venga usted!— ordenó el capitán al contramaestre, quién se apresuró a trepar
la escalerilla. Entraron en la cámara de radiotelegrafía.
El capitán llevaba la gorra caída hacia atrás y hacia la oreja, sonriente,
semialcoholizado, conforme a su costumbre. Era prieto, la cara mofletuda,
indígena y de expresión feliz. El total estrabismo de ojo, condenado en
definitiva en mantenerse en un rincón de su cuenca, tirando hacia la sien, cosa
que en otras personas da a sus fisonomías un aire de asustada severidad, en él
por el contrario, expresaba una malicia cínica y juguetona, cierto sarcasmo
alegre.
Hasta ese momento el contramaestre no se dio cuenta de que el capitán tenía —lo
habría tenido desde antes de que entraran en la cámara— un papel en la mano. El
capitán se lo tendió.
El radiotelegrafista, con sus dos negras ventosas auditivas que le succionaban
las orejas, atento a las sagradas voces interiores que le venían del más allá,
los miraba con una mirada distante, pura, de faquir, una mirada sin ojos.
—Mire— el capitán sonreía con su parte estrábica—: es el “meteorológico” de
hace unos minutos —explicó respecto al papel—, de apenas unos minutos antes de
que usted bañara en mierda al muchacho— era la forma efusiva, mañosa de
reprenderlo.
El contramaestre juntó los talones y se llevó la mano a la gorra, sin tomar el
boletín meteorológico que se le ofrecía.
—A su disposición, mi capitán; me doy por arrestado —repuso. Era en verdad un
oso de circo, con la mano en alto, torpe y aturdido.
El capitán insistió aproximándole el boletín al rostro con leve intención
provocadora, mientras el ojo se burlaba.
—¡Léalo! Veracruz reporta viento moderado del norte. Tendremos una navegación
cómoda. ¿Estará listo para que zarpemos a las seis de la tarde?
Después de tomar el boletín, el contramaestre lo había mirado concentradamente
por unos segundos, sin leerlo, y ahora clavaba la vista en el capitán en la
actitud de quien acepta un reto.
—Mucho mejor—dijo—. La maniobra terminará a las cinco en punto.
—De no cumplir su promesa, entonces sí habrá arresto, y de ese modo pagará
usted por lo del chamaco también.
La mirada diagonal del ojo torcido irradiaba ahora una especie de inocencia
triste. Tal vez este hombre habría tenido un hijo así, como el muchacho del
muelle.
Abajo se escuchó el silbato del cabo de turno que llamaba para la comida del
mediodía.
—Si quiere comer en tierra, contramaestre—propuso el capitán—, ahí lo alcanzo
en el Gato Negro y nos echamos un dominó. Puede retirarse.
El oso peludo dio las gracias. Después descendió las escalerillas del puente.
En cubierta, al girar hacia el punto de la banda donde los marineros ya tendían
una pasarela de madera encima del muelle, se detuvo con un asombro amargo.
Era imposible creerlo, pero el espantoso niño permanecía en el mismo lugar, un
niño de madera, un niño preorgánico no perteneciente al reino.
Atrás, a unos cuantos pasos, ahora también se encontraba La Chunca, el rostro
inclinado sobre el pecho, la mirada tonta y sin luz hundida en el suelo con la
obstinación homicida de un cuchillo terrible, la hoja de pedernal con la que
los antiguos mexicanos arrancaban a sus hijos el corazón.
El contramaestre dudó unos instantes. Hubiera querido no cruzar junto a ese
niño de pesadilla, junto a esa mujer. La blusa de manta del chiquillo estaba
llena de porquería, manchas amarillentas y despojos orgánicos, como si alguien
hubiese vomitado sobre él. No se había limpiado siquiera; no se había movido.
El contramaestre procuraba dominarse, ocultar una rara turbación que lo sacudía
por dentro. ¿Esa mujer, esa dolorosa bestia idiotizada, sería madre del niño?
Precisamente fue la mujer quien le salió al paso con una escalofriante
humildad, sin levantar los ojos. Sabía, dijo La Chunca, que el barco zarpaba
para Veracruz. En la mano extendida la mujer mostraba unas monedas de cobre y
dos o tres arrugados billetes de a peso.
—¡Llévese al muchacho en el barco, mi jefe! En Veracruz lo deja con una amiga
mía que allá vive. El muchacho lleva la dirección. ¿Qué tanto perjuicio puede
causarle hacerme esta caridá? Le doy estos poquitos centavos, aparte si tiene
gusto en pasarla conmigo
sin que nada le cueste.
Hablaba con una entonación dulce, susurrante y tibia, llena de amor. Su
ofrecimiento de “pasarla” con aquel hombre, de entregársele, era casto, sin
mácula. Lo que ella no quería era tener ese hijo infortunado, que ese hijo
fuese suyo; lo que anhelaba era despojarse de él como en una especie de aborto
tardío, después de siete años.
Sentía el contramaestre que una piedad atroz se le untaba en le garganta,
nauseabunda y dolorosa, haciéndole nacer otra vez en el alma esta ira insensata
que lo movía a golpear, a destrozar el rostro de aquella hembra envilecida y
sucia.
—¡Hazte a un lado!—exclamó apartándola de un empellón—. Por causa de tu mugroso
escuincle por nada y me plantan un arresto. ¡Ya estuvo! ¡A volar!
Lo dijo con un aire seguro, firme y autoritario, para enseguida encaminarse
hacia El Gato Negro.
La Chunca y su hijo Eulalio no se volvieron para mirarlo alejarse. Ya para qué;
la cosa no tenía remedio. Sus ojos estaban puestos nuevamente sobre la turbia
masa del remolcador.
De pronto, por primera vez en su vida La Chunca escuchó que su hijo sollozaba.
Una negra ola de soledad le abrasó el corazón con su lumbre inmisericorde.
—¡No llore, papacito santo…! —balbuceó junto al niño a modo de consuelo.
Papacito santo. Sin darse cuenta la Chunca se valía, para con su hijo, de la
misma expresión de cariño mercenario con que trataba a los clientes, allá en su
palomar.
Desde la terraza de madera de El Gato Negro, el contramaestre, sentado en una
mesa en espera del capitán, miró en dirección del muelle. Ya no estaba ahí ni
la mujer ni el niño. Un hondo suspiro lo hizo descansar con satisfecha y
tranquila plenitud.
3
Esbeltas y marineras, La Gaviota y La Azucena,
embarcaciones de pescadores, seguían la misma derrota de El Tritón, a corta
distancia, después de que éste hubo traspuesto la desembocadura del
Coatzacoalcos.
La cinta del río, de un color tan diferente a las aguas del mar, formaba un
largo camino sobre el Golfo, hundiéndose en su seno cual una espada luminosa que
hubiese desgarrado, con una herida de ámbar, aquella profunda piel sombría.
El contramaestre había cumplido su ofrecimiento de terminar anticipadamente la
maniobra y en estos instantes, un poco más de hora y media después de haber
zarpado de Minatitlán a las cinco en punto, El Tritónnavegaba
en pleno mar abierto.
El segundo “meteorológico”—que recibiera el radiotelegrafista en los momentos
mismos de zarpar— anunciaba que el viento había arreciado allá, en Veracruz, a
esa hora precisa, a las cinco.
“Tardaremos todavía en encontrarnos con él”, pensó el contramaestre. Con él. Cobraba
corporeidad, como si se tratase de un ser humano, alguien que vendría, una
persona esperada, conocida, que llegará a la casa. —¿Dónde estás ahora?
—masculló—. ¿Dónde estás, viejo perro, viento maldito?
Antes de que llegara, apenas al presentirlo, le inspiraba un miedo embriagante,
un miedo con sopor, un abandono, esa aterrorizada laxitud que provoca el vaho
del coyote sobre sus víctimas para que ya no ofrezcan resistencia. Quería
verlo, sin embargo. Encontrarse con él, pelear en su contra a brazo partido,
igual que con un toro, retarlo, incitarlo, ver su impotente rabia enloquecida
de otro furioso, derribarlo y oír sus bramidos de bestia sangrante y el
retumbar de su cuerpo rodando hacia el abismo, en la negrura del hemisferio, al
otro lado de mar. El segundo boletín no dejaba dudas: Viento fuerte del norte,
con rachas huracanadas.
Vendría. Se encontrarían.
El contramaestre se aproximó a la bitácora para apreciar el rumbo. Trescientos
ochenta grados. Esto quería decir que iban enfilados hacia el nor-noroeste.
Después debían tomar norte franco.
Miró al mar con una expresión seria, grave, interrogándolo en silencio como si
aguardara una respuesta honrada, veraz, que no podía negársele a él de ningún
modo. Las gruesas olas se desplazaban en masas profundas, empujadas desde abajo
por los hombros de un gigante ciego, algún dios condenado a castigo para
siempre.
“Dime algo, mar”, pidió de pronto extrañamente, en silencio, con un raro
sosiego y una tensa unción, que resultaban sorprendentes y conmovedoras en un
oso peludo como él, en un oso que casi podía llorar.
—Otra vez el infierno —dijo en seguida en voz muy queda y misteriosa. Estaba
solo en el puente y hablaba con el mar. La tierra había desaparecido. La
tierra—. Dime cualquier cosa, lo que se te antoje— volvió a pedir, la vista
clavada en las olas, en esos torsos, en esos pedazos de cíclope que inútilmente
querían recobrar otra vez su forma completa, enlazados, desesperados. Debía
sufrir; el mar también debía sufrir, grande y esclavo, sin reposo, insomne
desde el principio de los siglos. Debía sufrir de eternidad—. Acuérdate. Ella
salió de noche. Acuérdate, mar. Dime algo. En esa ocasión quiso dormir en
tierra. Dormimos. Después salió. Dime, mar.
Se entregaba a este recuerdo con una ferocidad suicida, libre, sin trabas, una
ciega ferocidad de toxicómano vencido. Era una siniestra perturbación de su
alma, un fascinante morbo que iba y venía en el tiempo para aparecer cuando
menos lo esperaba, sin evocarlo, igual que un planeta del martirio que
repitiese su órbita de vez en vez.
Ella había insistido en dormir en tierra, cuando menos esa noche de
aniversario, después de tres años de vivir con él a bordo del balandro. El
balandro era su casa, una patria única, una posesión inalienable.
Fue por los tiempos en que él estuvo fuera de la Armada, cuando lo dieron de
baja por haber participado en la sedición de una fragata que había secundado a
ciertos locos generales de tierra adentro, sublevados contra el régimen. Se
hizo patrón del balandro, entonces, y así vivió.
Se habían mirado larga y osadamente en el muelle, sin decirse una palabra y
luego ella subió a bordo para quedarse ahí en el barco a vivir. Casi no iba
vestida, descalza, la ropa en jirones, bella y escalofriante como una
tempestad. El caso es que durante esos tres años nunca habían dormido juntos en
tierra.
Era hermosa como un relámpago y amaba como si matara, como una criminal que ya
no tiene nada en el mundo sino ese amor, suyo hasta el exterminio y la ceniza.
Quería que durmieran en tierra esa única vez. Había en ella algo maduro y
terrible, una profundidad hermética, de bestia melancólica, rodeada de
silencios. Durante las largas travesías lo acompañaba junto a la caña del
timón, echada boca abajo sobre la cubierta, con los ojos inyectados y abiertos
y los labios pegados contra el piso, como si lo besara o lamiera, igual que un
perro enyerbado.
Salió de noche. Al día siguiente el balandro ya no estaba en el puerto. El
timonel había olvidado su gorra junto a la bita donde atracaban. Era un
muchacho bello y sombrío, que tenía una bárbara mirada negra, de pedernal.
El contramaestre entrecerró los párpados temblorosos. Ella estaba hecha para
amar con esa inclemencia homicida de náufrago, con esa lumbre sin límites, con
esa voracidad invasora. Estaba hecha para amar como nunca lo había amado a él.
Fue entonces cuando comprendió lo que significaba ese perro enyerbado con los
labios abiertos contra el suelo y la mirada fija como un hachazo, esa mujer que
permanecía horas enteras sin moverse, avasallada al pie de la caña del timón
junto al hermoso mancebo sombrío.
“Dime algo mar…, cualquier cosa, lo que sea, aunque no venga a cuento…”La había
sentido deslizarse fuera de la cama con un aire predeterminado, alucinante, de
helada hipnosis. Luego la miró salir del cuarto, cerrar la puerta a sus espaldas,
perderse, en fin. Iba con los pies desnudos, desnuda toda bajo el solo corpiño
de gasa. Esperó a que sus pasos se alejaran. Si no se hubiera ido la habría
estrangulado al amanecer, antes de que volvieran al balandro, pasada esa noche
en que dormían juntos en tierra por vez primera. El cuarto de la posada estaba
vacío y a cada instante con menos paredes, sin paredes ya, sin aliento, un
cuarto como el mar, solitario como el mar. Miró largamente por la ventana,
inmóvil hasta deshumanizarse, hasta que se hubo desangrado por completo. La
blanca figura de gasa caminaba por el muro del rompeolas en dirección al
muelle. La sombra recia del timonel se desprendió del balandro, donde la
aguardaba, para salir a su encuentro. Los vio unirse y zarpar.
Era cosa de salir de este recuerdo venenoso. Hacía esfuerzos por evadirse de
aquel cuarto sin paredes, en la posada del puerto, desde donde los vio
embarcar. Pero ese cuarto era lo mismo que el puente del remolcador donde ahora
se encontraba, ceñido por las aguas, abandonado, solo, con la mirada fija sobre
los dos jóvenes amantes que iban a entregarse en alta mar.
El balandro no volvió a aparecer ni nunca se tuvieron noticias de su destino.
Quizá mar adentro ellos mismos habrían hundido la nave, para no volver jamás
después de haberse amado. Ella se lo habría propuesto al timonel en alguno de
esos pardos crepúsculos en que se quedaba con los labios abiertos contra el
suelo, muerta de amor. Ella misma se lo habría pedido. “Tú debes saberlo, mar…”
Sintió de súbito que el barco cabeceaba muy hondo. Esto debía haber comenzado
algunos minutos antes de que él se hubiera dado cuenta. Escuchaba el zumbar
angustioso de la propela que giraba fuera del agua mientras la proa se hundía. Luego
el movimiento inverso silenciaba este zumbar, la proa en alto y la cubierta
barrida por las gruesas olas.
Al abrir los párpados pudo darse cuenta, como entre sueños, que La Gaviota y La Azucena viraban al sur, enfilando hacia
tierra, en la derrota opuesta a El Tritón, como si
huyeran. “Algo han de haber venteado estos pescadores —se dijo—; saben más que
uno, pertenecen más al mar…” No obstante, este cabeceo de El Tritónpudiera
significar tan sólo que ya habían tomado norte franco y que el mar los golpeaba
de frente. Pudiera ser. Miró la bitácora para cerciorarse. Trescientos sesenta
grados, en efecto; con todo, no acertaba a sentirse tranquilo. El aire se veía
ceniciento y rebotado como el agua sucia, un aire que comenzaba a perder la luz,
ciego y con harapos, igual que un viejo mendigo implorante, a punto de romper
en largos sollozos, después en alaridos.
El contramaestre se encaminó a la cámara del radiotelegrafista. Abrió la
puerta.
—¿Qué dice Veracruz…?
El operador se volvió hacia él con ese rostro siempre cansado e irreal de las
personas que no hablan sino consigo mismas, que sólo dialogan por dentro, como
los buzos. Se quitó los audífonos con una sonrisa triste. Iba a decir algo pero
se puso en pie, súbitamente alerta, sorprendido.
¡Mire!—señalaba hacia fuera de la cámara, con el mentón. El contramaestre giró
de soslayo.
Eran unas nubes bajas, trozos desgarrados de nube que corrían, que pasaban
huyendo con siniestra rapidez, como un hato de ovejas perseguido por los lobos.
Los dos hombres se leían los pensamientos uno al otro con una precisión
enfermiza. La cita era para después, para dos horas más tarde, según los
cálculos, de acuerdo con la velocidad que llevaba el viento al pasar por
Veracruz a las cinco. Pero ahí estaba ya; ahí estaban los aullidos sin garganta
del ciclón.
El radiotelegrafista se inclinó con suavidad hacia el aparato. Su voz se hizo
de pronto monótona, profesional.
—Veracruz. Veracruz. Veracruz. ¡Cambio!
Respondieron, de quién sabe qué rincón del cosmos, unos gritos inhumanos,
gargantas degolladas, el taladro eléctrico de un dentista, perros con
hidrofobia, roncos, alguien que raspaba un vidrio con arena. El operador empujó
la palanca. Silencio.
—Hay mucha estática. No me oyen —dijo con aire tranquilo. Se secó sobre las
piernas las manos que chorreaban sudor.
—¿Tienes miedo? —preguntó el contramaestre sin saber por qué hacía
esta pregunta. Acaso por las manos empapadas en sudor. El telegrafista sonrió.
—Sí—repuso con la misma tranquilidad.
Volvió a inclinarse sobre el aparato:
—¡Veracruz! ¡Veracruz! ¡Veracruz!
Se acordó de Genaro, su amigo, el radiotelegrafista de Veracruz. Debía estar de
servicio a estas horas.
—¡Veracruz! ¡Veracruz! ¿Genaro? ¿Genaro? Veracruz. Veracruz, conteste Veracruz.
¿Me oyes, Genaro? Llamando a Veracruz. Conteste. ¡Cambio!
Otra vez un cacareo de gallinas encolerizadas, el ruido de alguna trepanación,
silbidos. Los dos hombres esperaban tensos, sin parpadear, a que aquello
terminará algún día. El barco ahora daba bruscos bandazos.
—¿Morales? ¿Morales? —el aparato había respondido por fin. Los dos hombres se
cambiaron una mirada rápida, sin comentar—. ¡Aquí, Veracruz! ¡Habla Genaro!
De pronto la voz del aparato pareció sorprenderse bajo el efecto de una duda
inconcebible.
—¿De dónde me estás hablando, Morales? ¡Cambio!
Exigía una respuesta perentoria con ese tono aprensivo, casi maternal. El
telegrafista Morales imaginó a Genaro en la oficina de Veracruz, inclinando
sobre los aparatos, la expresión llena de asombro. Obedeció al requerimiento de
Genaro y empujó la palanquita de cambio para que lo escucharan allá, a quién
sabe cuántas millas de distancia.
—¡Aquí!, El Tritón! Habló
desde El Tritón, Genaro.
Está aquí el contramaestre Galindo, que te saluda… —en seguida quiso bromear—:
—¿Qué tal se nos irá a poner con esta brisita que se ha soltado…? ¡Cambio!
Veracruz repuso con una maldición: —¡Den máquina atrás! —gritó— ¡Puede que
todavía tengan tiempo! El ciclón no tarda en alcanzarlos —aquí la voz se hizo
afectuosa, a pesar de las circunstancias— ¡Muy buenas, contramaestre Galindo!
El contramaestre clavó una intensa mirada cariñosa, fraternal, sobre Morales.
—Sigue reportándonos—dijo con súbito afecto—. Voy con el capitán.
Al salir, la puerta de la cámara se cerró con gran estrépito por la fuerza del
viento. Apenas se podía caminar sobre cubierta. El barco bailaba. Las altas
paredes del mar subían, ora a babor, ora a estribor, para hundirse en seguida y
volver a subir, vertiginosas.
Con grandes trabajos el contramaestre llegó hasta el capitán, que maniobraba
con la caña del timón. Lo recibió a gritos, como un condenado.
—¡Vamos a intentar la ciaboga! ¡Póngase su chaleco salvavidas! ¡Se lo ordeno!
¡Y ahora lárguese pa que regrese en seguida!
La ciaboga, es decir, una máquina avante y otra atrás, que los haría girar
sobre su propio eje ciento ochenta grados. Una maniobra audaz, que significaba
ganar un tiempo precioso.
Era lo único que podía salvarlos. El ciclón casi los alcanzaba ya. La atmósfera
se había vuelto líquida, empañada y golpeaba en derredor móvil y ondulante, con
la agilidad cruel de un látigo. Un viraje simple se llevaría mucho tiempo; en
cambio la ciaboga era rápida.
Bajó de un salto a su camarote y entró como una racha. Lo dominaba una
excitación animal, mezcla de miedo y alegría, ante la lucha venidera. Algo de
odio—un deseo rabioso de matar al adversario, de tenerlo en un puño y apretar
hasta que se ahogase—. El camarote estaba en tinieblas, negro, sin límites.
Tiró del interruptor de la luz. Nada. Alguna avería en las instalaciones, se
dijo. Bien; esto podía implicar muchas cosas—graves todas ella—pero ya no quiso
detenerse a juzgarlas. Lo más idiota de todo era que se le hubiese olvidado en
donde demonios podía estar el chaleco salvavidas. Echó mano de la linterna que
llevaba en el bolsillo trasero del pantalón y en seguida arrojó sobre la pared
del camarote un círculo de luz que fue a detenerse encima de la percha vacía.
El círculo giraba en todas direcciones, como el ojo de un Polifemo impaciente.
Se detuvo sobre la litera y en seguida avanzó como para precisar mejor aquello
que miraba y que hacía temblar su luz con leves vibraciones de espanto. Era un
extraño animal, un bulto encogido sobre sí mismo, una especie de mico
aterrorizado, con dos ojos redondos y salvajes que no se movían, que no
acertaban siquiera a parpadear.
—¡No me haga nada, señor! —suplicó de pronto el mico replegándose todavía más
en la litera—. ¡Me metí a escondidas! ¡Déjeme ir a Veracruz, no me vaya a echar
al mar!
Era al hijo de La Chunca. El contramaestre no podía articular una sola palabra.
Sintió que sobre sus peludas mejillas resbalaban unas lágrimas gruesas. Tenía
una necesidad atroz de arrodillarse.
—¿Y de dónde diantres sacas que quiero echarte al mar?—acertó a decir por fin,
con una patética entonación de payaso a causa de que al mismo tiempo sollozaba.
Se aproximó al muchacho para sentarse junto a él en la litera, con la actitud
más tranquilizadora que pudo adoptar.
—Mira. Te llevaré a Veracruz, no faltaba más, ya que te colaste a
bordo. ¡Yo no quería embarcarte pero ya estás aquí, qué diablos!
El niño rebuscó entre sus ropas y luego tendió un papel al contramaestre.
—En Veracruz tengo gente que me tenga. Mire.
Pasaban los minutos. Pronto tendría encima al ciclón. El contramaestre desdobló
el papelito las tres veces que era necesario para extenderlo por completo. Era
un papelito santo, un papel sagrado. Lo examinó a la luz de la lámpara:
Señora Felipa Martínez. Puerto
de Veracruz, Ver. Cuida mucho a mi hijo. Felipa.
Esto era todo.
—¡Malhaya tu madre! —estalló el contramaestre—. ¿A qué casa, a qué dirección,
con qué gente vas a llegar? ¡Se necesita ser animales, indios cerreros,
bestias!
El muchacho volvió a replegarse contra el rincón, poseído de un miedo horrible.
Temblaba castañeteando los dientes, encogiendo el cuerpo con toda su alma a fin
de librarse de aquel hombre inclemente, lleno de odio, que volvía a maldecir a
su madre, que volvía a insultarla como todos los demás. Bajo el cuerpo del
niño, al replegarse hacia el rincón, quedó al descubierto el chaleco salvavidas
que había venido a buscar el contramaestre.
Los alaridos del viento llegaban hasta el camarote, ululantes, desatados,
atormentadores como en una visión de fiebre. Un golpe de mar hizo caer al
hombretón sobre el chiquillo. Pensó entonces el contramaestre que todo aquello
era haber perdido mucho tiempo, ahí dentro del camarote.
Tomó el chaleco salvavidas y violentamente, con brusca energía, zarandeando al niño
sin consideración, lo hizo introducir los brazos y luego ató en torno de su
cuerpo aquella vestidura. El niño parecía haber enloquecido, pateaba, mordía,
arañaba con una desesperación delirante. Con el muchachito en brazos el
contramaestre salió a cubierta.
El barco comenzaba a escorar. Aquello no tenía remedio y entonces el
contramaestre se aproximó a la borda con el niño a cuestas. Éste le clavaba los
dientes en una oreja, sin desprenderse de ella, rabioso, feroz, atado a la vida
con una fuerza milenaria. Se la arrancaría, claro está. Con un fuerte impulso
el hombre tiró del niño y lo arrojó al mar. Acaso se salvara. El desgarrón de
la oreja fue como el ruido de un árbol gigantesco al caer derribado, unos
círculos concéntricos de dolor, que se abrían, que se extendían como luces
fosforescentes dentro de la negra noche del cráneo.
El Tritón dejó de responder durante un lapso muy
prolongado a los requerimientos de la estación radiotelegráfica de Veracruz.
Después se escuchó la voz del telegrafista Morales.
—¿Genaro? Perdona. No te contesté porque trataba de abrir la puerta. El viento
no me deja. Estoy herméticamente encerrado en la cámara de radiotelegrafía, sin
poder salir. Parece que en estos momentos comenzamos a hundirnos. Despídeme de
mi mujer. Saludos a todos los muchachos.
Al amanecer y en compañía de un grupo de infantes de marina, Genaro recorría
las playas de Antón Lizardo en espera de que pudiese aparecer alguno de los
náufragos de El Tritón. No apareció
nadie, no encontraron a nadie, aunque El Tritón se había hundido a esas alturas y
apenas a escasas tres millas de la costa. Por cuanto al niño que habían
descubierto en la playa, su presencia era inexplicable porque nadie había
reportado que fuese a bordo de El Tritón; era, en
cierto modo, un niño inexistente, del cual resultaba imposible informar a las
autoridades superiores que había sido el único ser humano que se salvara de la
catástrofe. Sin embargo, en el chaleco salvavidas del niño se veían impresas
con toda claridad las letras de El Tritón.
Genaro tomó en brazos a la criatura, interrogándola con suavidad, con afecto.
—¡Me tiró al mar!—exclamó el niño con odio—. El hombre me tiró al mar. No
quería que yo fuera en el barco. Era un hombre lleno de pelos, que me daba
miedo. Quiso que me ahogara en el mar…
Genaro estrechó al niño contra su pecho. “Un hombre peludo y que daba miedo”,
pensó. “Era él, era él. Era el contramaestre Galindo, el mejor hombre que he
conocido en la tierra.”
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