Ramón abandonó la oficina con el expediente bajo el
brazo y se dirigió a la avenida Abancay. Mientras esperaba el ómnibus que lo
conduciría a Lince, se entretuvo contemplando la demolición de las
viejas casas de Lima. No pasaba un día sin que cayera un solar de la colonia,
un balcón de madera tallada o simplemente una de esas apacibles quintas
republicanas, donde antaño se fraguó más de una revolución. Por todo sitio se
levantaban altivos edificios impersonales, iguales a los que había en cien
ciudades del mundo. Lima, la adorable Lima de adobe y de madera, se iba
convirtiendo en una especie de cuartel de concreto armado. La poca poesía que
quedaba se había refugiado en las plazoletas abandonadas, en una que otra
iglesia y en la veintena de casonas principescas, donde viejas familias
languidecían entre pergaminos y amarillentos daguerrotipos.
Estas reflexiones no tenían nada que ver
evidentemente con el oficio de Ramón: detector de deudores contumaces. Su jefe,
esa misma mañana, le había ordenado hacer una pesquisa minuciosa por Lince para
encontrar a Fausto López, cliente nefasto que debía a la firma cuatro mil soles en
tinta y papel de imprenta.
Cuando el ómnibus lo desembarcó en Lince, Ramón se
sintió deprimido, como cada vez que recorría esos barrios populares sin
historia, nacidos hace veinte años por el arte de alguna especulación, muertos
luego de haber llenado algunos bolsillos ministeriales, pobremente enterrados
entre la gran urbe y los lujosos balnearios del Sur. Se veían chatas casitas de
un piso, calzadas de tierra, pistas polvorientas, rectas calles brumosas donde
no crecía un árbol, una yerba. La vida en esos barrios palpitaba un poco en las
esquinas, en el interior de las pulperías, traficadas por caseros y
borrachines.
Consultando su expediente, Ramón se dirigió a una
casa de vecindad y recorrió su largo corredor perforado de puertas y ventanas,
hasta una de las últimas viviendas.
Varios minutos estuvo aporreando la puerta. Por fin
se abrió y un hombre somnoliento, con una camiseta agujereada, asomó el torso.
-¿Aquí vive el señor Fausto López?
-No. Aquí vivo yo, Juan Limayta, plomero.
-En estas facturas figura esta dirección -alegó
Ramón, alargando su expediente.
-¿Y a mí qué? Aquí vivo yo. Pregunte por otro lado
-y tiró la puerta.
Ramón salió a la calle.
Recorrió aún otras casas, preguntando al azar. Nadie parecía conocer a Fausto
López. Tanta ignorancia hacía pensar a Ramón en una vasta conspiración
distrital destinada a ocultar a uno de sus vecinos. Tan sólo un hombre pareció
recurrir a su memoria.
-¿Fausto López? Vivía por aquí
pero hace tiempo que no lo veo. Me parece que se ha muerto.
Desalentado, Ramón penetró en
una pulpería para beber un refresco. Acodado en el mostrador, cerca del
pestilente urinario, tomó despaciosamente una coca-cola. Cuando se disponía a
regresar derrotado a la oficina, vio entrar en la pulpería a un chiquillo que
tenía en la mano unos programas de cine. La asociación fue instantánea. En el
acto lo abordó.
-¿De dónde has sacado esos
programas?
-De mi casa, ¡de dónde va a
ser?
-¿Tu papá tiene una imprenta?
-Sí.
-¿Cómo se llama tu papá?
-Fausto López.
Ramón suspiró aliviado.
-Vamos allí. Necesito hablar
con él.
En el camino
conversaron. Ramón se enteró que Fausto López tenía una imprenta de mano,
que se había mudado hacía unos meses a pocas calles de distancia y que vivía de
imprimir programas para los cines del barrio.
-¿Te pagan algo por repartir
los programas?
-¿Mi papá? !Ni un taco! Los
dueños de los cines me dejan entrar gratis a los seriales.
En los barrios pobres también
hay categorías. Ramón tuvo la evidencia de estar hollando el suburbio de un
suburbio. Ya los pequeños ranchos habían desaparecido. Sólo se veían
callejones, altos muros de corralón con su gran puerta de madera. Menguaron los
postes del alumbrado y surgieron las primeras acequias, plagadas de
inmundicias.
Cerca de los rieles el muchacho
se detuvo.
-Aquí es -dijo, señalando un
pasaje sombrío -. La tercera puerta. Yo me voy porque tengo que repartir todo
esto por la avenida Arenales.
Ramón dejó partir al muchacho y
quedó un momento indeciso. Algunos chicos se divertían tirando piedras en la
acequia. Un hombre salió, silbando, del pasaje y echó en sus aguas el contenido
dudoso de una bacinica.
Ramón penetró hasta la tercera
puerta y la golpeó varias veces con los puños. Mientras esperaba, recordó las
recomendaciones de su jefe: nada de amenazas, cortesía señorial, espíritu de
conciliación, confianza contagiosa. Todo esto para no intimidar al deudor,
regresar con la dirección exacta y poder iniciar el juicio y el embargo.
La puerta no se abrió pero, en
cambio, una ventana de madera, pequeña como el marco de un retrato, dejó al
descubierto un rostro de mujer. Ramón, desprevenido, se vio tan súbitamente
frente a esta aparición, que apenas tuvo tiempo de ocultar el expediente a sus
espaldas.
-¿Qué cosa quiere? ¿Qué hay?
-preguntaba insistentemente la mujer.
Ramón no desprendió los ojos de aquel rostro. Algo
lo fascinaba en él. Quizá el hecho de estar enmarcado en la ventanilla, como si
se tratara de la cabeza de una guillotina.
-¿Qué quiere usted? -proseguía la mujer-. ¿A quién
busca?
Ramón titubeó. Los ojos de la mujer no lo
abandonaban. Estaba tan cerca de los suyos que Ramón, por primera vez, se vio
introducido en el mundo secreto de una persona extraña, contra su voluntad,
como si por negligencia hubiera abierto una carta dirigida a otra persona.
-¡Mi marido no está! -insistía la mujer-. Se ha ido
de viaje, regrese otro día, se lo ruego...
Los ojos seguían clavados en los ojos. Ramón seguía
explorando ese mundo inespacial, presa de una súbita curiosidad pero no como
quien contempla los objetos que están detrás de una vidriera sino como quien
trata de reconstruir la leyenda que se oculta detrás de una fecha. Solamente
cuando la mujer continuó sus protestas, con voz cada vez más desfalleciente,
Ramón se dio cuenta que ese mundo estaba desierto, que no guardaba otra cosa
que una duración dolorosa, una historia marcada por el terror.
-Soy vendedor de radios -dijo rápidamente-. ¿No
quiere comprar uno? Los dejamos muy baratos, a plazos.
-¡No, no, radios no, ya tenemos, nada de radios! -suspiró
la mujer y, casi asfixiada, tiró violentamente el postigo.
Ramón quedó un momento delante de la puerta. Sentía
un insoportable dolor de cabeza. Colocando su expediente bajo el brazo,
abandonó el pasaje y se echó a caminar por Lince, buscando un taxi. Cuando
llegó a una esquina, cogió el catapacio, lo contempló un momento y debajo del
nombre de Fausto López escribió: "Dirección equivocada". Al hacerlo,
sin embargo, tuvo la sospecha de que no procedía así por justicia, ni siquiera
por esa virtud sospechosa que se llama caridad, sino simplemente porque aquella
mujer era un poco bonita.
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