La habitación estaba limpia y acogedora, las cortinas corridas, las dos
lámparas de mesa encendidas, la suya y la de la silla vacía, frente a ella.
Detrás, en el aparador, dos vasos altos de whisky. Cubos de hielo en un
recipiente.
Mary Maloney estaba esperando a que su marido volviera del trabajo.
De vez en cuando echaba una mirada al reloj, pero sin preocupación,
simplemente para complacerse de que cada minuto que pasaba acercaba el momento
de su llegada. Tenía un aire sonriente y optimista. Su cabeza se inclinaba
hacia la costura con entera tranquilidad. Su piel —estaba en el sexto mes del
embarazo— había adquirido un maravilloso brillo, los labios suaves y los ojos,
de mirada serena, parecían más grandes y más oscuros que antes.
Cuando el reloj marcaba las cinco menos diez, empezó a escuchar, y pocos
minutos más tarde, puntual como siempre, oyó rodar los neumáticos sobre la
grava y cerrarse la puerta del coche, los pasos que se acercaban, la llave
dando vueltas en la cerradura.
Dejó a un lado la costura, se levantó y fue a su encuentro para darle un
beso en cuanto entrara.
—¡Hola, querido! —dijo ella.
—¡Hola! —contestó él.
Ella le colgó el abrigo en el armario. Luego volvió y preparó las bebidas, una fuerte para él y otra más floja para ella; después se sentó de nuevo con la costura y su marido enfrente con el alto vaso de whisky entre las manos, moviéndolo de tal forma que los cubitos de hielo golpeaban contra las paredes del vaso. Para ella ésta era una hora maravillosa del día. Sabía que su esposo no quería hablar mucho antes de terminar la primera bebida, y a ella, por su parte, le gustaba sentarse silenciosamente, disfrutando de su compañía después de tantas horas de soledad. Le gustaba vivir con este hombre y sentir —como siente un bañista al calor del sol— la influencia que él irradiaba sobre ella cuando estaban juntos y solos. Le gustaba su manera de sentarse descuidadamente en una silla, su manera de abrir la puerta o de andar por la habitación a grandes zancadas. Le gustaba esa intensa mirada de sus ojos al fijarse en ella y la forma graciosa de su boca, especialmente cuando el cansancio no le dejaba hablar, hasta que el primer vaso de whisky le reanimaba un poco.
—¿Cansado, querido?
—Sí —respondió él—, estoy cansado.
Mientras hablaba, hizo una cosa extraña. Levantó el vaso y bebió su
contenido de una sola vez aunque el vaso estaba a medio llenar.
Ella no lo vio, pero lo intuyó al oír el ruido que hacían los cubitos de
hielo al volver a dejar él su vaso sobre la mesa. Luego se levantó lentamente
para servirse otro vaso.
—Yo te lo serviré —dijo ella, levantándose.
—Siéntate —dijo él secamente.
Al volver observó que el vaso estaba medio lleno de un líquido ambarino.
—Querido, ¿quieres que te traiga las zapatillas? Le observó mientras él
bebía el whisky.
—Creo que es una vergüenza para un policía que se va haciendo mayor,
como tú, que le hagan andar todo el día —dijo ella.
El no contestó; Mary Maloney inclinó la cabeza de nuevo y continuó con
su costura. Cada vez que él se llevaba el vaso a los labios se oía golpear los
cubitos contra el cristal.
—Querido, ¿quieres que te traiga un poco de queso? No he hecho cena
porque es jueves.
—No —dijo él.
—Si estás demasiado cansado para comer fuera —continuó ella—, no es
tarde para que lo digas. Hay carne y otras cosas en la nevera y te lo puedo
servir aquí para que no tengas que moverte de la silla.
Sus ojos se volvieron hacia ella; Mary esperó una respuesta, una
sonrisa, un signo de asentimiento al menos, pero él no hizo nada de esto.
—Bueno —agregó ella—, te sacaré queso y unas galletas.
—No quiero —dijo él.
Ella se movió impaciente en la silla, mirándole con sus grandes ojos.
—Debes cenar. Yo lo puedo preparar aquí, no me molesta hacerlo. Tengo
chuletas de cerdo y cordero, lo que quieras, todo está en la nevera.
—No me apetece —dijo él.
—¡Pero querido! ¡Tienes que comer! Te lo sacaré y te lo comes, si te
apetece.
Se levantó y puso la costura en la mesa, junto a la lámpara.
—Siéntate —dijo él—, siéntate sólo un momento. —Desde aquel instante,
ella empezó a sentirse atemorizada.
—Vamos —dijo él—, siéntate.
Se sentó de nuevo en su silla, mirándole todo el tiempo con sus grandes
y asombrados ojos. El había acabado su segundo vaso y tenía los ojos bajos.
—Tengo algo que decirte.
—¿Qué es ello, querido? ¿Qué pasa?
El se había quedado completamente quieto y mantenía la cabeza agachada
de tal forma que la luz de la lámpara le daba en la parte alta de la cara,
dejándole la barbilla y la boca en la oscuridad.
—Lo que voy a decirte te va a trastornar un poco, me temo —dijo—, pero
lo he pensado bien y he decidido que lo mejor que puedo hacer es decírtelo en
seguida. Espero que no me lo reproches demasiado.
Y se lo dijo. No tardó mucho, cuatro o cinco minutos como máximo. Ella
no se movió en todo el tiempo, observándolo con una especie de terror mientras
él se iba separando de ella más y más, a cada palabra.
—Eso es todo —añadió—, ya sé que es un mal momento para decírtelo, pero
no hay otro modo de hacerlo. Naturalmente, te daré dinero y procuraré que estés
bien cuidada. Pero no hay necesidad de armar un escándalo. No sería bueno para
mi carrera.
Su primer impulso fue no creer una palabra de lo que él había dicho. Se
le ocurrió que quizá él no había hablado, que era ella quien se lo había
imaginado todo. Quizá si continuara su trabajo como si no hubiera oído nada,
luego, cuando hubiera pasado algún tiempo, se encontraría con que nada había
ocurrido.
—Prepararé la cena —dijo con voz ahogada.
Esta vez él no contestó.
Mary se levantó y cruzó la habitación. No sentía nada, excepto un poco
de náuseas y mareo. Actuaba como un autómata. Bajó hasta la bodega, encendió la
luz y metió la mano en el congelador, sacando el primer objeto que encontró. Lo
sacó y lo miró. Estaba envuelto en papel, así que lo desenvolvió y lo miró de
nuevo.
Era una pierna de cordero.
Muy bien, cenarían pierna de cordero. Subió con el cordero entre las
manos y al entrar en el cuarto de estar encontró a su marido de pie junto a la
ventana, de espaldas a ella.
Se detuvo.
—Por el amor de Dios —dijo él al oírla, sin volverse—, no hagas cena
para mí. Voy a salir.
En aquel momento, Mary Maloney se acercó a él por detrás y sin pensarlo
dos veces levantó la pierna de cordero congelada y le golpeó en la parte
trasera de la cabeza tan fuerte como pudo. Fue como si le hubiera pegado con
una barra de acero. Retrocedió un paso, esperando a ver qué pasaba, y lo
gracioso fue que él quedó tambaleándose unos segundos antes de caer pesadamente
en la alfombra.
La violencia del golpe, el ruido de la mesita al caer por haber sido
empujada, la ayudaron a salir de su ensimismamiento.
Salió retrocediendo lentamente, sintiéndose fría y confusa, y se quedó
por unos momentos mirando el cuerpo inmóvil de su marido, apretando entre sus
dedos el ridículo pedazo de carne que había empleado para matarle.
«Bien —se dijo a sí misma—, ya lo has matado.»
Era extraordinario. Ahora lo veía claro. Empezó a pensar con rapidez.
Como esposa de un detective, sabía cuál sería el castigo; de acuerdo. A ella le
era indiferente. En realidad sería un descanso. Pero por otra parte. ¿Y el
niño? ¿Qué decía la ley acerca de las asesinas que iban a tener un hijo? ¿Los
mataban a los dos, madre e hijo? ¿Esperaban hasta el noveno mes? ¿Qué hacían?
Mary Maloney lo ignoraba y no estaba dispuesta a arriesgarse.
Llevó la carne a la cocina, la puso en el horno, encendió éste y la
metió dentro. Luego se lavó las manos y subió a su habitación. Se sentó delante
del espejo, arregló su cara, puso un poco de rojo en los labios y polvo en las
mejillas. Intentó sonreír, pero le salió una mueca. Lo volvió a intentar.
—Hola, Sam —dijo en voz alta. La voz sonaba rara también.
—Quiero patatas, Sam, y también una lata de guisantes.
Eso estaba mejor. La sonrisa y la voz iban mejorando. Lo ensayó varias
veces. Luego bajó, cogió el abrigo y salió a la calle por la puerta trasera del
jardín.
Todavía no eran las seis y diez y había luz en las tiendas de
comestibles.
—Hola, Sam —dijo sonriendo ampliamente al hombre que estaba detrás del
mostrador.
—¡Oh, buenas noches, señora Maloney! ¿Cómo está?
—Muy bien, gracias. Quiero patatas, Sam, y una lata de guisantes.
El hombre se volvió de espaldas para alcanzar la lata de guisantes.
—Patrick dijo que estaba cansado y no quería cenar fuera esta noche —le
dijo—. Siempre solemos salir los jueves y no tengo verduras en casa.
—¿Quiere carne, señora Maloney?
—No, tengo carne, gracias. Hay en la nevera una pierna de cordero.
—¡Oh!
—No me gusta asarlo cuando está congelado, pero voy a probar esta vez.
¿Usted cree que saldrá bien?
—Personalmente —dijo el tendero—, no creo que haya ninguna diferencia.
¿Quiere estas patatas de Idaho?
—¡Oh, sí, muy bien! Dos de ésas.
—¿Nada más? —El tendero inclinó la cabeza, mirándola con simpatía—. ¿Y
para después? ¿Qué le va a dar luego?
—Bueno. ¿Qué me sugiere, Sam?
El hombre echó una mirada a la tienda.
—¿Qué le parece una buena porción de pastel de queso? Sé que le gusta a
Patrick.
—Magnífico —dijo ella—, le encanta.
Cuando todo estuvo empaquetado y pagado, sonrió agradablemente y dijo:
—Gracias, Sam. Buenas noches.
Ahora, se decía a sí misma al regresar, iba a reunirse con su marido,
que la estaría esperando para cenar; y debía cocinar bien y hacer comida
sabrosa porque su marido estaría cansado; y si cuando entrara en la casa
encontraba algo raro, trágico o terrible, sería un golpe para ella y se
volvería histérica de dolor y de miedo. ¿Es que no lo entienden? Ella no esperaba encontrar
nada. Simplemente era la señora Maloney que volvía a casa con las verduras un
jueves por la tarde para preparar la cena a su marido.
«Eso es —se dijo a sí misma—, hazlo todo bien y con naturalidad. Si se
hacen las cosas de esta manera, no habrá necesidad de fingir.»
Por lo tanto, cuando entró en la cocina por la puerta trasera, iba
canturreando una cancioncilla y sonriendo.
—¡Patrick! —llamó—, ¿dónde estás, querido? Puso el paquete sobre la mesa
y entró en el cuarto de estar. Cuando le vio en el suelo, con las piernas
dobladas y uno de los brazos debajo del cuerpo, fue un verdadero golpe para
ella.
Todo su amor y su deseo por él se despertaron en aquel momento. Corrió
hacia su cuerpo, se arrodilló a su lado y empezó a llorar amargamente. Fue
fácil, no tuvo que fingir.
Unos minutos más tarde, se levantó y fue al teléfono. Sabía el número de
la jefatura de Policía, y cuando le contestaron al otro lado del hilo, ella
gritó:
—¡Pronto! ¡Vengan en seguida! ¡Patrick ha muerto!
—¿Quién habla?
—La señora Maloney, la señora de Patrick Maloney.
—¿Quiere decir que Patrick Maloney ha muerto?
—Creo que sí —gimió ella—. Está tendido en el suelo y me parece que está
muerto.
—Iremos en seguida —dijo el hombre.
El coche vino rápidamente. Mary abrió la puerta a los dos policías. Los
reconoció a los dos en seguida —en realidad conocía a casi todos los del
distrito— y se echó en los brazos de Jack Nooan, llorando histéricamente. El la
llevó con cuidado a una silla y luego fue a reunirse con el otro, que se
llamaba O’Malley, el cual estaba arrodillado al lado del cuerpo inmóvil.
—¿Está muerto? —preguntó ella.
—Me temo que sí… ¿qué ha ocurrido?
Brevemente, le contó que había salido a la tienda de comestibles y al
volver lo encontró tirado en el suelo. Mientras ella hablaba y lloraba, Nooan
descubrió una pequeña herida de sangre cuajada en la cabeza del muerto. Se la
mostró a O’Malley y éste, levantándose, fue derecho al teléfono.
Pronto llegaron otros policías. Primero un médico, después dos
detectives, a uno de los cuales conocía de nombre. Más tarde, un fotógrafo de
la Policía que tomó algunos planos y otro hombre encargado de las huellas
dactilares. Se oían cuchicheos por la habitación donde yacía el muerto y los detectives
le hicieron muchas preguntas. No obstante, siempre la trataron con amabilidad.
Volvió a contar la historia otra vez, ahora desde el principio. Cuando
Patrick llegó ella estaba cosiendo, y él se sintió tan fatigado que no quiso
salir a cenar. Dijo que había puesto la carne en el horno —allí estaba,
asándose— y se había marchado a la tienda de comestibles a comprar verduras. De
vuelta lo había encontrado tendido en el suelo.
—¿A qué tienda ha ido usted? —preguntó uno de los detectives.
Se lo dijo, y entonces el detective se volvió y musitó algo en voz baja
al otro detective, que salió inmediatamente a la calle.
«…, parecía normal…, muy contenta…, quería prepararle una buena cena…,
guisantes…, pastel de queso…, imposible que ella…»
Transcurrido algún tiempo el fotógrafo y el médico se marcharon y los
otros dos hombres entraron y se llevaron el cuerpo en una camilla. Después se
fue el hombre de las huellas dactilares. Los dos detectives y los policías se
quedaron. Fueron muy amables con ella; Jack Nooan le preguntó si no se iba a
marchar a otro sitio, a casa de su hermana, quizá, o con su mujer, que cuidaría
de ella y la acostaría.
—No —dijo ella.
No creía en la posibilidad de que pudiera moverse ni un solo metro en
aquel momento. ¿Les importaría mucho que se quedara allí hasta que se
encontrase mejor? Todavía estaba bajo los efectos de la impresión sufrida.
—Pero ¿no sería mejor que se acostara un poco?
—preguntó Jack Nooan.
—No —dijo ella.
Quería estar donde estaba, en esa silla. Un poco más tarde, cuando se
sintiera mejor, se levantaría.
La dejaron mientras deambulaban por la casa, cumpliendo su misión. De
vez en cuando uno de los detectives le hacía una pregunta. También Jack Nooan
le hablaba cuando pasaba por su lado. Su marido, le dijo, había muerto de un
golpe en la cabeza con un instrumento pesado, casi seguro una barra de hierro.
Ahora buscaban el arma. El asesino podía habérsela llevado consigo, pero
también cabía la posibilidad de que la hubiera tirado o escondido en alguna
parte.
—Es la vieja historia —dijo él—, encontraremos el arma y tendremos al
criminal.
Más tarde, uno de los detectives entró y se sentó a su lado.
—¿Hay algo en la casa que pueda haber servido como arma homicida? —le
preguntó—. ¿Le importaría echar una mirada a ver si falta algo, un atizador,
por ejemplo, o un jarrón de metal?
—No tenemos jarrones de metal —dijo ella.
—¿Y un atizador?
—No tenemos atizador, pero puede haber algo parecido en el garaje.
La búsqueda continuó.
Ella sabía que había otros policías rodeando la casa. Fuera, oía sus
pisadas en la grava y a veces veía la luz de una linterna infiltrarse por las
cortinas de la ventana. Empezaba a hacerse tarde, eran cerca de las nueve en el
reloj de la repisa de la chimenea. Los cuatro hombres que buscaban por las
habitaciones empezaron a sentirse fatigados.
—Jack —dijo ella cuando el sargento Nooan pasó a su lado—, ¿me quiere
servir una bebida?
—Sí, claro. ¿Quiere whisky?
—Sí, por favor, pero poco. Me hará sentir mejor. Le tendió el vaso.
—¿Por qué no se sirve usted otro? —dijo ella—; debe de estar muy
cansado; por favor, hágalo, se ha portado muy bien conmigo.
—Bueno —contestó él—, no nos está permitido, pero puedo tomar un trago
para seguir trabajando.
Uno a uno, fueron llegando los otros y bebieron whisky. Estaban un poco
incómodos por la presencia de ella y trataban de consolarla con inútiles
palabras.
El sargento Nooan, que rondaba por la cocina, salió y dijo:
—Oiga, señora Maloney. ¿Sabe que tiene el horno encendido y la carne
dentro?
—¡Dios mío! —gritó ella—. ¡Es verdad!
—¿Quiere que vaya a apagarlo?
—¿Sería tan amable, Jack? Muchas gracias.
Cuando el sargento regresó por segunda vez lo miró con sus grandes y
profundos ojos.
—Jack Nooan —dijo.
—¿Sí?
—¿Me harán un pequeño favor, usted y los otros?
—Si está en nuestras manos, señora Maloney…
—Bien —dijo ella—. Aquí están ustedes, todos buenos amigos de Patrick,
tratando de encontrar al hombre que lo mató. Deben de estar hambrientos porque
hace rato que ha pasado la hora de la cena, y sé que Patrick, que en gloria
esté, nunca me perdonaría que estuviesen en su casa y no les ofreciera
hospitalidad. ¿Por qué no se comen el cordero que está en el horno? Ya estará
completamente asado.
—Ni pensarlo —dijo el sargento Nooan.
—Por favor —pidió ella—, por favor, cómanlo. Yo no voy a tocar nada de
lo que había en la casa cuando él estaba aquí, pero ustedes sí pueden hacerlo.
Me harían un favor si se lo comieran. Luego, pueden continuar su trabajo.
Los policías dudaron un poco, pero tenían hambre y al final decidieron
ir a la cocina y cenar. La mujer se quedó donde estaba, oyéndolos a través de
la puerta entreabierta. Hablaban entre sí a pesar de tener la boca llena de
comida.
—¿Quieres más, Charlie?
—No, será mejor que no lo acabemos.
—Pero ella quiere que lo acabemos, eso fue lo que dijo. Le hacemos un
favor.
—Bueno, dame un poco más.
—Debe de haber sido un instrumento terrible el que han usado para matar
al pobre Patrick —decía uno de ellos—, el doctor dijo que tenía el cráneo hecho
trizas.
—Por eso debería ser fácil de encontrar.
—Eso es lo que a mí me parece.
—Quienquiera que lo hiciera no iba a llevar una cosa así, tan pesada,
más tiempo del necesario. Uno de ellos eructó:
—Mi opinión es que tiene que estar aquí, en la casa.
—Probablemente bajo nuestras propias narices. ¿Qué piensas tú, Jack?
En la otra habitación, Mary Maloney empezó a reírse entre dientes.
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