Existe
un hombre que colecciona lágrimas. Comenzó en la adolescencia y ya tiene
cincuenta y dos años, pero
su colección, basada en ciertos criterios —secretos aunque seguramente rigurosos—, no es grande.
A mucha gente le gustaría conocer la famosa colección. Pero el hombre no lo permite. Las lágrimas congeladas están guardadas en el sótano
de su propia residencia, una casa situada en lo alto de una colina, rodeada por altos muros y protegida por feroces perros. Los
pocos visitantes que estuvieron allí
hablan de las extraordinarias medidas de seguridad. El portón principal está vigilado por dos hombres armados. Ellos verifican la identidad de las personas que
el coleccionista acepta recibir y
luego los conducen a una psicóloga que, por medio de una entrevista, indaga los
motivos conscientes e inconscientes
de la visita. Finalmente, los visitantes
son sometidos a una prueba: dada una
señal, deben comenzar a llorar. Esta
prueba se realiza en una salita sin muebles y con las paredes totalmente desnudas, a excepción de un
pequeño cuadro con la siguiente inscripción:
Bienaventurados
los que lloran... (La frase termina así, con puntos
suspensivos. ¿Acaso una ironía sutil? ¿Un homenaje a la
inteligencia de quien la lee? ¿Una sugerencia de que puede haber otra recompensa
para las lágrimas que no sea el reino de los cielos —tal vez
las propias lágrimas? ¿Un obstáculo adicional al llanto, representado por
una apelación a la curiosidad?).
El extraño
visitante que vence todas las etapas de esta difícil selección es conducido
hasta el coleccionista. Se ve entonces
frente a un hombre alto, robusto, elegantemente vestido. Amablemente, pero sin efusividad, es invitado a
sentarse. El hombre realiza un breve relato histórico sobre
la colección. Explica que la idea de guardar lágrimas se le
ocurrió el día en que le obsequiaron un
lacrimarium, ese frasco minúsculo usado por los romanos (por
los que siente admiración) para recoger
las lágrimas.
Da una disertación sobre el llanto. Llorar, aclara, exige un
aprendizaje: el niño pequeño no llora,
grita de frío, de hambre, de dolor. La técnica
del llanto es algo que se va incorporando, poco a poco, a los mecanismos de la expresión individual.
Llega al clímax en la madurez (y luego
declina —tanto que, según Max Frisch, los moribundos no derraman lágrimas); de
allí la necesidad de preservar los
recuerdos de esta fase.
Terminada la explicación, el hombre invita al
visitante a acompañarlo. Descienden al sótano por una escalera de caracol. Allí, en
un estante refrigerado, construido especialmente para ese fin, están las famosas lágrimas congeladas: perlas de
hielo sobre láminas de vidrio. Junto a cada una de ellas, una tarjeta con explicaciones. Por
ejemplo: "Lágrima derramada en diciembre de 1965, con motivo del fallecimiento de mi querido hermano. Causa de la muerte: accidente cerebro vascular.
Hecho ocurrido al mediodía. Llanto
iniciado cuarenta segundos después. Flujo
máximo de lágrimas, alcanzado en,
aproximadamente, dos minutos. Duración total del llanto, una hora (con períodos
de calma y hasta risas
incoherentes). Número
estimado de lágrimas derramadas, treinta y dos (diecisiete por el ojo izquierdo, quince por el derecho). La presente lágrima fue recogida del ojo derecho, en una escapada furtiva al baño. Recolección
precedida por una intensa mirada dirigida al rostro reflejado en el espejo y por inquietantes preguntas sobre el
sentido y la calidad de la vida".
En las paredes, el visitante ve algunas fotos. Son de
personas que, se supone, tienen que ver con el origen de las lágrimas: el padre, la madre, una hermana del
coleccionista, todos fallecidos; el director
del banco que una vez llevó a la ruina a la empresa del coleccionista, una
bella joven sobre la que no hay ningún comentario.
La visita termina. Con una
pálida sonrisa, el coleccionista se despide del visitante. No habla
de sus temores, pero uno de ellos es obvio:
teme desperfectos en el sistema de refrigeración. Si se
elevara la temperatura del estante, las
lágrimas se evaporarían enseguida, y la tenue nube que tal vez se formase podría al menos empañar el espejo
que cuelga de una de las paredes. Y una vez disipada habría llegado a su fin la
famosa colección de lágrimas congeladas.
muy buena lectura me encanto
ResponderEliminar¡GRACIAS! Buscaba este cuento desesperadamente para mi colección. Saludos desde Colombia
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