Al
hacer la cuenta de sus ahorros, Cecilio Ortiz, minero indígena, se encontró con
que ya tenía el dinero suficiente para comprarse el reloj que tanto ambicionara
desde el día en que el tendero del pueblo le explicara las grandes cosas que un
reloj hace y lo que representa en la vida de un hombre decente, pues, además,
no era posible considerar como tales a quienes carecen de uno.
El reloj que
Cecilio compró era de níquel y muy fino, de acuerdo con la opinión de quienes
lo habían visto. Su mayor atractivo consistía en que podían leerse las
veinticuatro horas en vez de doce, lo que, según sus compañeros de trabajo,
representaba una gran ventaja, cuando era necesario viajar en ferrocarril.
Naturalmente él se sentía orgullosísimo en posesión de semejante objeto.
Era el único de
todos los hombres de su cuadrilla que llevaba su reloj al trabajo en la mina,
por lo que llegó a considerarse como persona de mucha importancia, pues no sólo
sus compañeros, sino el capataz y hasta los de otras cuadrillas, le preguntaban
con frecuencia la hora. Debiendo a su reloj la alta estimación que le
profesaban sus compañeros, lo trataba con el mismo cuidado con el que suele
tratar un subteniente sus medallas.
Mas una tarde
descubrió con horror que su reloj había desaparecido. No podía precisar si lo
había perdido durante las horas de trabajo, o en el camino cuando se dirigía a
la mina, porque justamente aquel día nadie le había preguntado la hora sino
hasta el momento en que él se percatara de la pérdida. Nadie en el pueblo, ni
uno sólo de los mineros, se habría atrevido a usarlo, a mostrarlo a alguien, a
venderlo o a empeñarlo; por esto le parecía improbable que se lo hubieran
robado. Cecilio, hombre listo como era, había hecho que el relojero grabara su
nombre en la tapa del reloj. El grabado le había costado dos pesos cincuenta
centavos, considerados como buena inversión por Cecilio. El relojero, que en su
pueblo natal había sido herrero, había estado enteramente de acuerdo con la
idea de que ninguna protección mejor para evitar el robo de un reloj que
aquella de grabar profundamente y con letras bien gruesas el nombre de su
propietario sobre la tapa. Y el herrero había llevado a cabo tan a conciencia
su trabajo, que si alguien hubiera pretendido borrar el nombre habría tenido
que destruir toda la caja.
Sin embargo,
Cecilio no había quedado enteramente satisfecho con aquella precaución y había
llevado el reloj a la iglesia para que el señor cura lo bendijera, por cuyo
trabajo había pagado un tostón. Había abrigado la esperanza de que, protegido
de aquella mal1era, el reloj permanecería en su poder hasta el último día de su
vida. Y para su pena, se encontraba con que, el reloj había desaparecido’.
Durante horas
enteras buscó por todos los rincones de la mina en que había desarrollado su
jornada, perO’ el reloj no apareció.
Nada podría hacerse
hasta el domingo, cuando, con ayuda de la iglesia y muy particularmente de los
santos, arreglaría el asunto. Como todos los indios de su raza, tenía una idea
primitiva sobre la religión y sus virtudes. Confió el asunto a la dueña de la
fonda donde tomaba sus alimentos, y ésta le aconsejó visitar a San Antonio,
quien no sólo arreglaba los asuntos de los novios, sino que solucionaba
prácticamente todos los problemas de sus fieles devotos.
El pueblecito más
cercano estaba situado a unos cinco kilómetros de distancia, así es que el
domingo, a primera hora, Cecilio se encaminó hacia allá para exponerle su
desventura a San Antonio. Entró en la iglesia y, después de persignarse ante el
altar mayor, se dirigió hacia el oscuro nicho que, sobre un altar especial,
guardaba la imagen de madera del santo en actitud serena y solemne.
Le compró una cera
de diez centavos, la encendió y se la colocó a los pies. Después se persignó
varias veces, extendió los brazos y, arrodillado, explicó al santo lo que le
ocurría. Como por experiencia personal sabía que nadie hace nada de balde,
ofreció al santo cuatro veladoras de a cinco centavos y una manita de metal (de
las que dicen ser de plata, y que en su mayoría, al igual que los demás
“milagros”, medallas, etc., son fabricados y vendidos por los judíos) si le
ayudaba a recobrar su reloj. De hecho, ordenó a San Antonio que encontrara su
reloj, en una semana, ni un solo día después del domingo venidero, fecha en la
que iría a la iglesia a enterarse del resultado de sus gestiones.
Durante la semana
siguiente, el reloj no apareció. Y así el domingo, Cecilio se dirigió
nuevamente a la iglesia. En aquella ocasión fué directamente hacia el nicho de
San Antonio, sin detenerse, como era su obligación, ante el altar mayor para
rezar a la Virgen.
Se persignó
devotamente, y cuando no vió su reloj en el sitio en que esperaba
encontrado, esto es, a los pies del Santo, levantó el hábito café que éste
vestía y buscó cuidadosamente entre los múltiples pliegues de la vestidura,
usando para ello una absoluta falta de respeto, pues había recibido una gran
desilusión en su infantil creencia acerca de los poderes del santo y su deseo
de ayudar a los humanos.
Convencido de que
la cera, al igual que sus promesas de recompensa, no habían dado un resultado
efectivo, decidió intentar otros medios para lograr que el santo cumpliera con
lo que él consideraba era su obligación.
Compró otra cera,
sin necesidad de salir a buscada, porque en el interior de la
iglesia se traficaba activamente. Había alrededor de media docena de puestos en
los que podía encontrarse todo aquello que los fieles necesitaban para hacer
sus ofrendas a los santos. Vendían gran cantidad de retratos, entre los que se
contaban los de los dignatarios de la ‘iglesia y los de los señores curas del
pueblo y de las diócesis vecinas; volantes, listones, escapularios, novenarios,
libros religiosos y semirreligiosos; en cuestión de “milagros” había bracitos,
piernas, orejas, corazones, ojos, burros, vacas, caballos, todos de plata o con
apariencia de ella. Los comerciantes hacían sus tratos tan ruidosamente como si
se encontraran en una feria, mientras los servicios religiosos se llevaban a
cabo al mismo tiempo. Las autoridades de la iglesia tenían estrictamente
prohibido el comercio durante las horas de servicio, pero ninguno de los
vendedores, mujeres en su mayoría, permitían que se les escaparan cinco
centavos para ir a dar al puesto vecino, si tenían oportunidad de atrapados
para sí. Los negocios sufrirían, es más, se derrumbarían si cumplieran al pie
de la letra con todos los requisitos y reglamentos que se les fijan.
No se debe, porque
no se puede, razonar con un indio de la ignorancia de Cecilio, que se creía con
el derecho incuestionable de exigir a San Antonio la devolución de su reloj
perdido, considerando que había llenado todas las formalidades y hecho las acostumbradas
promesas de recompensa al santo.
Vivía en una región
en la que la generalidad de los hombres trabajan para comer, aun cuando se
encuentren enfermos o en extremo débiles para realizar trabajos pesados. Así
pues, resultaba sólo natural que no sintiera compasión por el santo cuya imagen
había recibido infinidad de ceras, oraciones y milagros de plata, sin
corresponder debidamente con su trabajo. Cecilio no tenía la culpa de juzgar a
los santos desde un punto de vista tan material, pues nadie se había preocupado
por enseñarle algo mejor.
Nuevamente colocó
su cera, se arrodilló y se persignó tres veces devotamente. Carecía de libro de
oraciones, y si lo hubiera- tenido de nada le habría servido, porque no sabía
leer ni escribir. Algunas personas con grandes influencias opinan que la
lectura y la escritura estropean las virtudes de los hombres venidos al mundo
para trabajar en las minas, para ser buenos obreros, que nunca pedirán más de
lo que se les dé voluntariamente. En consecuencia, Cecilio tuvo que orar
simplemente, de acuerdo con los dictados de su corazón. Ignoraba el significado
de las palabras y los pensamientos blasfemos, pues de haberlo conocido, jamás
las habría pronunciado y concebido, por mucho que un santo le hubiera
desilusionado.
Las gentes educadas,
cuando un santo no les concede lo que le piden, se consuelan solas o con la
ayuda de un sacerdote, diciéndose que Dios sabe mejor lo que les conviene. Los
campesinos y los trabajadores sencillos tienen ideas semejantes respecto a su
Dios, pero no respecto a los santos, a quienes por haber conocido bien la vida
terrena, les exigen saber la forma de traficar en este mundo y comprender
ampliamente las crueles realidades de la vida.
Cecilio tenía un
propósito definido: el de recuperar su reloj, sin necesidad de esperar a que se
lo dieran en el paraíso después de su muerte. Lo necesitaba aquí, en la tierra,
ya que en el paraíso el tiempo debía medirse en forma especial, y si en el
paraíso había minas -de lo que él estaba seguro- y se veía obligado ” trabajar
en ellas, ya el capataz le indicaría las horas de iniciar y de terminar la
jornada.
Cecilio oraba en la
forma indicada por el Señor, cuando dijo: “Deja que tus oraciones broten
directamente del corazón y no te preocupes por la gramática.” Así pues, con los
brazos en cruz, dijo:
“Oye, querido san
tito, escucha bien lo que voy a decirte. Estoy harto de tu pereza, la verdad;
eres muy flojo y no has hecho nada por encontrar mi reloj. El domingo pasado te
dije confidencialmente que había perdido mi reloj, el que compré con todos los
ahorros que junté con un demonial de trabajo, como bien debes saberlo.
“No pienses
safarte, no, san tito mío; no creas que podrás disculparte diciendo que no
conoces mi reloj, porque tiene mi nombre bien grabado en la tapa. Tú sabes
leer; bueno, pos dice: Cecilio Ortiz, con letras así grandotas, que me costaron
mi buen dinero. Todo esto te lo expliqué claramente el domingo pasado. Debes
comprender, querido San Antonio, que no puedo venir a verte todos los domingos,
como te imaginas. Tengo que hacer a pie todo el recorrido bajo los ardientes
rayos del sol. Claro que tú eso no lo puedes comprender, por. que tu altar es
muy fresco. Pero créeme: ¡hace un calor allá afuera! Además, las velas cuestan
dinero, dinero que yo no me encuentro tirado. No, el Diosito lo sabe bien, y si
no quieres creerme, pregúntale. Tengo que trabajar como un burro para
conseguirlo. Nunca he pasado el tiempo tan tranquilo como tú aquí en la
iglesia, donde lo único que tienes que hacer es contar las velas que los pobres
te ofrecen y vigilar el dinero que echan en tu caja. Pero te advierto que esa
pereza tuya tiene que acabar ahora mismo, por lo menos en lo que a mi reloj
toca. Todos tenemos que trabajar en la vida, y también tú tendrás que hacerlo.
Lo menos que puedes hacer pa que yo te respete y rece es encontrar mi reloj y
ponerlo sobre tus pies, los que yo besaré con adoración y devotamente por tu
buena acción. Ah, hay algo más, mi querido san tito : Quiero decirte que
esperaré una semana más, pero escucha, si el próximo domingo no has regresado
mi reloj, por Jesucristo, nuestro Señor y salvador, que te sacaré de aquí y
verás qué te hago. No te amenazo, pero te va a ir muy mal hasta que encuentres
mi reloj o me digas durante el sueño en dónde está. Espero te des cuenta que
hablo seriamente. Eso es todo, gracias por todo. ¡Ay, amado san tito, ora por
nosotros! ¡Ora por nosotros!”
Cecilio se
persignó, volvió la cara hacia la imagen de la Virgen Santísima, recitó una
oración, se paró, aproximó la vela hacia la imagen del santo, le lanzó una
última mirada de advertencia y dejó la iglesia convencido de que su ardiente
ruego no había sido elevado en vano.
Tampoco aquella
semana apareció el reloj de Cecilio. Todas las mañanas, al despertar, miraba
ansiosamente, lleno de esperanzas, bajo su dura almohada. Su reloj no aparecía,
ni allí ni bajo su catre.
“Así es que sólo
sirves a los ricos y nada haces por los pobres, murmuro.
Parece; que mi compañero,
Elodio Tejeda, tiene razón cuando dice que la iglesia sólo sirve para hacemos
más brutos.”
Muy disgustado con
el santo, decidió no rezarle más y emplear medios más efectivos para obligarle
a obrar.
Cecilio no poseía
un gran talento para inventar nuevos castigos y torturas y tenía que echar mano
de aquellos que le eran bien conocidos, por amarga experiencia, pues
frecuentemente le habían sido aplicados a él y a sus compañeros cuando era peón
de la hacienda en la que había nacido y crecido, y en la que había sido casi
esclavizado hasta que le fuera posible escapar y encontrar trabajo en el
distrito minero.
El sábado por la
tarde, después de recoger un saco vacío de azúcar que encontrara en el patio de
la tienda de abarrotes, se encaminó apresuradamente hacia el pueblo. Era de
noche cuando penetró en la iglesia, que a aquella hora se hallaba muy poco
iluminada.
Persignándose ante
la imagen de la Virgen Santísima, que ningún mal le había hecho, dijo
rápidamente una oración y agregó algunas palabras solicitando su perdón por lo
que iba a hacer.
Con pasos
resueltos, caminó hasta San Antonio, cuyo altar, afortunadamente para las
siniestras intenciones de Cecilio, se hallaba envuelto en tinieblas y ningún
fiel oraba cerca de él.
Rápidamente se
apoderó de la imagen. Con gran ternura le quitó el niño de los brazos y lo
colocó sobre el altar, y metió al santo dentro del costal que llevaba. Después
salió por una puerta lateral.
Nadie vió a Cecilio
corriendo a través de las calles semioscuras. En menos de diez minutos dejó
atrás las últimas casas del pueblo y se puso en camino a la aldea minera en la
que habitaba.
Cuando le faltaba
algo más de un kilómetro para llegar, abandonó el camino principal y se internó
en el bosque.
La luna había
salido y la vereda que atravesaba el bosque se hallaba medianamente alumbrada,
por fortuna para Cecilio.
A los diez minutos
de caminar rápidamente, llegó a un claro en el centro del cual había un viejo
pozo, hacía mucho abandonado, originalmente propiedad de unos españoles que lo
habían mandado hacer junto con el casco de una hacienda, del que aún quedaban
en pie dos muros.
Todo el sitio tenía
una apariencia fantasmagórica. Nadie, ni siquiera los carboneros sedientos,
bebieron jamás agua de aquel pozo, pues ésta se encontraba cubierta de lama
verdosa y el fondo estaba lleno de plantas y madera podrida.
Debido a la soledad
del sitio, a su lúgubre quietud y a las serpientes y reptiles de toda especie
que allí podían encontrarse, resultaba el lugar más propicio al desarrollo de
crímenes, amores con fin trágico y una serie más de cosas espeluznantes.
Los vecinos del
pueblo evitaban, hasta donde les era posible, cruzar cerca de aquel lugar, y
Cecilio, con el santo a cuestas, no se dirigía a él con mucha tranquilidad.
Es una gran verdad
que la gente locamente enamorada, o en extremo celosa o colérica, jamás,
mientras su emoción dura, suele ver fantasmas. Y como Cecilio se hallaba
enojado en extremo con el santo perezoso, no habría notado la presencia de
aquéllos, aun cuando se encontraran celebrando una reunión de familia sobre el brocal
del pozo. El estaba desesperado y ciego. Su único deseo era recuperar el reloj.
La vida de los
santos, entre indios como Cecilio, no resulta fácil ni cómoda. Aquel que desee
tenerlos bajo su dominio debe hacer lo que ellos esperan de él. Consecuentemente,
si un santo quiere ser venerado por ellos, debe probar plenamente sus aptitudes
de santito.
Cecilio no era
ningún salvaje. No comenzó a torturar al santo sin antes darle una última
oportunidad para que hiciera aparecer su reloj. El señor feudal de la hacienda
en la que Cecilio había trabajado como peón era mucho menos considerado y
amable con sus peones de lo que Cecilio era con su cautivo. El hacen. dado, en
el preciso instante en que descubría alguna falta mandaba azotar al culpable o
aplicarle cualquier otro castigo. Sin embargo, hay que aclarar que les era
permitido a los peones dar explicaciones sobre los motivos de su falta los
domingos por la mañana, cuando eran llamados a faena, esto es, a prestar
ciertos servicios domésticos, por los cuales ni se les pagaba nada extra, ni se
les mostraba agradecimiento alguno, y como ya habían sido castigados en el
momento de ser sorprendidos, juzgaban inútil hacer mención a lo injustificado
del castigo.
Cecilio no trató a
su prisionero en aquella forma, no; le dió todas las oportunidades posibles
para que se sincerara.
Sacó la imagen del
saco de azúcar, la colocó sobre el borde del pozo, le arregló los pliegues del
vestido y le alisó los cabellos para darle mejor apariencia.
La estatua tenía
como un metro de alto, pero la cabeza correspondía a un cuerpo mayor, por lo
que aparecía desproporcionada.
Dirigiéndose a su
cautivo, Cecilio le dijo:
“Escucha, santito,
yo te respeto mucho, tú lo sabes bien; de hecho te respeto más que a los otros
santitos de la iglesia, a excepción, naturalmente, de la Madre Santísima, lo
que es fácil de comprender. Pero debes hacer algo pa que yo recupere mi reloj y
pa ello te daré la última oportunidad. Más vale que te des prisa. Yo he puesto
todo lo que está de mi parte, ahora te toca a ti. Entiende, ya no quiero
pretextos. Fíjate bien en qué sitio nos encontramos. Puedes ver que no es
agradable y que a medianoche es cien veces peor, porque los habitantes del
infierno vienen a pasearse por aquí. Tú eres un santo y, por lo tanto, capaz de
encontrar las cosas perdidas y recuperar las robadas. El señor cura así lo ha
dicho muchas veces y debe saberlo, porque es un hombre muy leído. Te he
comprado ya dos veladoras y te he prometido, además, dinero en efectivo. Más no
puedo hacer, porque, como tú sabes, no soy más que un pobre minero, mira mis
manos pa que me creas; gano muy poco y no tengo esperanzas de aumento, asegún
nos ha dicho el capataz.
“Todo esto lo sabes
retequebién, santito, y sólo quero recordarte estas tristezas de la vida porque
me parece que nada te importa un pobre minero, y menos aún si ese minero es
indígena, si su piel no es del color suave de la tuya, y si no le es dado
escrebir cartas y leer periódicos, pudiendo solamente estampar una cruz chueca
en los papeles que se ve obligado a firmar. Mira, empiezo a sospechar, y mucho,
que te gusta ayudar nada más a los que tienen mucha plata, porque ellos pueden
pagarte mejor. Es por eso que te he traído aquí, donde podemos discutir
tranquilamente. Tú me entiendes.
“Yo no puedo
pagarte tampoco tanto como los gringos millonarios que tienen todo, además de
todas las minas del país. He hecho lo que he podido, no puedo nada más, porque
no tengo dinero. Echa una mirada al horrible pozo y te darás cuenta de lo feo
que debe ser estar en él, con esa agua tan puerca y apestosa; es casi puro
lodo. Allá abajo hay serpientes de todas clases y no de aquellas con las que se
puede jugar. Además hay algunas otras cosas que espantan. Bueno, pos ¿pa qué
hablar tanto? Si no me devuelves el reloj, te echaré adentro. Yo creo que te he
hablado claro, ¿no, santito? No puedo estar yendo cada semana a la iglesia pa
ver si, escondido entre tu ropa o sobre tu altar, se encuentra mi reloj. Tengo
otras cosas que hacer. No puedo perder todas las fiestas del pueblo, en las que
se baila resuave con mujeres rechulas que a veces uno se las puede llevar al
monte. Y pa que lo sepas, no te ofreceré más velas; no, señor. Bueno, conste
que ya te advertí lo que te pasará si te niegas a encontrar mi reloj.”
Cecilio sacó un
cordel de su bolsa, le hizo una lazada en la punta, la pasó por la cabeza del
santo, la sujetó a su cuello y lo suspendió sobre el pozo. Mientras la imagen
se balanceaba de la cuerda, Cecilio le dijo: “Contesta, San Antonio, ¿en dónde
está mi reloj?”
Sólo el cantar y el
zumbar de los insectos del bosque se escuchó.
Así pues, decidió
hacer descender al santo hasta que sus pies tocaran el agua.
“¿En dónde está mi
reloj, santito?”, preguntó Cecilio inclinando la parte superior del cuerpo todo
lo más posible, a fin de no perder ni la más leve palabra que el santo pudiera
pronunciar en su desesperación.
Pero San Antonio
probó ser un verdadero santo, pues prefirió sufrir y permanecer en silencio a
pesar de su suplicio. Entonces fué descendido hasta que todo su cuerpo desapareció
en el agua. Varias veces, Cecilio metió y sacó la imagen en el pozo. Después la
sacó definitivamente y volvió a colocada sobre el brocal.
“Santito”, dijo,
“ya sabes ahora lo que el pozo tiene en el fondo. Yo no soy tan malo como tú
tal vez crees. Te daré una última oportunidad, aunque eres tan terco que no la
mereces. Te daré doce horas más pa que pienses bien. Mañana temprano regresaré.
Si pa entonces no has recuperado mi reloj o me has dicho durante el sueño en
dónde puedo encontrado, entonces, y óyeme bien, santito querido, tendré que
volver a meterte en el pozo, y te advierto que te dejaré allí, enteramente
solo, durante toda una semana. Después de sufrir una semana, estoy seguro de
que dejarás tu terquedad y tu pereza y tratarás de hacer algo en mi favor.”
Antiguamente se
tenía por costumbre colgar durante veinticuatro horas dentro de un pozo, con el
agua hasta el cuello, a los peones a quienes se acusaba de robo, pereza,
desobediencia, negligencia o cualquier cosa que el hacendado o finquero considerara
como atentado en contra de sus intereses. Cecilio había sido colgado en uno de
esos pozos, en cierta ocasión, cuando se había aventurado a discutir con el
mayordomo cierta orden que en su concepto era impracticable e innecesaria.
Así pues, él
pensaba que el santo no tenía de qué quejarse si un pobre trabajador indígena
hiciera con él lo que los señores feudales acostumbraban hacer con sus peones.
Ningún sacerdote intervenía cuando los peones eran cruel e injustamente
tratados por sus amos; así pues, no había razón para que él se mostrara como
pasivo con aquel amigo íntimo de los señorees curas.
Después de guardar
nuevamente la imagen en el saco de azúcar, Cecilio la escondió entre la maleza.
Las vestiduras del santo se encontraban mojadas y llenas de lama verdosa.
Cecilio sabía que el pobre sufriría terriblemente durante la noche, fuera de
los muros protectores de la iglesia y del calor de los cirios.
“Si te resfrías,
san tito”, dijo en voz baja mientras escondía la imagen, “bien que te lo
mereces, pos mucho tiempo te he dado pa que cumplas con tu deber. Y ya que te
niegas a hablarme, pos muy bien aquí te quedas ahora. ¡Buenas noches! ¡Hasta
mañana!”
Lo primero que
Cecilio hizo al despertar fué buscar bajo la almohada y en todo el rincón que
ocupaba su catre. También miró dentro de sus bolsas y en la caja de madera en
la que guardaba todas sus propiedades, pero su reloj no apareció.
Se dirigió a la
plaza y en una mesita al aire libre se desayunó café negro, carne seca,
frijoles y tortillas. Después se dirigió al bosque a toda prisa.
Sacó la imagen de
entre la maleza y buscó cuidadosamente en sus vestiduras. Tampoco allí estaba
el reloj.
Una vez más se
dirigió al santo, pero en esta ocasión sus palabras fueron duras y despiadadas.
Explicó por qué no podía hablar largamente y por qué consideraba inútiles sus
plegarias: “Debes saber, santito, que en el patio de la taberna de don Paco
habrá una pelea de gallos muy buena a las diez, en la que ya he metido mi
apuesta. En la tarde tampoco podré regresar, porque tengo que llevar al baile a
Cande. Tú la conoces bien, es la que un día prendió una carta a tu vestido,
pidiéndote que la ayudaras pa que yo no quebrara con ella, como lo tenía
pensado, a causa de esa vieja bruja de su madre. Pos a ella le dijeron que tú
ayudas a los novios. Por todo esto ahora sólo puedo darte cinco minutos más. Si
mi reloj no aparece dentro de cinco minutos te sumiré en el pozo y allí te
quedarás por toda la semana, hasta que el próximo domingo regrese pa ver qué
has hecho entre tanto.”
Cuando Cecilio
calculó que habían transcurrido cinco minutos, todavía buscó a su rededor, pero
no pudo descubrir su reloj en parte alguna.
“Ahora, santito,
como soy un buen cristiano que te ha sido fiel durante toda su vida, tú ya lo
sabes, bueno, pos ahora hemos terminado, y sin lástima te meteré a este pozo
mugroso.
Introdujo la imagen
hasta que sintió que los pies tocaban el fondo. Ató el cordel a la rama de un
arbusto que había enraizado entre las piedras del brocal, con el objeto de poder
sacar al santo en cuanto hallara su reloj.
El sábado al
mediodía, Leandro, uno de los compañeros de Cecilio, se aproximó a él y le
dijo:
-Dime, camarada
Cecilio, ¿cuánto me darás de albricias si te entrego tu reloj, que encontré al
limpiar uno de los túneles?
-¡Qué gusto,
camarada Leandro! Te daré un peso de albricias y las gracias.
-Hecho -repuso
Leandro. Entregó el reloj a Cecilio, y agregó-: Dame el peso esta noche,
después de la raya. Bueno, aquí tienes tu reloj en perfecto estado. Ni siquiera
el cristal está roto. ¿Sabes, cuate? Vi algo brillar entre los montones de
piedras y me fijé con cuidado pa saber qué era, y descubrí tu reloj.
Cecilio acarició su
reloj y lo cubrió de besos. Con voz emocionada por la felicidad y abrazando a
su como pañero de trabajo, dijo:
-Tú lo haces mejor
que los santos, por menos dinero y sin meterme en líos, Leandro.
Pero no mencionó
para nada lo que había hecho con el santo.
En la mañana del
siguiente día, que era domingo, Cecilio fue a libertar a su cautivo.
Debido al constante
roce de la cuerda contra las rocas del borde, ocasionado por el viento al mover
la rama del arbusto, la cuerda se había reventado y no le fue posible sacar la
imagen.
Inclinándose cuanto
pudo, gritó hacia el fondo del pozo: “Ahora sí, ni modo de sacarte, pos se
rompió la cuerda. Allí te quedas, pos así lo quere nuestra Madre Santísima. La
verdad, no sirves pa nada. La pobre gente que recurre a ti con sus penas, gasta
sus centavitos tan duramente ganados sin ningún provecho. Pos, ay te quedas,
santito. Adiós. Que el Señor tenga piedad de ti.”
Aquella oración de
Cecilio, tal vez la más sincera y la más desinteresada por haber sido dicha en
beneficio ajeno, fue escuchada en el cielo.
Dos carboneros, que
por casualidad tomaron el viejo camino que pasaba por frente al pozo,
sentáronse a descansar’ en el brocal del mismo y encendieron un cigarrillo.
Mientras fumaban, uno de ellos miró distraídamente hacia el fondo y exclamó:
-¡ Por Dios Santo,
en el pozo hay un ahogado, veo
su cabeza y sus
cabellos!
-Tienes razón, es
un hombre -dijo su compañero asomándose-. ¡Caracoles, es un cura! -gritó
fijándose en la cabeza tonsurada.
Corrieron hacia el
pueblo para avisar que un cura había caído al pozo accidentalmente y se había
ahogado.
Los vecinos se
armaron de cuerdas y escaleras y se dirigieron al bosque con la piadosa
intención de rescatar al pobre señor cura, quien tal vez viviera aún y podría
ser salvado si se le atendía en seguida.
Cuando hubieron
sacado la imagen, los vecinos descubrieron con asombro, que era la de San
Antonio, que tan misteriosamente había desaparecido.
En gran procesión que
se improvisó rápidamente, fue devuelta triunfalmente a su nicho de la iglesia,
de donde había desaparecido una semana antes, desaparición que intrigara al
pueblo entero y que fuera el tema de conversación durante los últimos siete
días.
El padre de la
iglesia fue asediado con preguntas, por lo que finalmente tuvo que dar una
explicación. En su sermón del siguiente domingo pronunció estas palabras con
mucha solemnidad:
-A ningún ser
humano le es dado comprender y menos resolver los misteriosos designios y
disposiciones de Nuestro Señor. Alabado sea Dios Todopoderoso.
No podía haber dado
mejor ni más sabia explicación, pues Cecilio jamás volvió a confesarse.
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