Después de tantas
horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol,
ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros.
Uno ha creído a
veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se
podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas
y de arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo. Se oye que ladran los
perros y se siente en el aire el olor del humo, y se saborea ese olor de la
gente como si fuera una esperanza.
Pero el pueblo está
todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca.
Hemos venido
caminando desde el amanecer. Ahorita son algo así como las cuatro de la tarde.
Alguien se asoma al cielo, estira los ojos hacia donde está colgado el sol y
dice:
-Son como las
cuatro de la tarde.
Ese alguien es
Melitón. Junto con él, vamos Faustino, Esteban y yo. Somos cuatro. Yo los
cuento: dos adelante, otros dos atrás. Miro más atrás y no veo a nadie.
Entonces me digo: “Somos cuatro”. Hace rato, como a eso de las once, éramos
veintitantos, pero puñito a puñito se han ido desperdigando hasta quedar nada
más que este nudo que somos nosotros.
Faustino dice:
-Puede que llueva.
Todos levantamos la
cara y miramos una nube negra y pesada que pasa por encima de nuestras cabezas.
Y pensamos: “Puede que sí”.
No decimos lo que
pensamos. Hace ya tiempo que se nos acabaron las ganas de hablar. Se nos
acabaron con el calor. Uno platicaría muy a gusto en otra parte, pero aquí
cuesta trabajo. Uno platica aquí y las palabras se calientan en la boca con el
calor de afuera, y se le resecan a uno en la lengua hasta que acaban con el
resuello. Aquí así son las cosas. Por eso a nadie le da por platicar.
Cae una gota de
agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una plasta como
la de un salivazo. Cae sola. Nosotros esperamos a que sigan cayendo más y las
buscamos con los ojos. Pero no hay ninguna más. No llueve. Ahora si se mira el
cielo se ve a la nube aguacera corriéndose muy lejos, a toda prisa. El viento
que viene del pueblo se le arrima empujándola contra las sombras azules de los
cerros. Y a la gota caída por equivocación se la come la tierra y la desaparece
en su sed.
¿Quién diablos
haría este llano tan grande? ¿Para qué sirve, eh?
Hemos vuelto a
caminar. Nos habíamos detenido para ver llover. No llovió. Ahora volvemos a
caminar. Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que llevamos andado.
Se me ocurre eso. De haber llovido quizá se me ocurrieran otras cosas. Con
todo, yo sé que desde que yo era muchacho, no vi llover nunca sobre el llano,
lo que se llama llover.
No, el llano no es
cosa que sirva. No hay ni conejos ni pájaros. No hay nada. A no ser unos
cuantos huizaches trespeleques y una que otra manchita de zacate con las hojas
enroscadas; a no ser eso, no hay nada.
Y por aquí vamos
nosotros. Los cuatro a pie. Antes andábamos a caballo y traíamos terciada una
carabina. Ahora no traemos ni siquiera la carabina.
Yo siempre he
pensado que en eso de quitarnos la carabina hicieron bien. Por acá resulta
peligroso andar armado. Lo matan a uno sin avisarle, viéndolo a toda hora con
“la 30″ amarrada a las correas. Pero los caballos son otro asunto. De venir a
caballo ya hubiéramos probado el agua verde del río, y paseado nuestros
estómagos por las calles del pueblo para que se les bajara la comida. Ya lo
hubiéramos hecho de tener todos aquellos caballos que teníamos. Pero también
nos quitaron los caballos junto con la carabina.
Vuelvo hacia todos
lados y miro el llano. Tanta y tamaña tierra para nada. Se le resbalan a uno
los ojos al no encontrar cosa que los detenga. Sólo unas cuantas lagartijas
salen a asomar la cabeza por encima de sus agujeros, y luego que sienten la tatema
del sol corren a esconderse en la sombrita de una piedra. Pero nosotros, cuando
tengamos que trabajar aquí, ¿qué haremos para enfriarnos del sol, eh? Porque a
nosotros nos dieron esta costra de tapetate para que la sembráramos.
Nos dijeron:
-Del pueblo para
acá es de ustedes.
Nosotros
preguntamos:
-¿El Llano?
- Sí, el llano.
Todo el Llano Grande.
Nosotros paramos la
jeta para decir que el llano no lo queríamos. Que queríamos lo que estaba junto
al río. Del río para allá, por las vegas, donde están esos árboles llamados
casuarinas y las paraneras y la tierra buena. No este duro pellejo de vaca que
se llama Llano.
Pero no nos dejaron
decir nuestras cosas. El delegado no venía a conversar con nosotros. Nos puso
los papeles en la mano y nos dijo:
-No se vayan a
asustar por tener tanto terreno para ustedes solos.
-Es que el llano,
señor delegado…
-Son miles y miles
de yuntas.
-Pero no hay agua.
Ni siquiera para hacer un buche hay agua.
-¿Y el temporal?
Nadie les dijo que se les iba a dotar con tierras de riego. En cuanto allí
llueva, se levantará el maíz como si lo estiraran.
- Pero, señor
delegado, la tierra está deslavada, dura. No creemos que el arado se entierre
en esa como cantera que es la tierra del Llano. Habría que hacer agujeros con
el azadón para sembrar la semilla y ni aun así es positivo que nazca nada; ni
maíz ni nada nacerá.
- Eso manifiéstenlo
por escrito. Y ahora váyanse. Es al latifundio al que tienen que atacar, no al
Gobierno que les da la tierra.
- Espérenos usted,
señor delegado. Nosotros no hemos dicho nada contra el Centro. Todo es contra
el Llano… No se puede contra lo que no se puede. Eso es lo que hemos dicho…
Espérenos usted para explicarle. Mire, vamos a comenzar por donde íbamos…
Pero él no nos
quiso oír.
Así nos han dado
esta tierra. Y en este comal acalorado quieren que sembremos semillas de algo,
para ver si algo retoña y se levanta. Pero nada se levantará de aquí. Ni
zopilotes. Uno los ve allá cada y cuando, muy arriba, volando a la carrera;
tratando de salir lo más pronto posible de este blanco terregal endurecido,
donde nada se mueve y por donde uno camina como reculando.
Melitón dice:
-Esta es la tierra
que nos han dado.
Faustino dice:
-¿Qué?
Yo no digo nada. Yo
pienso: “Melitón no tiene la cabeza en su lugar. Ha de ser el calor el que lo
hace hablar así. El calor, que le ha traspasado el sombrero y le ha calentado
la cabeza. Y si no, ¿por qué dice lo que dice? ¿Cuál tierra nos han dado,
Melitón? Aquí no hay ni la tantita que necesitaría el viento para jugar a los
remolinos.”
Melitón vuelve a
decir:
-Servirá de algo.
Servirá aunque sea para correr yeguas.
-¿Cuáles yeguas?
-le pregunta Esteban.
Yo no me había
fijado bien a bien en Esteban. Ahora que habla, me fijo en él. Lleva puesto un
gabán que le llega al ombligo, y debajo del gabán saca la cabeza algo así como
una gallina.
Sí, es una gallina
colorada la que lleva Esteban debajo del gabán. Se le ven los ojos dormidos y
el pico abierto como si bostezara. Yo le pregunto:
-Oye, Teban, ¿de
dónde pepenaste esa gallina?
-Es la mía- dice
él.
-No la traías
antes. ¿Dónde la mercaste, eh?
-No la merqué, es
la gallina de mi corral.
-Entonces te la
trajiste de bastimento, ¿no?
-No, la traigo para
cuidarla. Mi casa se quedó sola y sin nadie para que le diera de comer; por eso
me la traje. Siempre que salgo lejos cargo con ella.
-Allí escondida se
te va a ahogar. Mejor sácala al aire.
Él se la acomoda
debajo del brazo y le sopla el aire caliente de su boca. Luego dice:
-Estamos llegando
al derrumbadero.
Yo ya no oigo lo
que sigue diciendo Esteban. Nos hemos puesto en fila para bajar la barranca y
él va mero adelante. Se ve que ha agarrado a la gallina por las patas y la
zangolotea a cada rato, para no golpearle la cabeza contra las piedras.
Conforme bajamos,
la tierra se hace buena. Sube polvo desde nosotros como si fuera un atajo de
mulas lo que bajara por allí; pero nos gusta llenarnos de polvo. Nos gusta.
Después de venir durante once horas pisando la dureza del Llano, nos sentimos
muy a gusto envueltos en aquella cosa que brinca sobre nosotros y sabe a
tierra.
Por encima del río,
sobre las copas verdes de las casuarinas, vuelan parvadas de chachalacas
verdes. Eso también es lo que nos gusta.
Ahora los ladridos
de los perros se oyen aquí, junto a nosotros, y es que el viento que viene del
pueblo retacha en la barranca y la llena de todos sus ruidos.
Esteban ha vuelto a
abrazar su gallina cuando nos acercamos a las primeras casas. Le desata las patas
para desentumecerla, y luego él y su gallina desaparecen detrás de unos
tepemezquites.
-¡Por aquí arriendo
yo! -nos dice Esteban.
Nosotros seguimos
adelante, más adentro del pueblo.
La tierra que nos
han dado está allá arriba.
Hermoso texto.!!!
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