miércoles, 27 de enero de 2016

El gordito de Edgar Keret


¿Sorprendido? Pues claro que estaba sorprendido. Sales con una chica. Una primera cita, una segunda cita, un restaurante por aquí, una película por allá, siempre en sesiones matinales, exclusivamente. Empiezan a acostarse, el sexo es espectacular y después llega también el sentimiento. Cuando de pronto, un buen día, viene a ti llorando, tú la abrazas y le dices que se tranquilice, que no pasa nada, y ella te contesta que ya no puede más, que tiene un secreto, pero no un secreto cualquiera, que se trata de algo tenebroso, de una maldición, un asunto que ha querido revelarte todo este tiempo pero no ha tenido valor para hacerlo. Porque se trata de algo que la oprime constantemente como si de un par de toneladas de ladrillos se tratara. Algo que te tiene que contar, porque tiene que hacerlo, aunque también sabe que desde el momento en que te lo revele la vas a dejar, y con razón. Y al momento vuelve a ponerse llorar.
–No te voy a dejar –le dices–, yo no, yo te quiero.
Puede que parezca que estés algo emocionado, pero no, y aunque lo estés es porque ella sigue llorando, no por el secreto en sí. La experiencia te ha enseñado que esos secretos que repetidamente llevan a las mujeres a hacerse trizas son la mayoría de las veces algo de la importancia de haberse echado un palo con un animal, con un familiar o con alguien que les dio dinero a cambio.
–Soy una puta –acaban diciendo siempre.
–No, que no –insistes tú abrazándolas, o–: Shshshsh –si sigue llorando.
–De verdad que es algo muy gordo –insiste ella, como si hubiera descubierto esa despreocupación tuya que tanto has intentado ocultar.
–Puede que dentro de ti suene espantoso –le dices–, pero es por la acústica. Ya verás cómo en cuanto lo saques, de repente te parecerá mucho menos grave.
Ella casi se lo cree y tras dudar un instante dice:
–¿Si te dijera que por las noches me convierto en un hombre peludo y enano, sin cuello y con un anillo de oro en el meñique, entonces también seguirías queriéndome?
Y tú le dices que por supuesto, porque qué vas a decirle, ¿Qué no? Lo único que está intentando es ponerte a prueba para ver si la quieres incondicionalmente, y tú siempre has estado soberbio ante cualquier prueba. Además, la verdad es que en cuanto se lo dices ella se derrite y ya están cogiendo, así, en el salón. Después se quedan abrazados y ella llora, porque se siente aliviada, y tú también lloras, sin saber por qué. Pero a diferencia de otras veces ella no se marcha. Se queda a dormir contigo. Y tú te quedas despierto en la cama, mirando su hermoso cuerpo, el sol se está poniendo ahí afuera, la luna, que aparece de repente como de la nada, la luz plateada que le toca el cuerpo acariciándole el vello de la espalda. Y en menos de cinco minutos te encuentras con que a tu lado, en la cama, tienes a un hombre bajito y regordete. El hombre en cuestión se levanta, te sonríe y se viste algo turbado. Sale del dormitorio, y tú tras él, hipnotizado. Ahora ya está en el salón, pulsando con sus rollizos dedos los botones del control de la tele, dispuesto a ver los deportes. Fútbol, un partido de la Liga de Campeones. Cuando fallan el tiro te dice que tiene la garganta seca y el estómago vacío. Que se le antojan unos bocadillos, de ser posible de pollo aunque también podrían ser de res. Así que te subes con él en el coche y lo llevas a un restaurante cercano que conoce. La nueva situación te tiene preocupado, muy preocupado, pero no sabes muy bien qué hacer porque la central neuronal de la decisión está paralizada. La mano cambia las marchas mientras bajas hacia Ayalon, como la de un robot, y él, en el asiento de al lado, tamborilea en el tablero con el anillo de oro que lleva en el meñique; cuando en el semáforo que hay junto al cruce de Beit Dagon baja la ventanilla electrónica, te guiña un ojo y le grita a una soldado que está haciendo autoestop:
–Chata, ¿quieres que te subamos atrás como una cabra?
Después, en Azor, te pones a comer carne con él hasta reventar mientras lo ves disfrutar de cada bocado y reírse como un niño. Y todo el rato te dices a ti mismo que no es más que un sueño, un sueño extraño, es verdad, pero de esos de los que enseguida vas a despertar.
A la vuelta le preguntas dónde se quiere bajar, pero él se hace el sordo y pone cara de pobrecito. Así que te ves volviendo a tu casa con él. Son casi las tres de la mañana.
–Me voy a dormir –le comunicas, y él te dice adiós con la mano desde el puf y sigue con la mirada clavada en el canal de la moda.
Por la mañana te despiertas cansado, con un poco de dolor de estómago y la encuentras en el salón, todavía dormitando. Pero en cuanto has terminado de bañarte se levanta, te abraza con cierto aire de culpabilidad y tú te sientes demasiado confuso como para decirle nada. El tiempo pasa y siguen juntos. El sexo no hace más que mejorar día con día, ella ya no es tan joven, ni tú tampoco, así que un buen día te encuentras hablando de tener un hijo. Por la noche tu gordito y tú se la pasan en grande cuando salen, como nunca te la habías pasado en la vida. Te lleva a restaurantes y a bares de los que antes no te sonaba ni el nombre, bailan juntos encima de las mesas y rompen platos y más platos como si la mañana no existiera. El gordito es un poco grosero, sobre todo con las mujeres. A veces tú no sabes dónde esconderte por las majaderías que hace. Pero, aparte de eso, la verdad es que está muy bien estar con él. Cuando se conocieron, a ti el fútbol no te interesaba demasiado, mientras que ahora ya conoces a todos los equipos y cada vez que el equipo del que son hinchas gana te sientes como si hubieras pedido un deseo y éste se hubiera cumplido, un sentimiento tan poco frecuente, especialmente en alguien como tú, que normalmente no sabes ni lo que quieres. Y así, todas las noches, te duermes con él cansado viendo los partidos de la liga argentina y por la mañana vuelves a despertarte al lado de una mujer guapa y comprensiva a la que también amas a rabiar.



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