El sol denso, inmóvil, imponía su presencia; la
realidad estaba paralizada bajo su crueldad sin tregua. Flotaba el anuncio de
una muerte suspensa, ardiente, sin podredumbre pero también sin ternura. Eran
las tres de la tarde.
Pedro, aplastado, casi vencido, caminaba bajo el sol.
Las calles vacías perdían su sentido en el deslumbramiento. El calor, seco y
terrible como un castigo sin verdugo, le cortaba la respiración. Pero no
importaba: dentro de sí hallaba siempre un lugar agudo, helado, mortificante
que era peor que el sol, pero también un refugio, una especie de venganza
contra él.
Llegó a la placita y se sentó debajo del gran laurel
de la India. El silencio hacía un hueco alrededor del pensamiento. Era
necesario estirar las piernas, mover un brazo, para no prolongar en uno mismo
la quietud de las plantas y del aire. Se levantó y dando vuelta alrededor del
árbol se quedó mirando la catedral.
Siempre había estado ahí, pero sólo ahora veía que
estaba en otro clima, en un clima fresco que comprendía su aspecto ausente de
adolescente que sueña. Lo de adolescente no era difícil descubrirlo, le venía
de la gracia desgarbada de su desproporción: era demasiado alta y demasiado
delgada. Pedro sabía desde niño que ese defecto tenía una historia humilde:
proyectada para tener tres naves, el dinero apenas había alcanzado para
terminar la mayor; y esa pobreza inicial se continuaba fielmente en su carácter
limpio de capilla de montaña –de ahí su aire de pinos. Cruzó la calle y entró,
sin pensar que entraba en una iglesia.
No había nadie, sólo el sacristán se movía como una
sombra en la penumbra del presbiterio. No se oía ningún ruido. Se sentó a mitad
de la nave cómodamente, mirando los altares, las flores de papel. . . pensó en
la oración distraída que haría otro, el que se sentaba habitualmente en aquella
banca, y hubo un instante en que llegó casi a desear creer así, en el fondo,
tibiamente, pero lo suficiente para vivir.
El sol entraba por las vidrieras altas, amarillo,
suave, y el ambiente era fresco. Se podía estar sin pensar, descansar de sí
mismo, de la desesperación y de la esperanza. Y se quedó vacío, tranquilo,
envuelto en la frescura y mirando al sol apaciguado deslizarse por las
vidrieras.
Entonces oyó los pasos de alguien que entraba tímida,
furtivamente. No se inquietó ni cambió de postura siquiera; siguió abandonado a
su indiferente bienestar hasta que el que había entrado estuvo a su lado y le
habló.
Al principio creyó no haber entendido bien y se volvió
a mirarlo. Su rostro estaba tan cerca que pudo ver hasta los poros sudorosos,
hasta las arrugas junto a la boca cansada. Era un obrero. Su cara, esa cara que
después le pareció que había visto más cerca que ninguna otra, era una cara
como hay miles, millones: curtida, ancha. Pero también vio los ojos grises y
los párpados casi transparentes, de pestanas cortas, y la mirada, aquella
mirada inexpresiva, desnuda.
—¿Me permite besarle los pies?
Lo repitió implacable. En su voz había algo tenso,
pero la sostenía con decisión; había asumido su parte plenamente y esperaba que
él estuviera a la altura, sin explicaciones. No estaba bien, no tenía por qué
mezclarlo, !no podía ser! Era todo tan inesperado, tan absurdo.
Pero el sol estaba ahí, quieto y dulce, y el sacristán
comenzó a encender con calma unas velas. Pedro balbuceo algo para excusarse. El
hombre volvió a mirarlo. Sus ojos podían obligar a cualquier cosa, pero sólo
pedían.
—Perdóneme usted. Para mí también es penoso, pero
tengo que hacerlo.
Él tenía. Y si Pedro no lo ayudaba, ¿quién iba a
hacerlo? ¿Quién iba a consentir en tragarse la humillación inhumana de que otro
le besara los pies? Qué dosis tan exigua de caridad y de pureza cabe en el alma
de un hombre. . . Tuvo piedad de él.
—Está bien.
—¿Quiere descalzarse?
—¿Quiere descalzarse?
Era demasiado. La sangre le zumbaba en los oídos,
estaba fuera de sí, pero lúcido, tan lúcido que presentía el asco del contacto,
la vergüenza de la desnudez, y después el remordimiento y el tormento múltiple
y sin cabeza. Lo sabía, pero se descalzo.
Estar descalzo así, como él, inerme y humillado,
aceptando ser fuente de humillación para otro. . . nadie sabría nunca lo que
eso era. . . era como morir en la ignominia, algo eternamente cruel.
No miró al obrero, pero sintió su asco, asco de sus
pies y de él, de todos los hombres. Y aún así se había arrodillado con un
respeto tal que lo hizo pensar que en ese momento, para ese ser, había dejado
de ser un hombre y era la imagen de algo más sagrado.
Un escalofrío lo recorrió y cerró los ojos. . . Pero
los labios calientes lo tocaron, se pegaron a su piel. . . Era amor, un amor
expresado de carne a carne, de hombre a hombre, pero que tal vez. . . El asco
estaba presente, el asco de los dos. Porque en el primer segundo, cuando lo
rozaba apenas con su boca caliente, había pensado en una aberración. Hasta eso
había llegado para después tener más tormento. . . No, no, los dos sentían
asco, solo que por encima de él estaba el amor. Había que decirlo, que atreverse
a pensar una vez, tan solo una vez, en la crucifixión.
El hombre se levantó y dijo: “Gracias”; lo miró con
sus ojos limpios y se marchó.
Pedro se quedo ahí, solo ya con sus pies desnudos, tan
suyos y tan ajenos ahora. Pies con estigma.
Para siempre en mí esta señal, que no sé si es la del
mundo y su pecado o la de una desolada redención.
¿Por qué yo? Los pies tenían una apariencia tan
inocente, eran como los de todo el mundo, pero estaban llagados y él solo lo
sabía. Tenía que mirarlos, tenía que ponerse los calcetines, los zapatos. .
. Ahora le parecía que en eso residía su mayor vergüenza, en no poder ir
descalzo, sin ocultar, fiel. No lo merezco, no soy digno. Estaba llorando.
Cuando salió de la iglesia el sol se había puesto ya.
Nunca recordaría cabalmente lo que había pensado y sufrido en ese tiempo.
Solamente sabía que tenía que aceptar que un hombre le había besado los pies y
que eso lo cambiaba todo, que era, para siempre, lo más importante y lo más
entrañable de su vida, pero que nunca sabría, en ningún sentido, lo que
significaba.
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