U N O
La luz gotea desde las ramas del
cerezo. Un viento suave mueve sus hojas. Por la persiana se desliza, tímido, el
brillo de la mañana. Sobre la cama yace el enfermo respirando pausadamente.
Tiene los ojos hundidos. Su vena atada a la sonda que le alimenta un líquido
amarillento. Mangueras lo abastecen del
oxígeno que sus pulmones débiles no pueden inhalar. La boca se halla entreabierta y le da un
aspecto de pez muriendo de asfixia.
Desde el extremo de la cama lo observa detenidamente. La mirada se
humedece al cerciorarse de su lenta caída hacia la muerte.
Sabe que son sus últimas semanas, tal
vez, días. El deceso es inminente y
llegará tarde o temprano. Los doctores lo han vaticinado. El cáncer avanza minando
su estructura interna, los tejidos se están volviendo polvo, y, por ello, no
tardará en derrumbarse.
Desde hace tres días se ha convertido
en el vigía que lo ve partir hacia la nada. Los artefactos a los que está
conectado, el suministro de inyecciones, las revisiones periódicas de su
presión arterial y los lavados de pulmón parecen infructuosos para detener la
enfermedad. No hay mejoría y él se
desespera al contemplar el estado en que
se encuentra.
Mira el reloj. En cualquier momento
pasará la enfermera a aplicarle el medicamento. Se hará a un lado para no
estorbar la maniobra. Se recogerá en un rincón y quizás aproveche su
presencia para ir al baño. El escalofrío
lo posee mientras mira hipnotizado el chorro ruidoso cayendo en el ojo del
excusado.
Lleva dos días en el hospital del
Seguro Social y su estancia en la ciudad se prolongará seguramente una semana
más. El neumólogo pronosticó el fin en ese lapso aproximado. En la empresa en
que labora le dieron un permiso indefinido.
No todos los días se va a morir nuestro
padre, comentó con torpe cortesía el gerente quien sabe que la institución
se enaltece con ese tipo de generosidades.
Está triste. La tristeza que nace de
manera natural de una relación cálida con aquel hombre que lo quiso y protegió
desde su infancia. Un padre bueno, silente y afable que tuvo que trabajar el
doble cuando su madre murió, en plena adolescencia. Lo recuerda por aquellas
mañanas cuando salían a pescar y nunca capturaban algún pez importante pero
para quitarse el sabor del fracaso pasaban por el mercado y adquirían un pargo
o una lobina enorme. – ¡No íbamos a regresar a casa sin un pez!, decía con buen
humor. Sonríe. Otra enfermera pasa frente a él y le devuelve la sonrisa.
Vuelve
al área de terapia intensiva. La enfermera ha realizado su trabajo.
-
Gracias, señorita.
- Si
se le ofrece algo llámeme.
No
distingue signo alguno de mejoría en el rostro demacrado del enfermo. Le
preocupa la expresión dolorosa de sus gestos fugaces. Aquel sufrimiento le
pertenece de algún modo. Sabe que el dolor ha maniatado su cuerpo. Imagina como
el cáncer va royendo su entraña,
silenciosa e inexorablemente. Su pecho es un manantial intermitente del
que mana un dolor agudo que apenas se
expresa en esos ayes que resbalan por la comisura de sus labios.
Lo ha visto mover, desesperado, la cabeza,
una y otra vez, por el lento efecto de
las medicinas, agobiado por esta fuerza que ciñe su entraña y que no cede. Se
levanta de la silla para decirle a la
enfermera que le aumente la dosis de analgésicos para mitigar el dolor. Se
angustia al extremo de suplicarle al doctor que
se encuentra de guardia que haga un poco más por él.
-No
se preocupe. Así es esto. Tómelo con calma. Su papá siente dolor pero es el mínimo, créame. Hacemos todo lo posible por reducirlo a su
nivel más bajo. Pero si sigue inquieto le administraremos un sedante más
fuerte. No se preocupe.
Lo escucha, asintiendo con la
cabeza. Mira su blanca silueta perderse
en el fondo del pasillo.
Anochece. Desde las lámparas fluye una
luz temerosa que palpa con lentitud el rostro de los enfermos. Se acerca a su
padre. Acaricia su frente blanca que parece más amplia por la calvicie de los
sesenta años. El cabello tan delgado como escaso es dócil ante los dedos que
intentan peinarlo con suavidad. Tres grietas pronunciadas cruzan la planicie de
esa frente de un extremo a otro. Bajo la nariz recta se halla un bigote que de
manera natural se alinea brindándole una extraña dignidad a su cara decrépita.
Su padre se mantiene imperturbable. Busca
en su cara un signo de aprobación que lo reconozca, un mínimo movimiento
afectivo que le permita saber que su estancia tiene sentido. Pasan las horas,
los días y aún no encuentra esa señal. Deberá tener mayor paciencia. Al fin de
cuentas es su padre y la enfermedad no es una elección.
Había llegado con el propósito de
acompañarlo en sus momentos últimos. Hacía cuatro años que no tenía contacto
con él. Aproximadamente desde que se divorció. Ambos vivían solos y nadie hizo
lo propio para acercarse al otro.
Sin embargo, él, como hijo, se sentía
culpable. Por eso pagaría con el tiempo necesario aquel olvido. Esta era una
buena ocasión para reivindicarse aunque aquél no estuviera consiente de ello.
Pero no tardaría en abrir los ojos y enterarse de su presencia.
De ser necesario, lloraría todas las
lágrimas que ha contenido durante estos años. Al fin de cuentas, los lazos de
sangre mantienen un vínculo profundo, misterioso. Y de ese vínculo nacía
aquella fuerza misteriosa que lo impulsaba a permanecer a su lado hasta el
momento que fuera necesario. Estar a su lado le complacía. Era una demostración
notable de afecto. Un ejercicio silencioso de sacrificio por el prójimo.
En aquel pabellón hay una larga fila de
camas donde los enfermos terminales son atendidos por el personal médico, a
quien impulsa más un sentimiento de compasión que la certeza de que la ciencia
podrá hacer algo por ellos.
En
todos y cada uno, las esperanzas de recuperación son remotas. Pero el hospital,
en un alarde de innecesaria humanidad, los trata infructuosamente de arrebatar
a la muerte.
Hacia
la derecha un hombre 40 o 50 años languidece quejándose por el dolor que le
atraviesa el vientre. Su madre, una anciana pequeña, envuelta en un rebozo
gris, le limpia el sudor que tiene en su frente y le trata de dar consuelo.
Aunque son inútiles para sofocar el dolor, los movimientos de sus manos son
delicados y transmiten un amor discreto y silencioso. El enfermo huele mal por
la diálisis a que está sujeto su cuerpo. A la señora no parece importarle
aquello.
Del otro lado se halla una mujer de
mediana edad a quien le ha sido diagnosticado cáncer en los huesos. Está
inmóvil. Sedada. Nadie la acompaña. Más allá se multiplican las camas de otros
enfermos en condiciones similares. Este es el pabellón de los enfermos condenados al cadalso, de aquellos que
avanzan en el trampolín que los conduce al fin y sólo les falta dar el último
paso. Este es pasillo que su padre camina con los ojos cerrados.
La anciana absorta en la tarea de
atender a su hijo cumple con la encomienda de vigilar la evolución de su salud.
Después de acomodar la almohada, de alisar la sábana y cubrirlo hasta la
cintura con la manta blanca, se sienta en la silla de Pepsi metálica y levanta la bolsa de ixtle para hurgar en ella.
Saca un rosario con eslabones de plástico. Se acomoda el rebozo sobre la cabeza
y, ajena a la gente que está alrededor, empieza a rezar.
Apenas un susurro resbala por su
boca, como una queja, como un tímido lamento. La voz tiembla en sus labios. Los
ojos se concentran en los puños que juguetean con las perlas. Él admira su
devoción, la cándida confianza con que ofrece su voluntad a esa fuerza
superior. La envidia. Aprieta la mano de su padre y cierra los párpados por unos instantes.
D
O S
- Papá...papá... Aprieta con ambas manos
la mano inerte del anciano. Le habla con suavidad, como lo ha hecho tantas
veces. Con cierta dosis de ternura, esperando una reacción. Nada ocurre. Le
mira la cara enjuta, los vellos en la barbilla creciendo irregularmente, los
ojos perdiéndose cada vez más en la
cavidad que los aloja, la piel untándose a los huesos, la manzana en la
garganta más visible que nunca.
Conoce ese rostro a fuerza de estarlo
viendo con detenimiento durante estos meses. Ha aprendido a distinguir los
cambios más imperceptibles que ocurren en él. Cuando la morfina entra en sus
venas, cuando recibe el suero con nutrientes, cuando descansa plácidamente o
cuando duerme atormentado.
Se
sienta. Echa un vistazo al reloj que pende de la pared de la estación de enfermeras. Es un vistazo innecesario. Lo
sabe. Da lo mismo saber la hora que no. Escucha el ruido del agua que cae sobre
los utensilios de metal que emplean. Los mueven como trastos sucios. Le
molesta. Suenan las ruedas herrumbradas
de una camilla que sale del pabellón con otro paciente menos. Lo llevan a la morgue
para entregarlo a sus familiares. Así ha sucedido desde que llegó. Perdió la
cuenta cuando iba más de 50. Entran los pacientes moribundos y en pocos días o
semanas salen muertos.
Es un ciclo lógico que no parece
acatar su padre. Tiene la vaga impresión de que se hace el disimulado para
evadir la partida. Lo ve de nuevo. Parece dormir. Sospecha que de algún modo
emplea artilugios para mantenerse respirando. En ocasiones voltea de repente
para ver si observa en su cara una sonrisa fugaz. Ignora si lo escucha, si
desde sus párpados a veces temblorosos puede partir una mirada. Tiene ganas de
identificar esa señal para saber que su presencia tiene sentido. Ha pasado
tanto tiempo y se desespera sin recibirla.
Su padre se halla arropado ahora por la consentida promiscuidad de los
enfermos. Un olor acedo emana de su piel, el aliento es fétido. Siente ahora
una profunda repugnancia. Un gran desprecio que apenas alcanza a disimular. Es
natural, sus órganos funcionan torpemente, la conciencia parece abandonar aquel
cuerpo y éste empieza a pudrirse de manera inevitable. Sin embargo, con
cuidado, limpia el sudor que aparece en su cara. Hace demasiado calor en este sitio donde el
hacinamiento humano y la indiferencia de las enfermeras compiten con rabia.
Antes trataba de soportar ese olor sin
protestar porque le parecía una canallada condenarlo, rechazarlo. Como si con
esa actitud estuviera negándose a aceptar la custodia de su progenitor enfermo.
Abrumado por una circunstancia de la que no era responsable él. Por eso, para
castigarse, en ocasiones respiraba hondo, tratando de llevar aquel olor a los
rincones más íntimos de sus pulmones.
Ahora era diferente. Aquel amasijo de
malos olores le producía una repugnancia enorme. Solía hacer largas caminatas
por la sala para evitar aquel olor que penetraba en su nariz pero otros
enfermos se hallaban en condiciones similares. Miraba algunos crucifijos encima
de las camas. Testigos de ojos petrificados. ¡Le parecían tan inútiles! Cada
enfermo iba muriendo poco a poco, cada uno parecía avanzar al patíbulo
dócilmente, bajo la mirada indolente de aquellos Cristos.
Conoce la cantidad de mosaicos que
tiene a lo largo este pabellón, las leves grietas que tienen las paredes, las
llaves de oxígeno en mal estado, los rostros y las corpulencias de las
enfermeras. Ha caminado tantas veces por aquí. Al final hay una ventana que da
hacia el jardín en la planta baja de este edificio. Siempre está solo y solamente
sirve como un espacio que separa los dos módulos del hospital.
Observa un pájaro que picotea el
pasto. A pesar de ser negro y de patas
largas, con los ojos feos y el pico
rústico, tiene cierta gracia, salta de un lugar a otro. No encontró alimento y
decide largarse. Alza las alas delgadas y emprende el vuelo. La superficie
verde queda de nuevo despoblada. Al menos ese pájaro tiene las agallas para
marcharse. ¡Qué alegoría más barata para explicar su reclusión!
El invierno ha desnudado los pocos
árboles que alargan sus ramas hasta el segundo piso. El viento helado agita las
pocas hojas que han quedado en ellas. El pabellón se mantiene a una temperatura
estable por la calefacción.
Los familiares de los nuevos enfermos
que ingresan al hospital visten suéteres o abrigos para enfrentar el frío.
Algunos padecen de gripe o catarro y se sacuden la nariz repetidamente. Las
hondas gélidas atraviesan la ciudad. Los días duran menos y las noches se
prolongan.
Escucha risas en la estación. Dos
enfermeras conversan animadamente mientras gesticulan con discreción. No se
molesta. Al contrario, le gusta escuchar de nuevo el sonido de las carcajadas.
Ya se estaba acostumbrando a no hacerlo. Hace tanto que no ríe de esa manera.
Cuando sale a la casa de su padre –una casa austera, pequeña y con pocos
utensilios domésticos- para asearse o dormir acostado algunas horas, sospecha
que su padre aprovechará la oportunidad para morirse y tenerle esa buena
noticia al regresar de nuevo al hospital. Pero no se queda mucho tiempo en
ella. Le incomoda su estrechez y frialdad. Es la habitación de un solitario.
Semejante a la suya.
Prefiere volver porque al menos en el
hospital su presencia tiene algo de heroísmo. Su padre en cualquier momento puede abrir los ojos,
identificarlo y después morir. Solamente necesita ese instante para
justificarlo todo. No espera más. Por la ventana que se localiza a un costado
de la última cama, justo a la derecha de aquella donde yace su papá, el cerezo
cobra una apariencia de fragilidad con sus ramas completamente desnudas.
T R E S
Escucha el martilleo. Tac-tac,
tac-tac, tac-tac. Es
incesante. Cada golpe es idéntico al siguiente y al anterior. Tac-tac,
tac-tac, tac-tac. Cada
segundo cae al mismo ritmo. Un ritmo monótono, seco, uniforme. Cada segundo
tiene la misma factura, la misma composición. Caen y caen y no cesan de caer. Y
en el nicho del oído está el punto donde éstos se sumergen. Segundos
herméticos, puntuales, perfectos. Segundos que suceden unos a otros con una
disciplina extrema, con un frenesí desquiciante, rígidos, impasibles, insensatos. Lentos. Sádicamente
lentos. Bajo la servidumbre de un tiempo que no
se sacia nunca. De un tiempo que los aletarga para prolongar la agonía.
El tiempo que transcurre sin la menor prisa,
que respira con la mínima frecuencia para exaltar sus sentidos. El tiempo
despiadado que aumenta el volumen del golpeteo
de aquellos segundos insaciables
e indolentes. Estos segundos que han perforado su paciencia, que lo sacan de
quicio y no tardarán en enloquecerlo.
Levanta la cabeza y mira el reloj blanco con manecillas negras del que saltan esos segundos, colgado, en aparente inocencia, sobre la pared.
Se lleva la mano a la barbilla.
Acaricia los vellos que la cubren con una capa delgada de felpa obscura. Desde
hace algunas semanas decidió no rasurarse más. Es un buen momento de mostrar su descontento. Su
propia ropa está descuidada y sucia. Su aspecto tiene los evidentes signos del
abandono.
Han pasado seis meses y ya está harto
de esperar. A estas alturas ya lo habrán
despedido del trabajo. Se cansó de estar renovando el permiso y tal vez el
dueño de la empresa buscó algún suplente. Un moribundo con buenos modales se
moriría en un lapso prudente, no abusaría de la paciencia de los demás. Pero su
padre parece ignorar tales reglas de cortesía.
Desea huir, alejarse de aquella
entidad enferma, emisora de quejidos tenues y respiraciones entrecortadas.
Aquel hombre que solía abrazarlo de niño, pasar la palma abierta sobre su
cabeza y alentarlo a golpear el balón con fuerza se había convertido en una
masa informe, incapaz de expresar emoción y sentimiento alguno.
La esperanza de identificar a ese padre
a través, al menos, de una mirada, de un
apretón de manos o una sonrisa se desvanecía. Su cuerpo era un vegetal, un
tronco pudriéndose, un ser al que habían arrancado de raíz el alma. No, ese sujeto no puede ser su padre. Es una cáscara
vacía que el viento no tardará en derribar definitivamente. Quedarse a su lado
no tiene ya sentido.
Se ha cansado de mirarlo morir sin
prisa, tomándose todo el tiempo del mundo para hacerlo. Y le molesta su necedad, su renuencia a
entregarse al fin. A pesar de que los enfermos que lo han acompañado durante esos largos meses
en esa travesía ya se han marchado, convencidos de la inutilidad de vivir con
el dolor a cuestas.
Pero su padre no parece darse por
enterado. Cuantas veces lo ha observado fingiendo indiferencia o desdén ante el
deceso de los otros, sus compañeros, sus semejantes. Como si continuar
resistiendo el embate del cáncer fuera
heroico. Intuyendo en su somnolencia que esa vida que sostiene con un hilo vale
la pena seguirla viviendo.
El tedio, como un cáncer más temible, lo
ha invadido. El tedio es un sopor que impregna el ambiente, penetra en los
huesos y debilita la voluntad. Es el transcurrir anodino de las horas bajo el
dominio de un letargo que embota los sentidos. Contempla la lentísima muerte de
su padre y se desespera. Porque su
demorado deceso no encuentra desenlace. La espera se alarga
innecesariamente. Bosteza una y otra vez. Su boca exhala quejidos. Él lo ve y
en su propia boca nace un bostezo que se agranda hasta el límite. ¡Es tan
aburrido verlo morir!
Una desesperación sorda, inexpresable, hace
presa de él. ¡Por cuánto tiempo ha vivido esta rutina circular, idéntica a sí
misma, desprovista de intensidad o tensión dramática!
Las enfermeras pasan, llevando las
inyecciones, los sueros, las sábanas. El golpe de sus zapatos de goma en el
piso es igual al de todos los días. Su voz, sus desplazamientos, sus gestos,
los mismos. Los enfermos terminales articulan sus quejidos, respiran
apresuradamente y se envuelven en silencios dolorosos.
En infinitas ocasiones ha visto
repetirse este comportamiento. Está harto. Está aburrido. Ha pensado en todos
sus asuntos, le han dado vuelta por la cabeza tantos recuerdos, ha agotado
todos los temas que ya no tiene más en que concentrarse. Se deja llevar por
esta marea somnolienta.
Abre los ojos. Ve a su alrededor. Los
enfermos y su quejumbre, los crucifijos sobre las camas, los pasos de las
enfermeras, los sueros colgados de los percheros, el llanto de los dolientes.
La terquedad de su padre en mantenerse vivo. Su grandiosa ingratitud. ¿No eran
ya suficientes los 200 días que había pasado a su lado? ¿No le bastaba su
sacrificio?
Tal vez aquella obstinación por
mantenerse respirando nacía de algún rencor que no alcanzaba a vislumbrar. Esta
enfermiza espera obedecía a un ajuste de cuentas con su propio hijo. Por
supuesto que hasta ese momento lo sabía.
Claro, no se había dado cuenta de
ello: su agonía silenciosa era un acto premeditado para arrancarlo de su vida hecha, para joderlo.
Era de tal magnitud el rencor que, aún dominado por la inconsciencia, era capaz
de infringirle ese daño. Porque se moría y se moría y se no acababa – por su
puta madre – de morir.
Suspira profundamente y mira su
semblante pálido, el cuerpo flaco, la cama revuelta, la ventana, las ramas
reverdeciendo, el aire de primavera moviendo las hojas, el cerezo –ensimismado-
abriendo sus flores de pétalos rojos, coloreados por la luz solar. Cierra los ojos.
Hermoso. Con el sello de Orejel.
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