Cuando Pedro vino a Antioquía,
yo me enfrenté a él cara a cara y le reprendí.
yo me enfrenté a él cara a cara y le reprendí.
Carta de san Pablo a los gálatas 2:11
La madre, una viuda romana, devota y de alta cuna, decidió que al hijo
no le hacía ningún bien continuar en aquella Legión del Oriente tan próxima a
la librepensadora Constantinopla, y así le procuró un destino civil en
Antioquía, donde su tío, Lucio Sergio, era el jefe de la guardia urbana. Valens
obedeció como hijo y como joven ávido por conocer la vida, y en ese momento
llegaba a la puerta de su tío.
—Esa cuñada mía —observó el anciano— sólo se acuerda de mí cuando
necesita algo. ¿Qué has hecho?
—Nada, tío.
—O sea que todo, ¿no?
—Eso cree mi madre, pero no es así.
—Ya lo veremos.
—Tus habitaciones se encuentran al otro lado del patio. Tu… equipaje ya
está allí… ¡Bah, no pienso interferir en tus asuntos privados! No soy el tío de
lengua áspera. Toma un baño. Hablaremos durante la cena.
Pero antes de esa hora «Padre Serga», que así llamaban al prefecto de la
guardia, supo por el erario que su sobrino había marchado desde Constantinopla
a cargo de un convoy del tesoro público que, tras un choque con los bandidos en
el paso de Tarso, entregó oportunamente.
—¿Por qué no me lo dijiste? —quiso saber su tío mientras cenaban.
—Primero debía informar al erario —fue la respuesta.
Serga lo miró y dijo:
—¡Por los dioses! Eres igual que tu padre. Los cilicios sois
escandalosamente cumplidores.
—Ya me he dado cuenta. Nos tendieron una emboscada a menos de ocho
kilómetros de Tarso. ¿Aquí también son frecuentes esas cosas?
—Veo que no tardas en adaptarte. No. No lo son; pero Siria es una
provincia autónoma que depende directamente del emperador, no del Senado.
Tenemos a un lado todo el Oriente libre, la escoria del Mediterráneo al otro, y
la ciénaga de Judea al sur. Todo es posible en Siria. ¿Te agrada la
perspectiva?
—Seguro… estando contigo.
—Se lleva en la sangre. Lo mismo los hombres que los caballos. Y ahora
dime, ¿qué has hecho para afligir tanto a tu madre?
—Es mujer de principios antiguos. Sigue a la vieja escuela: rinde culto
a los lares y a la estricta Trinidad latina. No creo que reconozca más dioses
que a Júpiter, Juno y Minerva.
—Tampoco yo… oficialmente.
—Ni yo como funcionario, señor. Pero un hombre desea algo más y… y… lo
que aprendí en Bizancio concordaba con lo que vi con la Decimoquinta.
—No digas más. Todas las legiones son iguales. ¿Quieres decir que sigues
a Mitras?
El joven agachó ligeramente la cabeza.
—Eso no hace daño, hijo. Es una religión de soldados, aun cuando venga
de fuera.
—Lo mismo pensé yo. Pero mi madre se enteró. No lo aprobaba y… supongo
que ésa es la razón por la que estoy aquí.
—¡De la sartén a las brasas! ¡Así son las mujeres! El mitraísmo se ha
propagado por toda Siria. Mi única objeción a las religiones de moda es que
celebran sus reuniones cuando ya ha oscurecido, y eso significa más trabajo
para la guardia. Tenemos aquí una escuela de hebreos contumaces que se hacen
llamar cristianos.
—He oído hablar de ellos —afirmó Valens—. No hay una sola ceremonia o un
solo símbolo que no hayan plagiado del ritual mitraico.
—¡Eso no es nuevo para mí! Las religiones forman parte de mi trabajo, y
también lo serán del tuyo. Nuestros judíos combaten como escitas esta nueva fe.
—¿Y eso importa mucho?
—Mientras peleen entre ellos sólo tenemos que mantener el cerco. Divide
y vencerás… sobre todo entre los hebreos. Incluso esos cristianos están ahora
divididos. Uno de sus ritos es el de comer juntos.
—¡Otro plagio! La cena es para nosotros el símbolo esencial —interrumpió
Valens.
—Para «nosotros» es el símbolo esencial de los problemas de tu tío,
querido mío. Cualquiera puede convertirse al cristianismo. Los judíos pueden
hacerlo, pero siguen viviendo bajo la Ley de Moisés (he tenido que estudiar
también ese código maldito); todos sus actos se rigen por ella. Luego se
sientan a celebrar un banquete del amor con los cristianos junto a un griego o
a un occidental, que no matan ni corderos ni cerdos. ¡No! ¡No! Los judíos no
tocan el cerdo, tal como estipula la Ley judía. Y entonces las mesas se vienen
abajo, pero no por las carcajadas. ¡No! ¡No! ¡Disturbios!
—Eso es infantil —señaló Valens.
—Ojalá lo fuera. Pero mis lictores deben preservar el orden y yo me veo
obligado a aceptar las declaraciones de los judíos que denuncian a los
cristianos ante César como traidores. Si creyera sólo la mitad de las
acusaciones que formulan sus rabinos, prendería cada semana a un puñado de
pequeños y respetables comerciantes judíos por conspiración.
¡Nunca fíes tu decisión a las pruebas cuando se trate de los judíos!
¡Acabarás hasta la coronilla! Mañana tendrás que vértelas con ellos, cuando
hagas la ronda del mercado en el Circo Menor. ¡Y ahora, que duermas bien! Llevo
en esta frontera más de lo que nadie recuerda… por eso me llaman el Padre de
Siria… y… ¡me complace ver de nuevo a un ejemplar de la vieja estirpe!
A la mañana siguiente, y por espacio de muchas semanas sucesivas, Valens
entró de servicio en el mercado junto a un edil gordo que montaba en cólera
cuando los tenderetes no estaban instalados a la hora prevista. Se asignó al
mismo servicio a un par de hombres de su tío, quienes naturalmente introdujeron
a Valens en los barrios de los ladrones y de las prostitutas, además de
presentarle a los principales gladiadores y ese tipo de cosas.
Un día, cuando se encontraba detrás del Circo Menor, cerca de la calle
Singon, tropezó con una multitud en medio de la cual un grupo de aurigas
intentaba recolectar o evadir algunas de las apuestas de las recientes carreras
de carros. El edil dijo que no era de su competencia y dio media vuelta. Los
lictores cerraron filas con Valens, si bien dejaron la situación en sus manos.
Un hombre fuerte y de escasa estatura, con densas cejas, recibió una patada en
el pecho, mientras la multitud lo acusaba entre aullidos de ser el cabecilla de
una conspiración.
—Sí —dijo Valens—; este viejo truco también se practicaba en Bizancio.
Pero creo que vendrás con nosotros, amigo mío. —Y soltando al agredido prendió
al más vociferante de los acusadores para llevarlo ante su tío.
—Tenías toda la razón —dijo Serga al día siguiente—. Ese gentilhombre
fue incitado por alguien. He ordenado que reciba una docena de latigazos.
¿Sabes el nombre del hombre al que intentaban acusar?
—Sí. Gayo Julio Pablo.
—Ya lo suponía. Es un viejo conocido mío, un cilicio de Tarso. De alta
cuna, descendiente de patricios y bien educado, pero su familia lo ha
desheredado. Por eso trabaja para ganarse la vida.
—Hablaba como un patricio. Y su forma física era excelente. Lo toqué.
Todo músculo.
—No es extraño. Resiste más que un camello. En realidad es el prefecto
de esa nueva secta. Viaja por todas las provincias orientales, creando escuelas
y ocupándose de mantenerlas al día. Por eso los judíos de la sinagoga lo
persiguen. Intentan que lo prendan por algún cargo político para acabar con él.
—¿Es sedicioso?
—En absoluto. Y aun cuando lo fuera, no se lo arrojaría a los judíos
sólo porque ellos lo quieran. Uno de nuestros gobernadores ya lo intentó en el
litoral hace algunos años… en aras de la paz. No lo consiguió. ¿Te gusta el
trabajo en el mercado, hijo mío?
—Es interesante. Ya sabes, tío, que en mi opinión los judíos de la
sinagoga son mejores carniceros que nosotros.
—Cierto. Por eso son tan severos. Una docena de latigazos no son nada
para Apella, aunque no te quepa duda de que derribará el patio con sus aullidos
mientras los recibe. La escuela cristiana se encuentra en tu zona. ¿Qué te
parece?
—Son tranquilos. Parecen un poco preocupados por lo que deberían comer
en sus banquetes del amor.
—Lo sé. Ah, quería decirte… que no debemos presionarlos demasiado por el
momento, Valens. Mi prefectura ha comunicado que tu amigo Pablo ha emprendido
un viaje de varios días por el país para reunirse con otro sacerdote de la
escuela, al que traerá con él para que le ayude a resolver sus dificultades por
las vituallas. Eso significa que la congregación se sentirá perdida hasta su
regreso. La masa no sabe hacer nada sin un líder. Los judíos de la sinagoga
aprovecharán para comprometerlos. No quiero que esos pobres diablos se vean
empujados a cometer lo que podría parecer un crimen político. ¿Entendido?
Valens asintió. Entre las veladas discursivas con su tío, tachonadas con
griego de cocina y obsoletos versos de sociedad romanos, sus rondas matinales
con el jadeante edil y las confidencias que a todas horas le hacían sus
lictores, Valens se figuraba que conocía Antioquía.
Se mantuvo así atento a la iglesia de la columnata situada tras el Circo
Menor, donde se congregaban los fieles de la nueva fe. Uno de tantos carniceros
judíos le contó que Pablo había dejado ciertos asuntos en manos de un hombre
llamado Barnabás, pero que regresaría con otro, Pedro —un personaje a todas
luces famoso—, para que estableciera todas las diferencias dietéticas entre los
cristianos griegos y judíos. El carnicero no tenía nada en contra de los
cristianos griegos como tales, siempre y cuando mataran su carne como judíos
decentes.
Serga rió el comentario, si bien asignó a Valens otros dos hombres y le
auguró que en breve tendría que lidiar con ese león.
El muchacho tuvo que lanzarse a la arena un atardecer muy caluroso,
cuando cundió la noticia de que esa noche habría problemas. Apostó a sus
lictores en un callejón cercano y entró en la sala común de la iglesia, donde
se celebraban los banquetes del amor. Todos se mostraban amigables como
cristianos —por emplear la jerga del barrio—, especialmente Barnabás, un hombre
majestuoso y sonriente que acechaba junto a la puerta.
—Me complace verte —dijo—. Ayudaste a nuestro Pablo en esa escaramuza el
otro día. No podemos prescindir de él. ¡Ojalá ya hubiera vuelto!
Lanzó una ojeada nerviosa a la sala, pues empezaba a llenarse de gente
de mediana y humilde condición que disponía su comida sobre las mesas vacías y
se saludaba con un gesto especial.
—Te aseguro —continuó con la mirada aún perdida— que no tenemos
intención de ofender a ninguno de los hermanos. Podríamos resolver nuestras
diferencias si…
Como a una señal, un clamor se elevó desde media docena de mesas, con
gritos de «¡Corrupción! ¡Profanación! ¡Paganismo! ¡La Ley! ¡La Ley! ¡Que el
César lo sepa!». Y mientras Valens se apoyaba en la pared, la multitud la
emprendía a golpes con trozos de carne y loza rota, hasta que de la nada
empezaron a llover piedras.
—Esto estaba preparado —le dijo Valens a Barnabás.
—Sí. Han entrado con piedras ocultas en el pecho. ¡Cuidado! Apuntan
hacia ti —replicó Barnabás—. El alboroto era notable. Una parte de la multitud
se acercó hasta ellos, exigiendo a gritos la Justicia de Roma. Los dos lictores
se situaron detrás de Valens, y un hombre se abalanzó sobre él con un cuchillo.
Valens le agarró de la mano, y los lictores lo redujeron mientras el
arma caía al suelo. El ruido que hizo al caer acalló un poco el tumulto. Valens
aprovechó la calma y empezó a hablar despacio:
—Ciudadanos, ¿es preciso que comencéis vuestros banquetes con una
batalla? Hasta los vendedores de tripas de las funerarias gastan mejores
modales.
Una carcajada alivió la tensión.
—Esto lo ha organizado la sinagoga —murmuró Barnabás—. La culpa caerá
sobre mí.
—¿Quién es la cabeza de vuestra congregación? —interrogó Valens a la
multitud.
Las voces se alzaron en competición.
—¡Pablo! ¡Saúl! ¡Él conoce el mundo!…
—¡No! ¡No! ¡Pedro! ¡Nuestra piedra! Él no nos traicionará. Pedro, la
piedra viva.
—¿Cuándo regresan? —preguntó Valens.
Se ofrecieron, juraron y negaron distintas fechas.
—Posponed la pelea hasta que hayan vuelto. Yo no soy sacerdote, pero si
no recogéis esta sala, nuestro edil —Valens lo llamó por el apodo soez con que
se le conocía en el barrio— os quitará las sandalias de los pies. Y tampoco
debéis pisotear los alimentos. Yo me encargaré de cerrar cuando hayáis
terminado. Daos prisa. Conozco bien al prefecto.
Se pusieron manos a la obra, como niños reprendidos.
Valens les sonreía al verlos salir con cestos de basura. El incidente no
tendría mayores consecuencias.
—Aquí tienes nuestra llave —dijo al fin Barnabás—. La sinagoga jurará
que yo contraté a ese hombre para que te matara.
—¿Tú crees? Veámoslo.
Los lictores empujaron a su prisionero.
—¡Infortunio! —dijo el hombre—. Estaba en deuda contigo por la muerte de
mi hermano en el paso de Tarso.
—Tu hermano intentó matarme —replicó Valens.
El hombre asintió con la cabeza.
—En ese caso estamos en paz —dijo Valens, haciendo una señal a los
lictores, que soltaron al prisionero—. A menos que quieras ver a mi tío.
El hombre se esfumó como un pez en el anochecer. Valens le devolvió la
llave a Barnabás y dijo:
—Yo que tú no dejaría a tu gente que vuelva a entrar aquí hasta que no
hayan regresado vuestros líderes. Tú no conoces Antioquía como yo.
Volvió a casa, seguido de los satisfechos lictores, quienes informaron a
su tío, que también sonrió y dijo que Valens había hecho lo correcto, incluso
siendo condescendiente con Barnabás.
—Desde luego que yo no conozco Antioquía como tú, pero en verdad te
digo, hijo mío, que por esta vez has salvado la iglesia de los cristianos. Ya
tengo tres declaraciones en las que se asegura que tu amigo el cilicio era un
cristiano contratado por Barnabás. Tanto mejor para él que hayas soltado a ese
bruto.
—Me dijiste que no querías verlos envueltos en problemas. Además,
hicimos las paces. Es posible que a fin de cuentas yo matara a su hermano.
Tuvimos que matar a dos de ellos.
—¡Bien! Veo que sabes conservar la cabeza en un momento difícil. Lo
necesitarás. ¡No acabaremos en plazas solitarias! Quiero ver a Pedro y a Pablo
en cuanto regresen para saber qué han decidido con respecto a sus infernales
banquetes. ¿Por qué no se limitan a emborracharse decentemente?
—Se habla de ellos en toda la ciudad como si fueran dioses. Por cierto,
tío, fueron los judíos de la sinagoga llegados desde Jerusalén quienes
organizaron los disturbios… no ha sido nuestra gente.
—¿De veras? Ahora tal vez comprendas por qué te destiné al servicio del
mercado con ese viejo puerco. Llegarás a oficial de la guardia.
Valens se encontró con la sagrada y heterogénea congregación en torno a
las fuentes y los establos mientras hacía su ronda por el barrio. Parecían
aliviados de no poder entrar en sus cenáculos por el momento, tanto como por la
noticia de que Pedro y Pablo debían comparecer ante el prefecto antes de
dirigirse a ellos sobre la gran cuestión de la comida.
No estuvo presente Valens en la primera parte de esta reunión oficial.
La segunda, que se celebró en el patio fresco y entalamado, con bebidas y
refrigerios, todo ello dispuesto bajo el vasto crepúsculo de limón y lavanda,
fue mucho menos formal.
—Creo que ya os conocéis —dijo Serga al pequeño y delgado Pablo cuando
entró Valens.
—Así es. Ante Dios proclamo que tenemos una doble deuda contigo —fue la
rápida respuesta.
—Sólo cumplí con mi deber. Espero que hayáis encontrado bien los caminos
en vuestro viaje —dijo Valens.
—Sin duda lo estaban —dijo Pablo, como si no se hubiera fijado en ellos.
—Habríamos hecho mejor en venir en barca —intervino su compañero, Pedro,
un hombre grande y carnoso, con ojos que parecían no ver nada, la mano derecha
medio paralizada reposando ociosamente sobre el regazo.
—Valens viene desde Bizancio —informó su tío—. Aprecia mucho sus
piernas.
—Así debe ser a su edad. ¿Cuál fue tu mejor marcha en la Via Sebaste?
—preguntó Pablo con interés; y al momento Valens relataba su caminata por
sendas de montaña que el cristiano parecía haber recorrido palmo a palmo.
—Bien está —fue su comentario—. Y confío en que marches en formación más
densa que la mía.
—¿Cuál dirías tú que ha sido tu mejor trabajo? —preguntó a su vez
Valens.
—He logrado… —Pablo se contuvo—. En realidad no he sido yo, sino Dios
—murmuró—. ¡Es difícil librarse de la vanidad!
Un espasmo torció el semblante de Pedro.
—En verdad difícil —dijo. Y seguidamente se dirigió a Pablo como si no
hubiera nadie más presente—. Verdad es que he comido entre gentiles y como
comen los gentiles. Aunque dudo de que fuese prudente en ese momento.
—Eso es agua pasada —respondió amablemente Pablo—. La decisión para la
Iglesia ya está tomada… esa pequeña Iglesia que tú has salvado, hijo mío. —Se
volvió hacia Valens con una sonrisa que casi cautivó el corazón del muchacho—.
Ahora, como romano y como oficial de policía, dime… ¿qué piensas de nosotros,
los cristianos?
—Que debo mantener el orden en mi jurisdicción.
—¡Bien! Es preciso servir al César. Pero, como siervo de Mitras, digamos…
¿qué opinión te merecen nuestras disputas por los alimentos?
Valens vaciló. Su tío lo animó con un asentimiento de cabeza.
—Como siervo de Mitras yo como con cualquier iniciado, siempre y cuando
los alimentos sean puros —respondió Valens.
—Pero ése es el quid —dijo Pedro.
—Mitras también nos dice —continuó Valens— que podemos compartir un
hueso cubierto de polvo si no encontramos nada mejor.
—¿No observáis entonces ninguna diferencia entre los pueblos en vuestros
banquetes? —preguntó Pablo.
—¿Cómo haríamos tal cosa? Todos somos hijos suyos. Los hombres hacen las
leyes. No los dioses —citó Valens del viejo Rito.
—¡Repite eso, hijo!
—Los dioses no hacen las leyes. Ellos transforman los corazones de los
hombres. El resto es el Espíritu.
—¿Has oído eso, Pedro? ¿Lo has oído? ¡Es la verdadera Doctrina!
—insistió Pablo ante su silencioso compañero.
Ligeramente avergonzado por haber hablado de su fe, Valens siguió
diciendo:
—Me dicen que aquí los carniceros judíos desean el monopolio de la
matanza para vuestras gentes. Al final casi todo se reduce a intereses
comerciales.
—Puede que haya algo más —dijo Pablo—. Escucha un momento.
Entonces se dispuso a relatar una curiosa historia sobre el Dios de los
cristianos, Quien, según dijo, había adoptado la forma de un Hombre, y a Quien
años atrás los judíos de Jerusalén prendieron y llevaron ante las autoridades
para que lo juzgaran por conspirador. Afirmó que, por su parte, puesto que en
esa época era un buen judío, se mostró de acuerdo con la sentencia y denunció a
todos los seguidores del nuevo Dios. Pero un día, la Luz y la Voz de Dios
llegaron hasta él, y en su corazón se produjo un cambio desgarrador…
exactamente igual que en el credo de Mitras. Más tarde conoció a ciertos
hombres, con los que se inició, que habían caminado, hablado y, sobre todo,
comido, con el nuevo Dios antes de que Éste fuera asesinado, y quienes Lo
habían visto después de que, como Mitras, hubiera resucitado de Su tumba. Pablo
y los demás hombres —Pedro era uno de ellos— intentaron predicar entonces su fe
entre los judíos, mas no tuvieron éxito; y, una cosa llevó a la otra, Pablo
regresó a su hogar en Tarso, donde su familia lo desheredó por haber abjurado
de su fe. Se derrumbó, de agotamiento y desesperación. Hasta entonces, dijo, nunca
se les ocurrió a ninguno de ellos enseñar la nueva religión a nadie más que a
los judíos, puesto que su dios había nacido judío. El propio Pablo no llegó a
vislumbrar las posibilidades de intentarlo en otros lugares sino poco a poco.
Ahora era el encargado de predicar en cualquier tierra extranjera, y con ello
esperaba transformar el mundo entero.
Dejó entonces que Pedro concluyera el relato, y éste, hablando muy
despacio, explicó que años atrás recibió órdenes de Dios para predicar a un
oficial romano de los irregulares tierra adentro, a raíz de lo cual dicho
oficial y la mayoría de sus soldados quisieron convertirse al cristianismo. De
manera que Pedro los inició a todos la misma noche, aunque ninguno de ellos
fuese hebreo. Pedro concluyó:
—Y comprendí que no hay nada bajo el cielo que podamos llamar impuro.
Pablo se volvió hacia él como un rayo y exclamó:
—¡Lo has reconocido! Ha salido de tu boca.
Tembló Pedro como una hoja, y casi levantando la mano derecha, dijo:
—¿También tú vas a burlarte de mí por esto? —empezó a decir, pero cambió
de expresión y guardó silencio.
—¡No! ¡Líbreme Dios! ¡Y Dios me perdone una vez más! —dijo Pablo, que
parecía tan afligido como su compañero, mientras Valens observaba con asombro
el sorprendente estallido.
—Hablando de lo puro y de lo impuro —terció su tío con delicadeza—,
vuelve a oírse en la ciudad esa fea canción. Ayer mismo la estuvieron cantando
ante las puertas, Valens. ¿Te diste cuenta?
Miró a su sobrino, que captó la indirecta.
—Si se refiere a «Pescado en salmuera», señor, así es. ¿Causará eso
problemas?
—Tan seguro como que esos peces —había un frasco sobre la mesa— producen
sed. ¿Cómo es? Ah, sí. —Serga tarareó:
¡Aiaaiaa!
La sardina y el escualo —el impuro y el más puro—
y hasta el pescado en salmuera que se hace en Galilea,
dijo Pedro, serán míos.
La sardina y el escualo —el impuro y el más puro—
y hasta el pescado en salmuera que se hace en Galilea,
dijo Pedro, serán míos.
Su voz vibró, arrastrando debidamente las palabras:
(¿Có-omo?)
Con las redes o la caña,
hasta que los dioses vengan.
(¿Cuá-ando?)
¡Cuando el pescado en salmuera que se hace en Galilea
ascienda hasta el Esquilino!
Con las redes o la caña,
hasta que los dioses vengan.
(¿Cuá-ando?)
¡Cuando el pescado en salmuera que se hace en Galilea
ascienda hasta el Esquilino!
Y terminó diciendo:
—Para eso haría falta una buena inundación… ¡peor que peces vivos en los
árboles! ¿Verdad?
—Eso sucederá un día —sentenció Pablo.
Se apartó de Pedro, a quien había estado tranquilizando tiernamente y,
recuperando su tono natural, levemente áspero, dijo:
—Sí. Es mucho lo que le debemos a ese centurión por convertirse en ese
momento. Nos enseñó que el mundo entero puede recibir a Dios, y a mí me mostró
mi siguiente tarea. Vine desde Tarso para predicar aquí por algún tiempo. Y
nunca olvidaré lo bien que se portó entonces con nosotros el prefecto de la
guardia.
—Para empezar, Cornelius fue compañero mío —dijo Serga, esbozando una
amplia sonrisa por encima de su copa de vino fuerte—. Un compañero excelente…
¿cómo le va? Pasábamos el largo día de la Pascua bebiendo juntos. Además, sé
reconocer a un buen trabajador cuando lo veo. Esa tienda que me hiciste para
mis viajes por el desierto, Pablo, es perfecta. Y en tercer lugar, lo cual para
un hombre de mis costumbres es lo más importante, ese médico griego que me
recomendaste es el único que comprende mi hígado túmido.
Le pasó una copa de vino casi puro, y Pablo se la ofreció a su vez a
Pedro, que tenía las comisuras de los labios blancas y escamadas.
—Pero vuestro problema —continuó el prefecto— será vuestra propia gente.
Jerusalén jamás perdona. Tarde o temprano os prenderán por laese
majestatis.
—Nadie lo sabe mejor que yo —dijo Pedro—. La decisión que hemos tomado
en cuanto a los banquetes del amor podría provocar la alianza de griegos y
hebreos en nuestra contra. Como ya te he dicho, prefecto, estamos pidiendo a
los cristianos griegos que no dificulten los banquetes de los cristianos hebreos,
por lo que deben abstenerse de comer carne que no haya sido matada según la
Ley. (Nuestras costumbres son en todo caso más saludables). Sortearemos ese
obstáculo. Sin embargo, hay un aspecto vital. Algunos cristianos griegos se
presentan en los banquetes del amor con comida que compran a vuestros
sacerdotes al término de sus sacrificios. Eso no podemos permitirlo.
Pablo se volvió imperiosamente a Valens.
—¿Quiere decir que compran los restos de los altares? —preguntó el
muchacho—. Eso sólo lo hacen los más pobres; compran recortes de piezas
grandes. Los carniceros de los altares tienen la prerrogativa de la venta. No
les gustaría verse privados de ella.
—Permitamos mesas separadas para hebreos y griegos, como ya propuse en
su día —terció Pedro.
—Eso terminaría por crear iglesias separadas. No debe haber sino una
sola Iglesia —repuso Pablo, hablando por encima del hombro; y sus palabras
sonaron como golpes de vara—. ¿Tú crees que podría haber problemas, Valens?
—Mi tío… —empezó Valens.
—¡No, no! —rió el prefecto—. Los mercados de la calle Singon son tu
Siria. Escuchemos lo que nuestro legado piensa de su provincia.
Valens se sonrojó e intentó poner orden en sus ideas.
—Supongo que se trata principalmente de carne de cerdo. Los hebreos la
detestan.
—Muy cierto. ¡A mí no me sorprenderán comiendo cerdo al este del
Adriático! No quiero morir por causa de los gusanos. ¡Dadme una buena pierna de
jabalí de la joven Sabina! ¡He dicho!
Serga se sirvió otra copa de vino y tomó un poco de pescado en salmuera
del Lago para reforzar su sabor.
—Aun cuando —dijo Pedro, inclinándose hacia delante como un hombre
sordo—, admitiéramos mesas separadas para hebreos y griegos deberíamos evitar…
—Nada, excepto la salvación —lo interrumpió Pablo—. Hemos roto con la
Ley de Moisés. Vivimos sólo en, por y a través de nuestro Dios. Nada somos
aparte de eso. ¿Qué sentido tiene rememorar la Ley en las comidas? ¿A quién
engañamos? ¿A Jerusalén? ¿A Roma? ¿A Dios? ¡Tú mismo has comido con los
gentiles! Tú mismo has dicho…
—Uno dice más de lo que desea cuando se deja llevar —respondió Pedro. Y
su rostro volvió a tensarse.
—Esta vez dirás precisamente lo que se ha de decir —dijo Pablo entre
dientes—. Habrá una sola Iglesia, en y a través del Señor. ¿No te atreverás a
negar esto?
—¡Bien sabe el Dios que a nada me atrevo! Sin embargo, a Ello he negado…
lo he negado… Y Él dijo… dijo que yo era la Piedra sobre la que se habría de
edificar Su Iglesia.
—Y yo me ocuparé de que así sea; no seré yo, sin embargo… —Pablo bajó la
voz una vez más—. Mañana hablarás a la única Iglesia de una única Mesa en el
mundo entero.
—Eso es asunto vuestro —terció el prefecto—. Pero yo os prevengo de que
los problemas vendrán de vuestra propia gente.
Pablo se levantó para despedirse, mas al hacerlo perdió el equilibrio,
se llevó una mano a la frente y, mientras Valens lo ayudaba a llegar a un
diván, se desplomó, atacado por la mortal malaria siria, que muerde como una
serpiente. Valens, que había sufrido la enfermedad, pidió que le trajeran su
pesada pelliza de viaje de sus habitaciones. Su joven esclava, a quien había
comprado en Constantinopla meses atrás, fue en su busca. Pedro arropó
torpemente con las pieles el cuerpo menudo y tembloroso; el prefecto ordenó
zumo de lima y agua caliente, y Pablo se excusó y les dio las gracias, mientras
sus dientes castañeteaban contra el borde de la copa.
—Mejor hoy que mañana —dijo el prefecto—. Bebe, suda, y pasa la noche
aquí. ¿Quieres que llame a mi médico?
Pero Pablo dijo que la enfermedad pasaría naturalmente, y en cuanto pudo
ponerse en pie insistió en marcharse con Pedro, pese a lo avanzado de la hora,
para preparar su anuncio a la Iglesia.
—¿Quién era el hombre grande y torpe? —preguntó a Valens su esclava
cuando se llevaba la pelliza—. Alborotaba más que el pequeño, que era el que
estaba sufriendo.
—Es un sacerdote de la nueva escuela que hay junto al Circo Menor,
querida. Cree, así me lo ha dicho mi tío, que una vez negó a su dios, quien,
según dice, murió por él.
La esclava se detuvo a la luz de la luna, sosteniendo sobre un brazo las
brillantes pieles de chacal.
—¿Eso hizo? Mi dios me compró a los mercaderes como a un caballo. Y pagó
demasiado por ello. ¿No es cierto? ¿Lo confesáis?
—¡No, vos! —respondió Valens enfáticamente.
—Pero yo jamás negaría a mi dios… ¡ni vivo ni muerto! ¡Que no muera! Mi
dios vivirá… para mí. ¡Vivid… vivid, sangre de mis venas, eternamente!
Mejor hubiera sido que Pedro y Pablo no dejaran a esas horas la casa del
prefecto, pues se rumoreaba en la ciudad, tal como el prefecto sabía y la
prolongada reunión parecía confirmar, que el mismísimo secretario del Estado de
César en Roma planeaba —sirviéndose de Pablo— un envilecimiento general de los
hebreos con ayuda de los cristianos griegos, una vez efectuado el cual, merced
a la promiscua ingestión de alimentos prohibidos, todos los judíos serían
indiscriminadamente tachados de cristianos, esto es, de miembros de una secta
de librepensadores, y dejarían de ser la peculiar y conflictiva «nación judía
en el seno del Imperio». Y, según se decía, perderían sus derechos como
ciudadanos romanos, y podrían así ser vendidos como esclavos.
—Naturalmente —le explicó Serga a Valens al día siguiente—, el rumor lo
ha propagado la sinagoga de Jerusalén. Nuestros judíos de Antioquía no son tan
listos. ¿Comprendes su juego? Pedro es un corruptor del pueblo hebreo. Tanto
mejor si esta noche algún joven fanático debidamente cebado lo acuchilla.
—Eso no ocurrirá. Yo cuidaré de él.
—Confío en que así sea. Sin embargo, aun cuando no lo apuñalen,
intentarán provocar disturbios en la ciudad alegando que, cuando todos los
judíos hayan perdido sus derechos civiles, él se convertirá en una especie de
rey de los cristianos.
—¿En Antioquía? ¿En el presente año de Roma? Eso es una locura, tío.
—El populacho siempre está loco. ¿Por qué si no nos pagan a nosotros?
Pero, escucha. Envía una patrulla de guardias a caballo detrás del Circo Menor.
Que obliguen a la gente a circular cuando la congregación salga de la iglesia.
Y que dos de tus hombres vigilen la entrada del recinto. Diles a Pedro y a
Pablo que esperen allí con ellos hasta que las calles se hayan despejado.
Luego, tráelos aquí. No lances una carga hasta que sea necesario. Y carga con
dureza antes de que empiecen a volar piedras. No permitas que mis caballos
sufran si puedes evitarlo, y estate atento al «Pescado en salmuera».
Buen conocedor de su zona, al ponerse en camino esa noche Valens se dijo
que las precauciones de su tío eran excesivas. La iglesia cristiana estaba
abarrotada, como era de esperar, y un gran gentío aguardaba a las puertas la
decisión en cuanto a los banquetes. Parecían en su mayoría buenos cristianos,
pero había entre ellos algunos holgazanes, y, como suele hacer la multitud,
distraían la espera cantando canciones populares. Las cosas marchaban bien
hasta que un grupo de cristianos entonó un himno bastante explosivo que decía
así:
¡Más ensalzado que César y Juez de la Tierra entera!
Aguardamos tu llegada… ¡Ah, no te demores!
Como los reyes de Oriente
que empuñaron sus espadas cuando naciste en Belén,
¡así nos armamos en esta noche de oprobio y afrenta!
Aguardamos tu llegada… ¡Ah, no te demores!
Como los reyes de Oriente
que empuñaron sus espadas cuando naciste en Belén,
¡así nos armamos en esta noche de oprobio y afrenta!
—Sí… y si un camello derriba alguno de los puestos de pescado… ¡la culpa
será mía! —dijo Valens—. ¡Ya han empezado!
Y así era. Se alzaban voces que entonaban «Pescado en salmuera», pero
antes de que Valens pudiera intervenir, alguien las acalló, gritando:
—Callaos, si no queréis que os pongan en salmuera a vosotros.
Casi anochecía cuando un grito se elevó desde la iglesia abarrotada y la
congregación salió para mezclarse con la multitud. Todos comentaban las nuevas
órdenes para los banquetes, y la mayoría coincidía en que eran sencillas y
sensatas. Coincidían igualmente en que Pedro (Pablo no parecía haber
participado gran cosa en el debate) había hablado como un hombre inspirado, y
se sentían profundamente orgullosos de ser cristianos. Algunos empezaban a unir
los brazos en el callejón y a entonar el «Más ensalzado que César».
—Y en este momento —dijo Valens al joven comandante de la patrulla
montada—, es cuando los enviamos a casa, ¡Ah! Y «dejad que la noche reciba
también su merecido himno», como diría mi tío.
A espaldas del Circo Menor resonaron cuatro atronadoras trompetas, y un
estandarte apareció entre una docena de guardias a caballo. Sus sabias monturas
árabes, pequeñas y grises, empujaban suavemente a la multitud con hombros y
hocicos, como si buscaran caricias, mientras las trompetas ensordecían el
estrecho callejón. La presión se alivió pronto al llegar a una plaza cercana.
La patrulla se desplegó en cuatro grupos para tomar la plaza, saludando a las
imágenes de los dioses en cada esquina y en el centro. La gente se detuvo, como
de costumbre, a contemplar la habilidad con que lanzaban el incienso desde las
cruces de sus caballerías a los pebeteros; los niños se ponían de puntillas
para acariciar a los caballos, a los que decían conocer; las familias se
reencontraban en el humeante atardecer; los vendedores ambulantes ofrecían comida,
y el gentío no tardó en dispersarse por las avenidas principales. Valens volvió
a la entrada de la iglesia, donde aguardaban Pedro y Pablo custodiados por sus
lictores.
—Bien hecho —dijo Pablo.
—¿Cómo va la fiebre? —preguntó Valens.
—Hoy me he librado. Y creo además que gracias a La Bendición hemos
conseguido nuestro propósito.
—¡Me alegra saberlo! Mi tío me pide que les transmita que son
bienvenidos en su casa.
—Sus deseos son órdenes —dijo Pablo, con el rápido gesto del país—. Será
un placer, ahora que su carga diaria ha concluido.
Se sumó Pedro como un buey fatigado. Valens lo saludó, pero el otro no
dijo nada.
—Déjalo —le susurró Pablo—. La virtud nos ha abandonado por el momento…
a los dos.
También él parecía cansado y estaba pálido.
Encontraron la calle vacía, y Valens atajó por un callejón donde las
casquivanas se asomaban a las ventanas riendo. Avanzaban los tres a buen paso,
seguidos de los lictores, mientras oían a lo lejos las trompetas del Caballo
Nocturno, saludando a alguna estatua de César y marcando así el final de la
ronda. Pablo le decía a Valens cómo el acuerdo alcanzado por los cristianos al
respecto de sus banquetes transformaría el Imperio romano, cuando un descarado
chiquillo judío se plantó ante ellos, interpretando «Pescado en salmuera» con
una especie de gaita del desierto.
—¿Ninguno de vosotros es capaz de detener a esta joven peste? —preguntó
entre risas Valens—. No debéis permitir que se burlen de vosotros en vuestra
gran noche, Pablo.
Los lictores retrocedieron unos pasos y le lanzaron una antorcha al
mocoso, pero éste la esquivó y les increpó. Oyeron entonces que Pablo gritaba
y, al regresar corriendo, hallaron a Valens postrado y tosiendo; su sangre
teñía el borde de la túnica de Pablo, arrodillado a su lado. Agachado junto a
ellos, Pedro agitaba una mano indefensa.
—Alguien ha salido a la carrera de detrás de ese pozo. Lo ha apuñalado
sin detenerse y ha seguido corriendo. ¡Escuchad! —dijo Pablo.
Pero no se oía siquiera el eco de una pisada, y el niño judío había
volado como un murciélago. Valens dijo desde el suelo:
—¡A casa! ¡Rápido! ¡Lo tengo!
Arrancaron los postigos de un comercio para cargar y transportar al
herido, mientras Pablo caminaba a su lado. Lo tendieron en el patio iluminado
de la casa del prefecto y un lictor corrió en busca del médico.
Pablo observaba el rostro del muchacho y, al ver que Valens temblaba
ligeramente, llamó a la esclava para que trajera la pelliza de la noche
anterior. Volvió ella con las pieles, agachó la cabeza y se arrojó junto a Valens.
—No es grave. No sangra mucho. No puede ser grave… ¿o sí? —repetía la
muchacha.
Valens la tranquilizó con su sonrisa hasta que llegó el prefecto y
examinó la mortal puñalada ascendente bajo las costillas. Se volvió hacia los
hebreos.
—Mañana vuestra iglesia ya no estará donde estaba —dijo.
Valens levantó la mano que la muchacha no le besaba.
—¡No! ¡No! —jadeó—. ¡Ha sido el cilicio! ¡Por lo de su hermano! Lo ha
dicho.
—¿El cilicio al que dejaste ir para salvar a los cristianos porque yo…?
—Valens asintió con un susurro, mientras la muchacha le suplicaba que sacara
fuerzas de ella hasta que llegase el doctor.
—Perdóname —le dijo Serga a Pablo—. Sin embargo deseo que vuestro Dios
del Hades de una vez por todas… ¿Qué voy a decirle a su madre? ¿Ninguno de
vosotros, criaturas parlantes, podéis indicarme qué voy a decirle a su madre?
—¿Y qué tiene ella que ver con él? —gritó la joven esclava—. Él es mío…
¡mío! ¡Juro ante todos los dioses que él me compró! Soy suya. Es mío.
—Ya nos ocuparemos del cilicio y de sus amigos más tarde —dijo uno de
los lictores—. Pero ¿qué hacemos ahora?
Pese a estar acostumbrado al trabajo del carnicero, el hombre miró a
Pedro por alguna razón.
—Dadle de beber y esperad —dijo Pedro—. He visto heridas similares.
Valens bebió y su rostro recuperó algo de color. Indicó al prefecto que
se acercara.
—¿Qué sucede? Dime qué te preocupa, queridísimo hijo.
—El cilicio y sus amigos… No seas duro con ellos… Los han inducido. No
saben lo que hacen… ¡Promételo!
—No es cosa mía, hijo. Es la Ley.
—Me da igual. Eres el hermano de mi padre… Los hombres hacen las leyes,
no los dioses. ¡Promételo! Ha llegado mi hora.
Valens acomodó la cabeza en la anhelante almohada.
Pedro parecía hallarse en trance. Su rostro dejó de temblar al repetir:
—«¡Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen!». ¿Has oído eso,
Pablo? Lo ha dicho él, que es un pagano y un infiel.
—Lo he oído. ¿Qué nos impide ahora bautizarlo? —se apresuró a responder
Pablo.
Pedro lo miró como si acabara de salir de las aguas del mar.
—Sí —dijo al fin—. Habla el pequeño constructor de tiendas… ¿Cuál es su
orden esta vez?
Pablo repitió su propuesta.
El otro levantó dolorosamente la mano paralizada que otrora alzara en
una sala contra una acusación.
—¡Calla! —dijo—. ¿Crees que quien pronuncia esas palabras nos necesita
para que lo avalemos ante algún dios?
Pablo se acobardó sin reconocer a su compañero, que de pronto se
revelaba autoritario y grande al cabo de tantos años.
—Como gustes… como gustes —balbució, pasando por alto la blasfemia—.
Además está la concubina.
La muchacha no prestaba atención, porque la ceja en la que tenía posados
sus labios ya empezaba a enfriarse mientras invocaba a su dios, que por haberla
comprado a tan alto precio debía seguir viviendo en lugar de morir.
El DISCÍPULO
Él, que tuvo Evangelio
para la Humanidad,
y a conciencia lo cumple
en cuerpo, alma y mente,
Él, que vive a diario
por su triunfo un Calvario,
verá que Su Discípulo
vuelve Su esfuerzo vano.
para la Humanidad,
y a conciencia lo cumple
en cuerpo, alma y mente,
Él, que vive a diario
por su triunfo un Calvario,
verá que Su Discípulo
vuelve Su esfuerzo vano.
Él que tuvo Evangelio,
para la Tierra toda,
y lo grabó en acero
o lo talló en la roca
a fin de evitar dudas
en los días por venir,
verá que Su Discípulo
lo entiende a su capricho.
para la Tierra toda,
y lo grabó en acero
o lo talló en la roca
a fin de evitar dudas
en los días por venir,
verá que Su Discípulo
lo entiende a su capricho.
Verá que Su Discípulo
(aun antes de ser polvo Aquellos Huesos)
modifica la Ley,
y divide al Consejo,
amplía distinciones,
y simplifica la Orden,
pretextando que así
habría obrado el Maestro.
(aun antes de ser polvo Aquellos Huesos)
modifica la Ley,
y divide al Consejo,
amplía distinciones,
y simplifica la Orden,
pretextando que así
habría obrado el Maestro.
Verá que Su Discípulo
nos dice cuánto
pelearía el Maestro si viviera,
y cómo cambiaría
ciertas cosas ya dichas…
Esto y más
ha de hacer Su Discípulo…
nos dice cuánto
pelearía el Maestro si viviera,
y cómo cambiaría
ciertas cosas ya dichas…
Esto y más
ha de hacer Su Discípulo…
Él, que tuvo Evangelio
para ganar el cielo
para ganar el cielo
(camellero, ebanista
o engañado hijo de Maya),
habrá de ser herido por múltiples espadas
que sangre y bilis mezclan;
¡mas será la peor de Sus heridas
la que de Su Discípulo reciba!
o engañado hijo de Maya),
habrá de ser herido por múltiples espadas
que sangre y bilis mezclan;
¡mas será la peor de Sus heridas
la que de Su Discípulo reciba!
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