Mrs. Munson terminó
de retorcer una rosa de lino en su pelo de color caoba y retrocedió unos pasos
desde el espejo para apreciar el efecto. Después se recorrió las caderas con
las manos..., el único problema era que el vestido le quedaba un poco estrecho. «Unos arreglos no volverán a salvarlo», pensó, furiosa. Tras una última
mirada de desdén a su reflejo, se volvió y entró en el cuarto de estar.
Por las ventanas abiertas entraban gritos muy fuertes, sobrenaturales. Vivía en el tercer piso y al otro lado de la calle estaba el patio de recreo de una escuela. A última hora de la tarde el ruido era casi insoportable. ¡Dios, si lo hubiera sabido antes de firmar el contrato de alquiler! Cerró las dos ventanas con un pequeño gruñido y, si fuera por ella, podían quedarse cerradas durante los dos años siguientes.
Pero estaba tan emocionada que no podía disgustarse de verdad. Vini Rondo venía a verla, figúrate, Vini Rondo..., ¡y esa misma tarde! Al pensarlo sentía un aleteo en el estómago. Habían pasado casi cinco años y Vini había estado todo ese tiempo en Europa. Cada vez que Mrs. Munson se encontraba en un grupo que hablaba de la guerra, su anuncio era invariable: «Bueno, como saben, en este mismo minuto tengo en París a una amiga muy querida, Vini Rondo, ¡estaba allí mismo cuando entraron los alemanes! ¡Tengo auténticas pesadillas cuando pienso en lo que debe de estar pasando!» Lo decía como si fuera su propio destino el que se pesaba en la balanza.
Si había alguien en el grupo que no conociese la historia, se apresuraba a explicar lo referente a su amiga.
—Verá —empezaba—, Vini era la chica con más talento del mundo, interesada en el arte y todas esas cosas. Bueno, como tenía un montón de dinero se fue a Europa a pasar un año, como mínimo. Al final, cuando su padre murió hizo las maletas y se fue para siempre. Caray, tuvo una aventura y se casó con algún conde o barón o algún título. Quizás haya oído hablar de ella... Vini Rondo... Cholly Knickerbocker la mencionaba continuamente.
Y seguía perorando, como si fuera una lección de historia.
«Vini, de vuelta en América», pensó, con un regocijo incesante por la fantástica noticia. Amontonó sobre el sofá las almohadillas verdes y se sentó. Examinó la habitación con ojos penetrantes. Es curioso que no veamos realmente nuestro entorno hasta que esperamos una visita. Bueno, Mrs. Munson suspiró satisfecha, aquella chica nueva, cosa rara, había restituido pautas de antes de la guerra.
De pronto sonó el timbre. Sonó dos veces antes de que ella pudiera moverse, de tan emocionada que estaba. Por fin se serenó y fue a abrir.
Al principio no la reconoció. La mujer que tenía delante no llevaba aquel peinado tan chic, recogido en un moño..., por el contrario, lo llevaba más bien lacio y parecía desgreñado. ¿Y un vestido estampado en enero? Mrs. Munson procuró que su tono no delatase decepción cuando dijo:
—Vini, querida, te habría reconocido en cualquier parte.
La mujer seguía plantada en el umbral. Debajo del brazo llevaba una caja grande de color rosa y sus ojos grises miraban con curiosidad a Mrs. Munson.
—¿Sí, Bertha? —Su voz era un extraño susurro—. Qué amable, muy amable. Yo también te habría reconocido, aunque has engordado bastante, ¿no?
Aceptó entonces la mano extendida de Mrs. Munson y entró. La anfitriona estaba azorada y no supo qué decir. Entraron del brazo en el cuarto de estar y se sentaron.
—¿Te apetece un jerez?
Vini sacudió su cabecita morena.
—No, gracias.
—¿Un scotch, quizás? —preguntó Mrs. Munson, desalentada. El reloj con forma de estatuilla encima de la falsa repisa de chimenea sonaba débilmente. Hasta entonces no había notado lo fuerte que podía sonar.
—No —dijo Vini, con firmeza—, nada, gracias.
Mrs. Munson, resignada, volvió a recostarse en el sofá.
—Ahora, querida, cuéntamelo todo. ¿Cuándo has vuelto a los Estados?
Le gustaba cómo sonaba aquello: «los Estados».
Vini colocó la caja grande y rosa entre sus piernas y enlazó las manos.
—Llevo aquí casi un año —hizo una pausa y luego se apresuró, al ver la expresión sobresaltada de su anfitriona—, pero no he estado en Nueva York. Desde luego, me habría puesto en contacto contigo antes, pero estaba en California.
—Oh, California, ¡me encanta California! —exclamó Mrs. Munson, aunque en realidad Chicago era lo más al este que había estado.
Vini sonrió y Mrs. Munson advirtió lo irregulares que tenía los dientes y decidió que no les vendría nada mal un buen cepillado.
—Así que cuando volví a Nueva York la semana pasada pensé en ti al instante. Me ha costado horrores encontrarte porque no me acordaba del nombre de tu marido...
—Albert —dijo, sin que hiciera falta, Mrs. Munson.
—... pero por fin me acordé y aquí estoy. Verás, Bertha, la verdad es que empecé a pensar en ti cuando decidí deshacerme de mi abrigo de visón.
Mrs. Munson vio un rubor súbito en la cara de Vini.
—¿Tu abrigo de visón?
—Sí —dijo Vini, levantando la caja rosa—. Te acordarás de él. Siempre te gustó mucho. Siempre decías que era el abrigo más bonito que habías visto en tu vida.
Empezó a desatar la raída cinta de seda alrededor de la caja.
—Pues claro, sí, claro —dijo Mrs. Munson, dejando que el «claro» se fuera apagando poco a poco.
—Me dije: «Vini Rondo, ¿para qué demonios necesitas este abrigo? ¿Por qué no se lo queda Bertha?» Ya ves, Bertha, me compré en París un abrigo maravilloso de marta cibelina y comprenderás que no necesito para nada dos abrigos de piel. Además, tengo mi chaqueta de zorro plateado.
Mrs. Munson observó cómo Vini separaba el papel de seda dentro de la caja, vio el esmalte mellado de sus uñas, vio que no llevaba joyas en los dedos y comprendió de golpe muchas otras cosas.
—Así que pensé en ti y si no lo quieres tú lo guardaré sólo porque no soporto la idea de que lo tenga otra persona.
Giró en el aire el abrigo, a derecha e izquierda. Era precioso; la piel brillaba, suntuosa y muy tersa. Mrs. Munson extendió la mano y pasó los dedos por ella, erizando a contrapelo la pelusa diminuta. Dijo, sin pensar:
—¿Cuánto?
Retiró la mano rápidamente, como si hubiera tocado una llama, y escuchó la voz de Vini, suave y fatigada:
—Me costó casi mil. ¿Mil es demasiado?
Mrs. Munson oía el griterío ensordecedor del patio de la escuela y por una vez lo agradeció. Le ofrecía algo distinto en lo que concentrarse, algo que aliviaba la intensidad de sus sentimientos.
—Me temo que es demasiado. No puedo permitírmelo —dijo, distraída, mirando aún el abrigo, con miedo a levantar los ojos y ver la cara de la otra mujer.
Vini arrojó el abrigo sobre el sofá.
—Bueno, quiero que te lo quedes. No es tanto por el dinero, pero creo que debería recuperar algo de mi inversión... ¿Cuánto podrías pagar?
Mrs. Munson cerró los ojos. ¡Oh, Dios, aquello era horrible! ¡Era un auténtico horror!
—Cuatrocientos, quizás —respondió con voz débil.
Vini volvió a levantar el abrigo y dijo, con un tono animado:
—A ver cómo te sienta.
Entraron en el dormitorio y Mrs. Munson se probó el abrigo delante del espejo de cuerpo entero del armario. Con unos pocos retoques y acortando las mangas, quizás recobrase su brillo original. Sí, la verdad es que no le sentaba mal.
—Oh, creo que es precioso, Vini. Has sido un encanto al pensar en mí.
Vini se apoyó en la pared y en su cara pálida había dureza a la intensa luz del sol de las ventanas del espacioso dormitorio.
—Puedes extender el cheque a mi nombre —dijo, con desinterés.
—Sí, por supuesto —dijo Mrs. Munson, volviendo a la tierra de repente. ¡Imagina a Bertha Munsoncon un visón propio!
Volvieron al cuarto de estar y rellenó el cheque para Vini. Ésta lo dobló con cuidado y lo depositó en su bolsito de cuentas.
Mrs. Munson se esforzó en darle conversación, pero cada nuevo intento se estrellaba contra una pared fría. Una de las veces dijo:
—¿Dónde está tu marido, Vini? Tienes que traerle para que charle con Albert.
—¡Ah, él! —había respondido Vini—. No le veo desde hace siglos. Que yo sepa, sigue en Lisboa.
Y ahí quedó todo.
Por fin, Vini se marchó, después de haber prometido que telefonearía al día siguiente. Cuando se hubo ido, Mrs. Munson pensó: «¡Vaya, pobre Vini, no es más que una refugiada!» Luego cogió su abrigo nuevo y entró en el dormitorio. No podía decirle a Albert cómo lo había conseguido; estaba descartado. ¡Puf, se pondría furioso al saber el precio! Decidió esconderlo en lo más recóndito de su ropero y un buen día lo sacaría y diría: «Albert, mira qué maravilla de visón me he comprado en una subasta. Por un precio irrisorio.»
Tanteando en la oscuridad del ropero, colgó el abrigo en una percha. Dio un pequeño tirón y escuchó horrorizada la rasgadura. A toda prisa encendió la luz y vio que la manga estaba desgarrada. Sujetó el roto y tiró con suavidad. Se desgarró un poco más y luego otro poco. Con una desolación rabiosa supo que el abrigo entero estaba podrido. «¡Oh, Dios mío!», dijo, agarrando la rosa de lino que llevaba en el pelo. «¡Oh, Dios mío, me han timado, timado como a una incauta y no puedo hacer absolutamente nada!» Porque de pronto Mrs. Munson comprendió que Vini no llamaría por teléfono al día siguiente ni nunca más.
Por las ventanas abiertas entraban gritos muy fuertes, sobrenaturales. Vivía en el tercer piso y al otro lado de la calle estaba el patio de recreo de una escuela. A última hora de la tarde el ruido era casi insoportable. ¡Dios, si lo hubiera sabido antes de firmar el contrato de alquiler! Cerró las dos ventanas con un pequeño gruñido y, si fuera por ella, podían quedarse cerradas durante los dos años siguientes.
Pero estaba tan emocionada que no podía disgustarse de verdad. Vini Rondo venía a verla, figúrate, Vini Rondo..., ¡y esa misma tarde! Al pensarlo sentía un aleteo en el estómago. Habían pasado casi cinco años y Vini había estado todo ese tiempo en Europa. Cada vez que Mrs. Munson se encontraba en un grupo que hablaba de la guerra, su anuncio era invariable: «Bueno, como saben, en este mismo minuto tengo en París a una amiga muy querida, Vini Rondo, ¡estaba allí mismo cuando entraron los alemanes! ¡Tengo auténticas pesadillas cuando pienso en lo que debe de estar pasando!» Lo decía como si fuera su propio destino el que se pesaba en la balanza.
Si había alguien en el grupo que no conociese la historia, se apresuraba a explicar lo referente a su amiga.
—Verá —empezaba—, Vini era la chica con más talento del mundo, interesada en el arte y todas esas cosas. Bueno, como tenía un montón de dinero se fue a Europa a pasar un año, como mínimo. Al final, cuando su padre murió hizo las maletas y se fue para siempre. Caray, tuvo una aventura y se casó con algún conde o barón o algún título. Quizás haya oído hablar de ella... Vini Rondo... Cholly Knickerbocker la mencionaba continuamente.
Y seguía perorando, como si fuera una lección de historia.
«Vini, de vuelta en América», pensó, con un regocijo incesante por la fantástica noticia. Amontonó sobre el sofá las almohadillas verdes y se sentó. Examinó la habitación con ojos penetrantes. Es curioso que no veamos realmente nuestro entorno hasta que esperamos una visita. Bueno, Mrs. Munson suspiró satisfecha, aquella chica nueva, cosa rara, había restituido pautas de antes de la guerra.
De pronto sonó el timbre. Sonó dos veces antes de que ella pudiera moverse, de tan emocionada que estaba. Por fin se serenó y fue a abrir.
Al principio no la reconoció. La mujer que tenía delante no llevaba aquel peinado tan chic, recogido en un moño..., por el contrario, lo llevaba más bien lacio y parecía desgreñado. ¿Y un vestido estampado en enero? Mrs. Munson procuró que su tono no delatase decepción cuando dijo:
—Vini, querida, te habría reconocido en cualquier parte.
La mujer seguía plantada en el umbral. Debajo del brazo llevaba una caja grande de color rosa y sus ojos grises miraban con curiosidad a Mrs. Munson.
—¿Sí, Bertha? —Su voz era un extraño susurro—. Qué amable, muy amable. Yo también te habría reconocido, aunque has engordado bastante, ¿no?
Aceptó entonces la mano extendida de Mrs. Munson y entró. La anfitriona estaba azorada y no supo qué decir. Entraron del brazo en el cuarto de estar y se sentaron.
—¿Te apetece un jerez?
Vini sacudió su cabecita morena.
—No, gracias.
—¿Un scotch, quizás? —preguntó Mrs. Munson, desalentada. El reloj con forma de estatuilla encima de la falsa repisa de chimenea sonaba débilmente. Hasta entonces no había notado lo fuerte que podía sonar.
—No —dijo Vini, con firmeza—, nada, gracias.
Mrs. Munson, resignada, volvió a recostarse en el sofá.
—Ahora, querida, cuéntamelo todo. ¿Cuándo has vuelto a los Estados?
Le gustaba cómo sonaba aquello: «los Estados».
Vini colocó la caja grande y rosa entre sus piernas y enlazó las manos.
—Llevo aquí casi un año —hizo una pausa y luego se apresuró, al ver la expresión sobresaltada de su anfitriona—, pero no he estado en Nueva York. Desde luego, me habría puesto en contacto contigo antes, pero estaba en California.
—Oh, California, ¡me encanta California! —exclamó Mrs. Munson, aunque en realidad Chicago era lo más al este que había estado.
Vini sonrió y Mrs. Munson advirtió lo irregulares que tenía los dientes y decidió que no les vendría nada mal un buen cepillado.
—Así que cuando volví a Nueva York la semana pasada pensé en ti al instante. Me ha costado horrores encontrarte porque no me acordaba del nombre de tu marido...
—Albert —dijo, sin que hiciera falta, Mrs. Munson.
—... pero por fin me acordé y aquí estoy. Verás, Bertha, la verdad es que empecé a pensar en ti cuando decidí deshacerme de mi abrigo de visón.
Mrs. Munson vio un rubor súbito en la cara de Vini.
—¿Tu abrigo de visón?
—Sí —dijo Vini, levantando la caja rosa—. Te acordarás de él. Siempre te gustó mucho. Siempre decías que era el abrigo más bonito que habías visto en tu vida.
Empezó a desatar la raída cinta de seda alrededor de la caja.
—Pues claro, sí, claro —dijo Mrs. Munson, dejando que el «claro» se fuera apagando poco a poco.
—Me dije: «Vini Rondo, ¿para qué demonios necesitas este abrigo? ¿Por qué no se lo queda Bertha?» Ya ves, Bertha, me compré en París un abrigo maravilloso de marta cibelina y comprenderás que no necesito para nada dos abrigos de piel. Además, tengo mi chaqueta de zorro plateado.
Mrs. Munson observó cómo Vini separaba el papel de seda dentro de la caja, vio el esmalte mellado de sus uñas, vio que no llevaba joyas en los dedos y comprendió de golpe muchas otras cosas.
—Así que pensé en ti y si no lo quieres tú lo guardaré sólo porque no soporto la idea de que lo tenga otra persona.
Giró en el aire el abrigo, a derecha e izquierda. Era precioso; la piel brillaba, suntuosa y muy tersa. Mrs. Munson extendió la mano y pasó los dedos por ella, erizando a contrapelo la pelusa diminuta. Dijo, sin pensar:
—¿Cuánto?
Retiró la mano rápidamente, como si hubiera tocado una llama, y escuchó la voz de Vini, suave y fatigada:
—Me costó casi mil. ¿Mil es demasiado?
Mrs. Munson oía el griterío ensordecedor del patio de la escuela y por una vez lo agradeció. Le ofrecía algo distinto en lo que concentrarse, algo que aliviaba la intensidad de sus sentimientos.
—Me temo que es demasiado. No puedo permitírmelo —dijo, distraída, mirando aún el abrigo, con miedo a levantar los ojos y ver la cara de la otra mujer.
Vini arrojó el abrigo sobre el sofá.
—Bueno, quiero que te lo quedes. No es tanto por el dinero, pero creo que debería recuperar algo de mi inversión... ¿Cuánto podrías pagar?
Mrs. Munson cerró los ojos. ¡Oh, Dios, aquello era horrible! ¡Era un auténtico horror!
—Cuatrocientos, quizás —respondió con voz débil.
Vini volvió a levantar el abrigo y dijo, con un tono animado:
—A ver cómo te sienta.
Entraron en el dormitorio y Mrs. Munson se probó el abrigo delante del espejo de cuerpo entero del armario. Con unos pocos retoques y acortando las mangas, quizás recobrase su brillo original. Sí, la verdad es que no le sentaba mal.
—Oh, creo que es precioso, Vini. Has sido un encanto al pensar en mí.
Vini se apoyó en la pared y en su cara pálida había dureza a la intensa luz del sol de las ventanas del espacioso dormitorio.
—Puedes extender el cheque a mi nombre —dijo, con desinterés.
—Sí, por supuesto —dijo Mrs. Munson, volviendo a la tierra de repente. ¡Imagina a Bertha Munsoncon un visón propio!
Volvieron al cuarto de estar y rellenó el cheque para Vini. Ésta lo dobló con cuidado y lo depositó en su bolsito de cuentas.
Mrs. Munson se esforzó en darle conversación, pero cada nuevo intento se estrellaba contra una pared fría. Una de las veces dijo:
—¿Dónde está tu marido, Vini? Tienes que traerle para que charle con Albert.
—¡Ah, él! —había respondido Vini—. No le veo desde hace siglos. Que yo sepa, sigue en Lisboa.
Y ahí quedó todo.
Por fin, Vini se marchó, después de haber prometido que telefonearía al día siguiente. Cuando se hubo ido, Mrs. Munson pensó: «¡Vaya, pobre Vini, no es más que una refugiada!» Luego cogió su abrigo nuevo y entró en el dormitorio. No podía decirle a Albert cómo lo había conseguido; estaba descartado. ¡Puf, se pondría furioso al saber el precio! Decidió esconderlo en lo más recóndito de su ropero y un buen día lo sacaría y diría: «Albert, mira qué maravilla de visón me he comprado en una subasta. Por un precio irrisorio.»
Tanteando en la oscuridad del ropero, colgó el abrigo en una percha. Dio un pequeño tirón y escuchó horrorizada la rasgadura. A toda prisa encendió la luz y vio que la manga estaba desgarrada. Sujetó el roto y tiró con suavidad. Se desgarró un poco más y luego otro poco. Con una desolación rabiosa supo que el abrigo entero estaba podrido. «¡Oh, Dios mío!», dijo, agarrando la rosa de lino que llevaba en el pelo. «¡Oh, Dios mío, me han timado, timado como a una incauta y no puedo hacer absolutamente nada!» Porque de pronto Mrs. Munson comprendió que Vini no llamaría por teléfono al día siguiente ni nunca más.
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