A M. Oudinot
-Eso, amigo mío
-dije a Labarde-; ¡esas cuatro palabras que acabas de pronunciar, “ese cerdo de
Morin”! ¿Por qué diablos nunca he oído hablar de Morin sin que se le tratase de
cerdo?
Labarde, hoy
diputado, me miró con ojos de gato asustado.
-Pero ¡cómo! ¿No
sabes la historia de Morin? ¿Y tú eres de La Rochelle?
Confesé que no
sabía la historia de Morin. Entonces Labarde se frotó las manos de
satisfacción, y comenzó su relato.
-Tú has conocido
a Morin y recuerdas su gran almacén de mercería en el muelle de La Rochelle,
¿no?
-Sí,
perfectamente.
-Pues bien, en
mil ochocientos sesenta y dos, o sesenta y tres, Morin fue a pasar quince días
a París, un viaje de placer, o de placeres, pero con el pretexto de renovar las
existencias de su comercio. Tú sabes lo que es, para un comerciante de
provincias, quince días en París. Eso les enciende la sangre. Todas las noches
espectáculos, roces de mujeres, una continua excitación anímica. Se vuelven
locos. No ven más que bailarinas con vestidos de malla, actrices descotadas,
piernas redondas, hombros soberbios, y todo esto casi al alcance de la mano,
sin que se atrevan o puedan tocarlo; pues apenas si disfrutan, una o dos veces,
de algunos manjares inferiores. Y se van con el corazón conmovido y el alma
toda alegre, con unas ansias de besos que aún les cosquillean en los labios.
Morin se hallaba en este estado cuando tomó su billete para La Rochelle en el
expreso de las ocho cuarenta de la noche, y se paseaba lleno de confusos
sentimientos por la gran sala de la estación de Orléans cuando se paró en seco
ante una joven mujer que besaba a una anciana señora. Se había levantado el
velo y Morin, maravillado, murmuró:
-¡Oh, qué mujer
más guapa!
Cuando se
despidió de la señora anciana, entró en la sala de espera, y Morin la siguió
también; luego subió a un vagón vacío, y Morin la siguió hasta allí. Había
pocos viajeros para el expreso. La locomotora silbó y el tren arrancó. Iban
solos. Morin se la comía con los ojos. Tendría de diecinueve a veinte años; era
rubia, alta y de porte desenvuelto. Se enrolló a las piernas una manta de viaje
y se extendió sobre los asientos intentando dormir. Morin se preguntaba:
“¿Quién será?”
Y mil
suposiciones y proyectos pasaban por su mente. Se decía:
“Ocurren tantas
aventuras en el tren… Tal vez se me presente una a mí. ¿Quién sabe? Ha llegado
tan rápidamente esta buena suerte… Quizá me bastaría con ser un poco audaz. ¿No
fue Danton quien dijo: ‘Audacia, audacia y siempre audacia?’ Y si no fue
Danton, fue Mirabeau; ¡qué más da! Sí, pero yo carezco de audacia; ahí está la
dificultad. ¡Oh, si supiese, si pudiese leer el pensamiento de los demás!
Apuesto a que pasamos todos los días, sin darnos cuenta, al lado de ocasiones
magníficas. Sin embargo, le sería suficiente un gesto para indicarme que no
desea otra cosa…”
Entonces se
planteó una infinidad de combinaciones que lo conducían al triunfo. Imaginaba
una entrada de aspecto caballeresco; pequeños favores que le hacían; una
conversación viva, galante, que terminaba con una declaración que a su vez
terminaba en… lo que estás pensando. Sin embargo, la noche transcurría y la
hermosa joven seguía durmiendo, mientras Morin tramaba su ruina. Amaneció, y
muy pronto el primer rayo del sol, un buen rayo luminoso que venía del
horizonte, cayó sobre el dulce rostro de la viajera dormida. Se despertó, se
sentó, miró el campo, miró a Morin y sonrió. Sonrió como una mujer feliz, con
un aire atractivo y alegre. Morin se estremeció de repente. Sin duda esa
sonrisa era para él, era una invitación discreta, el indicio soñado que
esperaba. Y esa sonrisa quería decir:
“Es usted un
estúpido, un necio, un memo; estarse ahí, como un palo, en su asiento desde
anoche. ¡Vamos, míreme! ¿No estoy bien? ¡Y usted se queda así toda la noche a
solas, con una mujer bonita, sin atreverse a nada, gran tonto!”
Sonreía siempre
que la miraba, e incluso comenzaba ya a reír, y Morin perdía la cabeza buscando
una palabra de circunstancias, un cumplido, algo, en fin, que decir, fuese lo
que fuese. Pero no encontraba nada, nada. Entonces, presa de un audacia de
cobardón, pensó: “Bueno, arriesgo todo”; y bruscamente, sin decir ni pío, se
dirigió hacia la joven, con las manos tensas y los labios ansiosos, la estrechó
entre sus brazos y la besó. Ella, de un brinco se puso en pie, gritando: “¡Socorro!”,
llena de terror. Y abrió la ventanilla dando unos chillidos espantosos, y sacó
los brazos fuera, loca de miedo, mientras Morin, desesperado y convencido de
que se iba a tirar a la vía, la retenía cogiéndola por la falda, y farfullaba:
-¡Señora…, pero,
señora!
El tren
disminuyó la marcha, y paró. Dos empleados echaron a correr hacia la
desesperada joven que cayó en sus brazos, balbuciendo:
-Este hombre me
ha querido…, me…
Y se desvaneció.
Estaban en la estación de Mauzé. El gendarme de servicio detuvo a Morin. Cuando
la víctima de su brutalidad recobró el conocimiento, prestó declaración. La
autoridad formalizó su atestado. Y el pobre mercero no pudo regresar a su
domicilio hasta la noche, por la tramitación de un juicio por ultraje a las
buenas costumbres en un lugar público.
II
-Yo era entonces
redactor jefe del Fanal des Charentes,
y veía a Morin, todas las noches, en el Café del Comercio. Al día siguiente de
su aventura, vino a buscarme, pues no sabía qué hacer. No le oculté mi opinión:
-No eres más que
un cerdo. Un caballero no se comporta de esa manera.
Se echó a
llorar; su mujer le habla pegado; veía su comercio arruinado, su nombre por el
fango, deshonrado, y a sus amigos, indignados, que no lo saludaban ya. Acabó
por darme compasión, y llamé a mi colaborador Rivet, un hombre guasón y de buen
juicio, para consultarle sobre el caso. Me comprometió para qué fuese a ver al
fiscal imperial, que era uno de mis amigos. Le dije a Morin que regresase a su
casa, y yo me dirigí a la de ese magistrado. Allí supe que la mujer ultrajada
era la señorita Henriette Bonnel, quien acababa de obtener en París su diploma
de institutriz y, como no tenía padre, estaba pasando sus vacaciones en casa de
sus tíos, unos honrados pequeñoburgueses de Mauzé. Lo que había complicado la
situación de Morin era que el tío había presentado una querella contra él. El
ministro fiscal estaba dispuesto a echar tierra sobre el asunto, si se retiraba
la querella. Y esto era lo que había que conseguir. Volví a casa de Morin. Lo
encontré en cama, enfermo de emoción y de pensar. Su esposa, una buena mujer,
huesuda y con pelos en la barbilla, lo maltrataba sin descanso. Me condujo a su
alcoba, gritándome a la cara:
-¿Viene usted a
ver a ese cerdo de Morin? ¡Mírelo, ahí lo tiene!
Y se plantó
delante de la cama, con los brazos en jarras. Le expuse la situación, y me
suplicó que fuese a ver a la familia de la joven. La misión era delicada; y,
sin embargo, acepté. El pobre diablo no cesaba de repetir:
-Te aseguro que
ni siquiera la he besado, no, ni siquiera eso. ¡Te lo juro!
-Es igual -le
respondí-, no eres más que un cerdo.
Y cogí los mil
francos que me dio para emplearlos como juzgase conveniente. Pero como no me
aventuraba a entrar solo en la casa de los tíos de la joven, le rogué a Rivet
que me acompañara. Aceptó con la condición de que se marcharía inmediatamente,
pues tenía, al día siguiente, por la tarde, un asunto urgente en La Rochelle.
Y, dos horas más tarde, estábamos llamando a la puerta de una bonita casa de
campo. Una hermosa joven vino a abrirnos. Era ella seguramente. Le dije por lo
bajo a Rivet:
-¡Caramba,
comienzo a comprender a Morin!
El tío, monsieur
Tonnelet, era precisamente un abonado al Fanal,
un ferviente correligionario político, y nos recibió con los brazos abiertos,
nos felicitó, nos estrechó la mano, entusiasmado de tener en su casa a los dos
redactores de su periódico. Rivet me dijo al oído:
-Creo que
podremos arreglar el asunto de ese cerdo de Morin.
La sobrina se
había retirado, y yo abordé la delicada cuestión. Le representé el espectro del
escándalo, le hice ver el descrédito inevitable que sufriría la joven después
del ruido de semejante asunto, pues nunca se creería que sólo había sido un
simple beso. El buen hombre parecía indeciso; pero no podía decidir nada sin su
mujer, que volvería demasiado tarde para la reunión. De repente lanzó un grito
de triunfo:
-¡Tengo una idea
excelente! Se quedan ustedes aquí, en casa. Pueden cenar y acostarse aquí los
dos; y cuando regrese mi mujer, espero que nos entendamos.
Rivet se
resistía, pero el deseo de resolver el asunto de ese cerdo de Morin lo decidió,
y aceptamos la invitación. El tío se levantó lleno de alegría, llamó a su
sobrina y nos propuso dar un paseo por su finca, declarando:
-Los asuntos
serios para la noche.
Rivet y él se
pusieron a charlar de política. Y muy pronto yo me encontré al lado de la
joven, a algunos pasos detrás de ellos. ¡Era verdaderamente deliciosa,
deliciosa, deliciosa! Con infinitas precauciones, comencé a hablarle de su
aventura para intentar ganarme una aliada. Pero parecía que no se hallaba nada
confusa, y me escuchaba con el aspecto de una persona que se divierte mucho. Le
decía:
-Piense, pues,
señorita, en todas las molestias que tendría que soportar. Tendría que
comparecer ante el tribunal, afrontar las miradas maliciosas, hablar delante de
todo el mundo y contar públicamente esa triste escena del vagón. Bueno, entre
nosotros, ¿no hubiese sido mejor no decir nada, hacer volver a su sitio a ese
desvergonzado, sin llamar a los empleados, y cambiar simplemente de coche?
Se echó a reír.
-Sí, es verdad
lo que dice. Pero ¿qué quiere usted? Tuve miedo, y cuando se tiene miedo, no se
razona. Después de hacerme cargo de mi situación, sentí haber gritado; pero ya
era demasiado tarde. Además, piense usted que ese imbécil se arrojó sobre mí,
sin decir ni una palabra y con una cara de loco furioso. Yo no sabía ni
siquiera lo que deseaba de mí.
Me miraba de
frente, sin sentirse turbada ni intimidada. Y yo me decía:
“¡Pero si esta
chica es una bribona! No me extraña que ese cerdo de Morin se haya equivocado.”
-Vamos, señorita
-proseguí bromeando-, confiese usted que es excusable, pues, en fin, no se
puede uno hallar frente a una persona tan guapa como usted sin experimentar el
deseo absolutamente legítimo de besarla.
Se rió más
fuerte aún, enseñando los dientes.
-Entre el deseo
y la acción, señor, hay sitio para el respeto.
La frase era
original, pero poco clara. Y bruscamente le pregunté:
-Y si yo la
besase a usted ahora mismo, ¿qué haría?
Se detuvo para
mirarme de arriba abajo y luego dijo tranquilamente:
-¡Oh, usted, no
es lo mismo!
Bien sabía yo,
¡pardiez!, que no era lo mismo, pues tenía entonces treinta años y no en balde
se me conocía en toda la provincia por el “guapo Labarde”. Pero le pregunté:
-¿Por qué?
Se alzó de
hombros y respondió:
-¡Toma, porque
usted no es tan estúpido como él!
Y añadió,
mirándome de soslayo:
-Ni tan feo.
Antes que
pudiese hacer ningún movimiento para evitarlo, le planté un beso en la mejilla.
Se apartó hacia un lado, pero ya era demasiado tarde. Y después me dijo:
-¡Vaya! Usted
tampoco ha podido contenerse. Pero no lo haga otra vez.
Puse un aspecto
sumiso y le dije a media voz:
-¡Oh, señorita,
si tengo algún anhelo en mi corazón es el de verme ante un tribunal por la
misma causa que Morin!
-¿Y eso por qué?
-me preguntó.
La miré al fondo
de sus ojos seriamente.
-Porque es usted
una de las más bellas criaturas que existen; porque sería para mí un título de
honor, una gloria haber querido violentarla. Porque se diría, una vez que la
hubiesen visto a usted:
-¡Vaya con Labarde,
no coge lo primero que se le presenta, sino que sabe elegirlas!
Y la joven se
echó a reír con todas sus ganas.
-¡Es usted un
pillo!
Pero no había
acabado de pronunciar la palabra pillo cuando ya la tenía entre mis brazos y la
besaba ávidamente en todos los sitios donde podía, en los cabellos, en la
frente, en los ojos, a veces en la boca, en las mejillas, por toda la cabeza,
allí donde descubría, a pesar suyo, un rincón al intentar defender los demás.
Por fin, se desembarazó de mí, ruborizada y ofendida.
-Es usted un
grosero, señor, y ha conseguido que me arrepienta de haberlo escuchado.
Le cogí la mano,
un poco confuso, balbuciendo:
-¡Perdón,
perdón, señorita! La he ofendido; he sido brutal. No me tome odio. ¡Si usted
supiese…!
Buscaba en vano
una excusa. Al cabo de un momento, la joven declaró:
-No tengo nada
que saber, señor.
Pero yo había
dado con una excusa, y exclamé:
-¡Señorita,
estoy enamorado de usted desde hace un año!
Se quedó
realmente sorprendida, y no pude por menos de alzar los ojos.
-¡Sí, señorita
-proseguí- escúcheme! No conozco a Moría, y me burlo de él; ni me importa que
vaya a la cárcel, ni que tenga que pasar ante los tribunales. La vi a usted
aquí el año pasado; estaba allá abajo, delante de la verja. Recibí tal
impresión al verla, que su imagen no se ha borrado de mi mente desde entonces.
No importa que me crea o que no me crea. Es usted adorable. Su recuerdo me
obsesionaba, he querido volver a verla, he aprovechado el pretexto de ese
estúpido de Morin, y aquí estoy. Las circunstancias han hecho que me haya
sobrepasado. ¡Perdóneme, se lo suplico, perdóneme!
Me miraba
atisbando la verdad en mis ojos, dispuesta ya a sonreír de nuevo; pero
rnurmuró:
-¡Embustero!
Levanté una
mano, y con tono sincero, incluso a mí mismo me pareció sincero, exclamé:
-¡Le juro que no
miento!
Y dijo,
simplemente:
-¡Jum!
Estábamos solos,
completamente solos, pues Rivet y el tío habían desaparecido al doblar el paseo
entre los árboles de la alameda. Le hice una verdadera declaración, larga,
tierna, cogiéndole y besándole los dedos de las manos. Me escuchaba como si
fuese algo agradable y nuevo para ella, sin saber qué pensar de todo ello.
Acabé por sentirme turbado, por sentir lo que le estaba diciendo; me había
puesto pálido, tenía opresión al respirar y todo mi ser temblaba; y suavemente
la cogí por el talle. Le hablé muy bajito al oído, entre los rizos de su
cabello. Y cayó, enajenada, en tal ensueño, que parecía como si estuviese muerta
entre mis brazos. Después cogió mi mano y me la estrechó con fuerza; apreté
lentamente su cintura en un abrazo tembloroso que iba siendo cada vez más
fuerte; no se movió; rocé ligeramente su mejilla con mí boca y de repente mis
labios, sin querer, se encontraron con los suyos. Nos dimos un beso largo, muy
largo; y hubiera durado aún mucho más tiempo, si no hubiese oído un “¡jum,
jum!” a unos pasos detrás de mí. Se escapó corriendo a través de un macizo. Me
volví y divisé a Rivet que venía hacia mí. Se plantó en medio del camino y muy
serio, sin reírse, me dijo:
-¿Es así como tú
arreglas el asunto de Morin?
Le respondí con
fatuidad:
-Amigo, se hace
lo que se puede. ¿Has conseguido algo del tío? Yo respondo de la sobrina.
Rivet declaró:
-Yo he tenido
menos suerte con el tío.
Lo cogí del
brazo y entramos en la casa.
III
-Durante la cena
acabé de perder la cabeza. Estaba sentado al lado de ella, y mi mano siempre
encontraba la suya bajo el mantel; apretaba mi pie contra el suyo, y nuestras
miradas se unían y se confundían en una sola. Al terminar de cenar, salimos en
seguida a dar un paseo a la luz de la luna, y le susurré al oído todas las
frases cariñosas que se me ocurrieron. La llevaba estrechamente contra mí; la
besaba a cada instante, humedeciendo mis labios en los suyos. Delante de
nosotros, iban discutiendo el tío y Rivet, cuyas sombras se proyectaban tras de
ellos en la arena del camino. Regresamos a casa, y poco después un empleado del
telégrafo vino a traernos un telegrama de la tía, en el que anunciaba que no
regresaría hasta el día siguiente por la mañana, en el tren de las siete. El
tío, entonces, nos dijo:
-Pues bien,
Henriette, vete a enseñarle a los señores dónde están sus habitaciones.
Y nos estrechó
la mano al darnos las buenas noches, y subimos una escalera conducidos por la
sobrina. Nos llevó primero al aposento de Rivet, quien me dijo al oído:
-No hay cuidado
de que nos hubiese conducido primero al tuyo.
Después me guió
hasta mi cama. En cuanto estuve a solas con ella, la cogí de nuevo entre mis
brazos intentando nublar su razón y vencer su resistencia. Pero cuando se
sintió a punto de desfallecer, se me escapó. Me deslicé entre las sábanas, muy
contrariado, muy sofocado y corrido, sabiendo que no dormiría apenas, y estaba
pensando en qué torpeza podía haber cometido, cuando llamaron muy bajito a mi
puerta.
-¿Quién está
ahí? -pregunté.
-Yo -respondió
una voz leve.
Me vestí
apresuradamente, abrí y entró.
-Me he olvidado
-dijo- de preguntarle lo que toma para desayunar: ¿chocolate, té o café?
La había
enlazado impetuosamente, y la devoraba a caricias, balbuciendo:
-Yo tomo…, yo
tomo…, yo tomo…
Pero se me
escurrió de entre los brazos, me apagó la luz y desapareció. Me dejó solo y
furioso en la oscuridad. Me puse a buscar unas cerillas y no las encontré por
ninguna parte; por fin, las hallé y salí al corredor, medio loco, con la
palmatoria en la mano. ¿Adónde iba? Ya no razonaba; quería encontrarla; la
deseaba. Y di algunos pasos sin reflexionar en nada. De pronto, pensé:
“Pero y si me
cuelo en la habitación del tío, ¿qué le diría?…”
Y me quedé
inmóvil, con el cerebro vacío y el corazón palpitante. Al cabo de unos
segundos, se me ocurrió la respuesta: “¡Pardiez! Le diría que andaba buscando
la habitación de Rivet para hablar con él de un asunto urgente.” Y me puse a
inspeccionar las puertas esforzándome en descubrir la de ella. Pero no sabía
cómo orientarme. Al azar, tropecé con una llave y la giré. Abrí, entré…
Henriette, sentada en la cama, me estaba mirando, toda azorada. Entonces corrí
lentamente el cerrojo, y acercándome de puntillas, le dije:
-He olvidado,
señorita, pedirle algo para leer.
Se resistió;
pero abrí muy pronto el libro que buscaba. No te diré su título. Era realmente
la más maravillosa de las novelas, el más divino de los poemas. Una vez leída
la primera página, ya me dejó recorrerlo todo a mi capricho; y deshojé tantos
capítulos que nuestras bujías se consumieron hasta el final. Nos teníamos que
separar; me despedí de ella, y ganaba ya mi habitación, caminando con mucho
tiento para no hacer ruido, cuando una mano brutal me paró y una voz, la de
Rivet, me cuchicheó en la punta de la nariz:
-¿Pero no has
acabado de arreglar el asunto de ese cerdo de Morin?
A las siete de
la mañana, ella misma me llevó una taza de chocolate. No he probado jamás nada
parecido. Un chocolate para morirse, suave, fino, perfumado y embriagador, que
no podía quitar la boca de los bordes deliciosos de la taza. Apenas la joven
acababa de salir, cuando entró Rivet. Parecía que estaba nervioso, irritado,
como quien no ha dormido apenas. Me dijo en un tono muy áspero:
-Si sigues así,
ya me entiendes, acabarás por echar a perder el asunto de ese cerdo de Morin.
A las ocho,
llegó la tía. La discusión fue breve. Aquella buena gente retiraba su querella
y yo entregaría quinientos francos para los pobres del pueblo. Entonces nos
invitaron a pasar el día con ellos, y organizaríamos un excursión para a
visitar las ruinas. Henriette, que estaba detrás de sus tíos, me hacía gestos
con la cabeza como diciéndome: “¡Sí, quédese!”, y acepté; pero Rivet se empeñó
en marcharse y no lo podíamos hacer desistir de esta idea. Lo llamé aparte, le
rogué, le supliqué y nada. Entonces le dije:
-Vamos, amigo
Rivet, hazlo aunque sólo sea por mí.
Pero estaba tan
desesperado, que me respondió a la cara:
-Ya tengo
bastante, ¿entiendes?, con el asunto de ese cerdo de Morin.
Me vi obligado a
marchar también. Fue uno de los momentos más duros de mi vida. Yo me hubiese
quedado arreglando el asunto de ese cerdo de Morin durante toda mi vida. Nos
despedimos con unos enérgicos y mudos apretones de manos, y ya en el vagón le
dije a Rivet:
-Tú no eres más
que un grosero.
-Amigo mío -me
respondió- ya me estás provocando demasiado.
Al llegar ante
la puerta de las oficinas de Fanal,
divisé una muchedumbre que nos estaba esperando. En cuanto nos vieron,
comenzaron a gritar:
-¡Eh!
¿Arreglaron el asunto de ese cerdo de Morin?
Toda La Rochelle
estaba revuelta con esta cuestión. Rivet, a quien se le había disipado el mal
humor en el camino, a duras penas pudo contener la risa al declarar:
-Sí, está arreglado,
gracias a Labarde.
Y nos fuimos a
casa de Morin. Estaba tendido en un sillón; le habían puesto unos sinapismos en
las piernas y unas compresas de agua fría en la cabeza, y desfallecía de
agobio. Tosía sin parar, con una tosecita de agonizante, sin que se supiese
dónde había cogido ese catarro. Su mujer lo miraba con ojos de tigre dispuesta
a devorarlo. En cuanto nos vio le entró un temblor que le sacudía las muñecas y
rodillas. Le dije:
-Eso está
arreglado, puerco, pero no lo vuelvas a hacer.
Se levantó muy
agitado, me cogió las manos y me las besó como si fuesen las de un príncipe;
lloró, estuvo a punto de perder el conocimiento, abrazó a Rivet, y abrazó
incluso hasta a madame Morin, quien dándole un empujón, al rechazarlo, lo
arrojó de nuevo en su asiento. Pero su emoción había sido demasiado fuerte, y
las impresiones recibidas dejaron tales huellas en su espíritu, que ya no se
rehizo jamás de aquel golpe. En toda la comarca ya sólo le llamaban “ese cerdo
de Morin”, y siempre que oía este epíteto era como si le atravesasen el corazón
con una espada. Cuando un golfillo de la calle gritaba: “¡Cerdo!“, volvía la
cabeza por instinto. Sus amigos lo acribillaban a bromas de todo género, y le
preguntaban cada vez que comían jamón:
-¿Es del tuyo?
Dos años más
tarde había muerto. En mil ochocientos setenta y cinco, cuando me presenté a
las elecciones, fui a hacer una visita interesada al nuevo notario de
Tousserre, monsieur Belloncle, y me recibió una mujer hermosa y opulenta.
-¿No me reconoce
usted? -preguntó ella.
Yo balbucí:
-Pues…, no…,
señora.
-Henriette
Bonnel.
-¡Ah!
Y sentí que me
ponía pálido. Me pareció que se alegraba de verme, y me sonreí al mirarla.
Cuando me dejó a solas con su marido, éste me cogió las manos tan fuerte, al
estrecharlas, que me las magulló.
-¡Cuánto tiempo
hace, querido señor, que deseo conocerlo! Mi mujer me ha hablado tanto de
usted… Sí, sé… en qué dolorosas circunstancias la conoció usted, y sé también
con cuánta delicadeza, tacto y abnegación remató el asunto.
Vaciló, y
después pronunció muy bajito, como si hubiese articulado una palabra grosera:
-El asunto de
ese cerdo de Morin.
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