Su cerebro
se encendió como un televisor. Era de noche, llovía y hacía frío, pero en su
nueva condición esos detalles resultaban irrelevantes. Daría lo mismo que
estuviera en el desierto, bajo un sol infernal, a cuarenta grados. Sombras y
bultos se movían a su alrededor. Poco a poco, sus ojos se adaptaron, hasta que
fueron capaces de enfocar y distinguir contornos. En realidad no veía como una
persona normal; si tuviera noción de la vida que acababa de dejar atrás, pensaría
que las cosas tenían un aspecto de fotografía en blanco y negro. Sin embargo,
había un color que podía ver, y que destacaba intensamente: el rojo. Además
podía olerlo. Le provocaba algo que en
el pasado hubiera definido como morirse de hambre. Y en el lugar
donde se encontraba había una alfombra de sangre. Intentó moverse, pero sus
ondas cerebrales aún no conectaban con sus engarrotados músculos. La sangre
llamaba su atención, pero también el movimiento. Las cosas que iban y venían
dentro de su campo de visión, pero también el suyo propio. Ese que aún no
conseguía gobernar. Porque era un recién nacido de dieciocho años. Tan fuerte y
tan torpe a la vez. Él no se daba cuenta de ello, por supuesto. No había
pensamientos dentro de su cabeza; sólo una energía, tan oscura y antigua como
la primera noche de la Tierra. Una energía hecha de hielo y de viento. La misma
que ahora reanimaba su cuerpo, venciendo un letargo que se suponía debía ser
eterno. Justo antes de que sus articulaciones lograran coordinarse, permitiéndole
alzarse como un autómata de carne y vísceras, algo ocurrió. Una imagen salida
de lo más profundo de su antigua consciencia apareció dentro de su cabeza, y
agitó su tieso corazón. A partir de ese momento, la tendría sobrepuesta en
todas las cosas que sus ojos contemplaran, proporcionándole un objetivo
distinto al de alimentarse. Aquella imagen que se tatuó en su mente era un
rostro. Uno al que no podía darle nombre, ni dirigirle la palabra, ni siquiera
reconocerlo. Sin embargo, ahora todos sus impulsos estaban enfocados hacia ese
poderoso imán.
Al amparo
de la noche y las ruinas prehispánicas, el autómata se escurrió hasta una calle
lateral y abandonó el lugar de la masacre.
***
Atención: General Marcelino
García Barragán
Secretario de la Defensa Nacional
Clasificación del informe:
CONFIDENCIAL
Eran cerca de las once de la noche, y
la situación en la Plaza de las Tres Culturas parecía bajo control; sin
embargo, se escuchaban disparos esporádicos cerca del edificio Chihuahua. Como
se le informó a usted previamente, aún se retenían a varias personas –entre
ellas algunos miembros de la prensa internacional– a un costado de la iglesia
de Santiago Tlatelolco, en espera del momento adecuado para liberarlas. Se les
mantenía contra la pared, y con las manos en la nuca, para evitar que
observaran lo que ocurría a su alrededor. En la zona de los vestigios
arqueológicos, yacían los cadáveres de trece estudiantes que aún no habían sido
retirados por los equipos de limpieza. Los custodiaban un grupo de soldados comandados
por Jesús Bautista González, integrante del Cuarto Batallón de Infantería. Y
entonces sucedió lo inexplicable. En palabras de Bautista, todo ocurrió “como
en una película en cámara lenta”. Ante la incredulidad de los soldados, los
estudiantes que daban por muertos comenzaron a levantarse, “sangrando por la
boca, y mostrando los dientes con la evidente intención de atacarnos”. Los
elementos del ejército reaccionaron y acribillaron a los agresores; sin
embargo, un soldado fue mordido en un brazo. Se le atendió ahí mismo, y
continuó con sus labores, pues la herida no era de consideración. Tras el
incidente, Bautista tomó precauciones y se encargó personalmente de rematar a
los agresores con un tiro en la cabeza. “Todos apestaban como si llevaran horas
muertos”, explicó. “Pero eso no podía ser. Sentí que estábamos confundidos y
exhaustos, así que saqué un paquete de cigarros y todos nos pusimos a fumar”.
Minutos después, cuando el equipo de
limpieza finalmente pasó a recoger los cadáveres para trasladarlos al Servicio
Médico Forense, se detectó otra anomalía. “Conté los cuerpos en las camillas y
eran doce”, afirmó Bautista. (Cabe aclarar que su declaración fue tomada en las
instalaciones del Hospital Central Militar, donde se le atendía de un shock
postraumático. Sufría fuertes temblores, su piel estaba pálida, y miraba hacia
la nada con pupilas dilatadas.) Después agregó: “Juro por mi madre que antes
del ataque eran trece cadáveres. Y si uno de ellos pudo volver a levantarse y
escapar, eso sólo significa una cosa: que hay un puto muerto viviente suelto en
las calles de la ciudad”.
***
Julia no durmió. Las escenas de las
últimas horas se agolpaban en su cabeza como una pesadilla. Encontrarse en la
seguridad de su cama sólo empeoraba su estado de ánimo. Quería salir y buscar a
Germán, pero sus padres no se lo permitían. Le dijeron que por el momento no
era conveniente involucrarse. Que debía quedarse en casa y no llamar la
atención. Ya recibiría noticias de su novio… Julia apretó los párpados, pero
fue inútil: las lágrimas continuaron brotando. ¿Cómo demonios había ocurrido
aquello? Ese día cumplían seis meses juntos; decidieron celebrarlo asistiendo
al mitin en la Plaza de las Tres Culturas para repartir propaganda en apoyo al
movimiento estudiantil. Y en un segundo, el mundo se desintegró con la fuerza
de las balas. En la mente de Julia todo era confusión. Recordaba las bengalas
en el cielo, los helicópteros volando al ras del suelo, los disparos que
comenzaron a sonar muy cerca de donde ellos se encontraban, pero a partir de
ahí no podía reconstruir una secuencia de hechos. Tenía imágenes aisladas, como
escenas tomadas de una película de terror. Sólo una cosa estaba clara: cuando
el caos se desató, Germán la tomó de la mano, y le gritó “no te sueltes”, pero
ante los embates de la multitud que corría despavorida, terminaron separándose.
Julia se quedó sola entre miles de personas que gritaban o caían con la cabeza
reventada por una bala. En el momento en que se desprendió de Germán, ella
sintió como si le hubieran arrancado el brazo, aunque estaba ilesa. Había sido
un dolor interno, un desgarro en el corazón. Entonces se detuvo en medio de la
plaza y comenzó a gritar su nombre, pero era como si se encontrara dentro de un
sueño, porque por más que alzara la voz ni ella misma podía escucharse. Julia
se hubiera quedado ahí gritando hasta que la bayoneta de un soldado la partiera
en dos, pero unas amigas la arrastraron hasta la avenida, donde se metieron
dentro de un coche que iba pasando. Un Volkswagen, eso Julia lo recordaba muy
bien. De lo que no tenía idea era cómo le habían hecho para caber todas en ese
coche tan pequeño. Días después, cuando hablara con otros compañeros de clase,
se enteraría que muchos estudiantes fueron ayudados por automovilistas que se
solidarizaron con ellos mientras huían de la matanza…
Ahora, envuelta en la penumbra de su
habitación, hasta el silencio parecía una amenaza. Las gotas de lluvia se
arrastraban por la ventana como si tuvieran vida propia. Y el bulto de su ropa
tirada en el suelo semejaba un animal agazapado esperando el momento de saltar
sobre su presa.
Julia apretó los puños y se clavó las
uñas en las palmas, intentando que ese dolor ahogara al que sentía cuerpo
adentro.
***
Un
edificio de ladrillo rojo. El autómata era incapaz de pensar, pero seguía
impulsos. Sus pies se habían movido hasta llevarlo ahí. Él no se dio cuenta,
pero su aspecto no llamó de manera particular la atención porque en ese momento
muchos estudiantes caminaban por las calles con las ropas ensangrentadas. La imagen
tatuada en su mente producía un pulso, una vibración que lo conectaba con su
antiguo yo. Y era justo frente al edificio de ladrillo rojo donde lo sentía con
mayor potencia. El problema –que por supuesto él no detectaba- era que se había
parado en medio de la calle. Un coche se acercó y se detuvo a su lado. El
conductor bajó la ventanilla y le preguntó: “Joven, ¿está usted bien? ¿Quiere
que lo lleve a algún lado?” Atraído por el sonido de la voz, el autómata giró
la cabeza. El hombre al volante profirió un grito, y arrancó a toda velocidad.
En la esquina, un grupo de indigentes observaba la escena. Habían improvisado
un refugio bajo el zaguán de un local abandonado. Tenían un par de sillones
desvencijados y un carrito del supermercado con sus pertenencias. Bebían
alcohol del 96 e inhalaban pegamento. Uno de ellos se aproximó al autómata, lo
jaló del brazo y lo llevó hasta el refugio. Le ofreció la botella, y con una
sonrisa chimuela le dijo: “Vente para acá. Eres uno de los nuestros”.
***
Atención: Luis Echeverría
Álvarez
Secretario de Gobernación
Clasificación del informe:
CONFIDENCIAL
De acuerdo a su petición, diversos
especialistas fueron consultados para esclarecer el incidente ocurrido en la
Plaza de las Tres Culturas. Médicos, científicos y psiquiatras coincidieron en
que una situación como la reportada por los soldados resulta imposible, y que
su testimonio es producto de un episodio de histeria colectiva, dadas las
circunstancias de estrés y violencia a la que estuvieron sometidos durante
horas.
Sin embargo –y conforme a su
indicación de no pasar por alto ningún detalle–, llama la atención lo declarado
por Francisco González Rul, arqueólogo del Instituto Nacional de Antropología e
Historia, quien hasta 1964 fue el encargado de las excavaciones en el recinto
ceremonial de México-Tlatelolco. Puesto del que fue separado tras las presiones
de los urbanistas que planeaban la construcción de un espejo de agua que
circundaría la iglesia y el convento de Santiago. González Rul cayó en una
profunda depresión tras su despido, y posteriormente fue ingresado en una
clínica privada, donde permanece hasta el momento.
A continuación, se reproduce un
fragmento de su testimonio:
“Sabía que algo terrible iba a
ocurrir en ese lugar. Los huesos hablan, y yo vi las señales en ellos.
Particularmente en el denominado Entierro 14. Guardo decenas de libretas con
anotaciones al respecto. Los huesos tenían marcas, indicios de que las partes
más carnosas de los músculos habían sido desprendidas. La prueba del
canibalismo ritual azteca. Con un fémur en las manos, miré hacia la plaza y vi
una ola de sangre que se abatía sobre los edificios. Tlatelolco fue el último
bastión de los mexicas durante la conquista, y tiene perfecta lógica que su
regreso parta de este epicentro. Cada tumba que se excava, cada fragmento de
pirámide que sale a la luz, no hace sino confirmar que ellos nunca se fueron,
que tan sólo han estado esperando el momento preciso para recuperar lo que les
pertenece. Y para eso, se requería de un sacrificio monumental. El gobierno
cree que reprendió a los estudiantes, pero lo único que consiguió fue marcar el
principio del fin”.
***
A la mañana siguiente, Julia evadió
la vigilancia de sus padres, escapó de casa y con la ayuda de su amiga Ana se
dedicó a buscar a Germán. Recorrieron delegaciones, hospitales y anfiteatros.
La morgue de la Cruz Roja era la más impactante. Ahí vio muchos cadáveres
traídos de Tlatelolco. Estudiantes en su mayoría, pero también madres y niños.
Le llamó la atención que todos los cadáveres estaban descalzos. Entonces una
imagen olvidada de lo ocurrido la tarde anterior regresó a su mente con la
fuerza de las revelaciones. Mientras era conducida por sus amigas hacia la
salvación, vio en el suelo de la plaza un extraño y contundente testimonio de aquel
horror: Tlatelolco era un jardín en el que florecían los zapatos de los
muertos…
Por la noche, Julia y Ana terminaron
su peregrinaje, tan exhaustas como descorazonadas. Germán no estaba por
ningún lado. Y más que sentir esperanza, interpretaron ese hecho como una
terrible señal.
Cuando regresaban a casa a bordo del
taxi colectivo, Julia observó las luces encendidas dentro de las casas. La
gente cenaba o veía la televisión. ¿Cómo podían hacerlo después de lo sucedido?
Para ella, nada volvería a ser igual. Sin embargo, comprendió que había algo
peor: que la vida siguiera su curso normal. A pesar de lo que sentía, no se
cambiaría por ninguna de las personas que se movían como fantasmas detrás de
las ventanas.
***
Memorándum de la Secretaría de
la Defensa Nacional a la Secretaría de Salud
Clasificación: URGENTE /
CONFIDENCIAL
El soldado que fue atacado durante el
incidente en la Plaza de las Tres Culturas, y que responde al nombre de Ernesto
Morales Soto, fue ingresado al Hospital Central Militar, debido a que su salud
se deterioró de manera dramática de un día para otro. No hay un motivo claro
para esta situación, ya que –según los testimonios de sus compañeros– sólo fue
mordido por uno de los estudiantes. Morales Soto presenta los síntomas de un
severo cuadro infeccioso, por lo que se solicita el envío de especialistas a
este nosocomio. El médico que le atiende sospecha que se trata de un virus
desconocido, y teme un posible brote. De momento no se ha podido aislar al
paciente, pues las instalaciones del hospital están rebasadas ante la gran
cantidad de heridos que ingresaron en las últimas horas.
Se ruega su pronta respuesta a esta
emergencia.
***
Boletín de la Policía Judicial
del Distrito
A todos los agentes:
Se identificó al alumno que participó
en el incidente de la Plaza de las Tres Culturas, y que escapó a la vigilancia
de los soldados. Responde al nombre de Germán Solís Enríquez, y es considerado
altamente peligroso. Se requiere su detención, vivo o muerto.
Se anexa fotografía.
***
Era la hora del descanso, y los
alumnos de la Vocacional 1 se encontraban en el patio central. El autómata era
ajeno a eso, pero sintió un aumento considerable en la energía que emanaba del
edifico de ladrillo rojo. Abandonó el refugio de los indigentes, quienes en ese
momento dormían profundamente, y avanzó hacia el origen del pulso. El vigilante
de la entrada se quedó petrificado al verlo cruzar la puerta, y una vez que
logró recuperarse, tomó su radio y se comunicó con la policía. El autómata
entró al patio, provocando la desbandada de los alumnos, que corrían y
gritaban, dejando caer sus refrescos y bolsas de papas. Algunos, sin embargo,
permanecieron en los costados, y en el barandal del primer piso asomaron un
montón de curiosos que querían fisgonear desde un lugar más seguro. Una sola
persona permaneció al centro del patio, impávida mientras el autómata se
aproximaba con pasos torpes. En el camino, el brazo derecho se le desprendió
con un crujido, y cayó al suelo, provocando una nueva oleada de gritos.
La imagen tatuada en la mente del
autómata concordaba con la del rostro que ahora tenía enfrente.
Julia se enjugó las lágrimas, y
esbozó su mejor sonrisa.
–Te he estado buscando –dijo, con un
tono de voz que mezclaba miedo y emoción.
El autómata ladeó la cabeza. La
vibración estaba en su apogeo y producía en él un efecto que podría definirse
como sedante. Julia vio el orificio de bala que tenía en el pecho, y le pasó
amorosamente los dedos por la herida. Ella no lo sabía, pero era el disparo que
le quitó la vida, tan sólo diez minutos después de que sus manos se soltaran en
el caos de Tlatelolco. El otro agujero, que tenía a un lado de la ceja
izquierda, era el tiro con el que Bautista lo remató, pero la mano temblorosa
del soldado hizo que la trayectoria atravesara su cabeza sin tocar el cerebro.
–Tu camisa favorita se estropeó –fue
lo único que atinó a decir Julia en ese momento–. ¿Te acuerdas cuando fuimos a
comprarla a la Zona Rosa?
Los ojos del autómata centellearon un
instante, y luego volvieron a ser una gelatina gris. En ese momento, un
francotirador apareció en el techo. Julia pudo ver cómo se apoyaba en la
cornisa y apuntaba con su rifle. Sus amigas le gritaron que se alejara. El
director de la Vocacional, atrincherado en su oficina, utilizó los altavoces
para pedírselo también. Pero ella escuchaba aquellas súplicas a lo lejos, como
si aún no despertara y los ruidos se colaran débilmente en su sueño.
Y Julia tomó una decisión. Una que,
sin sospecharlo, representó a todos los estudiantes que sobrevivieron a la
masacre: si la vida iba a ser una pesadilla, entonces ella no quería despertar.
Acercó sus labios a los de Germán y
lo besó.
El francotirador recibió la orden. Su
disparo fue certero, y atravesó limpiamente las cabezas de ambos.
Segundos antes de que eso sucediera,
y de que su muerte en vida se apagara definitivamente, el autómata respondió al
impulso de Julia. No la besó, porque ya no recordaba qué era eso.
Lo que hizo fue morder sus labios.
***
Su cerebro
se encendió como un televisor.
El soldado
Ernesto Morales Soto acabada de ser declarado muerto. El médico que lo atendía
lo cubrió con una sábana y le dio la espalda, exhausto. Por eso no pudo ver lo
que sucedió a continuación. Lo último que pensó fue que nunca había vivido una
jornada como aquella, y que probablemente nunca volvería a vivir otra igual.
No se
equivocaba.
El
autómata apartó la sábana y se incorporó. Tenía un hambre que los vivos eran
incapaces de comprender, porque no se detenía nunca. Era primitiva, y su único
objetivo consistía en crecer hasta llenar un cuerpo vacío.
Cuando no
hay pensamientos, ni sentimientos, ni recuerdos, lo único que queda es eso.
HAMBRE.
El
autómata abrió las mandíbulas, se abalanzó sobre el médico, y de un mordisco
desató la epidemia.
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