martes, 15 de agosto de 2017

La otra noche de Tlatelolco de Bernardo Esquinca


Su cerebro se encendió como un televisor. Era de noche, llovía y hacía frío, pero en su nueva condición esos detalles resultaban irrelevantes. Daría lo mismo que estuviera en el desierto, bajo un sol infernal, a cuarenta grados. Sombras y bultos se movían a su alrededor. Poco a poco, sus ojos se adaptaron, hasta que fueron capaces de enfocar y distinguir contornos. En realidad no veía como una persona normal; si tuviera noción de la vida que acababa de dejar atrás, pensaría que las cosas tenían un aspecto de fotografía en blanco y negro. Sin embargo, había un color que podía ver, y que destacaba intensamente: el rojo. Además podía olerlo. Le provocaba algo que en el pasado hubiera definido como morirse de hambre. Y en el lugar donde se encontraba había una alfombra de sangre. Intentó moverse, pero sus ondas cerebrales aún no conectaban con sus engarrotados músculos. La sangre llamaba su atención, pero también el movimiento. Las cosas que iban y venían dentro de su campo de visión, pero también el suyo propio. Ese que aún no conseguía gobernar. Porque era un recién nacido de dieciocho años. Tan fuerte y tan torpe a la vez. Él no se daba cuenta de ello, por supuesto. No había pensamientos dentro de su cabeza; sólo una energía, tan oscura y antigua como la primera noche de la Tierra. Una energía hecha de hielo y de viento. La misma que ahora reanimaba su cuerpo, venciendo un letargo que se suponía debía ser eterno. Justo antes de que sus articulaciones lograran coordinarse, permitiéndole alzarse como un autómata de carne y vísceras, algo ocurrió. Una imagen salida de lo más profundo de su antigua consciencia apareció dentro de su cabeza, y agitó su tieso corazón. A partir de ese momento, la tendría sobrepuesta en todas las cosas que sus ojos contemplaran, proporcionándole un objetivo distinto al de alimentarse. Aquella imagen que se tatuó en su mente era un rostro. Uno al que no podía darle nombre, ni dirigirle la palabra, ni siquiera reconocerlo. Sin embargo, ahora todos sus impulsos estaban enfocados hacia ese poderoso imán.
Al amparo de la noche y las ruinas prehispánicas, el autómata se escurrió hasta una calle lateral y abandonó el lugar de la masacre.
***
Atención: General Marcelino García Barragán
Secretario de la Defensa Nacional
Clasificación del informe: CONFIDENCIAL
Eran cerca de las once de la noche, y la situación en la Plaza de las Tres Culturas parecía bajo control; sin embargo, se escuchaban disparos esporádicos cerca del edificio Chihuahua. Como se le informó a usted previamente, aún se retenían a varias personas –entre ellas algunos miembros de la prensa internacional– a un costado de la iglesia de Santiago Tlatelolco, en espera del momento adecuado para liberarlas. Se les mantenía contra la pared, y con las manos en la nuca, para evitar que observaran lo que ocurría a su alrededor. En la zona de los vestigios arqueológicos, yacían los cadáveres de trece estudiantes que aún no habían sido retirados por los equipos de limpieza. Los custodiaban un grupo de soldados comandados por Jesús Bautista González, integrante del Cuarto Batallón de Infantería. Y entonces sucedió lo inexplicable. En palabras de Bautista, todo ocurrió “como en una película en cámara lenta”. Ante la incredulidad de los soldados, los estudiantes que daban por muertos comenzaron a levantarse, “sangrando por la boca, y mostrando los dientes con la evidente intención de atacarnos”. Los elementos del ejército reaccionaron y acribillaron a los agresores; sin embargo, un soldado fue mordido en un brazo. Se le atendió ahí mismo, y continuó con sus labores, pues la herida no era de consideración. Tras el incidente, Bautista tomó precauciones y se encargó personalmente de rematar a los agresores con un tiro en la cabeza. “Todos apestaban como si llevaran horas muertos”, explicó. “Pero eso no podía ser. Sentí que estábamos confundidos y exhaustos, así que saqué un paquete de cigarros y todos nos pusimos a fumar”.
Minutos después, cuando el equipo de limpieza finalmente pasó a recoger los cadáveres para trasladarlos al Servicio Médico Forense, se detectó otra anomalía. “Conté los cuerpos en las camillas y eran doce”, afirmó Bautista. (Cabe aclarar que su declaración fue tomada en las instalaciones del Hospital Central Militar, donde se le atendía de un shock postraumático. Sufría fuertes temblores, su piel estaba pálida, y miraba hacia la nada con pupilas dilatadas.) Después agregó: “Juro por mi madre que antes del ataque eran trece cadáveres. Y si uno de ellos pudo volver a levantarse y escapar, eso sólo significa una cosa: que hay un puto muerto viviente suelto en las calles de la ciudad”.
***
Julia no durmió. Las escenas de las últimas horas se agolpaban en su cabeza como una pesadilla. Encontrarse en la seguridad de su cama sólo empeoraba su estado de ánimo. Quería salir y buscar a Germán, pero sus padres no se lo permitían. Le dijeron que por el momento no era conveniente involucrarse. Que debía quedarse en casa y no llamar la atención. Ya recibiría noticias de su novio… Julia apretó los párpados, pero fue inútil: las lágrimas continuaron brotando. ¿Cómo demonios había ocurrido aquello? Ese día cumplían seis meses juntos; decidieron celebrarlo asistiendo al mitin en la Plaza de las Tres Culturas para repartir propaganda en apoyo al movimiento estudiantil. Y en un segundo, el mundo se desintegró con la fuerza de las balas. En la mente de Julia todo era confusión. Recordaba las bengalas en el cielo, los helicópteros volando al ras del suelo, los disparos que comenzaron a sonar muy cerca de donde ellos se encontraban, pero a partir de ahí no podía reconstruir una secuencia de hechos. Tenía imágenes aisladas, como escenas tomadas de una película de terror. Sólo una cosa estaba clara: cuando el caos se desató, Germán la tomó de la mano, y le gritó “no te sueltes”, pero ante los embates de la multitud que corría despavorida, terminaron separándose. Julia se quedó sola entre miles de personas que gritaban o caían con la cabeza reventada por una bala. En el momento en que se desprendió de Germán, ella sintió como si le hubieran arrancado el brazo, aunque estaba ilesa. Había sido un dolor interno, un desgarro en el corazón. Entonces se detuvo en medio de la plaza y comenzó a gritar su nombre, pero era como si se encontrara dentro de un sueño, porque por más que alzara la voz ni ella misma podía escucharse. Julia se hubiera quedado ahí gritando hasta que la bayoneta de un soldado la partiera en dos, pero unas amigas la arrastraron hasta la avenida, donde se metieron dentro de un coche que iba pasando. Un Volkswagen, eso Julia lo recordaba muy bien. De lo que no tenía idea era cómo le habían hecho para caber todas en ese coche tan pequeño. Días después, cuando hablara con otros compañeros de clase, se enteraría que muchos estudiantes fueron ayudados por automovilistas que se solidarizaron con ellos mientras huían de la matanza…
Ahora, envuelta en la penumbra de su habitación, hasta el silencio parecía una amenaza. Las gotas de lluvia se arrastraban por la ventana como si tuvieran vida propia. Y el bulto de su ropa tirada en el suelo semejaba un animal agazapado esperando el momento de saltar sobre su presa.
Julia apretó los puños y se clavó las uñas en las palmas, intentando que ese dolor ahogara al que sentía cuerpo adentro.
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Un edificio de ladrillo rojo. El autómata era incapaz de pensar, pero seguía impulsos. Sus pies se habían movido hasta llevarlo ahí. Él no se dio cuenta, pero su aspecto no llamó de manera particular la atención porque en ese momento muchos estudiantes caminaban por las calles con las ropas ensangrentadas. La imagen tatuada en su mente producía un pulso, una vibración que lo conectaba con su antiguo yo. Y era justo frente al edificio de ladrillo rojo donde lo sentía con mayor potencia. El problema –que por supuesto él no detectaba- era que se había parado en medio de la calle. Un coche se acercó y se detuvo a su lado. El conductor bajó la ventanilla y le preguntó: “Joven, ¿está usted bien? ¿Quiere que lo lleve a algún lado?” Atraído por el sonido de la voz, el autómata giró la cabeza. El hombre al volante profirió un grito, y arrancó a toda velocidad. En la esquina, un grupo de indigentes observaba la escena. Habían improvisado un refugio bajo el zaguán de un local abandonado. Tenían un par de sillones desvencijados y un carrito del supermercado con sus pertenencias. Bebían alcohol del 96 e inhalaban pegamento. Uno de ellos se aproximó al autómata, lo jaló del brazo y lo llevó hasta el refugio. Le ofreció la botella, y con una sonrisa chimuela le dijo: “Vente para acá. Eres uno de los nuestros”.
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Atención: Luis Echeverría Álvarez
Secretario de Gobernación
Clasificación del informe: CONFIDENCIAL
De acuerdo a su petición, diversos especialistas fueron consultados para esclarecer el incidente ocurrido en la Plaza de las Tres Culturas. Médicos, científicos y psiquiatras coincidieron en que una situación como la reportada por los soldados resulta imposible, y que su testimonio es producto de un episodio de histeria colectiva, dadas las circunstancias de estrés y violencia a la que estuvieron sometidos durante horas.
Sin embargo –y conforme a su indicación de no pasar por alto ningún detalle–, llama la atención lo declarado por Francisco González Rul, arqueólogo del Instituto Nacional de Antropología e Historia, quien hasta 1964 fue el encargado de las excavaciones en el recinto ceremonial de México-Tlatelolco. Puesto del que fue separado tras las presiones de los urbanistas que planeaban la construcción de un espejo de agua que circundaría la iglesia y el convento de Santiago. González Rul cayó en una profunda depresión tras su despido, y posteriormente fue ingresado en una clínica privada, donde permanece hasta el momento.
A continuación, se reproduce un fragmento de su testimonio:
“Sabía que algo terrible iba a ocurrir en ese lugar. Los huesos hablan, y yo vi las señales en ellos. Particularmente en el denominado Entierro 14. Guardo decenas de libretas con anotaciones al respecto. Los huesos tenían marcas, indicios de que las partes más carnosas de los músculos habían sido desprendidas. La prueba del canibalismo ritual azteca. Con un fémur en las manos, miré hacia la plaza y vi una ola de sangre que se abatía sobre los edificios. Tlatelolco fue el último bastión de los mexicas durante la conquista, y tiene perfecta lógica que su regreso parta de este epicentro. Cada tumba que se excava, cada fragmento de pirámide que sale a la luz, no hace sino confirmar que ellos nunca se fueron, que tan sólo han estado esperando el momento preciso para recuperar lo que les pertenece. Y para eso, se requería de un sacrificio monumental. El gobierno cree que reprendió a los estudiantes, pero lo único que consiguió fue marcar el principio del fin”.
***
A la mañana siguiente, Julia evadió la vigilancia de sus padres, escapó de casa y con la ayuda de su amiga Ana se dedicó a buscar a Germán. Recorrieron delegaciones, hospitales y anfiteatros. La morgue de la Cruz Roja era la más impactante. Ahí vio muchos cadáveres traídos de Tlatelolco. Estudiantes en su mayoría, pero también madres y niños. Le llamó la atención que todos los cadáveres estaban descalzos. Entonces una imagen olvidada de lo ocurrido la tarde anterior regresó a su mente con la fuerza de las revelaciones. Mientras era conducida por sus amigas hacia la salvación, vio en el suelo de la plaza un extraño y contundente testimonio de aquel horror: Tlatelolco era un jardín en el que florecían los zapatos de los muertos…
Por la noche, Julia y Ana terminaron su peregrinaje, tan exhaustas  como descorazonadas. Germán no estaba por ningún lado. Y más que sentir esperanza, interpretaron ese hecho como una terrible señal.
Cuando regresaban a casa a bordo del taxi colectivo, Julia observó las luces encendidas dentro de las casas. La gente cenaba o veía la televisión. ¿Cómo podían hacerlo después de lo sucedido? Para ella, nada volvería a ser igual. Sin embargo, comprendió que había algo peor: que la vida siguiera su curso normal. A pesar de lo que sentía, no se cambiaría por ninguna de las personas que se movían como fantasmas detrás de las ventanas.
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Memorándum de la Secretaría de la Defensa Nacional a la Secretaría de Salud
Clasificación: URGENTE / CONFIDENCIAL
El soldado que fue atacado durante el incidente en la Plaza de las Tres Culturas, y que responde al nombre de Ernesto Morales Soto, fue ingresado al Hospital Central Militar, debido a que su salud se deterioró de manera dramática de un día para otro. No hay un motivo claro para esta situación, ya que –según los testimonios de sus compañeros– sólo fue mordido por uno de los estudiantes. Morales Soto presenta los síntomas de un severo cuadro infeccioso, por lo que se solicita el envío de especialistas a este nosocomio. El médico que le atiende sospecha que se trata de un virus desconocido, y teme un posible brote. De momento no se ha podido aislar al paciente, pues las instalaciones del hospital están rebasadas ante la gran cantidad de heridos que ingresaron en las últimas horas.
Se ruega su pronta respuesta a esta emergencia.
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Boletín de la Policía Judicial del Distrito
A todos los agentes:
Se identificó al alumno que participó en el incidente de la Plaza de las Tres Culturas, y que escapó a la vigilancia de los soldados. Responde al nombre de Germán Solís Enríquez, y es considerado altamente peligroso. Se requiere su detención, vivo o muerto.
Se anexa fotografía.
***
Era la hora del descanso, y los alumnos de la Vocacional 1 se encontraban en el patio central. El autómata era ajeno a eso, pero sintió un aumento considerable en la energía que emanaba del edifico de ladrillo rojo. Abandonó el refugio de los indigentes, quienes en ese momento dormían profundamente, y avanzó hacia el origen del pulso. El vigilante de la entrada se quedó petrificado al verlo cruzar la puerta, y una vez que logró recuperarse, tomó su radio y se comunicó con la policía. El autómata entró al patio, provocando la desbandada de los alumnos, que corrían y gritaban, dejando caer sus refrescos y bolsas de papas. Algunos, sin embargo, permanecieron en los costados, y en el barandal del primer piso asomaron un montón de curiosos que querían fisgonear desde un lugar más seguro. Una sola persona permaneció al centro del patio, impávida mientras el autómata se aproximaba con pasos torpes. En el camino, el brazo derecho se le desprendió con un crujido, y cayó al suelo, provocando una nueva oleada de gritos.
La imagen tatuada en la mente del autómata concordaba con la del rostro que ahora tenía enfrente.
Julia se enjugó las lágrimas, y esbozó su mejor sonrisa.
–Te he estado buscando ­–dijo, con un tono de voz que mezclaba miedo y emoción.
El autómata ladeó la cabeza. La vibración estaba en su apogeo y producía en él un efecto que podría definirse como sedante. Julia vio el orificio de bala que tenía en el pecho, y le pasó amorosamente los dedos por la herida. Ella no lo sabía, pero era el disparo que le quitó la vida, tan sólo diez minutos después de que sus manos se soltaran en el caos de Tlatelolco. El otro agujero, que tenía a un lado de la ceja izquierda, era el tiro con el que Bautista lo remató, pero la mano temblorosa del soldado hizo que la trayectoria atravesara su cabeza sin tocar el cerebro.
–Tu camisa favorita se estropeó –fue lo único que atinó a decir Julia en ese momento–. ¿Te acuerdas cuando fuimos a comprarla a la Zona Rosa?
Los ojos del autómata centellearon un instante, y luego volvieron a ser una gelatina gris. En ese momento, un francotirador apareció en el techo. Julia pudo ver cómo se apoyaba en la cornisa y apuntaba con su rifle. Sus amigas le gritaron que se alejara. El director de la Vocacional, atrincherado en su oficina, utilizó los altavoces para pedírselo también. Pero ella escuchaba aquellas súplicas a lo lejos, como si aún no despertara y los ruidos se colaran débilmente en su sueño.
Y Julia tomó una decisión. Una que, sin sospecharlo, representó a todos los estudiantes que sobrevivieron a la masacre: si la vida iba a ser una pesadilla, entonces ella no quería despertar.
Acercó sus labios a los de Germán y lo besó.
El francotirador recibió la orden. Su disparo fue certero, y atravesó  limpiamente las cabezas de ambos.
Segundos antes de que eso sucediera, y de que su muerte en vida se apagara definitivamente, el autómata respondió al impulso de Julia. No la besó, porque ya no recordaba qué era eso.
Lo que hizo fue morder sus labios.
***
Su cerebro se encendió como un televisor.
El soldado Ernesto Morales Soto acabada de ser declarado muerto. El médico que lo atendía lo cubrió con una sábana y le dio la espalda, exhausto. Por eso no pudo ver lo que sucedió a continuación. Lo último que pensó fue que nunca había vivido una jornada como aquella, y que probablemente nunca volvería a vivir otra igual.
No se equivocaba.
El autómata apartó la sábana y se incorporó. Tenía un hambre que los vivos eran incapaces de comprender, porque no se detenía nunca. Era primitiva, y su único objetivo consistía en crecer hasta llenar un cuerpo vacío.
Cuando no hay pensamientos, ni sentimientos, ni recuerdos, lo único que queda es eso.

HAMBRE.
El autómata abrió las mandíbulas, se abalanzó sobre el médico, y de un mordisco desató la epidemia.


martes, 1 de agosto de 2017

Abbadon Tenebrae de Toño Malpica


No estoy loco.
Ya sé que lo he dicho un millón de veces. A los doctores. A mis papás. A mis amigos. Pero lo tengo que seguir diciendo hasta que se me acabe la esperanza de que alguien me ayude.
En estos momentos me encuentro en una celda de paredes acolchonadas. Todo es del mismo color verde claro: la cama y sus sábanas, la puerta. No hay más muebles. Para ir al baño tengo que llamar a la enfermera. Muy por encima de mi cabeza hay una ventanita por la que entra la luz del sol y algunos ruidos de la calle. Fuera de eso, estoy solo. Muy solo.
Mis papás vienen a verme cada vez menos. Igual mis amigos.
Escribo esto con un lápiz que olvidó el doctor García una vez y que pude esconder debajo de la almohada. Me ha tomado también varios días hacerme de seis servilletas para tener papel en el cual relatarte mi historia. En cuanto termine, arrojaré mis escritos por la ventana. Tú, quien quiera que seas, amigo de la calle, los recogerás del suelo, los ordenarás, los llevarás a tu casa, los leerás con cuidado y, si decides creerme, me ayudarás. Tendrás la gentileza de venir al hospital, hablar con los doctores y decirles que no he inventado nada, que el juego existe y que debo terminarlo o en pocos días van a tener que sacar de aquí mi cuerpo exánime y retorcido.
Todo comenzó la tarde en que mi amigo Humberto consiguió el CD de un juego llamado Abbadon I. ¿Cómo lo consiguió? Todavía es un misterio para mí. Dice que venía entre unos DVDs piratas que compró su hermana, aunque el disco del juego era original. Lo único cierto es que, en cuanto lo jugué por primera vez, mi vida cambió para siempre.
- Gerardo, tienes que venir a ver esto -  dijo la voz de Humberto al teléfono.
-  ¿Qué es?
- Un juego nuevo. Está… está… no te lo puedo ni explicar.
- Estoy haciendo la tarea de geografía. O me dices de qué se trata o no voy.
- Pues no vengas.
Ojalá le hubiera hecho caso. Ojalá hubiera preferido terminar mi tarea. Después de varios minutos de intentar concentrarme, acabé por rendirme. Agarré una chamarra y salí para su casa cruzando la calle.
-  ¿De qué se trata? - le pregunté en cuanto me senté frente a la computadora a su lado.
No necesitó ni siquiera darme explicaciones. Lo que vi me puso los cabellos de punta.
FIN DE LA PRIMERA SERVILLETA
En el monitor de su computadora estaba nuestra calle, toda en llamas. La reproducción de las casas, los coches, los jardines, era exacta. Cientos de demonios negros volaban por encima de la destrucción. Había varios muertos sobre el pavimento; incluso pude reconocer algunos vecinos nuestros entre ellos.
- ¡Pero…! ¿Cómo lo…? - intenté preguntar.
- Ni yo sé qué onda.
Humberto se esforzaba por acabar con los demonios utilizando la barra espaciadora. Movía su rifle a la izquierda y a la derecha, avanzaba con las flechitas del teclado, disparaba rayos azules. Los demonios caían, sí, pero muchos otros seguían apareciendo en el cielo. Eran como gárgolas furiosas. Seguí a Humberto a través de la realidad virtual hasta que abandonó nuestra calle. Siguió matando demonios frente a la esquina. Entonces se abrieron las nubes y apareció un nuevo diablo, uno rojo y enorme.
-  ¡Este es el mero malo de este nivel! - me dijo- . Está bien difícil echárselo.
Vi a Humberto pelear con él hasta que se  le acabaron las vidas y apareció el letrerito: “Game Over”.
- No sé. Nada más puse mi nombre y mi fecha de nacimiento.
Me cedió el teclado. Llevé el puntero del mouse hasta el botón que decía “Juego nuevo”. Entonces, efectivamente, aparecieron tres casillas: Nombre, Apellido Paterno, Apellido Materno. Puse todo en mayúsculas y luego apreté el botón “Siguiente”. Me preguntó entonces mi fecha de nacimiento. La ingresé y se puso a pensar un rato. Luego, apareció la barrita de “Loading” y por fin salió, sobre una hoja que pretendía ser como de pergamino, una descripción en letra garigoleada:
Gerardo Medina Palacios, Mexicano, Colonia Narvarte.
Libra con ascendente en Piscis 4698-131
-  ¡Guau! - exclamé-  ¡De pelos!
- No, y espérate. Dale ENTER.
Apareció el típico rollo de la licencia. Que si uno acepta que no va a copiar el programa y todo eso.
- Apriétale que sí aceptas - me urgió Humberto.
Y así lo hace. Al instante dio inicio el juego. Lo increíble es que la figura de acción estaba parada justo enfrente de la puerta de mi casa.
- De veras que está de pelos.
Apareció un diablo volando por encima de mí y le disparé. Luego otro. Y otro. Lo mejor era sentir que eras verdaderamente tú el que tenía que matarlos a todos. Entonces en la pantalla apareció nuestra vecinita Lilí, por la calle, en su bicicleta. Un diablo se le echó encimo y yo lo maté. Pero luego fue otro y otro hasta que no pude con todos. Pobrecita Lilí, calcinada a media calle.
La verdad no duré mucho. Como en cinco minutos acabaron conmigo, pero el juego estaba buenísimo. Aparecieron los mejores puntajes del día: Humberto Gómez Fernández 4604-7 en los primeros lugares. Gerardo Medina Palacios 4698-131 hasta el final.
-  ¿Qué son esos números que pone enfrente de nuestro nombre?
- No sé. Los ha de inventar.
- Yo creo que es como el Google Earth, que te deja ver tu casa desde el espacio, ¿no?
- Sí. Yo creo que utilizan ese mapa para hacer una copia de todas las calles del mundo. ¿A poco no está súper de pelos?
Las manos me sudaban. Era, por mucho, el mejor juego que había jugado en toda mi vida. Humberto se dio cuenta de lo que me pasaba por la cabeza.
- El examen de mate - dijo de pronto.
-  ¿Qué?
- Que yate hice una copia. Pero te cuesta el examen de mate. Me vas a dejar copiarte.
- Es un trato.
Al salir de su casa, una sola cosa me llamó la atención. En la calle estaba Lilí sobre su bicicleta. Me hizo sentir escalofrío; estaba en el mismo lugar en el que, dentro del juego, la habían atacado los demonios y convertido en cenizas. Me dio gusto verla viva y jugando.
FIN DE LA SGUNDA SERVILLETA
Inserté de inmediato el disco en mi computadora. Y aunque el juego me preguntó mis datos otra vez, no me salió el rollo de la licencia. De todos modos, no le di importancia a ese detalle. Estuve como hasta las doce de la noche jugando. Todavía no podía creer lo bueno que estaba. Me había pasado por todos los lugares de la colonia; incluso me metí a nuestra escuela y desde ahí disparé contra los diablos. Cuando aparecía el diablo rojo por entre las nubes lo enfrentaba, sí, pero siempre perdía.
-  ¡Gerardo! ¡No me digas que sigues jugando! - fue el grito de mi mamá que consiguió que por fin apagara la máquina y me fuera a la cama.
Al otro día, después de clases, volví a jugar. Y así lo hice todos los días hasta el fin de semana. El problema era que no podía matar al diablo rojo con nada. Ni siquiera encerrándome todo el sábado y el domingo pude hacerlo. Por eso empecé a sospechar que el juego no tenía más que un nivel. Se lo dije a Humberto el siguiente lunes en la escuela.
 - Ya no lo estoy jugando. Ya me aburrió - me dijo- . Además, me he estado sintiendo mal del estómago y me marea la computadora.
Me sentí decepcionado. No era un juego cualquiera y Humberto era mi único cómplice. Tendría que seguir por mi cuenta. No obstante, si le pedía ayuda en algo.
- Préstame el disco original.
-  ¿Para qué? - dijo, apretándose el estómago y mirando hacia los lados con angustia. Parecía que algo en el ambiente le causaba temor.
- Quiero buscar información en Internet. Es que no logro vencer al diablo y ya me desesperé. Llevo una semana entera jugando y no avanzo.
En la tarde fui a su casa por el disco. Mi amigo estaba verdaderamente mal, tenía fiebre y la mirada extraviada.
- Deberías ir al doctor - le dije.
- Ya me llevó mi mamá. Pero el doctor dice que se me tiene que pasar pronto porque no tengo nada.
Me dio el disco y lo dejé solo.
La verdad es que no había mucho en qué fijarse. Decía “Abaddon I” hasta arriba; “Tenebrae” en la parte inferior; y una secuencia de letras y números en medio: “4qrtpp”. Ninguna empresa responsable ni nada. Comencé a sentir que algo había de malo en todo eso.
Primero busqué en Internet “Abaddon I”. Me salieron muchos resultados de un grupo de rock que así se llamaba, Abaddon. Luego, información de Abaddon, que es el jefe de los demonios de la séptima jerarquía, mejor conocido como “El exterminador”.
Pero el juego, nada.
Luego puse “Tenebrae” y sólo me enteré de que es algo que usan para hacer juegos de acción en “primera persona”, o sea, esos juegos en los que ves la pantalla como si fueras tú el que estás adentro.
Como última opción, puse las letras y números. Menos. El buscador no arrojó ninguna página.
Me fui a dormir, pensando que yo también acabaría por renunciar al tonto juego.
FIN DE LA TERCERA SERVILLETA
Al día siguiente la maestra nos dio la mala noticia. Casi todos los chavos lloraron; yo, en cambio, no podía creerlo. Había estado en su casa el día anterior Tenía muchas cosas que alguna vez me había prestado y que nunca le regresé de cuando éramos más chicos: su Max Steele, algunas cartas de Yugi-Oh!, su colección de tazos. Era imposible.
Saliendo de la escuela corrí a su casa pero nadie me abrió. Después me dijo mi mamá que todos se habían ido al velorio. Me preguntó que si quería ir, pero la verdad me sentía en “shock”. Preferí negarme y ella comprendió. Para distraerme me puse a jugar el juego que tanto habíamos disfrutado juntos, pero a la larga, fue peor. Seguía sin poder matar al diablo y me puse más triste.
Entonces, se me ocurrió poner en el buscador del Internet todo junto: Abbadon I Tenebrae 4qrtpp. Me arrojó un solo resultado: una página en Rumania (lo supe porque tenía al final “ru”) que contenía una sola línea blanca sobre fondo negro: una dirección de correo electrónico.
No pude más. Luego luego entré a mi correo y le escribí a esa persona. Lo hice en inglés por miedo a que, en español, no me entendiera. Fue muy corto mi correo “I want information of Abbadon I”.
En ese momento me asomé a la ventana. Los papás de Humberto volvían ya a su casa. Los dos estaban vestidos de negro y llorando. Me sentí horriblemente mal. Yo no sabía que un chavo de trece años se pudiera morir de un simple dolor de panza.
Cuando volví a la máquina, todavía no había respuesta del correo. Me puse a jugar otros juegos, uno de carreras y coches y el de Civilization.
A los tres días volví a jugar el Abaddon. Hasta entonces me di cuenta de un horrible detalle. Fue como a la cuarta vez que comencé el juego. En la ventana del cuarto de Humberto, en la casa de la realidad virtual de la computadora, se veía la  cara de un muchacho. Un muchacho triste que no me quitaba la vista de encima. Estuve contemplando tan espantosa imagen hasta que uno de los diablos me atacó con su fuego y caí. En cuanto apareció el letrero de “Game Over” cerré el juego. El corazón me latía a mil por hora.
Entonces, al cerrarse la ventana de Abaddon, apareció detrás el mensajito de que tenía varios correos pendientes. Quise distraerme con mis nuevos mensajes pero me fue imposible: entre dos correos de dos chavos de la escuela, estaba uno que venía de una cuenta de Rumania. Le di un clic con la mano temblorosa. Ya no se trataba sólo de entender el juego, de cómo vencer al diablo mayor y eso, ahora también debía comprender lo que había visto en la computadora y que me había dejado helado.
“La información está en el crucifijo”.
Eso era todo lo que decía el mensaje, en español.
No comprendí qué significaba. No había crucifijos en el juego. A menos que yo hubiera menospreciado el programa dese el principio y fuera, en realidad, uno tipo Adventure y no sólo de acción, Probablemente había que hacer más exploración, había que resolver algún acertijo, había que interactuar más con otros personajes.
Tomé la decisión de entrar de nuevo y hacer lo único que me parecía sensato correr hasta la iglesia de la colonia. Trate de no contraatacar a los demonios; preferí huir de ellos. Sin embargo, al acercarme a la iglesia, era constantemente rechazado por ella, como si un campo de fuerza la rodeara. Esperé a ser consumido por el fuego sin que se me ocurriera nada de nuevo.
Apagué la computadora y fui a la ventana de mi cuarto. Desde ahí observe la ventana de la habitación de Humberto, pasando la calle. Las cortinas estaban quietas. Su cama se veía todavía tendida.
Me fui a dormir. Pero durante toda esa semana tuve horribles pesadillas. Y cuando despertaba de ellas, no podía evitar correr a la ventana y mirar hacia el otro lado de la calle. Estaba seguro de que me iba a encontrar con los ojos de un muchacho triste con el que en otro tiempo jugaba al futbol y a las maquinitas.
FIN DE LA CUARTA SERVILLETA
A los pocos días mis papás se dieron cuenta de que yo no estaba bien.
- ¿Qué es eso de “Regnat Abaddon”? - me preguntó una noche mi mamá después de merendar.
- ¿Por qué? - le pregunté, temeroso. Ni yo sabía que significaba.
- Porque ya van varias veces que lo gritas en sueños, hijo. ¿Viste alguna película que te impresionó? ¿O es por lo de Humberto?
No supe ni qué contestarle. Pero sí me di cuenta de que no podía seguir así. Fui a mi cuarto y rompí el disco original. Luego, hice lo mismo con mi copia. Y cuando estaba a punto de desinstalar el juego de mi computadora, comprendí.
Inicié entonces el juego. No pude evitar mirar hacia la casa de mi amigo en la pantalla. Su rostro parecía querer decirme algo a la distancia, pero se veía que le resultaba imposible. Al instante, los diablos comenzaron su ataque. E hice lo único que sabía que nunca había hecho antes: abrir la puerta a mis espaldas y entrar a mi casa.
Me dio miedo. Todo en el interior de mi casa era idéntico a como era en la vida real. Incluso estaba oscuro. Así que caminé por el pasillo y subí por las escaleras. Pude ver de reojo, a través de la puerta de mi habitación, que alguien jugaba con la computadora. Como te imaginarás, preferí no entrar. Y yo, en la vida real, también preferí no mirar hacia la puerta.
Luego, dentro del juego, fui al único crucifijo que hay en la casa: uno que está en el cuarto de mis papás. Ahí, frente a él, se me develó el secreto. Letras azules brillantes flotaban frente a él.
“El primer número es la distancia de la oscuridad al día del contrato.”
  “El segundo número es la distancia del día del contrato a la oscuridad.”
                                     “Al vencer a Abbadon se vuelve a la prórroga inicial.”
Eso era todo lo que decía. Estuve viendo el mensaje por tanto tiempo, tratando de descifrar el significado, que casi ni vi el arco que se encontraba bajo la cruz. Un arco luminoso y azul con una sola saeta. Supe que con esa flecha podría vencer a Abaddon.
Miré el reloj de la computadora. Pasaban de las doce de la noche. ¿Cómo había transcurrido tanto tiempo? ¿A qué contrato se refería el juego? ¿Qué era eso de la oscuridad?
Abandoné la computadora y corrí a la recámara de mis padres. Dormían. Debajo del crucifijo no había nada, ni leyenda alguna flotando sobre éste. Comencé a llorar.
- Hijo, estas bien? - me preguntó mi mamá, de pronto despierta.
- Sí, mi mamá. Es que tuve un sueño feo otra vez.
FIN DE LA QUINTA SERVILLETA
Volví a mi cuarto, pero alcancé a escuchar que mis padres conversaban preocupados. En la pantalla, uno de los diablos había entrado a la casa, había acabado conmigo y había aniquilado el arco luminoso. “Game Over”, titilaban las letras rojas sobre el fondo negro del monitor.
Al día siguiente no quise ir a la escuela, le dije a mi mamá que me sentía mal. Estuve todo el tiempo entrando al juego y volviendo al lugar del crucifijo. El arco ya no se veía por ningún lado. La cara de Humberto tampoco. Los diablos me atacaban por rutina. Yo me defendía sin ganas.
Desesperado, volví a escribir a la cuenta de correo en Rumania. Sólo obtuve respuesta hasta que puse, en mi petición, la firma que me asignaba el juego: Libra con ascendente en Piscis 4698-131.
-¿Tan joven eres, Libra? - dijo el destinatario en el primer correo.
-¿Cómo lo supo? Tengo casi catorce años - contesté.
-El primer número te separa de la primera oscuridad, es decir, los días de distancia que hay hasta tu nacimiento - dijo en un segundo correo.
Temblé. No me fue muy difícil suponer a lo que se refería el segundo número. A Humberto le había salido un 7. Se me salieron las lágrimas.
-¿A qué se refiere lo del contrato? - pregunté.
- A las cláusulas de inicio, cuando jugaste por primera vez. ¿Qué no las leíste? Entregabas tu prórroga inicial por la que Abbadon quisiera concederte.
- ¿Mi prórroga inicial?
- El día señalado de tu muerte. Abaddon escoge otro para darle interés al juego. Cuando vences al señor de la destrucción, él te devuelve tu día señalado. Y se acaba el juego. Tú tienes suerte, Libra. No a muchos les da 131 jornadas para vencerlo.
Entonces entró un diablo por la ventana. No me atacó con fuego, sólo me empezó a atormentar subiéndose en mi espalda, arañándome con sus garras y sus colmillos. Mis gritos hicieron entrar a mi madre al cuarto.
- ¡Gerardo! ¡Qué te pasa! ¡Qué tienes!
Al día siguiente me trajeron aquí, a este cuarto de hospital en el que, por lo menos, los diablos no me atormentan. Sólo vuelvan por el cielo sin perderme de vista. A veces, sólo a veces, se asoman por la ventana.
Se me termina el espacio. Si crees que vale la pena, amigo de la calle, haz lo posible porque me permitan volver al juego y acabar con Abaddon. Sé que en algún otro crucifijo debe estar el arco luminoso para terminar con él.
Tengo miedo.
Estoy cansado de sentirme tan solo.

FIN DE LA SEXTA SERVILLETA
Grupo de seis servilletas encontrado en los jardines del Hospital Psiquiátrico Infantil y entregados por el doctor Jorge García, médico de guardia, a los padres de Gerardo Medina Palacios a los pocos días de su deceso.



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