Nosotros, los bárbaros, vivíamos en las montañas, en cuevas húmedas y oscuras, comiendo bayas, robando huevos de los nidos y apretándonos los unos contra los otros cuando la noche se hacía insufrible.
Era cierto que, a veces, un trémolo sordo nos llamaba. Temerosos, descendíamos por el bosque hasta ver el camino que habían construido los hombres del poblado, y veíamos las caravanas, los ricos carruajes, los soldados de brillantes corazas. Y era tanto el odio y la envidia y la rabia, que precipitábamos sobre ellos gruesas piedras (eran nuestra única arma) y escapábamos antes de que nos alcanzaran sus dardos.
A veces, en lo más sombrío e intrincado del bosque, aparecían hombres del poblado que gritaban y agitaban los brazos. Se acercaban y nos ofrecían inútiles objetos. Acariciaban a los niños y, con gestos, trataban de enseñarnos alguna cosa, pero eso nos ofendía, y bastaba que uno de los nuestros gruñera para que todos nos abalanzáramos sobre ellos y destrozáramos sus artilugios y los despedazáramos. Los hombres que venían a nuestro encuentro no eran, además, como los soldados; eran infelices que se dejaban atropellar, que lloraban si rompíamos sus cajas de finas hojas llenas de signos apretados. De los soldados salíamos huyendo, pero a aquellos viejos que venían en son de paz podíamos atarlos a los árboles y torturarlos sin peligro. Babeando, danzábamos delante de ellos, les aplicábamos brasas candentes, los ofrecíamos al hambre de nuestras mujeres y de los niños que colgaban de sus pechos.
Sin embargo, a veces, disciplinados ejércitos de soldados avanzaban geométricamente sobre el bosque. Nosotros chillábamos, les lanzábamos piedras, les mostrábamos las bocas desdentadas con el gesto de amenaza que veíamos poner a los perros, pero ellos se desplegaban, y capturaban a algunos de los nuestros, y los lanceaban, y los demás sólo podíamos retroceder, adentrarnos más en el bosque, ocultarnos en lo más espeso, en lo más inhóspito de sus profundidades.
Ahora ya casi todo el bosque es suyo. Rebeldes, rabiosos, ascendemos por las montañas mientras ellos extienden sus poblados, sus caminos empedrados, sus obedientes animales. Debemos retirarnos cada vez más, hasta aterirnos de frío en estas cumbres de nieve donde nada vive, donde nada hay que les pueda ser útil. Aquí nos apretamos, diezmados, cada vez más hambrientos, incapaces de comprender cómo son tan hábiles para aplicarse sobre el cuerpo finas pieles, de dónde sacan sus afiladas armas.
En las montañas, luchamos por sobrevivir frente a los osos y la lluvia. Vagamos en busca de comida, aunque cada vez es más difícil evitar a los hombres del poblado, los hombres sabios, los que tanto odiamos.
Ellos creen que no pensamos, pero se equivocan. Bastaría que vieran nuestras uñas rotas de escarbar la tierra, nuestra mirada agria e intolerante, nuestra rabia; bastaría eso para que al fin se dieran cuenta de que también sabemos preguntarnos por qué la victoria ha de ser suya.
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