Durante
el reinado del segundo emperador de la dinastía Ming vivía un verdugo llamado
Wang Lun. Era un maestro en su arte y su fama se extendía por todas las
provincias del imperio. En aquellos días las ejecuciones eran frecuentes y a
veces había que decapitar a quince o veinte personas en una sola sesión. Wang
Lung tenía la costumbre de esperar al pie del patíbulo con una sonrisa amable,
silbando alguna melodía agradable, mientras ocultaba tras la espalda su espada
curva para decapitar al condenado con un rápido movimiento cuando este subía al
patíbulo.
Este
Wang Lung tenía una sola ambición en su vida, pero su realización le costó
cincuenta años de intensos esfuerzos. Su ambición era decapitar a una condenado
con un mandoble tan rápido que, de acuerdo con las leyes de la inercia, la
cabeza de la víctima quedara plantada sobre el tronco, así como queda un plato
sobre la mesa cuando se retira repentinamente el mantel.
El
gran día de Wang Lung llegó por fin cuando ya tenía setenta y ocho años. Ese
día memorable tuvo que despachar de este mundo a dieciséis personas para que se
reunieran con las sombras de sus antepasados. Como de costumbre se encontraba
al pie del patíbulo y ya habían rodado por el polvo once cabezas rapadas,
impulsadas por su inimitable mandoble de maestro. Su triunfo coincidió con el
duodécimo condenado. Cuando el hombre comenzó a subir los escalones del
patíbulo, la espada de Wang Lung relampagueó con una velocidad tan increíble,
que la cabeza del decapitado siguió en su lugar, mientras subía los escalones
restantes sin advertir lo que le había ocurrido. Cuando llegó arriba, el hombre
habló así a Wang Lung:
-¡Oh,
cruel Wang Lung! ¿Por qué prolongas la agonía de mi espera, cuando despachaste
a todos los demás con tan piadosa y amable rapidez?
Al
oír estas palabras, Wang Lung comprendió que la ambición de su vida se había
realizado. Una sonrisa serena se extendió por su rostro; luego, con exquisita
cortesía, le dijo al condenado:
-Tenga
la amabilidad de inclinar la cabeza, por favor.