¿Sorprendido? Pues claro que estaba
sorprendido. Sales con una chica. Una primera cita, una segunda cita, un
restaurante por aquí, una película por allá, siempre en sesiones matinales,
exclusivamente. Empiezan a acostarse, el sexo es espectacular y después llega
también el sentimiento. Cuando de pronto, un buen día, viene a ti llorando, tú
la abrazas y le dices que se tranquilice, que no pasa nada, y ella te contesta
que ya no puede más, que tiene un secreto, pero no un secreto cualquiera, que
se trata de algo tenebroso, de una maldición, un asunto que ha querido
revelarte todo este tiempo pero no ha tenido valor para hacerlo. Porque se
trata de algo que la oprime constantemente como si de un par de toneladas de
ladrillos se tratara. Algo que te tiene que contar, porque tiene que hacerlo,
aunque también sabe que desde el momento en que te lo revele la vas a dejar, y
con razón. Y al momento vuelve a ponerse llorar.
–No te voy a dejar –le dices–, yo no,
yo te quiero.
Puede que parezca que estés algo
emocionado, pero no, y aunque lo estés es porque ella sigue llorando, no por el
secreto en sí. La experiencia te ha enseñado que esos secretos que
repetidamente llevan a las mujeres a hacerse trizas son la mayoría de las veces
algo de la importancia de haberse echado un palo con un animal, con un familiar
o con alguien que les dio dinero a cambio.
–Soy una puta –acaban diciendo
siempre.
–No, que no –insistes tú
abrazándolas, o–: Shshshsh –si sigue llorando.
–De verdad que es algo muy gordo
–insiste ella, como si hubiera descubierto esa despreocupación tuya que tanto
has intentado ocultar.
–Puede que dentro de ti suene
espantoso –le dices–, pero es por la acústica. Ya verás cómo en cuanto lo
saques, de repente te parecerá mucho menos grave.
Ella casi se lo cree y tras dudar un
instante dice:
–¿Si te dijera que por las noches me
convierto en un hombre peludo y enano, sin cuello y con un anillo de oro en el
meñique, entonces también seguirías queriéndome?
Y tú le dices que por supuesto,
porque qué vas a decirle, ¿Qué no? Lo único que está intentando es ponerte a
prueba para ver si la quieres incondicionalmente, y tú siempre has estado
soberbio ante cualquier prueba. Además, la verdad es que en cuanto se lo dices
ella se derrite y ya están cogiendo, así, en el salón. Después se quedan
abrazados y ella llora, porque se siente aliviada, y tú también lloras, sin
saber por qué. Pero a diferencia de otras veces ella no se marcha. Se queda a
dormir contigo. Y tú te quedas despierto en la cama, mirando su hermoso cuerpo,
el sol se está poniendo ahí afuera, la luna, que aparece de repente como de la
nada, la luz plateada que le toca el cuerpo acariciándole el vello de la
espalda. Y en menos de cinco minutos te encuentras con que a tu lado, en la
cama, tienes a un hombre bajito y regordete. El hombre en cuestión se levanta,
te sonríe y se viste algo turbado. Sale del dormitorio, y tú tras él,
hipnotizado. Ahora ya está en el salón, pulsando con sus rollizos dedos los
botones del control de la tele, dispuesto a ver los deportes. Fútbol, un
partido de la Liga de Campeones. Cuando fallan el tiro te dice que tiene la
garganta seca y el estómago vacío. Que se le antojan unos bocadillos, de ser
posible de pollo aunque también podrían ser de res. Así que te subes con él en
el coche y lo llevas a un restaurante cercano que conoce. La nueva situación te
tiene preocupado, muy preocupado, pero no sabes muy bien qué hacer porque la
central neuronal de la decisión está paralizada. La mano cambia las marchas mientras
bajas hacia Ayalon, como la de un robot, y él, en el asiento de al lado,
tamborilea en el tablero con el anillo de oro que lleva en el meñique; cuando
en el semáforo que hay junto al cruce de Beit Dagon baja la ventanilla
electrónica, te guiña un ojo y le grita a una soldado que está haciendo
autoestop:
–Chata, ¿quieres que te subamos atrás
como una cabra?
Después, en Azor, te pones a comer
carne con él hasta reventar mientras lo ves disfrutar de cada bocado y reírse
como un niño. Y todo el rato te dices a ti mismo que no es más que un sueño, un
sueño extraño, es verdad, pero de esos de los que enseguida vas a despertar.
A la vuelta le preguntas dónde se quiere bajar, pero él se hace el sordo y pone cara de pobrecito. Así que te ves volviendo a tu casa con él. Son casi las tres de la mañana.
A la vuelta le preguntas dónde se quiere bajar, pero él se hace el sordo y pone cara de pobrecito. Así que te ves volviendo a tu casa con él. Son casi las tres de la mañana.
–Me voy a dormir –le comunicas, y él
te dice adiós con la mano desde el puf y sigue con la mirada clavada en el
canal de la moda.
Por la mañana te despiertas cansado,
con un poco de dolor de estómago y la encuentras en el salón, todavía
dormitando. Pero en cuanto has terminado de bañarte se levanta, te abraza con
cierto aire de culpabilidad y tú te sientes demasiado confuso como para decirle
nada. El tiempo pasa y siguen juntos. El sexo no hace más que mejorar día con
día, ella ya no es tan joven, ni tú tampoco, así que un buen día te encuentras
hablando de tener un hijo. Por la noche tu gordito y tú se la pasan en grande
cuando salen, como nunca te la habías pasado en la vida. Te lleva a
restaurantes y a bares de los que antes no te sonaba ni el nombre, bailan
juntos encima de las mesas y rompen platos y más platos como si la mañana no
existiera. El gordito es un poco grosero, sobre todo con las mujeres. A veces
tú no sabes dónde esconderte por las majaderías que hace. Pero, aparte de eso,
la verdad es que está muy bien estar con él. Cuando se conocieron, a ti el
fútbol no te interesaba demasiado, mientras que ahora ya conoces a todos los
equipos y cada vez que el equipo del que son hinchas gana te sientes como si hubieras
pedido un deseo y éste se hubiera cumplido, un sentimiento tan poco frecuente,
especialmente en alguien como tú, que normalmente no sabes ni lo que quieres. Y
así, todas las noches, te duermes con él cansado viendo los partidos de la liga
argentina y por la mañana vuelves a despertarte al lado de una mujer guapa y
comprensiva a la que también amas a rabiar.