Apagué
el televisor y miré por la ventana. El auto de Silvia estaba estacionado frente
a la casa, con las balizas puestas. Pensé si había alguna posibilidad real de
no atender, pero el timbre volvió a sonar: ella sabía que yo estaba en casa.
Fui hasta la puerta y abrí.
-Silvia -dije.
-Hola -dijo ella, y entró sin que yo
alcanzara a decir nada-. Tenemos que hablar.
Señaló el sillón y yo obedecí, porque a
veces, cuando el pasado toca a la puerta y me trata como hace cuatro años
atrás, sigo siendo un imbécil.
-No va a gustarte. Es... Es fuerte -miró
su reloj-. Es sobre Sara.
-Siempre es sobre Sara -dije.
-Vas a decir que exagero, que soy una
loca, todo ese asunto. Pero hoy no hay tiempo. Te venís a casa ahora mismo,
esto tieness que verlo con tus propios ojos.
-¿Qué pasa?
-Además le dije a Sara que ibas a ir,
así que te espera.
Nos quedamos en silencio un momento.
Pensé en cuál sería el próximo paso, hasta que ella frunció el ceño, se levantó
y fue hasta la puerta. Tomé mi abrigo y salí tras ella.
Por fuera la casa se veía como siempre,
con el césped recién cortado y las azaleas de Silvia colgando de los balcones
del primer piso. Cada uno bajó de su auto y entramos sin hablar. Sara estaba en
el sillón. Aunque ya había terminado las clases por ese año, llevaba puesto el
jumper de la secundaria, que le quedaba como a esas colegialas porno de las
revistas. Estaba sentada con la espalda recta, las rodillas juntas y las manos
sobre las rodillas, concentrada en algún punto de la ventana o del jardín, como
si estuviera haciendo uno de esos ejercicios de yoga de la madre. Me di cuenta
de que, aunque siempre había sido más bien pálida y flaca, se la veía rebosante
de salud. Sus piernas y sus brazos parecían más fuertes, como si hubiera estado
haciendo ejercicio unos cuantos meses. El pelo le brillaba y tenía un leve
rosado en los cachetes, como pintado pero real. Cuando me vio entrar sonrió y
dijo:
-Hola papá.
Mi nena era realmente una dulzura, pero
dos palabras alcanzaban para entender que algo estaba mal en esa chica, algo
seguramente relacionado con la madre. A veces pienso que quizá debí habérmela
llevado conmigo, pero casi siempre pienso que no. A unos metros del televisor,
junto a la ventana, había una jaula. Era una jaula para pájaros -de unos
setenta, ochenta centímetros-, colgaba del techo, vacía.
-¿Qué es eso?
-Una jaula -dijo Sara, y sonrió.
Silvia me hizo una seña para que la
siguiera a la cocina. Fuimos hasta el ventanal y ella se volvió para verificar
que Sara no nos escuchara. Seguía erguida en el sillón, mirando hacia la calle,
como si nunca hubiéramos llegado. Silvia me habló en voz baja.
-Mira, vas a tener que tomarte esto con
calma.
-Déjame de joder. ¿Qué pasa?
-La tengo sin comer desde ayer.
-¿Me estás cargando?
-Para que lo veas con tus propios ojos.
-Aha... ¿estás loca?
Dijo que volviéramos al living y me
señaló el sillón. Me senté frente a Sara. Silvia salió de la casa y la vimos
cruzar el ventanal y entrar al garaje.
-¿Qué le pasa a tu madre?
Sara levantó los hombros, dando a
entender que no lo sabía. Su pelo negro y lacio estaba atado en una cola de
caballo, con un flequillo que le llegaba casi hasta los ojos. Silvia volvió con
una caja de zapatos. La traía derecha, con ambas manos, como si se tratara de
algo delicado. Fue hasta la jaula, la abrió, sacó de la caja un gorrión muy
pequeño, del tamaño de una pelota de golf, lo metió dentro de la jaula y la
cerró. Tiró la caja al piso y la hizo a un lado de una patada, junto a otras
nueve o diez cajas similares que se iban sumando bajo el escritorio. Entonces
Sara se levantó, su cola de caballo brilló a un lado y otro de su nuca, y fue
hasta la jaula dando un salto paso de por medio, como hacen las chicas que
tienen cinco años menos que ella. De espaldas a nosotros, poniéndose en puntas
de pie, abrió la jaula y sacó el pájaro. No pude ver qué hizo. El pájaro chilló
y ella forcejeó un momento, quizá porque el pájaro intentó escaparse. Silvia se
tapó la boca con la mano. Cuando Sara se volvió hacia nosotros el pájaro ya no
estaba. Tenía la boca, la nariz, el mentón y las dos manos manchadas de sangre.
Sonrió avergonzada, su boca gigante se arqueó y se abrió, y sus dientes rojos
me obligaron a levantarme de un salto. Corrí hasta el baño, me encerré y vomité
en el inodoro. Pensé que Silvia me seguiría y empezaría con las culpas y las
directivas desde el otro lado de la puerta, pero no lo hizo. Me lavé la boca y
la cara, y me quedé escuchando frente al espejo. Bajaron algo pesado del piso
de arriba. Abrieron y cerraron algunas veces la puerta de entrada. Sara
preguntó si podía llevar con ella la foto de la repisa. Cuando Silvia contestó
que sí su voz ya estaba lejos. Abrí la puerta tratando de no hacer ruido, y me
asomé al pasillo. La puerta principal estaba abierta de par en par y Silvia
cargaba la jaula en el asiento trasero de mi coche. Di unos pasos, con la
intención de salir de la casa gritándoles unas cuantas cosas, pero Sara salió
de la cocina hacia la calle y me detuve en seco para que no me viera. Se dieron
un abrazo. Silvia la besó y la metió en el asiento de acompañante. Esperé a que
volviera y cerrara la puerta.
-¿Qué mierda...?
-Te la llevas -fue hasta el escritorio y
empezó a aplastar y doblar las cajas vacías.
-¡Dios santo Silvia, tu hija come
pájaros!
-No puedo más.
-¡Come pájaros! ¿La hiciste ver? ¿Qué
mierda hace con los huesos?
Silvia se quedó mirándome,
desconcertada.
-Supongo que los traga también. No sé si
los pájaros... -dijo y se quedó mirándome.
-No puedo llevármela.
-Si se queda me mato. Me mato yo y antes
la mato a ella.
-¡Come pájaros!
Silvia fue hasta el baño y se encerró.
Miré hacia afuera, a través del ventanal. Sara me saludó alegremente desde el
auto. Traté de serenarme. Pensé en cosas que me ayudaran a dar algunos pasos
torpes hacia la puerta, rezando por que ese tiempo alcanzara para volver a ser
un ser humano común y corriente, un tipo pulcro y organizado capaz de quedarse
diez minutos de pie en el supermercado frente a la góndola de enlatados,
corroborando que las arvejas que se está llevando son las más adecuadas. Pensé
en cosas como que si se sabe de personas que comen personas entonces comer
pájaros vivos no estaba tan mal. También que desde un punto de vista naturista
es más sano que la droga, y desde el social más fácil de ocultar que un embarazo
a los trece. Pero creo que hasta la manija del coche seguí repitiéndome come
pájaros, come pájaros, come pájaros, y así.
Llevé a Sara a casa. No dijo nada en el
viaje y cuando llegamos bajó sola sus cosas. Su jaula, su valija -que habían
guardado en el baúl-, y cuatro cajas de zapatos como la que Silvia había traído
del garaje. No pude ayudarla con nada. Abrí la puerta y ahí esperé a que ella
fuera y viniera con todo. Cuando entramos le indiqué que podía usar el cuarto
de arriba. Después de que se instaló, la hice bajar y sentarse frente a mí, en
la mesa del comedor. Preparé dos cafés pero Sara hizo a un lado su taza y dijo
que no tomaba infusiones.
-Comes pájaros, Sara -dije.
-Sí papá.
Se mordió los labios, avergonzada, y
dijo:
-Vos también.
-Comes pájaros vivos, Sara.
-Sí papá.
Me acordé de Sara a los cinco años,
sentada a la mesa con nosotros, llegando apenas a su plato, devorando
fanáticamente una calabaza, y pensé que, de alguna forma, solucionaríamos el
problema. Pero cuando la Sara que tenía frente a mí volvió a sonreír, y me
pregunté qué se sentiría tragar algo caliente y en movimiento, algo lleno de
plumas y patas en la boca, me tapé con la mano, como hacía Silvia, y la dejé
sola frente a los dos cafés, intactos.
Pasaron tres días. Sara estaba casi todo
el tiempo en el living, erguida en el sillón con las rodillas juntas y las
manos sobre las rodillas. Yo salía temprano al trabajo y me aguantaba las horas
consultando en Internet infinitas combinaciones de las palabras
"pájaro", "crudo", "cura", "adopción",
sabiendo que ella seguía sentada ahí, mirando hacia el jardín durante horas.
Cuando entraba a la casa, alrededor de las siete, y la veía tal cual la había
imaginado durante todo el día, se me erizaban los pelos de la nuca y me daban
ganas de salir y dejarla encerrada dentro con llave, herméticamente encerrada,
como esos insectos que se cazan de chico y se guardan en frascos de vidrio
hasta que el aire se acaba. ¿Podía hacerlo? Cuando era chico vi en el circo a
una mujer barbuda que se llevaba ratones a la boca. Los retenía un rato, con la
cola moviéndosele entre los labios cerrados, mientras caminaba frente al
público sonriendo y llevando los ojos hacia arriba, como si eso le diera un
gran placer. Ahora pensaba en esa mujer casi todas las noches, dando vueltas en
la cama sin poder dormir, considerando la posibilidad de internar a Sara en un
centro psiquiátrico. Quizá podría visitarla una o dos veces por semana.
Podríamos turnarnos con Silvia. Pensé en esos casos en que los médicos sugieren
cierto aislamiento del paciente, alejarlo de la familia por unos meses. Quizás
era una buena opción para todos, pero no estaba seguro de que Sara pudiera
sobrevivir en un lugar así. O sí. En cualquier caso, su madre no lo permitiría.
O sí. No podía decidirme.
Al cuarto día Silvia vino a vernos.
Trajo cinco cajas de zapatos que dejó junto a la puerta de entrada, del lado de
adentro. Ninguno de los dos dijo nada al respecto. Preguntó por Sara y le
señalé el cuarto de arriba. Cuando bajó, le ofrecí café. Lo tomamos en el
living, en silencio. Estaba pálida y las manos le temblaban tanto que hacía
tintinear la vajilla cada vez que volvía a apoyar la taza sobre el plato. Cada
uno sabía lo que pensaba el otro. Yo podía decir "esto es culpa tuya, esto
es lo que lograste", y ella podía decir algo absurdo como "esto pasa
porque nunca le prestaste atención." Pero la verdad es que ya estábamos
muy cansados.
-Yo me encargo de esto -dijo Silvia
antes de salir, señalando las cajas de zapatos. No dije nada, pero se lo
agradecí profundamente.
En el supermercado la gente cargaba sus
changos de cereales, dulces, verduras, carnes y lácteos. Yo me limitaba a mis
enlatados y hacía la cola en silencio. Iba dos o tres veces por semana. A
veces, aunque no tuviera nada que comprar, pasaba antes de volver a casa.
Tomaba un chango y recorría las góndolas pensando en qué es lo que podía estar
olvidándome. A la noche mirábamos juntos la televisión. Sara erguida, sentada
en su esquina del sillón, yo en la otra punta, espiándola cada tanto para ver
si seguía la programación o ya estaba otra vez con los ojos clavados en el
jardín. Yo preparaba comida para dos y la llevaba al living en dos bandejas.
Dejaba la de Sara frente a ella, y ahí quedaba. Ella esperaba a que yo empezara
a comer y entonces decía:
-Permiso papá.
Se levantaba, subía a su cuarto y
cerraba la puerta con delicadeza. La primera vez bajé el volumen del televisor
y esperé en silencio. Se escuchó un chillido agudo y corto. Unos segundos
después las canillas del baño y el agua corriendo. A veces bajaba unos minutos
después, perfectamente peinada y serena. Otras veces se duchaba y bajaba
directamente en pijama.
Sara no quería salir. Estudiando su
comportamiento pensé que quizá sufría algún principio de agorafobia. A veces
sacaba una silla al jardín e intentaba convencerla de salir un rato. Pero era
inútil. Conservaba sin embargo una piel radiante de energía y se la veía cada
vez más hermosa, como si se pasara el día haciendo ejercicios bajo el sol. Cada
tanto, haciendo mis cosas, encontraba una pluma. En el piso junto a la puerta
del comedor, detrás de la lata de café, entre los cubiertos, todavía húmeda en
la pileta del baño. Las recogía, cuidando de que ella no me viera haciéndolo, y
las tiraba por el inodoro. A veces me quedaba mirando cómo se iban con el agua.
A veces el inodoro volvía a llenarse, el agua se aquietaba, como un espejo otra
vez, y yo todavía seguía ahí mirando, pensando en si sería necesario volver al
supermercado, en si realmente se justificaba llenar los changos de tanta basura,
pensando en Sara, en qué es lo que habría en el jardín.
Una tarde Silvia llamó para avisar que
estaba en cama, con una gripe feroz. Dijo que no podía visitarnos. Me preguntó
si me arreglaría sin ella y entonces entendí que no poder visitarnos significaba
que no podría traer más cajas. Le pregunté si tenía fiebre, si estaba comiendo
bien, si la había visto un médico, y cuando la tuve lo suficientemente ocupada
en sus respuestas dije que tenía que cortar y corté. El teléfono volvió a
sonar, pero no atendí. Miramos televisión. Cuando traje mi comida Sara no se
levantó para ir a su cuarto. Miró el jardín hasta que terminé de comer, y sólo
entonces volvió al programa que estábamos mirando.
Al día siguiente, antes de volver a
casa, pasé por el supermercado. Puse algunas cosas en mi chango, lo de siempre.
Paseé entre las góndolas como si hiciera un reconocimiento del súper por
primera vez. Me detuve en la sección de mascotas, donde había comida para
perros, gatos, conejos, pájaros y peces. Levanté algunos alimentos para ver de
qué se trataban. Leí con qué estaban hechos, las calorías que aportaban y las
medidas que se recomendaban para cada raza, peso y edad. Después fui a la
sección de jardinería, donde sólo había plantas con o sin flor, macetas y
tierra, así que volví otra vez a la sección mascotas y me quedé ahí pensando en
que iba a hacer después. La gente llenaba sus changos y se movía esquivándome.
Anunciaron en los altoparlantes la promoción de lácteos por el día de la madre
y pasaron un tema melódico sobre un tipo que estaba lleno de mujeres pero
extrañaba a su primer amor, hasta que finalmente empujé el chango y volví a la
sección de enlatados.
Esa noche Sara tardó en dormirse. Mi
cuarto estaba bajo el suyo, y la escuché en el techo caminar nerviosa, acostarse,
volver a levantarse. Me pregunté en qué condiciones estaría el cuarto, no había
subido desde que ella había llegado, quizás el sitio era un verdadero desastre,
un corral lleno de mugre y plumas.
La tercera noche después del llamado de
Silvia, antes de volver a casa, me detuve a ver las jaulas de pájaros que
colgaban de los toldos de una veterinaria. Ninguno se parecía al gorrión que
había visto en la casa de Silvia. Eran de colores, y en general un poco más
grandes. Estuve ahí un rato, hasta que un vendedor se acercó a preguntarme si
estaba interesado en algún pájaro. Dije que no, que de ninguna manera, que sólo
estaba mirando. Se quedó cerca, moviendo cajas, mirando hacia la calle, después
entendió que realmente no compraría nada, y regresó al mostrador.
En casa Sara esperaba en el sillón,
erguida en su ejercicio de yoga. Nos saludamos.
-Hola Sara.
-Hola papá.
Estaba perdiendo sus cachetes rosados y
ya no se la veía tan bien como en los días anteriores. Preparé mi comida, me
senté en el sillón y encendí el televisor. Después de un rato Sara dijo:
-Papi...
Tragué lo que estaba masticando y bajé
el volumen, dudando de que realmente me hubiera hablado, pero ahí estaba, con
las rodillas juntas y las manos sobre las rodillas, mirándome.
-¿Qué? -dije.
-¿Me quieres?
Hice un gesto con la mano, acompañado de
un asentimiento. Todo en su conjunto significaba que sí, que por supuesto. ¿Era
mi hija, no? Y aún así, por las dudas, pensando sobre todo en lo que mi ex
mujer hubiera considerado "lo correcto", dije:
-Sí mi amor. Claro.
Y entonces Sara sonrió, una vez más, y
miró el jardín durante el resto del programa.
Volvimos a dormir mal, ella paseando de
un lado al otro de la habitación, yo dando vueltas en mi cama hasta que me
quedé dormido. A la mañana siguiente llamé a Silvia. Era sábado, pero no
atendía el teléfono. Llamé más tarde, y cerca del mediodía también. Dejé un
mensaje, pero no contestó. Sara estuvo toda la mañana sentada en el sillón,
mirando hacia el jardín. Tenía el pelo un poco desarreglado y ya no se sentaba
tan erguida, parecía muy cansada. Le pregunté si estaba bien y dijo:
-Sí papá.
-¿Porqué no sales un poco al jardín?
-No papá.
Pensando en la conversación de la noche
anterior se me ocurrió que podría preguntarle si me quería, pero enseguida me pareció
una estupidez. Volví a llamar a Silvia. Dejé otro mensaje. En voz baja,
cuidando de que Sara no me escuchara dije en el contestador:
-Es urgente, por favor.
Esperamos sentados cada uno en su
sillón, con el televisor encendido. Unas horas más tarde Sara dijo:
-Permiso papá.
Se encerró en su cuarto. Apagué el
televisor para escuchar mejor: Sara no hizo ningún ruido. Decidí que llamaría a
Silvia una vez más. Pero levanté el tubo, escuché el tono y corté. Fui con el
auto hasta la veterinaria, busqué al vendedor y le dije que necesitaba un
pájaro chico, el más chico que tuviera. El vendedor abrió un catálogo de
fotografías y dijo que los precios y la alimentación variaban de una especie a
la otra.
-¿Le gustan los exóticos o prefiere algo
más hogareño?
Golpeé la mesada con la palma de la
mano. Algunas cosas saltaron sobre el mostrador y el vendedor se quedó en
silencio, mirándome. Señalé un pájaro chico, oscuro, que se movía nervioso de
un lado a otro de su jaula. Me cobraron ciento veinte pesos y me lo entregaron
en una caja cuadrada de cartón verde, con pequeños orificios calados alrededor,
una bolsa gratis de alpiste que no acepté y un folleto del criadero con la foto
del pájaro en el frente.
Cuando volví Sara seguía encerrada. Por
primera vez desde que ella estaba en casa, subí y entré al cuarto. Estaba
sentada en la cama frente a la ventana abierta. Me miró, pero ninguno de los
dos dijo nada. Se la veía tan pálida que parecía enferma. El cuarto estaba
limpio y ordenado, la puerta del baño entornada. Había unas veinte cajas de
zapatos sobre el escritorio, pero desarmadas -de modo que no ocuparan tanto
espacio- y apiladas prolijamente unas sobre otras. La jaula colgaba vacía cerca
de la ventana. En la mesita de luz, junto al velador, el portarretrato que se
había llevado de la casa de su madre. El pájaro se movió y sus patas se
escucharon sobre el cartón, pero Sara permaneció inmóvil. Dejé la caja sobre el
escritorio y, sin decir nada, salí del cuarto y cerré la puerta. Entonces me di
cuenta de que no me sentía bien. Me apoyé en la pared para descansar un
momento. Miré el folleto del criadero, que todavía llevaba en la mano. En el
reverso había información acerca del cuidado del pájaro y sus ciclos de
procreación. Resaltaban la necesidad de la especie de estar en pareja en los
períodos cálidos y las cosas que podían hacerse para que los años de cautiverio
fueran lo más amenos posible. Escuché un chillido breve, y después la canilla
de la pileta del baño. Cuando el agua empezó a correr me sentí un poco mejor y supe
que, de alguna forma, me las ingeniaría para bajar las escaleras.
Este cuento atrapa al lector. Senti repugnancia en algún momento pero no pude dejarlo. Enhorabuena!
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