La cena, que recrea y
enamora. San Juan de la Cruz
Tuve que correr a través de calles
desconocidas. El término de mi marcha parecía correr delante de mis pasos, y la
hora de la cita palpitaba ya en los relojes públicos. Las calles estaban solas.
Serpientes de focos eléctricos bailaban delante de mis ojos. A cada instante
surgían glorietas circulares, sembrados arriates, cuya verdura, a la luz
artificial de la noche, cobraba una elegancia irreal. Creo haber visto multitud
de torres —no sé si en las casas, si en las glorietas— que ostentaban a los
cuatro vientos, por una iluminación interior, cuatro redondas esferas de reloj.
Yo
corría, azuzado por un sentimiento supersticioso de la hora. Si las nueve
campanadas, me dije, me sorprenden sin tener la mano sobre la aldaba de la
puerta, algo funesto acontecerá. Y corría frenéticamente, mientras recordaba
haber corrido a igual hora por aquel sitio y con un anhelo semejante. ¿Cuándo?
Al fin
los deleites de aquella falsa recordación me absorbieron de manera que volví a
mi paso normal sin darme cuenta. De cuando en cuando, desde las intermitencias
de mi meditación, veía que me hallaba en otro sitio, y que se desarrollaban
ante mí nuevas perspectivas de focos, de placetas sembradas, de relojes
iluminados… No sé cuánto tiempo transcurrió, en tanto que yo dormía en el mareo
de mi respiración agitada.
De
pronto, nueve campanadas sonoras resbalaron con metálico frío sobre mi
epidermis. Mis ojos, en la última esperanza, cayeron sobre la puerta más
cercana: aquél era el término.
Entonces, para disponer mi ánimo, retrocedí hacia los motivos de
mi presencia en aquel lugar. Por la mañana, el correo me había llevado una
esquela breve y sugestiva. En el ángulo del papel se leían, manuscritas, las
señas de una casa. La fecha era del día anterior. La carta decía solamente:
«Doña Magdalena y su hija Amalia esperan a usted a cenar mañana,
a las nueve de la noche. ¡Ah, si no faltara!...»
Ni una letra más.
Yo
siempre consiento en las experiencias de lo imprevisto. El caso, además,
ofrecía singular atractivo: el tono, familiar y respetuoso a la vez, con que el
anónimo designaba a aquellas señoras desconocidas; la ponderación: «¡Ah, si no
faltara!...», tan vaga y tan sentimental, que parecía suspendida sobre un
abismo de confesiones, todo contribuyó a decidirme. Y acudí, con el ansia de
una emoción informulable. Cuando, a veces, en mis pesadillas, evoco aquella
noche fantástica (cuya fantasía está hecha de cosas cotidianas y cuyo equívoco
misterio crece sobre la humilde raíz de lo posible), paréceme jadear a través
de avenidas de relojes y torreones, solemnes como esfinges de la calzada de
algún templo egipcio.
La
puerta se abrió. Yo estaba vuelto a la calle y vi, de súbito, caer sobre el
suelo un cuadro de luz que arrojaba, junto a mi sombra, la sombra de una mujer
desconocida.
Volvíme:
con la luz por la espalda y sobre mis ojos deslumbrados, aquella mujer no era
para mí más que una silueta, donde mi imaginación pudo pintar varios ensayos de
fisonomía, sin que ninguno correspondiera al contorno, en tanto que balbuceaba
yo algunos saludos y explicaciones.
—Pase
usted, Alfonso.
Y
pasé, asombrado de oírme llamar como en mi casa. Fue una decepción el
vestíbulo. Sobre las palabras románticas de la esquela (a mí, al menos, me
parecían románticas), había yo fundado la esperanza de encontrarme con una antigua
casa, llena de tapices, de viejos retratos y de grandes sillones; una antigua
casa sin estilo, pero llena de respetabilidad. A cambio de esto, me encontré
con un vestíbulo diminuto y con una escalerilla frágil, sin elegancia; lo cual
más bien prometía dimensiones modernas y estrechas en el resto de la casa. El
piso era de madera encerada; los raros muebles tenían aquel lujo frío de las
cosas de Nueva York, y en el muro, tapizado de verde claro, gesticulaban, como
imperdonable signo de trivialidad, dos o tres máscaras japonesas. Hasta llegué
a dudar… Pero alcé la vista y quedé tranquilo: ante mí, vestida de negro,
esbelta, digna, la mujer que acudió a introducirme me señalaba la puerta del
salón. Su silueta se había colorado ya de facciones; su cara me habría
resultado insignificante, a no ser por una expresión marcada de piedad; sus
cabellos castaños, algo flojos en el peinado, acabaron de precipitar una
extraña convicción en mi mente: todo aquel ser me pareció plegarse y formarse a
las sugestiones de un nombre.
—¿Amalia?—
pregunté.
—Sí—.
Y me pareció que yo mismo me contestaba.
El
salón, como lo había imaginado, era pequeño. Mas el decorado, respondiendo a
mis anhelos, chocaba notoriamente con el del vestíbulo. Allí estaban los
tapices y las grandes sillas respetables, la piel de oso al suelo, el espejo,
la chimenea, los jarrones; el piano de candeleros lleno de fotografías y
estatuillas —el piano en que nadie toca—, y, junto al estrado principal, el
caballete con un retrato amplificado y manifiestamente alterado: el de un señor
de barba partida y boca grosera.
Doña
Magdalena, que ya me esperaba instalada en un sillón rojo, vestía también de
negro y llevaba al pecho una de aquellas joyas gruesísimas de nuestros padres:
una bola de vidrio con un retrato interior, ceñida por un anillo de oro. El
misterio del parecido familiar se apoderó de mí. Mis ojos iban,
inconscientemente, de doña Magdalena a Amalia, y del retrato a Amalia. Doña
Magdalena, que lo notó, ayudó mis investigaciones con alguna exégesis oportuna.
Lo más
adecuado hubiera sido sentirme incómodo, manifestarme sorprendido, provocar una
explicación. Pero doña Magdalena y su hija Amalia me hipnotizaron, desde los
primeros instantes, con sus miradas paralelas. Doña Magdalena era una mujer de
sesenta años; así es que consistió en dejar a su hija los cuidados de la
iniciación. Amalia charlaba; doña Magdalena me miraba; yo estaba entregado a mi
ventura.
A la
madre tocó —es de rigor— recordarnos que era ya tiempo de cenar. En el comedor
la charla se hizo más general y corriente. Yo acabé por convencerme de que
aquellas señoras no habían querido más que convidarme a cenar, y a la segunda
copa de Chablis me sentí sumido en un perfecto egoísmo del cuerpo lleno de
generosidades espirituales. Charlé, reí y desarrollé todo mi ingenio, tratando
interiormente de disimularme la irregularidad de mi situación. Hasta aquel
instante las señoras habían procurado parecerme simpáticas; desde entonces
sentí que había comenzado yo mismo a serles agradable.
El
aire piadoso de la cara de Amalia se propagaba, por momentos, a la cara de la
madre. La satisfacción, enteramente fisiológica, del rostro de doña Magdalena
descendía, a veces, al de su hija. Parecía que estos dos motivos flotasen en el
ambiente, volando de una cara a la otra.
Nunca
sospeché los agrados de aquella conversación. Aunque ella sugería, vagamente,
no sé qué evocaciones de Sudermann, con frecuentes rondas al difícil campo de
las responsabilidades domésticas y —como era natural en mujeres de espíritu
fuerte— súbitos relámpagos ibsenianos, yo me sentía tan a mi gusto como en casa
de alguna tía viuda y junto a alguna prima, amiga de la infancia, que ha
comenzado a ser solterona.
Al
principio, la conversación giró toda sobre cuestiones comerciales, económicas,
en que las dos mujeres parecían complacerse. No hay asunto mejor que éste
cuando se nos invita a la mesa en alguna casa donde no somos de confianza.
Después,
las cosas siguieron de otro modo. Todas las frases comenzaron a volar como en
redor de alguna lejana petición. Todas tendían a un término que yo mismo no
sospechaba. En el rostro de Amalia apareció, al fin, una sonrisa aguda,
inquietante. Comenzó visiblemente a combatir contra alguna interna tentación.
Su boca palpitaba, a veces, con el ansia de las palabras, y acababa siempre por
suspirar. Sus ojos se dilataban de pronto, fijándose con tal expresión de
espanto o abandono en la pared que quedaba a mis espaldas, que más de una vez,
asombrado, volví el rostro yo mismo. Pero Amalia no parecía consciente del daño
que me ocasionaba. Continuaba con sus sonrisas, sus asombros y sus suspiros, en
tanto que yo me estremecía cada vez que sus ojos miraban por sobre mi cabeza.
Al
fin, se entabló, entre Amalia y doña Magdalena, un verdadero coloquio de
suspiros. Yo estaba ya desazonado. Hacia el centro de la mesa, y, por cierto,
tan baja que era una constante incomodidad, colgaba la lámpara de dos luces. Y
sobre los muros se proyectaban las sombras desteñidas de las dos mujeres, en
tal forma que no era posible fijar la correspondencia de las sombras con las
personas. Me invadió una intensa depresión, y un principio de aburrimiento se
fue apoderando de mí. De lo que vino a sacarme esta invitación insospechada:
—Vamos
al jardín.
Esta
nueva perspectiva me hizo recobrar mis espíritus. Condujéronme a través de un
cuarto cuyo aseo y sobriedad hacia pensar en los hospitales. En la oscuridad de
la noche pude adivinar un jardincillo breve y artificial, como el de un
camposanto.
Nos
sentamos bajo el emparrado. Las señoras comenzaron a decirme los nombres de las
flores que yo no veía, dándose el cruel deleite de interrogarme después sobre
sus recientes enseñanzas. Mi imaginación, destemplada por una experiencia tan
larga de excentricidades, no hallaba reposo. Apenas me dejaba escuchar y casi
no me permitía contestar. Las señoras sonreían ya (yo lo adivinaba) con pleno
conocimiento de mi estado. Comencé a confundir sus palabras con mi fantasía.
Sus explicaciones botánicas, hoy que las recuerdo, me parecen monstruosas como
un delirio: creo haberles oído hablar de flores que muerden y de flores que
besan; de tallos que se arrancan a su raíz y os trepan, como serpientes, hasta
el cuello.
La
oscuridad, el cansancio, la cena, el Chablis, la conversación misteriosa sobre
flores que yo no veía (y aun creo que no las había en aquel raquítico jardín),
todo me fue convidando al sueño; y me quedé dormido sobre el banco, bajo el
emparrado.
—¡Pobre
capitán! —oí decir cuando abrí los ojos—. Lleno de ilusiones marchó a Europa.
Para él se apagó la luz.
En mi
alrededor reinaba la misma oscuridad. Un vientecillo tibio hacía vibrar el
emparrado. Doña Magdalena y Amalia conversaban junto a mí, resignadas a tolerar
mi mutismo. Me pareció que habían trocado los asientos durante mi breve sueño;
eso me pareció…
—Era
capitán de Artillería —me dijo Amalia—; joven y apuesto si los hay.
Su voz
temblaba.
Y en
aquel punto sucedió algo que en otras circunstancias me habría parecido
natural, pero entonces me sobresaltó y trajo a mis labios mi corazón. Las
señoras, hasta entonces, sólo me habían sido perceptibles por el rumor de su
charla y de su presencia. En aquel instante alguien abrió una ventana en la
casa, y la luz vino a caer, inesperada, sobre los rostros de las mujeres. Y
—¡oh cielos!— los vi iluminarse de pronto, autonómicos, suspensos en el aire
—perdidas las ropas negras en la oscuridad del jardín— y con la expresión de
piedad grabada hasta la dureza en los rasgos. Eran como las caras iluminadas en
los cuadros de Echave el Viejo, astros enormes y fantásticos.
Salté
sobre mis pies sin poder dominarme ya.
—Espere
usted —gritó entonces doña Magdalena—; aún falta lo más terrible.
Y
luego, dirigiéndose a Amalia: —Hija mía, continúa; este caballero no puede
dejarnos ahora y marcharse sin oírlo todo.
—Y
bien —dijo Amalia—: el capitán se fue a Europa. Pasó de noche por París, por la
mucha urgencia de llegar a Berlín. Pero todo su anhelo era conocer París. En
Alemania tenía que hacer no sé qué estudios en cierta fábrica de cañones… Al
día siguiente de llegado, perdió la vista en la explosión de una caldera.
Yo
estaba loco. Quise preguntar; ¿qué preguntaría? Quise hablar; ¿qué diría? ¿Qué
había sucedido junto a mí? ¿Para qué me habían convidado?
La
ventana volvió a cerrarse, y los rostros de las mujeres volvieron a
desaparecer. La voz de la hija resonó:
—¡Ay!
Entonces, y sólo entonces, fue llevado a París. ¡A París, que había sido todo
su anhelo! Figúrese usted que pasó bajo el Arco de la Estrella: pasó ciego bajo
el Arco de la Estrella, adivinándolo todo a su alrededor… Pero usted le hablará
de París, ¿verdad? Le hablará del París que él no pudo ver. ¡Le hará tanto
bien!
(«¡Ah,
si no faltara!»… «¡Le hará tanto bien!»)
Y
entonces me arrastraron a la sala, llevándome por los brazos como a un
inválido. A mis pies se habían enredado las guías vegetales del jardín; había
hojas sobre mi cabeza.
—Helo
aquí —me dijeron mostrándome un retrato. Era un militar. Llevaba un casco
guerrero, una capa blanca, y los galones plateados en las mangas y en las
presillas como tres toques de clarín. Sus hermosos ojos, bajo las alas
perfectas de las cejas, tenían un imperio singular. Miré a las señoras: las dos
sonreían como en el desahogo de la misión cumplida. Contemplé de nuevo el
retrato; me vi yo mismo en el espejo; verifiqué la semejanza: yo era como una
caricatura de aquel retrato. El retrato tenía una dedicatoria y una firma. La
letra era la misma de la esquela anónima recibida por la mañana.
El
retrato había caído de mis manos, y las dos señoras me miraban con una cómica
piedad. Algo sonó en mis oídos como una araña de cristal que se estrellara
contra el suelo.
Y
corrí, a través de calles desconocidas. Bailaban los focos delante de mis ojos.
Los relojes de los torreones me espiaban, congestionados de luz… ¡Oh, cielos!
Cuando alcancé, jadeante, la tabla familiar de mi puerta, nueve sonoras
campanadas estremecían la noche.
Sobre
mi cabeza había hojas; en mi ojal, una florecilla modesta que yo no corté.
Es un cuento onírico extraordinario, con el manejo del tiempo como solo en los sueños puede suceder, un ciclo que se repite constantemente y que lo último que lo rompe para no hacerse infinito es la florecilla...
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