Al cabo de una interminable espera, cuando la esperanza comenzaba ya a
morir, Giovanni regresó a casa. Todavía no habían dado las dos, su madre estaba
quitando la mesa, era un día gris de marzo y volaban las cornejas.
Apareció de improviso en el umbral y su madre gritó:
«¡Ah, bendito seas!», corriendo a abrazarlo. También Anna y Pietro, sus dos
hermanitos mucho más pequeños, se pusieron a gritar de alegría. Había llegado
el momento esperado durante meses y meses, tan a menudo entrevisto en los
dulces ensueños del alba, que debía traer la felicidad.
Él apenas dijo nada, teniendo ya suficiente trabajo
con reprimir el llanto. Había dejado en seguida el pesado sable encima de una
silla, en la cabeza llevaba aún el gorro de pelo. «Deja que te vea», decía
entre lágrimas la madre retirándose un poco hacia atrás, «déjame ver lo guapo
que estás. Pero qué pálido estás...»
Estaba realmente algo pálido, y como consumido. Se
quitó el gorro, avanzó hasta la mitad de la habitación, se sentó. Qué cansado,
qué cansado, incluso sonreír parecía que le costaba.
-Pero quítate la capa, criatura -dijo la madre, y lo
miraba como un prodigio, hasta el punto de sentirse amedrentada; qué alto, qué
guapo, qué apuesto se había vuelto (si bien un poco en exceso pálido)-. Quítate
la capa, tráela acá, ¿no notas el calor?
Él hizo un brusco movimiento de defensa, instintivo,
apretando contra sí la capa, quizá por temor a que se la arrebataran.
-No, no, deja -respondió, evasivo-, mejor no, es
igual, dentro de poco me tengo que ir...
-¿Irte? ¿Vuelves después de dos años y te quieres ir
tan pronto? -dijo ella desolada al ver de pronto que volvía a empezar, después
de tanta alegría, la eterna pena de las madres-. ¿Tanta prisa tienes? ¿Y no vas
a comer nada?
-Ya he comido, madre -respondió el muchacho con una
sonrisa amable, y miraba en torno, saboreando las amadas sombras-. Hemos parado
en una hostería a unos kilómetros de aquí...
-Ah, ¿no has venido solo? ¿Y quién iba contigo? ¿Un
compañero de regimiento? ¿El hijo de Mena, quizá?
-No, no, uno que me encontré por el camino. Está ahí
afuera, esperando.
-¿Está esperando fuera? ¿Y por qué no lo has invitado
a entrar? ¿Lo has dejado en medio del camino?
Se llegó a la ventana y más allá del huerto, más allá
del cancel de madera, alcanzó a ver en el camino a una persona que caminaba
arriba y abajo con lentitud; estaba embozada por entero y daba sensación de
negro. Nació entonces en su ánimo, incomprensible, en medio de los torbellinos
de la inmensa alegría, una pena misteriosa y aguda.
-Mejor no -respondió él, resuelto-. Para él sería una
molestia, es un tipo raro.
-¿Y un vaso de vino? Un vaso de vino se lo podemos
llevar, ¿no?
-Mejor no, madre. Es un tipo extravagante y es capaz
de ponerse furioso.
-¿Pues quién es? ¿Por qué se te ha juntado? ¿Qué
quiere de ti?
-Bien no lo conozco -dijo él lentamente y muy serio-.
Lo encontré por el camino. Ha venido conmigo, eso es todo.
Parecía preferir hablar de otra cosa, parecía
avergonzarse. Y la madre, para no contrariarlo, cambió inmediatamente de tema,
pero ya se extinguía de su rostro amable la luz del principio.
-Escucha -dijo-, ¿te imaginas a Marietta cuando sepa
que has vuelto? ¿Te imaginas qué saltos de alegría? ¿Es por ella por lo que
tienes prisa por irte?
Él se limitó a sonreír, siempre con aquella expresión
de aquel que querría estar contento pero no puede por algún secreto pesar.
La madre no alcanzaba a comprender: ¿por qué se estaba
ahí sentado, como triste, igual que el lejano día de la partida? Ahora estaba
de vuelta, con una vida nueva por delante, una infinidad de días disponibles
sin cuidados, con innumerables noches hermosas, un rosario inagotable que se
perdía más allá de las montañas, en la inmensidad de los años futuros. Se
acabaron las noches de angustia, cuando en el horizonte brotaban resplandores
de fuego y se podía pensar que también él estaba allí en medio, tendido inmóvil
en tierra, con el pecho atravesado, entre los restos sangrientos. Por fin había
vuelto, mayor, más guapo, y qué alegría para Marietta. Dentro de poco llegaría
la primavera, se casarían en la iglesia un domingo por la mañana entre flores y
repicar de campanas. ¿Por qué, entonces, estaba apagado y distraído, por qué no
reía, por qué no contaba sus batallas? ¿Y la capa? ¿Por qué se la ceñía tanto, con
el calor que hacía en la casa? ¿Acaso porque el uniforme, debajo, estaba roto y
embarrado? Pero con su madre, ¿cómo podía avergonzarse delante de su madre? He
aquí que, cuando las penas parecían haber acabado, nacía de pronto una nueva
inquietud.
Con el dulce rostro ligeramente ceñudo, lo miraba con
fijeza y preocupación, atenta a no contrariarlo, a captar con rapidez todos sus
deseos. ¿O acaso estaba enfermo? ¿O simplemente agotado a causa de los muchos
trabajos? ¿Por qué no hablaba, por qué ni siquiera la miraba? Realmente el hijo
no la miraba, parecía más bien evitar que sus miradas se encontraran, como si
temiera algo. Y, mientras tanto, los dos hermanos pequeños lo contemplaban
mudos, con una extraña vergüenza.
-Giovanni -murmuró ella sin poder contenerse más-.
¡Por fin estás aquí! ¡Por fin estás aquí! Espera un momento que te haga el
café.
Corrió a la cocina. Y Giovanni se quedó con sus
hermanos mucho más pequeños que él. Si se hubieran encontrado por la calle ni
siquiera se habrían reconocido, tal había sido el cambio en el espacio de dos
años. Ahora se miraban recíprocamente en silencio, sin saber qué decirse, pero
sonriéndose los tres de cuando en cuando, obedeciendo casi a un viejo pacto no
olvidado.
Ya estaba de vuelta la madre y con ella el café humeante
con un buen pedazo de pastel. Vació la taza de un trago, masticó el pastel con
esfuerzo. «¿Qué pasa? ¿Ya no te gusta? ¡Antes te volvía loco!», habría querido
decirle la madre, pero calló para no importunarlo.
-Giovanni -le propuso en cambio-, ¿y tu cuarto? ¿no
quieres verlo? La cama es nueva, ¿sabes? He hecho encalar las paredes, hay una
lámpara nueva, ven a verlo... pero ¿y la capa? ¿No te la quitas? ¿No tienes
calor?
El soldado no le respondió, sino que se levantó de la
silla y se encaminó a la estancia vecina. Sus gestos tenían una especie de
pesada lentitud, como si no tuviera veinte años. La madre se adelantó corriendo
para abrir los postigos (pero entró solamente una luz gris, carente de
cualquier alegría).
-Está precioso -dijo él con débil entusiasmo cuando
estuvo en el umbral, a la vista de los muebles nuevos, de los visillos
inmaculados, de las paredes blancas, todos ellos nuevos y limpios. Pero, al
inclinarse la madre para arreglar la colcha de la cama, también flamante, posó
él la mirada en sus frágiles hombros, una mirada de inefable tristeza que
nadie, además, podía ver. Anna y Pietro, de hecho, estaban detrás de él, las
caritas radiantes, esperando una gran escena de regocijo y sorpresa.
Sin embargo, nada. «Muy bonito. Gracias, sabes, madre»,
repitió, y eso fue todo. Movía los ojos con inquietud, como quien desea
concluir un coloquio penoso. Pero sobre todo miraba de cuando en cuando con
evidente preocupación, a través de la ventana, el cancel de madera verde detrás
del cual una figura andaba arriba y abajo lentamente.
-¿Te gusta, Giovanni? ¿Te gusta? -preguntó ella,
impaciente por verlo feliz. «¡Oh, sí, está precioso!» respondió el hijo (pero
¿por qué se empeñaba en no quitarse la capa?) y continuaba sonriendo con
muchísimo esfuerzo.
-Giovanni -le suplicó-. ¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa,
Giovanni? Tú me ocultas algo, ¿por qué no me lo quieres decir?
Él se mordió los labios, parecía que tuviese algo
atravesado en la garganta.
-Madre -respondió, pasado un instante, con voz opaca-,
madre, ahora me tengo que ir.
-¿Que te tienes que ir? Pero vuelves en seguida, ¿no?
Vas donde Marietta, ¿a que sí? Dime la verdad, ¿vas donde Marietta? -y trataba
de bromear, aun sintiendo pena.
-No lo sé, madre -respondió él, siempre con aquel tono
contenido y amargo; entre tanto, se encaminaba a la puerta y había recogido ya
el gorro de pelo-, no lo sé, pero ahora me tengo que ir, ése está ahí
esperándome.
-¿Pero vuelves luego?, ¿vuelves? Dentro de dos horas
aquí, ¿verdad? Haré que vengan también el tío Giulio y la tía, figúrate qué
alegría para ellos también, intenta llegar un poco antes de que comamos...
-Madre -repitió el hijo como si la conjurase a no
decir nada más, a callar por caridad, a no aumentar la pena-. Ahora me tengo
que ir, ahí está ése esperándome, ya ha tenido demasiada paciencia-. Y la miró
fijamente...
Se acercó a la puerta; sus hermanos pequeños, todavía
divertidos, se apretaron contra él y Pietro levantó una punta de la capa para
saber cómo estaba vestido su hermano por debajo.
-¡Pietro! ¡Pietro! Estate quieto, ¿qué haces?, ¡déjalo
en paz, Pietro! -gritó la madre temiendo que Giovanni se enfadase.
-¡No, no! -exclamó el soldado, advirtiendo el gesto
del muchacho. Pero ya era tarde. Los dos faldones de paño azul se habían
abierto un instante.
-¡Oh, Giovanni, vida mía!, ¿qué te han hecho?
-tartamudeó la madre hundiendo el rostro entre las manos-. Giovanni, ¡esto es
sangre!
-Tengo que irme, madre -repitió él por segunda vez con
desesperada firmeza-. Ya lo he hecho esperar bastante. Hasta luego Anna, hasta
luego Pietro, adiós madre.
Estaba ya en la puerta. Salió como llevado por el
viento. Atravesó el huerto casi a la carrera, abrió el cancel, dos caballos
partieron al galope bajo el cielo gris, no hacia el pueblo, no, sino a través
de los prados, hacia el norte, en dirección a las montañas. Galopaban,
galopaban.
Entonces la madre por fin comprendió; un vacío inmenso
que nunca los siglos habrían bastado a colmar se abrió en su corazón.
Comprendió la historia de la capa, la tristeza del hijo y sobre todo quién era
el misterioso individuo que paseaba arriba y abajo por el camino esperando,
quién era aquel siniestro personaje tan paciente. Tan misericordioso y paciente
como para acompañar a Giovanni a su vieja casa (antes de llevárselo para
siempre), a fin de que pudiera saludar a su madre; de esperar tantos minutos
detrás del cancel, de pie, en medio del polvo, él, señor del mundo, como un
pordiosero hambriento.
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