A los trece
años se le murió la madre, que era lo último que le quedaba. Al quedar huérfano
ya hacía lo menos tres años que no acudía a la escuela, pues tenía que buscarse
el jornal de un lado para otro. Su único pariente era un primo de su madre,
llamado Emeterio Ruiz Heredia. Emeterio
era el alcalde y tenía una casa de dos pisos asomada a la plaza del pueblo,
redonda y rojiza bajo el sol de agosto. Emeterio tenía doscientas cabezas de
ganado paciendo por las laderas de Sagrado, y una hija moza, bordeando los
veinte, morena, robusta, riente y algo necia. Su mujer, flaca y dura como un
chopo, no era de buena lengua y sabía mandar. Emeterio Ruiz no se llevaba bien
con aquel primo lejano, y a su viuda, por cumplir, la ayudó buscándole jornales
extraordinarios. Luego, al chico, aunque le recogió una vez huérfano, sin
herencia ni oficio, no le miró a derechas, y como él los de su casa.
La primera
noche que Lope durmió en casa de Emeterio, lo hizo debajo del granero. Se le
dio cena y un vaso de vino. Al otro día, mientras Emeterio se metía la camisa
dentro del pantalón, apenas apuntando el sol en el canto de los gallos, le
llamó por el hueco de la escalera, espantando a las gallinas que dormían entre
los huecos:
-¡Lope!
Lope bajó
descalzo, con los ojos pegados de legañas. Estaba poco crecido para sus trece
años y tenía la cabeza grande, rapada.
-Te vas de
pastor a Sagrado.
Lope buscó las
botas y se las calzó. En la cocina, Francisca, la hija, había calentado patatas
con pimentón. Lope las engulló deprisa, con la cuchara de aluminio goteando a
cada bocado.
-Tú ya conoces
el oficio. Creo que anduviste una primavera por las lomas de Santa Áurea, con
las cabras de Aurelio Bernal.
-Sí, señor.
-No irás solo.
Por allí anda Roque el Mediano. Iréis juntos.
-Sí, señor.
Francisca le
metió una hogaza en el zurrón, un cuartillo de aluminio, sebo de cabra y
cecina.
-Andando -dijo
Emeterio Ruiz Heredia.
Lope le miró.
Lope tenía los ojos negros y redondos, brillantes.
-¿Qué miras?
¡Arreando!
Lope salió,
zurrón al hombro. Antes, recogió el cayado, grueso y brillante por el uso, que
guardaba, como un perro, apoyado en la pared.
Cuando iba ya
trepando por la loma de Sagrado, lo vio don Lorenzo, el maestro. A la tarde, en
la taberna, don Lorenzo fumó un cigarrillo junto a Emeterio, que fue a echarse
una copa de anís.
-He visto a
Lope -dijo-. Subía para Sagrado. Lástima de chico.
-Sí -dijo
Emeterio, limpiándose los labios con el dorso de la mano-. Va de pastor. Ya sabe:
hay que ganarse el currusco. La vida está mala. El «esgraciado» del Pericote no
le dejó ni una tapia en que apoyarse y reventar.
-Lo malo -dijo
don Lorenzo, rascándose la oreja con su uña larga y amarillenta- es que el
chico vale. Si tuviera medios podría sacarse partido de él. Es listo. Muy
listo. En la escuela…
Emeterio le
cortó, con la mano frente a los ojos:
-¡Bueno, bueno!
Yo no digo que no. Pero hay que ganarse el currusco. La vida está peor cada día
que pasa.
Pidió otra de
anís. El maestro dijo que sí, con la cabeza. Lope llegó a Sagrado, y voceando
encontró a Roque el Mediano. Roque era algo retrasado y hacía unos quince años
que pastoreaba para Emeterio. Tendría cerca de cincuenta años y no hablaba casi
nunca. Durmieron en el mismo chozo de barro, bajo los robles, aprovechando el
abrazo de las raíces. En el chozo sólo cabían echados y tenía que entrar a
gatas, medio arrastrándose. Pero se estaba fresco en el verano y bastante
abrigado en el invierno.
El verano pasó.
Luego el otoño y el invierno. Los pastores no bajaban al pueblo, excepto el día
de la fiesta. Cada quince días un zagal les subía la «collera»: pan, cecina,
sebo, ajos. A veces, una bota de vino. Las cumbres de Sagrado eran hermosas, de
un azul profundo, terrible, ciego. El sol, alto y redondo, como una pupila
impertérrita, reinaba allí. En la neblina del amanecer, cuando aún no se oía el
zumbar de las moscas ni crujido alguno, Lope solía despertar, con la techumbre
de barro encima de los ojos. Se quedaba quieto un rato, sintiendo en el costado
el cuerpo de Roque el Mediano, como un bulto alentante. Luego, arrastrándose,
salía para el cerradero. En el cielo, cruzados, como estrellas fugitivas, los
gritos se perdían, inútiles y grandes. Sabía Dios hacia qué parte caerían. Como
las piedras. Como los años. Un año, dos, cinco.
Cinco años más
tarde, una vez, Emeterio le mandó llamar, por el zagal. Hizo reconocer a Lope
por el médico, y vio que estaba sano y fuerte, crecido como un árbol.
-¡Vaya roble!
-dijo el médico, que era nuevo. Lope enrojeció y no supo qué contestar.
Francisca se
había casado y tenía tres hijos pequeños, que jugaban en el portal de la plaza.
Un perro se le acercó, con la lengua colgando. Tal vez le recordaba. Entonces
vio a Manuel Enríquez, el compañero de la escuela que siempre le iba a la zaga.
Manuel vestía un traje gris y llevaba corbata. Pasó a su lado y les saludó con
la mano.
Francisca
comentó:
-Buena carrera,
ése. Su padre lo mandó estudiar y ya va para abogado.
Al llegar a la
fuente volvió a encontrarlo. De pronto, quiso llamarle. Pero se le quedó el
grito detenido, como una bola, en la garganta.
-¡Eh! -dijo
solamente. O algo parecido.
Manuel se
volvió a mirarle, y le conoció. Parecía mentira: le conoció. Sonreía.
-¡Lope!
¡Hombre, Lope…!
¿Quién podía entender
lo que decía? ¡Qué acento tan extraño tienen los hombres, qué raras palabras
salen por los oscuros agujeros de sus bocas! Una sangre espesa iba llenándole
las venas, mientras oía a Manuel Enríquez.
Manuel abrió
una cajita plana, de color de plata, con los cigarrillos más blancos, más
perfectos que vio en su vida. Manuel se la tendió, sonriendo.
Lope avanzó su mano. Entonces se dio cuenta de que era áspera, gruesa. Como un trozo de cecina. Los dedos no tenían flexibilidad, no hacían el juego. Qué rara mano la de aquel otro: una mano fina, con dedos como gusanos grandes, ágiles, blancos, flexibles. Qué mano aquélla, de color de cera, con las uñas brillantes, pulidas. Qué mano extraña: ni las mujeres la tenían igual. La mano de Lope rebuscó, torpe. Al fin, cogió el cigarrillo, blanco y frágil, extraño, en sus dedos amazacotados: inútil, absurdo, en sus dedos. La sangre de Lope se le detuvo entre las cejas. Tenían una bola de sangre agolpada, quieta, fermentando entre las cejas. Aplastó el cigarrillo con los dedos y se dio media vuelta. No podía detenerse, ni ante la sorpresa de Manuelito, que seguía llamándole:
Lope avanzó su mano. Entonces se dio cuenta de que era áspera, gruesa. Como un trozo de cecina. Los dedos no tenían flexibilidad, no hacían el juego. Qué rara mano la de aquel otro: una mano fina, con dedos como gusanos grandes, ágiles, blancos, flexibles. Qué mano aquélla, de color de cera, con las uñas brillantes, pulidas. Qué mano extraña: ni las mujeres la tenían igual. La mano de Lope rebuscó, torpe. Al fin, cogió el cigarrillo, blanco y frágil, extraño, en sus dedos amazacotados: inútil, absurdo, en sus dedos. La sangre de Lope se le detuvo entre las cejas. Tenían una bola de sangre agolpada, quieta, fermentando entre las cejas. Aplastó el cigarrillo con los dedos y se dio media vuelta. No podía detenerse, ni ante la sorpresa de Manuelito, que seguía llamándole:
-¡Lope! ¡Lope!
Emeterio estaba
sentado en el porche, en mangas de camisa, mirando a sus nietos. Sonreía viendo
a su nieto mayor, y descansando de la labor, con la bota de vino al alcance de
la mano. Lope fue directo a Emeterio y vio sus ojos interrogantes y grises.
-Anda,
muchacho, vuelve a Sagrado, que ya es hora…
En la plaza
había una piedra cuadrada, rojiza. Una de esas piedras grandes como melones que
los muchachos transportan desde alguna pared derruida. Lentamente, Lope la
cogió entre sus manos. Emeterio le miraba, reposado, con una leve curiosidad.
Tenía la mano derecha metida entre la faja y el estómago. Ni siquiera le dio
tiempo de sacarla: el golpe sordo, el salpicar de su propia sangre en el pecho,
la muerte y la sorpresa, como dos hermanas, subieron hasta él así, sin más.
Cuando se lo
llevaron esposado, Lope lloraba. Y cuando las mujeres, aullando como lobas, le
querían pegar e iban tras él con los mantos alzados sobre las cabezas, en señal
de indignación, «Dios mío, él, que le había recogido. Dios mío, él, que le hizo
hombre. Dios mío, se habría muerto de hambre si él no lo recoge…», Lope sólo
lloraba y decía:
-Sí, sí, sí…
Duro, cruel y duro, como cuero de sapo, excelente relato real y persistente.
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