Rosas de la infancia
Una
vez, en mi cumpleaños, me regalaron un zombi. Era la cosa más mona: gruñosito,
apestosito, asesinito. Lindísimo. No podía esperar a regresar a clases para
llevarlo a la escuela (todos los niños llevan sus juguetes luego de Reyes o
luego de su cumpleaños, para presumirlo a sus amiguitos. Mis desgracias eran
dos: la primera, que mi cumpleaños caía -y sigue cayendo- a mitad de las
vacaciones de verano -aunque ahora no tengo vacaciones de verano- y la segunda,
que yo no tenía amiguitos).
El primer día de clases lo llevé, escondido,
por supuesto. Es muy difícil esconder a un zombi, porque no cabe en la mochila,
y porque hay que tener cuidado de que no te muerda a ti, su dueño (a diferencia
de los perros, los zombis sí muerden la mano que les da de comer). Pero me las
ingenié y lo disfracé de compañerito nuevo. Un poco crecido, un poco oloroso,
pero peores cosas se llegaban a ver en mi escuela.
Nadie
se dio cuenta de que ese día se comió a Juanito, el niño que siempre me jalaba
el cabello, porque senté a Zambi (así se llamaba, en honor, por supuesto, a
cierto venadito de moda en ese entonces) en el lugar de junto a mí. La maestra
vio todos los asientos ocupados y ni siquiera se fijó en el niño grandote y
medio verdoso que devoraba un pedazo de pierna en la fila del fondo.
El segundo día de clases le tocó turno a
Lucila, una niña que siempre me hacía gestos. Ella sacaba la lengua y hacía
bizco y, de pronto, lo que sacó fue el ojo. O más bien, se lo sacó Zambi, de un
mordisco.
Pero como estábamos jugando con plastilina,
nadie puso atención. Así era mi escuela.
La maestra supuso que habían cambiado de grupo a Lucila. Eso pasaba mucho en los primeros días de clases. Y como las secretarias se llevaban las cosas con mucha calma, normalmente entregaban las listas de asistencia hasta entrado noviembre. Así que Zambi no tuvo ningún problema.
Luego faltaron el mismo día tres niños más.
“Juraría que los vi en el patio en la mañana”, dijo Miss Tere, mi maestra (me
gustaba su nombre: sonaba a “misterio”), pero nada más suspiró y siguió leyendo
su novela condensada editada por Reader’s Digest. Mientras, Zambi se daba el
atracón de su vida (o bueno, de su no-vida) en el tanque de arena del jardín.
Cuando sólo quedaban siete u ocho niños, la maestra se preocupó en serio: ¿habría una nueva epidemia de varicela? O peor todavía, ¿de sarampión? (Miss Tere nunca había tenido sarampión, y le daba mucho miedo). Así que nos preguntó si nos sentíamos bien. Mis compañeritos asintieron con la cabeza, pálidos, nerviosos, aterrados por mi amenza: el que vaya de chismoso se las ve con Zambi. Yo asentí también, aunque estaba sonrosadita, ojo brillante y sonriente.
Lo malo es que Zambi no asintió. Y la maestra
se dio cuenta de su color entre cerúleo y apistachado, de su mirada perdida y,
en general, de su apariencia de malestar. Así que la maestra sospechó algo peor
que el sarampión: hepatitis. Y valientemente, salió corriendo por la enfermera.
Qué
lástima que la señorita Julia, la enfermera, intentara verle la lengua a Zambi.
Podría dulcificar la historia diciendo que, simplemente, no pudo volver a
escribir con la derecha, pero la verdad es que no sólo perdió la mano, en paz
descanse.
Y qué lástima que Miss Tere se puso como
loca. Pegaba de alaridos y parecía que se iba a desmayar. Zambi se aburrió del
performance y la mordió, pero nomás tantito.
Cuando
la directora se dio cuenta de que mi grupo no había salido al recreo, se
preocupó (tenía el antecedente de varios padres que habían llamado,
angustiados, porque sus hijos no habían regresado a casa; ella les dijo que la
juventud, cada vez más rebelde, es así: “Dele tiempo, señora: verá que anda de
reventón. Ya sé que tiene cinco años, pero le digo, cada vez empiezan más
temprano con el sexo y las drogas”, dicen que dijo). Incluso pensó en
desbaratar el grupo y mezclarnos con los otros terceros de kinder, pero,
mientras, fue a buscarnos. Se imaginaba que nos encontraría borrachos o
durmiendo la mona, qué se yo.
Ella sí se dio cuenta luego luego de que
Zambi no estaba inscrito: llevaba casi un mes de polizón, sin pagar
colegiatura. ¡Inconcebible! Quiso regañar a Miss Tere, pero ella respondió
arrancándole un poquito de intestino y luego otro cachito más y otro, hasta que
se la comió completa. Creo que a Miss Tere no le gusta que la regañen.
El resto del año fue muy tranquilo. Los otros niños del salón me daban sus lonches, y jugaban conmigo a lo que yo quería, tantito por miedo a Zambi y a Miss Tere, pero también porque aprendieron a quererme. Después de todo, ya desde entonces era yo una linda persona, y hasta les dejaba escoger a qué niño o niña de los otros grupos se comerían Zambi y Miss Tere al día siguiente.
Pero todo lo bueno se termina: cierta mañana,
ya casi a fin de cursos, mi mamá se dio cuenta de que me llevaba a Miss Tere y
a Zambi a la escuela, y se enojó mucho: “qué mala escuela donde dejan que los
niños lleven sus juguetes”, dijo. Y me obligó a dejarlos en casa.
Pensé que el primero de primaria iba a ser realmente aburrido, aún cuando podía seguir jugando con Zambi y con Miss Tere después de clases, pero me equivoqué: en mi siguiente cumpleaños me regalaron un poltergeist.
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