-¿De quién es la culpa de las revueltas? Pues de
los revoltosos. Eso me parece cosa clara- afirmó con lógica irrebatible el
profesor Quintana, ante su grupo de Matemáticas, días después del atentado
contra la Torre de Comunicaciones.
Cuando los profesores y el
comité de alumnos firmaron una petición para que se liberara a los arrestados
en las represaliar que había tomado el Gobierno- durante las que murieron siete
personas y más de veinte fueron a parar a prisión-, sólo Quintana y un grupo de
trabajadores se rehusaron a hacerlo y, en cambio, firmaron un documento de
apoyo a la Dirección de Seguridad- el secretario del director consideró que
aquello no valía la pena de ser informado al jefe y resignó el papel a un archivero-.
La tarde de los hechos, el
profesor llegó caminando despaciosamente por los jardines de la facultad de
Matemáticas. Era un hombre canoso y ventrudo, piel rosada y dientes manchados
por el tabaco, depositó su gabardina en el perchero del aula y dejó el paraguas
en el marco de la ventana. Luego de cerrar a tirones las cortinas y abandonar
en el escritorio un par de voluminosos paquetes, accionó la luz eléctrica y
cerró la puerta del salón. De vuelta al perchero, añadió el sombrerito gris a
la gabardina. El montaje lo satisfizo.
Los
estudiantes, un par de docenas, habían seguido sus movimientos girando los
cuellos, como espectadores de un partido de tenis. El profesor retiró la silla
del escritorio pero no la ocupó. Un estudiante con barbas y playera cuajada de
consignas tosió. Otros bostezaron.
-¿Maestro?- dijo una vocecilla.
El hombre se acomodó las gafas
en la nariz.
-¿Señorita.
-Candy. Soy Candy. ¿Podríamos
hacer la asamblea de alumnos hoy? Sucede que esta es la hora que elegimos, la
de su clase. Bueno. Es que…
-¿Asamblea?- estalló Quintana-.
Aquí nadie va a hacer asamblea.
Candy prefirió callar. El
estudiante de barbas y otros más torcieron el gesto. Alguien tocó a la puerta
sin excesiva convicción. La chapa no cedió. El profesor había cerrado con llave
y la llave estaba en el bolsillo de su chaqueta.
-“No se abrirá la puerta a los
alumnos que lleguen tarde”- citó Quintana, quien conocía de memoria artículos
enteros del reglamento.
El barbón de puso de pie con
insolencia, animado por los cuchicheos y señas de las clase.
-Maestro: el salón votó por
hacer una asamblea y habrá asamblea.
-¿Sí? ¿Eso creen?- Los ojos de
Quintana bizqueaban detrás de las gafas. Llevó las manos a uno de los bultos
que había depositado en el escritorio y comenzó a rebuscar. El alumno, cuya
credencial lo identificaba después como Juan de la Rosa, de veintidós años,
levantó las manos en un amplio gesto de rechazo por lo que iba a pasar- aunque
no sabía lo que, de hecho, iba a pasar-.
-No
nos recite el reglamento, maestro. Queremos organizarnos para protestar por los
compañeros presos y no vamos a quedarnos en el salón.
-Afuera
no hay nada. No hay nada- bufó Quintana.
Sacó el revólver del bolso con
un movimiento cansino.
Candy aulló al recibir el tiro.
Cayó al suelo cubriéndose la cadera herida con las manos. El profesor apuntó a
su cabeza, pero sólo logró acertar a otro de sus alumnos, un chico de gafas que
se derrumbó de bruces, el pecho atravesado.
-No voy a leer el reglamento.
Se acabó el reglamento.
Los
alumnos corrieron al fondo del salón, aunque un par de ellos, llamados por el
espíritu de la épica, le lanzaron al profesor sus reglas de cálculo a la
cabeza. Otra bala, una que rasgó el abdomen y salió por mitad de la espina,
hizo retorcerse a Candy en el suelo. El chico de gafas comenzó a escupir
sangre. El estudiante de barbas, de pie todavía en el centro del salón, ileso,
rompió a llorar.
Afuera
la gente estaba agolpándose, intentaba echar la puerta abajo. Los disparos, uno
y otro y otro más, los habían congregado y llamaban. Quintana apuntó a la
puerta y disparó también. Tras las cortinas se escucharon gritos. Largos y
agudos gritos.
Un
teléfono móvil golpeó al profesor en la ceja, rasguñándole la cara. Apuntó sin
mirar al intrépido tirador.
El barbón, inocente del todo, fue
herido. Candy, exánime en el piso, recibió las salpicaduras de sangre de su
compañero antes de que otro disparo la hiciera rebotar.
Como sacudida por una ola.
En
el escritorio había municiones de sobra.
Una rubia se derrumbó con un quejido. Quintana avanzó hacia los chicos
apeñuscados en el último rincón de las clases. En la puerta se escucharon
varios golpes más. La chapa no cedía.
La Policía, por supuesto, se
encontraba estacionada afuera de la escuela, en espera del fin de los disparos.
El secretario de Seguridad
había dado la orden de que nadie moviera un dedo mientras los muertos fueran
estudiantes. La orden de intervenir tardaría en llegar media hora. Uno de los
agentes caminó a la esquina y compró un refresco.
Alguien, más tarde, se ocupó de
evitar que lincharan a Quintana.
Alguien más dejó de gritar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario