jueves, 6 de marzo de 2014

La culpa de las revueltas, cuento de Antonio Ortuño



-¿De quién es la culpa de las revueltas? Pues de los revoltosos. Eso me parece cosa clara- afirmó con lógica irrebatible el profesor Quintana, ante su grupo de Matemáticas, días después del atentado contra la Torre de Comunicaciones.

Cuando los profesores y el comité de alumnos firmaron una petición para que se liberara a los arrestados en las represaliar que había tomado el Gobierno- durante las que murieron siete personas y más de veinte fueron a parar a prisión-, sólo Quintana y un grupo de trabajadores se rehusaron a hacerlo y, en cambio, firmaron un documento de apoyo a la Dirección de Seguridad- el secretario del director consideró que aquello no valía la pena de ser informado al jefe y resignó el papel a un archivero-.
La tarde de los hechos, el profesor llegó caminando despaciosamente por los jardines de la facultad de Matemáticas. Era un hombre canoso y ventrudo, piel rosada y dientes manchados por el tabaco, depositó su gabardina en el perchero del aula y dejó el paraguas en el marco de la ventana. Luego de cerrar a tirones las cortinas y abandonar en el escritorio un par de voluminosos paquetes, accionó la luz eléctrica y cerró la puerta del salón. De vuelta al perchero, añadió el sombrerito gris a la gabardina. El montaje lo satisfizo.
            Los estudiantes, un par de docenas, habían seguido sus movimientos girando los cuellos, como espectadores de un partido de tenis. El profesor retiró la silla del escritorio pero no la ocupó. Un estudiante con barbas y playera cuajada de consignas tosió. Otros bostezaron.
-¿Maestro?- dijo una vocecilla.
El hombre se acomodó las gafas en la nariz.
-¿Señorita.
-Candy. Soy Candy. ¿Podríamos hacer la asamblea de alumnos hoy? Sucede que esta es la hora que elegimos, la de su clase. Bueno. Es que…
-¿Asamblea?- estalló Quintana-. Aquí nadie va a hacer asamblea.
Candy prefirió callar. El estudiante de barbas y otros más torcieron el gesto. Alguien tocó a la puerta sin excesiva convicción. La chapa no cedió. El profesor había cerrado con llave y la llave estaba en el bolsillo de su chaqueta.
-“No se abrirá la puerta a los alumnos que lleguen tarde”- citó Quintana, quien conocía de memoria artículos enteros del reglamento.
El barbón de puso de pie con insolencia, animado por los cuchicheos y señas de las clase.
-Maestro: el salón votó por hacer una asamblea y habrá asamblea.
-¿Sí? ¿Eso creen?- Los ojos de Quintana bizqueaban detrás de las gafas. Llevó las manos a uno de los bultos que había depositado en el escritorio y comenzó a rebuscar. El alumno, cuya credencial lo identificaba después como Juan de la Rosa, de veintidós años, levantó las manos en un amplio gesto de rechazo por lo que iba a pasar- aunque no sabía lo que, de hecho, iba a pasar-.
            -No nos recite el reglamento, maestro. Queremos organizarnos para protestar por los compañeros presos y no vamos a quedarnos en el salón.
            -Afuera no hay nada. No hay nada- bufó Quintana.
Sacó el revólver del bolso con un movimiento cansino.
Candy aulló al recibir el tiro. Cayó al suelo cubriéndose la cadera herida con las manos. El profesor apuntó a su cabeza, pero sólo logró acertar a otro de sus alumnos, un chico de gafas que se derrumbó de bruces, el pecho atravesado.
-No voy a leer el reglamento. Se acabó el reglamento.
            Los alumnos corrieron al fondo del salón, aunque un par de ellos, llamados por el espíritu de la épica, le lanzaron al profesor sus reglas de cálculo a la cabeza. Otra bala, una que rasgó el abdomen y salió por mitad de la espina, hizo retorcerse a Candy en el suelo. El chico de gafas comenzó a escupir sangre. El estudiante de barbas, de pie todavía en el centro del salón, ileso, rompió a llorar.
            Afuera la gente estaba agolpándose, intentaba echar la puerta abajo. Los disparos, uno y otro y otro más, los habían congregado y llamaban. Quintana apuntó a la puerta y disparó también. Tras las cortinas se escucharon gritos. Largos y agudos gritos.
            Un teléfono móvil golpeó al profesor en la ceja, rasguñándole la cara. Apuntó sin mirar al intrépido tirador.
El barbón, inocente del todo, fue herido. Candy, exánime en el piso, recibió las salpicaduras de sangre de su compañero antes de que otro disparo la hiciera rebotar.
Como sacudida por una ola.
            En el escritorio había  municiones de sobra. Una rubia se derrumbó con un quejido. Quintana avanzó hacia los chicos apeñuscados en el último rincón de las clases. En la puerta se escucharon varios golpes más. La chapa no cedía.
La Policía, por supuesto, se encontraba estacionada afuera de la escuela, en espera del fin de los disparos.
El secretario de Seguridad había dado la orden de que nadie moviera un dedo mientras los muertos fueran estudiantes. La orden de intervenir tardaría en llegar media hora. Uno de los agentes caminó a la esquina y compró un refresco.
Alguien, más tarde, se ocupó de evitar que lincharan a Quintana.
Alguien más dejó de gritar.

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