La nave vino del espacio. Vino de las estrellas, y
las velocidades negras, y los
movimientos brillantes, y los silenciosos abismos del
espacio. Era una nave nueva,
con fuego en las entrañas y hombres en las celdas de
metal, y se movía en un
silencio limpio, vehemente y cálido. Llevaba
diecisiete hombres, incluyendo un
capitán. En la pista de Ohio la muchedumbre había
gritado agitando las manos a
la luz del sol, y el cohete había florecido en
ardientes capullos de color y había
escapado alejándose en el espacio ¡en el tercer viaje
a Marte!
Ahora estaba desacelerando con una eficiencia
metálica en las atmósferas
superiores de Marte. Era todavía hermoso y fuerte.
Había avanzado como un
pálido leviatán marino por las aguas de medianoche
del espacio; había dejado
atrás la luna antigua y se había precipitado al
interior de una nada que seguía a
otra nada. Los hombres de la tripulación se habían
golpeado, enfermado y curado,
alternadamente. Uno había muerto, pero los dieciséis
sobrevivientes, con los ojos
claros y las caras apretadas contra las ventanas de
gruesos vidrios, observaban
ahora cómo Marte oscilaba subiendo debajo de ellos.
-¡Marte! -exclamó el navegante Lustig.
-¡El viejo y simpático Marte! -dijo Samuel Hinkston,
arqueólogo.
-Bien -dijo el capitán John Black.
El cohete se posó en un prado verde. Afuera, en el
prado, había un ciervo de
hierro. Más allá, se alzaba una alta casa victoriana,
silenciosa a la luz del sol, toda
cubierta de volutas y molduras rococó, con ventanas
de vidrios coloreados: azules
y rosas y verdes y amarillos. En el porche crecían
unos geranios, y una vieja
hamaca colgaba del techo y se balanceaba, hacia
atrás, hacia delante, hacia
atrás, hacia delante, mecida por la brisa. La casa
estaba coronada por una cúpula,
con ventanas de vidrios rectangulares y un techo de
caperuza. Por la ventana se
podía ver una pieza de música titulada Hermoso Ohio,
en un atril.
Alrededor del cohete y en las cuatro direcciones se
extendía el pueblo, verde y
tranquilo bajo el cielo primaveral de Marte. Había
casas blancas y de ladrillos
rojos, y álamos altos que se movían en el viento, y
arces y castaños, todos altos.
En el campanario de la iglesia dormían unas campanas
doradas.
Los hombres del cohete miraron fuera y vieron todo
esto. Luego se miraron unos a
otros y miraron otra vez fuera, pálidos, tomándose de
los codos, como si no
pudieran respirar.
-Demonios -dijo Lustig en voz baja, frotándose
torpemente los ojos-. Demonios.
-No puede ser -dijo Samuel Hinkston.
Se oyó la voz del químico.
-Atmósfera enrarecida, señor, pero segura. Hay
suficiente oxígeno.
-Entonces saldremos -dijo Lustig.
-Esperen -replicó el capitán John Black-. ¿Qué es
esto en realidad?
-Es un pueblo, con aire enrarecido, pero respirable,
señor.
-Y es un pueblo idéntico a los pueblos de la Tierra
-dijo Hinkston el arqueólogo-.
Increíble. No puede ser, pero es.
El capitán John Black lo miró inexpresivamente.
-¿Cree usted posible que las civilizaciones de dos
planetas marchen y evolucionen
de la misma manera, Hinkston?
-Nunca lo hubiera pensado, capitán.
El capitán se acercó a la ventana.
-Miren. Geranios. Una planta de cultivo. Esa variedad
específica se conoce en la
Tierra sólo desde hace cincuenta años. Piensen cómo
evolucionan las plantas,
durante miles de años. Y luego díganme si es lógico
que los marcianos tengan:
primero, ventanas con vidrios emplomados; segundo,
cúpulas; tercero, columpios
en ¡Os Porches; cuarto, un instrumento que parece un
piano y que probablemente
es un piano; y quinto, si miran ustedes detenidamente
por la lente telescópica, ¿es
lógico que un compositor marciano haya compuesto una
pieza de música titulada,
aunque parezca mentira, Hermoso Ohio? ¡Esto querría
decir que hay un río Ohio
en Marte!
-¡El capitán Williams, por supuesto! -exclamó
Hinkston.
-¿Qué?
-El capitán Williams y su tripulación de tres
hombres. 0 Nathaniel York y su
compañero. ¡Eso lo explicaría todo!
-Eso no explicaría nada. Según parece, el cohete de
York estalló el día que llegó a
Marte, y York y su compañero murieron. En cuanto a
Williams y sus tres hombres,
el cohete fue destruido al día siguiente de haber
llegado. Al menos las pulsaciones
de los transmisores cesaron entonces. Si hubieran
sobrevivido, se habrían
comunicado con nosotros. De todos modos, desde la
expedición de York sólo ha
pasado un año, y el capitán Williams y sus hombres
llegaron aquí en el mes de
agosto. Suponiendo que estén vivos, ¿hubieran podido
construir un pueblo como
éste y envejecerlo en tan poco tiempo, aun con la
ayuda de una brillante raza
marciana? Miren el pueblo; está ahí desde hace por lo
menos setenta años. Miren
la madera de ese porche; miren esos árboles, ¡todos
centenarios! No, esto no es
obra de York o Williams. Es otra cosa, y no me gusta.
Y no saldré de la nave antes
de aclararlo.
-Además -dijo Lustig---, Williams y sus hombres, y
también York, descendieron en
el lado opuesto de Marte. Nosotros hemos tenido la
precaución de descender en
este lado.
-Excelente argumento. Como es posible que una tribu
marciana hostil haya
matado a York y a Williams, nos ordenaron que
descendiéramos en una región
alejada, para evitar otro desastre. Estamos por lo
tanto, o así parece, en un lugar
que Williams y York no conocieron.
-Maldita sea --dijo Hinkston-. Yo quiero ir al
pueblo, capitán, con el permiso de
usted. Es posible que en todos los planetas de
nuestro sistema solar haya pautas
similares de ideas, diagramas de civilización.
¡Quizás estemos en el umbral del
descubrimiento psicológico y metafísico más
importante de nuestra época!
-Yo quisiera esperar un rato -dijo el capitán John
Black.
-Es posible, señor, que estemos en presencia de un
fenómeno que demuestra por
primera vez, y plenamente, la existencia de Dios,
señor.
-Muchos buenos creyentes no han necesitado esa
prueba, señor Hinkston.
-Yo soy uno de ellos, capitán. Pero es evidente que
un pueblo como éste no
puede existir sin intervención divina. ¡Esos detalles!
No sé si reír o llorar.
-No haga ni una cosa ni otra, por lo menos hasta
saber con qué nos enfrentamos.
-¿Con qué nos enfrentamos? -dijo Lustig---. Con nada,
capitán. Es un pueblo
agradable, verde y tranquilo, un poco anticuado como
el pueblo donde nací. Me
gusta el aspecto que tiene.
-¿Cuándo nació usted, Lustig?
-En mil novecientos cincuenta.
-¿Y usted, Hinkston?
-En mil novecientos cincuenta y cinco. En Grinnell,
Iowa. Y este pueblo se parece
al mío.
-Hinkston, Lustig, yo podría ser el padre de
cualquiera de ustedes. Tengo ochenta
años cumplidos. Nací en mil novecientos veinte, en
Illinois, y con la ayuda de Dios
y de la ciencia, que en los últimos cincuenta años ha
logrado rejuvenecer a los
viejos, aquí estoy, en Marte, no más cansado que los
demás, pero infinitamente
más receloso. Este pueblo, quizá pacífico y acogedor,
se parece tanto a Green
Bluff, Illinois, que me espanta. Se parece demasiado
a Green Bluff. -Y volviéndose
hacia el radiotelegrafista, añadió-: Comuníquese con
la Tierra. Dígales que hemos
llegado. Nada más. Dígales que mañana enviaremos un
informe completo.
-Bien, capitán.
El capitán acercó al ojo de buey una cara que tenía
que haber sido la de un
octogenario, pero que parecía la de un hombre de unos
cuarenta años.
-Le diré lo que vamos a hacer, Lustig. Usted,
Hinkston y yo daremos una vuelta
por el pueblo. Los demás se quedan a bordo. Si Ocurre
algo, se irán en seguida.
Es mejor perder tres hombres que toda una nave. Si
ocurre algo malo, nuestra
tripulación puede avisar al próximo cohete. Creo que
será el del capitán Wilder,
que saldrá en la próxima Navidad. Si en Marte hay
algo hostil queremos que el
próximo cohete venga bien armado.
-También lo estamos nosotros. Disponemos de un
verdadero arsenal.
-Entonces, dígale a los hombres que se queden al pie
del cañón. Vamos, Lustig,
Hinkston.
Los tres hombres salieron juntos por las rampas de la
nave.
Era un hermoso día de primavera. Un petirrojo posado
en un manzano en flor
cantaba continuamente. Cuando el viento rozaba las
ramas verdes, caía una lluvia
de pétalos de nieve, y el aroma de los capullos
flotaba en el aire. En alguna parte
del pueblo alguien tocaba el piano, y la música iba y
venía e iba, dulcemente,
lánguidamente. La canción era Hermosa soñadora. En
alguna otra parte, en un
gramófono, chirriante y apagado, siseaba un disco de
Vagando al anochecer,
cantado por Harry Lauder.
Los tres hombres estaban fuera del cohete. jadearon
aspirando el aire enrarecido,
y luego echaron a andar, lentamente, como para no
fatigarse.
Ahora el disco del gramófono cantaba:
Oh, dame una
noche de junio,
la luz de la
luna y tú
Lustig se echó a temblar. Samuel Hinkston hizo lo
mismo.
El cielo estaba sereno y tranquilo, y en alguna parte
corría un arroyo, a la sombra
de un barranco con árboles. En alguna parte trotó un
caballo, y traqueteó una
carreta.
-Señor -dijo Samuel Hinkston-, tiene que ser, no
puede ser de otro modo, ¡los
viajes a Marte empezaron antes de la Primera Guerra
Mundial!
...
-No.
-¿De qué otro modo puede usted explicar esas casas,
el ciervo de hierro, los
pianos, la música? -Y Hinkston tomó persuasivamente
de un codo al capitán y lo
miró a los ojos-. Si usted admite que en mil novecientos
cinco había gente que
odiaba la guerra, y que uniéndose en secreto con
algunos hombres de ciencia
construyeron un cohete y vinieron a Marte...
-No, no, Hinkston.
-¿Por qué no? El mundo era muy distinto en mil
novecientos cinco. Era fácil
guardar un secreto.
-Pero algo tan complicado como un cohete no, no se
puede ocultan
-Y vinieron a vivir aquí, y naturalmente, las casas
que construyeron fueron
similares a las casas de la Tierra, pues junto con
ellos trajeron la civilización
terrestre.
-¿Y han vivido aquí todos estos años? -preguntó el
capitán.
-En paz y tranquilidad, sí. Quizás hicieron unos
pocos viajes, bastantes como para
traer aquí a la gente de un pueblo pequeño, y luego
no volvieron a viajar, pues no
querían que los descubrieran. Por eso este pueblo
parece tan anticuado. No veo
aquí nada posterior a mil novecientos veintisiete,
¿no es cierto? -Es posible,
también, que los viajes en cohete sean aún más
antiguos de lo que pensamos.
Quizá comenzaron hace siglos en alguna parte del
mundo, y las pocas personas
que vinieron a Marte y viajaron de vez en cuando a la
Tierra supieron guardar el
secreto.
-Tal como usted lo dice, parece razonable.
~Lo es. Tenemos la prueba ante nosotros; sólo nos
falta encontrar a alguien y
verificarlo.
La hierba verde y espesa apagaba el sonido de las
botas. En el aire había un olor
a césped recién cortado. A pesar de sí mismo, el
capitán John Black se sintió
inundado por una gran paz. Durante los últimos
treinta años no había estado
nunca en un pueblo pequeño, y el zumbido de las
abejas primaverales lo acunaba
y tranquilizaba, y el aspecto fresco de las cosas era
como un bálsamo para él.
Los tres hombres entraron en el porche y fueron hacia
la puerta de tela de
alambre. Los pasos resonaron en las tablas del piso.
En el interior de la casa se
veía una araña de cristal, una cortina de abalorios
que colgaba a la entrada del
vestíbulo, y en una pared, sobre un cómodo sillón
Morris, un cuadro de Maxfield
Parrish. La casa olía a desván, a vieja, e
infinitamente cómoda. Se alcanzaba a oír
el tintineo de unos trozos de hielo en una jarra de
limonada. Hacía mucho calor, y
en la cocina distante alguien preparaba un almuerzo
frío. Alguien tarareaba entre
dientes, con una voz dulce y aguda.
El capitán John Black hizo sonar la campanilla.
Unas pisadas leves y rápidas se acercaron por el
vestíbulo, y una señora de unos
cuarenta años, de cara bondadosa, vestida a la moda
que se podía esperar en
1909, asomó la cabeza y los miró.
-¿Puedo ayudarlos? -preguntó.
-Disculpe
-dijo el capitán, indeciso-, pero buscamos.... es decir, deseábamos...
La mujer lo miró con ojos oscuros y perplejos.
-Si venden algo...
-No, espere. ¿Qué pueblo es éste?
La mujer lo miró de arriba abajo.
-¿Cómo qué pueblo es éste? ¿Cómo pueden estar en un
pueblo y no saber cómo
se llama?
El capitán tenía el aspecto de querer ir a sentarse
debajo de un árbol, a la sombra.
-Somos forasteros. Queremos saber cómo llegó este
pueblo aquí y cómo usted
llegó aquí.
-¿Son ustedes del censo?
-No.
-Todo el mundo sabe -dijo la mujer- que este pueblo
fue construido en mil
ochocientos sesenta y ocho. ¿Se trata de un juego?.
-No, no es un juego -exclamó el capitán-. Venimos de
la Tierra.
-¿Quiere decir de debajo de la tierra?
-No. Venimos del tercer planeta, la Tierra, en una
nave. Y hemos descendido aquí,
en el cuarto planeta, Marte...
-Esto -explicó la mujer como si le hablara a un niño-
es Green Bluff, Illinois, en el
continente americano, entre el océano Pacífico y el
océano Atlántico, en un lugar
llamado el mundo y a veces la Tierra. Ahora, váyanse.
Adiós.
La mujer trotó vestíbulo abajo, pasando los dedos por
entre las cortinas de
abalorios.
Los tres hombres se miraron.
-Propongo que rompamos la puerta de alambre -dijo
Lustig.
-No podemos hacerlo. Es propiedad privada. ¡Dios
santo!
Fueron a sentarse en el escalón del porche.
--Se le ha ocurrido pensar, Hinkston, que quizá nos
salimos de la trayectoria, de
alguna manera, y por accidente descendimos en la
Tierra?
-¿Y cómo lo hicimos?
-No lo sé, no lo sé. Déjeme pensar, por Dios.
-Comprobamos cada kilómetro de la trayectoria -dijo
Hinkston---. Nuestros
cronómetros dijeron tantos kilómetros. Dejamos atrás
la Luna y salimos al espacio,
y aquí estamos. Estoy seguro de que estamos en Marte.
_¿Y si por accidente nos hubiésemos perdido en las
dimensiones del espacio y el
tiempo, y hubiéramos aterrizado en una Tierra de hace
treinta o cuarenta años?
-¡Oh, por favor, Lustig!
Lustig se acercó a la puerta, hizo sonar la
campanilla y gritó a las habitaciones
frescas y oscuras:
-¿En qué año estamos?
-En mil novecientos veintiséis, por supuesto
-contestó la mujer, sentada en una
mecedora, tomando un sorbo de limonada.
Lustig se volvió muy excitado.
-¿Lo oyeron? Mil novecientos veintiséis. ¡Hemos
retrocedido en el tiempo!
¡Estamos en la Tierra!
Lustig se sentó, y los tres hombres se abandonaron al
asombro y al terror,
acariciándose de vez en cuando las rodillas.
-Nunca esperé nada semejante -dijo el capitán-.
Confieso que tengo un susto de
todos los diablos. ¿Cómo puede ocurrir una
cosa así? ojalá hubiéramos traído a Einstein con
nosotros.
-¿Nos creerá alguien en este pueblo? -preguntó
Hinkston- ¿Estaremos jugando
con algo peligroso? Me refiero al tiempo. ¿No
tendríamos que elevarnos
simplemente y volver a la Tierra?
-No. No hasta probar en otra casa.
Pasaron por delante de tres casas hasta un pequeño
cottage blanco, debajo de un
roble.
-Me gusta ser lógico Y quisiera atenerme a la lógica
-dijo el capitán-. Y no creo
que hayamos puesto el dedo en la llaga. Admitamos,
Hinkston, como usted sugirió
antes, que se viaje en cohete desde hace muchos años.
Y que los terrestres,
después de vivir aquí algunos años, comenzaron a
sentir nostalgias de la Tierra.
Primero una leve neurosis, después una psicosis, y
por fin la amenaza de la
locura. ¿Qué haría usted, como psiquiatra, frente a
un problema de esas
dimensiones?
Hinkston reflexionó.
-Bueno, pienso que reordenaría la civilización de
Marte, de modo que se
pareciera, cada día más, a la de la Tierra. Si fuese
posible reproducir las plantas,
las carreteras, los lagos, y aun los océanos, los
reproduciría. Luego, mediante una
vasta hipnosis colectiva, convencería a todos en un
pueblo de este tamaño que
esto era realmente la Tierra, y no Marte.
-Bien pensado, Hinkston. Creo que estamos en la pista
correcta. La mujer de
aquella casa piensa que vive en la Tierra. Ese
pensamiento protege su cordura.
Ella y los demás de este pueblo son los sujetos de¡
mayor experimento en
migración e hipnosis que hayamos podido encontrar.
-¡Eso es! -exclamó Lustig.
-Tiene razón -dijo Hinkston.
El capitán suspiró.
-Bien. Hemos llegado a alguna parte. Me siento mejor.
Todo es un poco más
lógico. Ese asunto de las dimensiones, de ir hacia
atrás y hacia delante viajando
por el tiempo, me revuelve el, estómago. Pero de esta
manera... -El capitán
sonrió-: Bien, bien, parece que seremos bastante
populares aquí.
-¿Cree usted?
-dijo Lustig---. Al fin y al cabo, esta gente vino para huir de la
Tierra, como los Peregrinos. Quizá vernos no los haga
demasiado felices. Quizás
intenten echarnos o matamos.
-Tenemos mejores armas. Ahora a la casa siguiente.
¡Andando!
Apenas habían cruzado el césped de la acera, cuando
Lustig se detuvo y miró a lo
largo de la calle que atravesaba el pueblo en la
soñadora paz de la tarde.
-Señor -dijo.
-¿Qué pasa, Lustig?
-Capitán, capitán, lo que veo...
Lustig se echó a llorar. Alzó unos dedos que se le
retorcían y temblaban, y en su
cara hubo asombro, incredulidad y dicha. Parecía como
si en cualquier momento
fuese a enloquecer de alegría. Miró calle abajo y
empezó a correr, tropezando
torpemente, cayéndose y levantándose, y corriendo
otra vez.
-¡Miren! ¡Miren!
-¡No dejen que se vaya! -El capitán echó también a
correr.
Lustig se alejaba rápidamente, gritando. Cruzó uno de
los jardines que bordeaban
la calle sombreada y entró de un salto en el porche
de una gran casa verde con un
gallo de hierro en el tejado.
Gritaba y lloraba golpeando la puerta cuando Hinkston
y el capitán llegaron
corriendo detrás de él. Todos jadeaban y resoplaban,
extenuados por la carrera y
el aire enrarecido.
-¡Abuelo! ¡Abuela! -gritaba Lustig.
Dos ancianos, un hombre y una mujer, estaban de pie
en el porche.
-¡David! -exclamaron con voz aflautada y se
apresuraron a abrazarlo y a palmearle
la espalda, moviéndose alrededor---. ¡Oh, David,
David, han pasado tantos años!
¡Cuánto has crecido, muchacho! Oh, David, muchacho,
¿cómo te encuentras?
-¡Abuelo! ¡Abuela! -sollozaba David Lustig---. ¡Qué
buena cara tenéis!
Retrocedió, los hizo girar, los besó, los abrazó,
lloró sobre ellos Y volvió a
retroceder mirándolos con ojos parpadeantes. El sol
brillaba en el cielo, el viento
soplaba, el césped era verde, las puertas de tela de
alambre estaban abiertas de
par en par.
-Entra,
muchacho, entra. Hay té helado, mucho té.
-Estoy con unos amigos. -Lustig se dio vuelta e hizo
señas al capitán, excitado,
riéndose-. Capitán, suban.
-¿Cómo están ustedes? -dijeron los viejos---. Pasen.
Los amigos de David son
también nuestros amigos. ¡No se queden ahí!
La sala de la vieja casa era muy fresca, y se oía el
sonoro tictac de un reloj de
abuelo, alto y largo, de molduras de bronce. Había
almohadones blandos sobre
largos divanes y paredes cubiertas de libros y una gruesa
alfombra de arabescos
rosados, y las manos sudorosas sostenían los vasos de
té, helado y fresco en las
bocas sedientas.
-Salud. -La abuela se llevó el vaso a los dientes de
porcelana.
-¿Desde cuándo estáis aquí, abuela? -preguntó Lustig.
-Desde que nos morimos -replicó la mujer.
El capitán John Black puso el vaso en la mesa.
-¿Desde cuándo?
-Ah, sí. -Lustig asintió-. Murieron hace treinta
años.
-¡Y usted ahí tan tranquilo! -gritó el capitán.
-Silencio. -La vieja guiñó un ojo brillante-. ¿Quién
es usted para discutir lo que
pasa? Aquí estamos. ¿Qué es la vida, de todos modos?
¿Quién decide por qué,
para qué o dónde? Sólo sabemos que estamos aquí,
vivos otra vez, y no hacemos
preguntas. Una, segunda oportunidad. -Se inclinó y
mostró una muñeca delgada-.
Toque. -El capitán tocó-. Sólida, ¿eh? -El capitán
asintió-. Bueno, entonces -
concluyó con aire de triunfo-, ¿para qué hacer
preguntas?
-Bueno -replicó el capitán-, nunca imaginamos que
encontraríamos una cosa
como ésta en Marte.
-Pues la han encontrado. Me atrevería a decirle que
hay muchas cosas en todos
los planetas que le revelarían los infinitos
designios de Dios.
-¿Esto es el cielo? -preguntó Hinkston.
-Tonterías, no. Es un mundo y tenemos aquí una
segunda oportunidad. Nadie nos
dijo por qué. Pero tampoco nadie nos dijo por qué
estábamos en la Tierra. Me
refiero a la otra Tierra, esa de donde vienen
ustedes. ¿Cómo sabemos que no
había todavía otra además de ésa?
- Buena pregunta -dijo el capitán.
Lustig no dejaba de sonreír mirando a sus abuelos.
-Qué alegría veros, qué alegría.
El capitán se incorporó y se palmeó una pierna con
aire de descuido.
-Tenemos que irnos. Muchas gracias por las bebidas.
-Volverán, por supuesto -dijeron los viejos-. Vengan
esta noche a cenar.
-Trataremos de venir, gracias. Hay mucho que hacer.
Mis hombres me esperan en
el cohete y..
Se interrumpió. Se volvió hacia la puerta,
sobresaltado.
Muy lejos a la luz del sol había un sonido de voces y
grandes gritos de bienvenida.
-¿Qué pasa? -preguntó Hinkston.
-Pronto lo sabremos.
El capitán John Black cruzó abruptamente la puerta,
corrió por la hierba verde y
salió a la calle del pueblo marciano.
Se detuvo mirando el cohete. Las portezuelas estaban
abiertas y la tripulación
salía y saludaba, y se mezclaba con la muchedumbre
que se había reunido,
hablando, riendo, estrechando manos. La gente bailaba
alrededor. La gente se
arremolinaba. El cohete yacía vacío y abandonado.
Una banda de música rompió a tocar a la luz del sol,
lanzando una alegre melodía
desde tubas y trompetas que apuntaban al
cielo. Hubo un redoble de tambores y un chillido de
gaitas. Niñas de cabellos de
oro saltaban sobre la hierba. Niños gritaban:
«¡Hurra!». Hombres gordos repartían
cigarros. El alcalde del pueblo pronunció un discurso.
Luego, los miembros de la
tripulación, dando un brazo a una madre, y el otro a
un padre o una hermana, se
fueron muy animados calle abajo y entraron en casas
pequeñas y en grandes
mansiones.
Las puertas se cerraron de golpe.
El calor creció en el claro cielo de primavera, y
todo quedó en silencio. La banda
de música desapareció detrás de una esquina,
alejándose del cohete, que brillaba
y centelleaba a la luz del sol.
-¡Deténganse! -gritó el capitán Black. -¡Lo han
abandonado! -dijo el capitán-. ¡Han
abandonado la nave! ¡Les arrancaría la piel! ¡Tenían
órdenes precisas!
-Capitán, no sea duro con ellos -dijo Lustig---. Se
han encontrado con parientes y
amigos.
-¡No es una excusa!
-Piense en lo que habrán sentido con todas esas caras
familiares alrededor de la
nave -dijo Lustig.
-Tenían órdenes, maldita sea.
-¿Qué hubiera sentido usted, capitán?
-Hubiera cumplido las órdenes... -comenzó a decir el
capitán, y se quedó
boquiabierto.
Por la acera, bajo el sol de Marte, venía caminando
un joven de unos veintiséis
años, alto, sonriente, de ojos asombrosamente claros
y azules.
-¡John! -gritó el joven, y trotó hacia ellos.
-¿Qué? -El capitán Black se tambaleó.
El joven llegó corriendo, le tomó la mano y le palmeó
la espalda.
-¡John, bandido!
-Eres tú -dijo el capitán John Black.
-¡Claro que soy yo! ¿Quién creías que era?
-iEdward!
El capitán, reteniendo la mano del joven desconocido,
se volvió a Lustig y a
Hinkston.
-Éste es mi hermano Edward. Ed, te presento a mis
hombres: Lustig, Hinkston. ¡Mi
hermano!
John y Edward se daban la mano y se apretaban los
brazos. Al fin se abrazaron.
-¡Ed!
-Johri, sinvergüenza!
-Tienes muy buena cara, Ed, pero ¿cómo? No has
cambiado nada en todo este
tiempo. Moriste, recuerdo, cuando tenías veintiséis
años y yo diecinueve. ¡Dios
mío! Hace tanto tiempo, y aquí estás. Señor, ¿qué
pasa aquí?
-Mamá está
esperándonos -dijo Edward Black sonriendo.
-¿Mamá?
-Y papá también.
-¿Papá?
El capitán casi cayó al suelo como si lo hubieran
golpeado con un arma poderosa.
Echó a caminar rígidamente, con pasos desmañados.
-¿Papá y mamá vivos? ¿Dónde están?
-En la vieja casa de Oak Knoll Avenue.
-¡En la vieja casa! -El capitán miraba fijamente con
un deleitado asombro-. ¿Han
oído ustedes, Lustig, Hinkston?
Hinkston se había ido. Había visto su propia casa en
el fondo de la calle y corría
hacia ella. Lustig se reía.
-¿Ve usted, capitán, qué les ha ocurrido a los del
cohete? No han podido evitarlo.
-Sí, sí. -El capitán cerró los ojos-. Cuando vuelva a
mirar habrás desaparecido. -
Parpadeó-. Todavía estás aquí. Oh, Dios, ¡pero qué
buen aspecto tienes, Ed!
-Vamos, nos espera el almuerzo. Ya he avisado a mamá.
Lustig dijo:
-Señor, estaré en casa de mis abuelos si me necesita.
-¿Qué? Ah, muy bien, Lustig. Nos veremos más tarde.
Edward tomó de un brazo al capitán.
-Ahí está la casa. ¿La recuerdas?
-¡Claro que la recuerdo! Vamos. A ver quién llega
primero al porche.
Corrieron. Los árboles rugieron sobre la cabeza del
capitán Black; el suelo rugió
bajo sus pies. Delante de él, en un asombroso sueño
real, veía la figura dorada de
Edward Black y la vieja casa, que se precipitaba
hacia ellos, con las puertas de
tela de alambre abiertas de par en pan
-¡Te he ganado! -exclamó Edward.
-Soy un hombre viejo -jadeó el capitán- y tú eres
joven todavía. Además siempre
me ganabas, me acuerdo muy bien.
En el umbral, mamá, sonrosada, rolliza y alegre.
Detrás, papá, con canas
amarillas y la pipa en la mano.
-¡Mamá! ¡Papá!
El capitán subió las escaleras corriendo como un
niño.
Fue una hermosa y larga tarde de primavera. Después
de una prolongada
sobremesa se sentaron en la sala y el capitán les
habló del cohete, y ellos
asintieron y mamá no había cambiado nada y papá cortó
con los dientes la punta
de un cigarro y lo encendió pensativamente como
acostumbraba antes. A la noche
comieron un gran pavo y el tiempo fue pasando. Cuando
los huesos quedaron tan
limpios como palillos de tambor, el capitán se echó
hacia atrás en su silla y suspiró
satisfecho. La noche estaba en todos los árboles y
coloreaba el cielo, y las
lámparas eran aureolas de luz rosada en la casa
tranquila. De todas las otras
casas, a lo largo de la calle, venían sonidos de
músicas, de pianos, y de puertas
que se cerraban.
Mamá puso un disco en el gramófono y bailó con el
capitán John Black. Llevaba el
mismo perfume de aquel verano, cuando ella y papá
murieron en el accidente de
tren. El capitán la sintió muy real entre los brazos,
mientras bailaban con pasos
ligeros.
-No todos los días se vuelve a vivir -dijo ella.
-Me despertaré por la mañana -replicó el capitán-, y
me encontraré en el cohete,
en el espacio, y todo esto habrá desaparecido.
-No, no pienses eso -lloró ella dulcemente-. No
dudes. Dios es bueno con
nosotros. Seamos felices.
-Perdón, mamá.
El disco terminó con un siseo circular.
-Estás cansado, hijo mío -le dijo papá señalándolo
con la pipa-. Tu antiguo
dormitorio te espera; con la cama de bronce y, todas
tus cosas.
-Pero tendría que llamar a mis hombres.
-¿Por qué?
-¿Por qué? Bueno, no lo sé. En realidad, creo que no
hay ninguna razón. No,
ninguna. Estarán comiendo o en cama. Una buena noche
de descanso no les hará
daño.
-Buenas noches, hijo. -Mamá le besó la mejilla-. Qué
bueno es tenerte en casa.
-Es bueno estar en casa.
El capitán dejó aquel país de humo de cigarros y
perfume y libros y luz suave y
subió las escaleras charlando, charlando con Edward.
Edward abrió una puerta, y
allí estaba la cama de bronce amarillo, y los viejos
banderines de la universidad, y
un muy gastado abrigo de castor que el capitán
acarició cariñosamente, en
silencio.
-No puedo más, de veras -murmuró-. Estoy entumecido y
cansado. Hoy han
ocurrido demasiadas cosas. Me siento como si hubiera
pasado cuarenta y ocho
horas bajo una lluvia torrencial, sin paraguas ni
impermeable. Estoy empapado
hasta los huesos de emoción.
Edward estiró con una mano las sábanas de nieve y
ahuecó las almohadas.
Levantó un poco la ventana y el aroma nocturno del
jazmín entró flotando en la
habitación. Había luna y sonidos de músicas y voces
distantes.
-De modo que esto es Marte -dijo el capitán,
desnudándose.
-Así es.
Edward se desvistió con movimientos perezosos y
lentos, sacándose la camisa
por la cabeza y descubriendo unos hombros dorados y
un cuello fuerte y
musculoso.
Habían apagado las luces, y ahora estaban en cama,
uno al lado del otro, como
¿hacía cuántos años? El aroma de jazmín que empujaba
las cortinas de encaje
hacia el aire oscuro del dormitorio acunó y alimentó
al capitán. Entre los árboles,
sobre el césped, alguien había dado cuerda a un
gramófono portátil que ahora
susurraba una canción: Siempre.
Se acordó de Marilyn.
-¿Está Marilyn aquí?
Edward, estirado allí a la luz de la luna, esperó
unos instantes y luego contestó:
-Sí. No está en el pueblo, pero volverá por la
mañana.
El capitán cerró los ojos:
-Tengo muchas ganas de verla.
En la habitación rectangular y silenciosa, sólo se
oía la respiración d los dos
hombres.
-Buenas noches, Ed.
Una pausa.
-Buenas noches, John.
El capitán permaneció tendido y en paz, abandonándose
a sus propios
pensamientos. Por primera vez consiguió hacer a un
lado las tensiones del día, y
ahora podía pensar lógicamente. Todo había sido
emocionante: las bandas de
música, las caras familiares. Pero ahora...
«¿Cómo? -se preguntó-. ¿Cómo se hizo todo esto? ¿Y
por qué? ¿Con qué
propósito? ¿Por la mera bondad de alguna intervención
divina? ¿Entonces Dios se
preocupa realmente por sus criaturas? ¿Cómo y por qué
y para qué?»
Consideró las distintas teorías que habían adelantado
Hinkston y Lustig en el
primer calor de la tarde. Dejó que otras muchas
teorías nuevas le bajaran a través
de la mente como perezosos guijarros que giraban
echando alrededor unas luces
mortecinas. Mamá. Papá. Edward. Tierra. Marte.
Marcianos.
«¿Quién había vivido aquí hacía mil años en Marte? ¿Marcianos?
¿0 había sido
siempre como ahora?»
Marcianos. El capitán repitió la palabra ociosamente,
interiormente.
Casi se echó a reír en voz alta. De pronto se le
había ocurrido la más ridícula de
las teorías. Se estremeció. Por supuesto, no tenía
ningún sentido. Era muy
improbable. Estúpida. «Olvídala. Es ridícula.»
»Sin embargo -pensó-, supongamos... Supongamos que
Marte esté habitado por
marcianos que vieron llegar nuestra nave y nos vieron
dentro y nos odiaron.
Supongamos ahora, sólo como algo terrible, que
quisieran destruir a esos
invasores indeseables, y del modo más inteligente,
tomándonos desprevenidos.
Bien, ¿qué arma podrían usar los marcianos contra las
armas atómicas de los
terrestres?
»La respuesta era interesante. Telepatía, hipnosis,
memoria e imaginación.
»Supongamos que ninguna de estas casas sea real, que
esta cama no sea real
sino un invento de mi propia imaginación,
materializada por los poderes
telepáticos e hipnóticos de los marcianos -pensó el
capitán John Black-.
Supongamos que estas casas tengan realmente otra
forma, una forma marciana, y
que conociendo mis deseos y mis anhelos, estos
marcianos hayan hecho que se
parezcan a mi viejo pueblo y mi vieja casa, para que
yo no sospeche. ¿Qué mejor
modo de engañar a un hombre que utilizar a sus padres
como cebo?
»Y este pueblo, tan antiguo, del año mil novecientos
veintiséis, muy anterior al
nacimiento de mis hombres... Yo tenía seis años
entonces, y había discos de
Harry Lauder, y cortinas de abalorios, y Hermoso
Ohio, y cuadros de Maxfield
Parrish que colgaban todavía de las paredes, y
arquitectura de principios de siglo.
¿Y si los marcianos hubieran sacado este pueblo de
los recuerdos de mi mente?
Dicen que los recuerdos de la niñez son los más claros.
Y después de construir el
pueblo, sacándolo de mi mente, ¡lo poblaron con las
gentes más queridas,
sacándolas de las mentes de los tripulantes!
»Y supongamos que esa pareja que duerme en la
habitación contigua no sea mi
padre y mi madre, sino dos marcianos increíblemente
hábiles y capaces de
mantenerme todo el tiempo en un sueño hipnótico.
»¿Y aquella banda de música? ¡Qué plan más
sorprendente y admirable! Primero,
engañar a Lustig, después a Hinkston, y después
reunir una muchedumbre; y
todos los hombres del cohete, como es natural,
desobedecen las órdenes y
abandonan la nave al ver a madres, tías,. tíos y
novias, muertos hace diez, veinte
años. ¿Qué más natural? ¿Qué más inocente? ¿Qué más
sencillo? Un hombre no
hace muchas preguntas cuando su madre vuelve de
pronto a la vida. Está
demasiado contento. Y aquí estamos todos esta noche,
en distintas casas,
distintas camas, sin armas que nos protejan. Y el
cohete vacío a la luz de la luna.
¿Y no sería espantoso Y terrible descubrir que todo
esto es parte de un inteligente
plan de los marcianos para dividirnos y vencernos, y
matarnos? En algún
momento de esta noche, quizá, mi hermano, que está en
esta cama, cambiará de
forma, se fundirá y se transformará en otra cosa, en
una cosa terrible, un
marciano. Sería tan fácil para él volverse en la cama
y clavarme un cuchillo en el
corazón... Y en todas esas casas, a lo largo de la
calle, una docena de otros
hermanos o padres fundiéndose de pronto y sacando
cuchillos, se abalanzarán
sobre los confiados y dormidos terrestres.»
Le temblaban las manos bajo las mantas. Tenía el
cuerpo helado. De pronto la
teoría no fue una teoría. De pronto tuvo mucho miedo.
Se incorporó en la cama y escuchó. Todo estaba en
silencio. La música había
cesado. El viento había muerto. Su hermano dormía
junto a él.
Levantó con mucho cuidado las mantas y salió de la
cama. Había dado unos
pocos pasos por el cuarto cuando oyó la voz de su
hermano.
-¿Adónde vas?
-¿Qué?
La voz de su hermano sonó otra vez fríamente:
-He dicho que adónde piensas que vas.
-A beber un trago de agua.
-Pero no
tienes sed.
-Sí, sí, tengo sed.
-No, no tienes sed.
El capitán John Black echó a correr por el cuarto.
Gritó, gritó dos veces.
Nunca llegó a la puerta.
A la mañana
siguiente, la banda de música tocó una marcha fúnebre. De todas
las casas de la calle salieron solemnes y reducidos
cortejos nevando largos
cajones, y por la calle soleada, llorando, marcharon
las abuelas, las madres, las
hermanas, los hermanos, los tíos y los padres, y
caminaron hasta el cementerio,
donde había fosas nuevas recién abiertas y nuevas
lápidas instaladas. Dieciséis
fosas en total, y dieciséis lápidas.
El alcalde pronunció un discurso breve y triste, con
una cara que a veces parecía
la cara del alcalde y a veces alguna otra cosa.
El padre y la madre del capitán John Black estaban
allí, con el hermano Edward,
llorando, y sus caras antes familiares, se fundieron
y transformaron en alguna otra
cosa.
El abuelo y la abuela de Lustig estaban allí,
sollozando, y sus caras brillantes, con
ese brillo que tienen las cosas en los días de calor,
se derritieron como la cera.
Bajaron los ataúdes. Alguien habló de «la inesperada
muerte durante la noche de
dieciséis hombres dignos ... ».
La tierra golpeó las tapas de los cajones.
La banda de música volvió de prisa al pueblo, con
paso marcial, tocando Columbia,
la perla del océano, y ya nadie trabajó ese
día.
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ResponderEliminarMe encantan sus cuentos son los mejores que e escuchado muchas felicidades a los autores y administradores de esta página
ResponderEliminarcual es la hipotesis de hinkson sobre los viajes a marte?
ResponderEliminarEsta muy bueno el cuento! Felicidades!!
ResponderEliminarnashe
ResponderEliminarNashe
Eliminarnashe?
EliminarNasheeeeeeeeeeeeeeeee
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