De esos días siempre recuerdo las vueltas en un bote alrededor de una
pequeña isla de plantas. Cada poco tiempo las cambiaban; pero allí las plantas
no se llevaban bien. Yo remaba colocado detrás del cuerpo inmenso de la señora
Margarita. Si ella miraba la isla un rato largo, era posible que me dijera
algo; pero no lo que me había prometido; sólo hablaba de las plantas y parecía
que quisiera esconder entre ellas otros pensamientos. Yo me cansaba de tener
esperanzas y levantaba los remos como si fueran manos aburridas de contar
siempre las mismas gotas. Pero ya sabía que, en otras vueltas del bote,
volvería a descubrir, una vez más, que ese cansancio era una pequeña mentira
confundida entre un poco de felicidad. Entonces me resignaba a esperar las
palabras que me vendrían de aquel mundo, casi mudo, de espaldas a mí y
deslizándose con el esfuerzo de mis manos doloridas.
Una tarde, poco antes del anochecer, tuve la sospecha de que el marido
de la señora Margarita estaría enterrado en la isla. Por eso ella me hacía dar
vueltas por allí y me llamaba en la noche -si había luna- para dar vueltas de
nuevo. Sin embargo el marido no podía estar en aquella isla; Alcides, -el novio
de la sobrina de la señora Margarita- me dijo que ella había perdido al marido
en un precipicio de Suiza. Y también recordé lo que me contó el botero la noche
que llegué a la casa inundada. Él remaba despacio mientras recorríamos “la
avenida de agua”, del ancho de una calle y bordeada de plátanos con borlitas.
Entre otras cosas supe que él y un peón habían llenado de tierra la fuente del
patio para que después fuera una isla. Además yo pensaba que los movimientos de
la cabeza de la señora Margarita -en las tardes que su mirada iba del libro a
la isla y de la isla al libro- no tenían relación con un muerto escondido
debajo de las plantas. También es cierto que una vez que la vi de frente tuve
la impresión de que los vidrios gruesos de sus lentes les enseñaban a los ojos
a disimular y que la gran vidriera terminada en cúpula que cubría el patio y la
pequeña isla, era como para encerrar el silencio en que se conserva a los
muertos.
Después recordé que ella no había mandado hacer la vidriera. Y me
gustaba saber que aquella casa, como un ser humano, había tenido que desempeñar
diferentes cometidos; primero fue casa de campo; después instituto astronómico;
pero como el telescopio que habían pedido a Norte América lo tiraron al fondo
del mar los alemanes, decidieron hacer, en aquel patio, un invernáculo; y por
último la señora Margarita la compró para inundarla.
Ahora, mientras dábamos vuelta a la isla, yo envolvía a esta señora con
sospechas que nunca le quedaban bien. Pero su cuerpo inmenso, rodeado de una
simplicidad desnuda, me tentaba a imaginar sobre él un pasado tenebroso. Por la
noche parecía más grande, el silencio lo cubría como un elefante dormido y a
veces ella hacía una carraspera rara, como un suspiro ronco.
Yo la había empezado a querer, porque después del cambio brusco que me
había hecho pasar de la miseria a esa opulencia, vivía en una tranquilidad
generosa y ella se prestaba -como prestaría el lomo una elefanta blanca a un
viajero- para imaginar disparates entretenidos. Además, aunque ella no me
preguntaba nada sobre mi vida, en el instante de encontrarnos, levantaba las
cejas como si se le fueran a volar, y sus ojos, detrás de tos vidrios, parecían
decir: “¿Qué pasa, hijo mío?”.
Por eso yo fui sintiendo por ella una amistad equivocada; y si ahora
dejo libre mi memoria se me va con esta primera señora Margarita; porque la
segunda, la verdadera, la que conocí cuando ella me contó su historia, al fin
de la temporada, tuvo una manera extraña de ser inaccesible.
Pero ahora yo debo esforzarme en empezar esta historia por su verdadero
principio, y no detenerme demasiado en las preferencias de los recuerdos.
Alcides me encontró en Buenos Aires en un día que yo estaba muy débil,
me invitó a un casamiento y me hizo comer de todo. En el momento de la
ceremonia, pensó en conseguirme un empleo, y ahogado de risa, me habló de una
“atolondrada generosa” que podía ayudarme. Y al final me dijo que ella había
mandado inundar una casa según el sistema de un arquitecto sevillano que
también inundó otra para un árabe que quería desquitarse de la sequía del
desierto. Después Alcides fue con la novia a la casa de la señora Margarita, le
habló mucho de mis libros y por último le dijo que yo era un “sonámbulo de
confianza”. Ella decidió contribuir, enseguida, con dinero; y en el verano
próximo, si yo sabía remar, me invitaría a la casa inundada. No sé por qué
causa, Alcides no me llevaba nunca; y después ella se enfermó. Ese verano
fueron a la casa inundada antes que la señora Margarita se repusiera y pasaron
los primeros días en seco. Pero al darle entrada al agua me mandaron llamar. Yo
tomé un ferrocarril que me llevó hasta una pequeña ciudad de la provincia, y de
allí a la casa fui en auto. Aquella región me pareció árida, pero al llegar la
noche pensé que podía haber árboles escondidos en la oscuridad. El chofer me
dejó con las valijas en un pequeño atracadero donde empezaba el canal, “la
avenida de agua”, y tocó la campana, colgada de un plátano; pero ya se había
desprendido de la casa la luz pálida que traía el bote. Se veía una cúpula
iluminada y al lado un monstruo oscuro tan alto como la cúpula. (Era el tanque
del agua). Debajo de la luz venía un bote verdoso y un hombre de blanco que me
empezó a hablar antes de llegar. Me conversó durante todo el trayecto (fue él
quien me dijo lo de la fuente llena de tierra). De pronto vi apagarse la luz de
la cúpula. En ese momento el botero me decía: “Ella no quiere que tiren papeles
ni ensucien el piso de agua. Del comedor al dormitorio de la señora Margarita
no hay puerta y una mañana en que se despertó temprano, vio venir nadando desde
el comedor un pan que se le había caído a mi mujer. A la dueña le dio mucha
rabia y le dijo que se fuera inmediatamente y que no había cosa más fea en la
vida que ver nadar un pan”.
El frente de la casa estaba cubierto de enredaderas. Llegamos a un
zaguán ancho de luz amarillenta y desde allí se veía un poco del gran patio de
agua y la isla. El agua entraba en la habitación de la izquierda por debajo de una
puerta cerrada. El botero ató la soga del bote a un gran sapo de bronce
afirmado en la vereda de la derecha y por allí fuimos con las valijas hasta una
escalera de cemento armado. En el primer piso había un corredor con vidrieras
que se perdían entre el humo de una gran cocina, de donde salió una mujer
gruesa con flores en el moño. Parecía española. Me dijo que la señora, su ama,
me recibiría al día siguiente; pero que esa noche me hablaría por
teléfono.
Los muebles de mi habitación, grandes y oscuros, parecían sentirse
incómodos entre paredes blancas atacadas por la luz de una lámpara eléctrica
sin esmerilar y colgada desnuda, en el centro de la habitación. La española
levantó mi valija y le sorprendió el peso. Le dije que eran libros. Entonces
empezó a contarme el mal que le había hecho a su ama “tanto libro” y “hasta la
habían dejado sorda, y no le gustaba que le gritaran”. Yo debo haber hecho
algún gesto por la molestia de la luz.
-¿A usted también le incómoda la luz? Igual que a ella.
Fui a encender un portátil; tenía pantalla verde y daría una sombra
agradable. En el instante de encenderla sonó el teléfono colocado detrás del
portátil, y lo atendió la española. Decía muchos “sí” y las pequeñas flores
blancas acompañaban conmovidas los movimientos del moño. Después ella sujetaba
las palabras que se asomaban a la boca can una silaba o un chistido. Y cuando
colgó el tubo suspiró y salió de la habitación en silencio.
Comí y bebí buen vino. La española me hablaba pero yo, preocupado de
cómo me iría en aquella casa, apenas le contestaba moviendo la cabeza como un
mueble en un piso flojo. En el instante de retirar el pocillo de café de entre
la luz llena de humo de mi cigarrillo, me volvió a decir que la señora me
llamaría por teléfono. Yo miraba el aparato esperando continuamente el timbre,
pero sonó en un instante en que no lo esperaba. La señora Margarita me preguntó
por mi viaje y mi cansancio con voz agradable y tenue. Yo le respondía con
fuerza separando las palabras.
-Hable naturalmente -me dijo-; ya le explicaré por qué le he dicho a
María (la española) que estoy sorda. Quisiera que usted estuviera tranquilo en
esta casa; es mi invitado; sólo le pediré que reme en mi bote y que soporte
algo que tengo que decirle. Por mi parte haré una contribución mensual a sus
ahorros y trataré de serle útil. He leído sus cuentos a medida que se
publicaban. No he querido hablar de ellos con Alcides por temor a disentir, soy
susceptible; pero ya hablaremos…
Yo estaba absolutamente conquistado. Hasta le dije que al día siguiente
me llamara a las seis. Esa primera noche, en la casa inundada, estaba intrigado
con lo que la señora Margarita tendría que decirme, me vino una tensión extraña
y no podía hundirme en el sueño. No sé cuándo me dormí. A las seis de la
mañana, un pequeño golpe de timbre, como la picadura de un insecto, me hizo
saltar en la cama. Esperé, inmóvil, que aquello se repitiera. Así fue. Levanté
el tubo del teléfono.
-¿Está despierto?
-Es verdad.
Después de combinar la hora de vernos me dijo que podía bajar en pijama
y que ella me esperaría al pie de la escalera. En aquel instante me sentí como
el empleado al que le dieran un momento libre.
En la noche anterior, la oscuridad me había parecido casi toda hecha de
árboles; y ahora, al abrir la ventana, pensé que ellos se habrían ido al
amanecer. Sólo había una llanura inmensa con un aire claro; y los únicos
árboles eran los plátanos del canal. Un poco de viento les hacía mover el
brillo de las hojas; al mismo tiempo se asomaban a la “avenida de agua” tocándose
disimuladamente las copas. Tal vez allí podría empezar a vivir de nuevo con una
alegría perezosa. Cerré la ventana con cuidado, como si guardara el paisaje
nuevo para mirarlo más tarde.
Vi, al fondo del corredor, la puerta abierta de la cocina y fui a pedir
agua caliente para afeitarme en el momento que María le servía café a un hombre
joven que dio los “buenos días” con humildad; era el hombre del agua y hablaba
de los motores. La española, con una sonrisa, me tomó de un brazo y me dijo que
me llevaría todo a mi pieza. Al volver, por el corredor, vi al pie de la
escalera -alta y empinada- a la señora Margarita. Era muy gruesa y su cuerpo
sobresalía de un pequeño bote como un pie gordo de un zapato escotado. Tenía la
cabeza baja porque leía unos papeles, y su trenza, alrededor de la cabeza, daba
la idea de una corona dorada. Esto lo iba recordando después de una rápida
mirada, pues temí que me descubriera observándola. Desde ese instante hasta el
momento de encontrarla estuve nervioso. Apenas puse los pies en la escalera
empezó a mirar sin disimulo y yo descendía con la dificultad de un líquido
espeso por un embudo estrecho. Me alcanzó una mano mucho antes que yo llegara
abajo. Y me dijo:
-Usted no es como yo me lo imaginaba… siempre me pasa eso… Me costará mucho
acomodar sus cuentos a su cara.
Yo, sin poder sonreír, hacía movimientos afirmativos como un caballo al
que le molestara el freno. Y le contesté:
-Tengo mucha curiosidad de conocerla y de saber qué pasará.
Por fin encontré su mano. Ella no me soltó hasta que pasé al asiento de
los remos, de espaldas a la proa. La señora Margarita se removía con la
respiración entrecortada, mientras se sentaba en el sillón que tenía el
respaldo hacia mí. Me decía que estudiaba un presupuesto para un asilo de
madres y no podría hablarme por un rato. Yo remaba, ella manejaba el timón, y
los dos mirábamos la estela que íbamos dejando. Por un instante tuve la idea de
un gran error; yo no era botero y aquel peso era monstruoso. Ella seguía
pensando en el asilo de madres sin tener en cuenta el volumen de su cuerpo y la
pequeñez de mis manos. En la angustia del esfuerzo me encontré con los ojos
casi pegados al respaldo de su sillón; y el barniz oscuro y la esterilla llena
de agujeritos, como los de un panal, me hicieron acordar de una peluquería a la
que me llevaba mi abuelo cuando yo tenía seis años. Pero estos agujeros estaban
llenos de bata blanca y de la gordura de la señora Margarita. Ella me dijo:
-No se apure; se va a cansar en seguida.
Yo aflojé los remos de golpe, caí como en un vació dichoso y me sentí
por primera vez deslizándome con ella en el silencio del agua. Después tuve
cierta conciencia de haber empezado a remar de nuevo. Pero debe haber pasado
largo tiempo. Tal vez me haya despertado el cansancio. Al rato ella me hizo
señas con una mano, como cuando se dice adiós, pero era para que me detuviera
en el sapo más próximo. En toda la vereda que rodeaba al lago, había esparcidos
sapos de bronce para atar el bote. Con gran trabajo y palabras que no entendí,
ella sacó el cuerpo del sillón y lo puso de pie en la vereda. De pronto nos
quedamos inmóviles, y fue entonces cuando hizo por primera vez la carraspera
rara, como si arrastrara algo, en la garganta, que no quisiera tragar y que al
final era un suspiro ronco. Yo miraba el sapo al que habíamos amarrado el bote
pero veía también los pies de ella, tan fijos como los otros dos sapos. Todo
hacía pensar que la señora Margarita hablaría. Pero también podía ocurrir que
volviera a hacer la carraspera rara. Si la hacía o empezaba a conversar yo
soltaría el aire que retenía en los pulmones para no perder las primeras
palabras. Después la espera se fue haciendo larga y yo dejaba escapar la
respiración como si fuera abriendo la puerta de un cuarto donde alguien duerme.
No sabía si esa espera quería decir que yo debía mirarla; pero decidí quedarme
inmóvil todo el tiempo que fuera necesario. Me encontré de nuevo con el sapo y
los pies, y puse mi atención en ellos sin mirar directamente. La parte
aprisionada en los zapatos era pequeña; pero después se desbordaba la gran
garganta blanca y la pierna rolliza y blanda con ternura de bebé que ignora sus
formas; y la idea de inmensidad que había encima de aquellos pies era como el
sueño fantástico de un niño. Pasé demasiado tiempo esperando la carraspera; y
no sé en qué pensamientos andaría cuando oí sus primeras palabras. Entonces
tuve la idea de que un inmenso jarrón se había ido llenando silenciosamente y
ahora dejaba caer el agua con pequeños ruidos intermitentes.
-Yo le prometí hablar … pero hoy no puedo… tengo un mundo de cosas en
qué pensar…
Cuando dijo “mundo”, yo, sin mirarla, me imaginé las curvas de su
cuerpo. Ella siguió:
-Además usted no tiene culpa, pero me molesta que sea tan diferente.
Sus ojos se achicaron y en su cara se abrió una sonrisa inesperada; el
labio superior se recogió hacia los lados como algunas cortinas de los teatros
y se adelantaron, bien alineados, grandes dientes brillantes.
-Yo, sin embargo, me alegro que usted sea como es.
Esto lo debo haber dicho con una sonrisa provocativa, porque pensé en mí
mismo como en un sinvergüenza de otra época con una pluma en el gorro. Entonces
empecé a buscar sus ojos verdes detrás de los lentes. Pero en el fondo de
aquellos lagos de vidrio, tan pequeños y de ondas tan fijas, los párpados se
habían cerrado y abultaban avergonzados. Los labios empezaron a cubrir los
dientes de nuevo y toda la cara se fue llenando de un color rojizo que ya había
visto antes en faroles chinos. Hubo un silencio como de mal entendido y uno de
sus pies tropezó con un sapo al tratar de subir al bote. Yo hubiera querido
volver unos instantes hacia atrás y que todo hubiera sido distinto. Las
palabras que yo había dicho mostraban un fondo de insinuación grosera que me
llenaba de amargura. La distancia que había de la isla a las vidrieras se
volvía un espacio ofendido y las cosas se miraban entre ellas como para
rechazarme. Eso era una pena, porque yo las había empezado a querer. Pero de
pronto la señora Margarita dijo:
-Deténgase en la escalera y vaya a su cuarto. Creo que luego tendré
muchas ganas de conversar con usted.
Entonces yo miré unos reflejos que había en el lago y sin ver las
plantas me di cuenta de que me eran favorables; y subí contento aquella
escalera casi blanca, de cemento armado, como un chiquilín que trepara por las
vértebras de un animal prehistórico.
Me puse a arreglar seriamente mis libros entre el olor a madera nueva
del ropero y sonó el teléfono:
-Por favor, baje un rato más; daremos unas vueltas en silencio y cuando
yo le haga una seña usted se detendrá al pie de la escalera, volverá a su
habitación y yo no lo molestaré más hasta que pasen dos días.
Todo ocurrió como ella lo había previsto, aunque en un instante en que
rodeamos la isla de cerca y ella miró las plantas parecía que iba a
hablar.
Entonces, empezaron a repetirse unos días imprecisos de espera y de
pereza, de aburrimiento a la luz de la luna y de variedad de sospechas con el
marido de ella bajo las plantas. Yo sabía que tenía gran dificultad en comprender
a los demás y trataba de pensar en la señora Margarita un poco como Alcides y
otro poco como María; pero también sabía que iba a tener pereza de seguir
desconfiando. Entonces me entregué a la manera de mi egoísmo; cuando estaba con
ella esperaba, con buena voluntad y hasta con pereza cariñosa, que ella me
dijera lo que se le antojara y entrara cómodamente en mi comprensión. O si no,
podía ocurrir, que mientras yo vivía cerca de ella, con un descuido encantado,
esa comprensión se formara despacio, en mí, y rodeara toda su persona. Y cuando
estuviera en mi pieza, entregado a mis lecturas, miraría también la llanura,
sin acordarme de la señora Margarita. Y desde allí, sin ninguna malicia,
robaría para mí la visión del lugar y me la llevaría conmigo al terminar el
verano.
Pero ocurrieron otras cosas.
Una mañana el hombre del agua tenía un plano azul sobre la mesa. Sus
ojos y sus dedos seguían las curvas que representaban los caños del agua
incrustados sobre las paredes y debajo de los pisos como gusanos que las
hubieran carcomido. Él no me había visto, a pesar de que sus pelos revueltos
parecían desconfiados y apuntaban en todas direcciones. Por fin levantó los
ojos. Tardó en cambiar la idea de que me miraba a mí en vez de lo que había en
los planos y después empezó a explicarme cómo las máquinas, por medio de los
caños, absorbían y vomitaban el agua de la casa para producir una tormenta
artificial. Yo no había presenciado ninguna de las tormentas; sólo había visto
las sombras de algunas planchas de hierro que resultaron ser bocas que se
abrían y cerraban alternativamente, unas tragando y otras echando agua. Me
costaba comprender la combinación de algunas válvulas; y el hombre quiso
explicarme todo de nuevo. Pero entró María.
-Ya sabes tú que no debes tener a la vista esos caños retorcidos. A ella
le parecen intestino… y puede llegarse hasta aquí, como el año pasado… -Y
dirigiéndose a mí-: Por favor, usted oiga, señor, y cierre el pico. Sabrá que
esta noche tendremos “velorio”. Sí, ella pone velas en unas budineras que deja
flotando alrededor de la cama y se hace la ilusión de que es su propio
“velorio”. Y después hace andar el agua para que la corriente se lleve las
budineras.
Al anochecer oí los pasos de María, el gong para hacer marchar el agua y
el ruido de los motores. Pero ya estaba aburrido y no quería asombrarme de
nada.
Otra noche en que yo había comido y bebido demasiado, el estar remando
siempre detrás de ella me parecía un sueño disparatado; tenía que estar
escondido detrás de la montaña, que al mismo tiempo se deslizaba con el
silencio que suponía en los cuerpos celestes; y con todo me gustaba pensar que
“la montaña” se movía porque yo la llevaba en el bote. Después ella quiso que
nos quedáramos quietos y pegados a la isla. Ese día habían puesto unas plantas
que se asomaban como sombrillas inclinadas y ahora no nos dejaban llegar la luz
que la luna hacía pasar por entre los vidrios. Yo transpiraba por el calor, y
las plantas se nos echaban encima. Quise meterme en el agua, pero como la
señora Margarita se daría cuenta de que el bote perdía peso, dejé esa idea. La
cabeza se me entretenía en pensar cosas por su cuenta: “El nombre de ella es
como su cuerpo; las dos primera silabas se parecen a toda esa carga de gordura
y las dos últimas a su cabeza y sus facciones pequeñas…”. Parece mentira, la
noche es tan inmensa, en el campo, y nosotros aquí, dos personas mayores, tan
cerca y pensando quién sabe qué estupideces diferentes. Deben ser las dos de la
madrugada… y estamos inútilmente despiertos, agobiados por estas ramas… Pero
qué firme es la soledad de esta mujer…
Y de pronto, no sé en qué momento, salió de entre las ramas un rugido
que me hizo temblar. Tardé en comprender que era la carraspera de ella y unas
pocas palabras:
-No me haga ninguna pregunta…
Aquí se detuvo. Yo me ahogaba y me venían cerca de la boca palabras que
parecían de un antiguo compañero de orquesta que tocaba el bandoneón: “¿quién
te hace ninguna pregunta? … Mejor me dejaras ir a dormir…”
Y ella terminó de decir:
-… hasta que yo le haya contado todo.
Por fin aparecerían las palabras prometidas -ahora que yo no las
esperaba-. El silencio nos apretaba debajo de las ramas pero no me animaba a
llevar el bote más adelante. Tuve tiempo de pensar en la señora Margarita con
palabras que oía dentro de mí y como ahogadas en una almohada. “Pobre, me decía
a mí mismo, debe tener necesidad de comunicarse con alguien. Y estando triste
le será difícil manejar ese cuerpo…”
Después que ella empezó a hablar, me pareció que su voz también sonaba
dentro de mí como si yo pronunciara sus palabras. Tal vez por eso ahora
confundo lo que ella me dijo con lo que yo pensaba. Además me será difícil
juntar todas sus palabras y no tendré más remedio que poner aquí muchas de las
mías.
“Hace cuatro años, al salir de Suiza, el ruido del ferrocarril me era
insoportable. Entonces me detuve en una pequeña ciudad de Italia…”.
Parecía que iba a decir con quién, pero se detuvo. Pasó mucho rato y
creí que esa noche no diría más nada. Su voz se había arrastrado con intermitencias
y hacía pensar en la huella de un animal herido. En el silencio, que parecía
llenarse de todas aquellas ramas enmarañadas, se me ocurrió repasar lo que
acababa de oír. Después pensé que yo me había quedado, indebidamente, con la
angustia de su voz en la memoria, para llevarla después a mi soledad y
acariciarla. Pero en seguida, como si alguien me obligara a soltar esa idea, se
deslizaron otras. Debe haber sido con el que estuvo antes en la pequeña ciudad
de Italia. Y después de perderlo, en Suiza, es posible que haya salido de allí
sin saber que todavía le quedaba un poco de esperanza (Alcides me había dicho
que no encontraron los restos) y al alejarse de aquel lugar, el ruido del
ferrocarril la debe haber enloquecido. Entonces, sin querer alejarse demasiado,
decidió bajarse en la pequeña ciudad de Italia, peor en ese otro lugar se ha
encontrado, sin duda, con recuerdos que le produjeron desesperaciones nuevas.
Ahora ella no podrá decirme todo esto, por pudor, o tal vez por creer que
Alcides me ha contado todo. Pero él no me dijo que ella está así por la pérdida
de su marido, sino simplemente: “Margarita fue trastornada toda su vida”, y
María atribuía la rareza de su ama a “tanto libro”. Tal vez ellos se hayan
confundido porque la señora Margarita no les habló de su pena. Y yo mismo, si
no hubiera sabido algo por Alcides, no habría comprendido nada de su historia,
ya que la señora Margarita nunca me dijo ni una palabra de su marido.
Yo seguí con muchas ideas como éstas, y cuando las palabras de ella
volvieron, la señora Margarita parecía instalada en una habitación del primer
piso de un hotel, en la pequeña ciudad de Italia, a la que había llegado por la
noche. Al rato de estar acostada, se levantó porque oyó ruidos, y fue hacia una
ventana de un corredor que daba al patio. Allí había reflejos de luna y de
otras luces. Y de pronto, como si se hubiera encontrado con una cara que le
había estado acechando, vio una fuente de agua. Al principio no podía saber si
el agua era una mirada falsa en la cara oscura de la fuente de piedra; pero
después el agua le pareció inocente; y al ir a la cama la llevaba en los ojos y
caminaba con cuidado para no agitarla. A la noche siguiente no hubo ruido pero
igual se levantó. Esta vez el agua era poca, sucia y al ir a la cama, como en
la noche anterior, le volvió a parecer que el agua la observaba, ahora era por
entre hojas que no alcanzaban a nadar. La señora Margarita la siguió mirando,
dentro de sus propios ojos y las miradas de los dos se había detenido en una
misma contemplación. Tal vez por eso, cuando la señora Margarita estaba por
dormirse, tuvo un presentimiento que no sabía si le venía de su alma o del
fondo del agua. Pero sintió que alguien quería comunicarse con ella, que había
dejado un aviso en el agua y por eso el agua insistía en mirar y en que la
miraran. Entonces la señora Margarita bajó de la cama y anduvo vagando,
descalza y asombrada, por su pieza y el corredor; pero ahora, la luz y todo era
distinto, como si alguien hubiera mandado cubrir el espacio donde ella caminaba
con otro aire y otro sentido de las cosas. Esta vez ella no se animó a mirar el
agua; y al volver a su cama sintió caer en su camisón, lágrimas verdaderas y
esperadas desde hacía mucho tiempo.
A la mañana siguiente, al ver el agua distraída, entre mujeres que
hablaban en voz alta, tuvo miedo de haber sido engañada por el silencio de la
noche y pensó que el agua no le daría ningún aviso ni la comunicaría con nadie.
Pero escuchó con atención lo que decían las mujeres y se dio cuenta de que
ellas empleaban sus voces en palabras tontas, que el agua no tenía culpa de que
las echaran encima como si fueran papeles sucios y que no se dejaría engañar
por la luz del día. Sin embargo, salió a caminar, vio un pobre viejo con una
regadera en la mano y cuando él la inclinó apareció una vaporosa pollera de
agua, haciendo murmullos como si fuera movida por pasos. Entonces, conmovida,
pensó: “No, no debo abandonar el agua; por algo ella insiste como una niña que
no puede explicarse”. Esa noche no fue a la fuente porque tenía un gran dolor
de cabeza y decidió tomar una pastilla para aliviarse. Y en el momento de ver
el agua entre el vidrio del vaso y la poca luz de la penumbra, se imaginó que
la misma agua se había ingeniado para acercarse y poner un secreto en los labios
que iban a beber. Entonces la señora Margarita se dijo: “No, esto es muy serio;
alguien prefiere la noche para traer el agua a mi alma”.
Al amanecer fue a ver a solas el agua de la fuente para observar
minuciosamente lo que había entre el agua y ella. Apenas puso sus ojos sobre el
agua se dio cuenta que por su mirada descendía un pensamiento. Aquí la señora
Margarita dijo estas mismas palabras: “un pensamiento que ahora no importa
nombrar” y, después de una larga carraspera, “un pensamiento confuso y como
deshecho de tanto estrujarlo. Se empezó a hundir, lentamente y lo dejé reposar.
De él nacieron reflexiones que mis miradas extrajeron del agua y me llenaron
los ojos y el alma. Entonces supe, por primera vez, que hay que cultivar los
recuerdos en el agua, que el agua elabora lo que en ella se refleja y que
recibe el pensamiento. En caso de desesperación no hay que entregar el cuerpo
al agua; hay que entregar a ella el pensamiento; ella lo penetra y él nos
cambia el sentido de la vida”. Fueron éstas, aproximadamente, sus
palabras.
Después se vistió, salió a caminar, vio de lejos un arroyo, y en el
primer momento no se acordó que por los arroyos corría agua -algo del mundo con
quien sólo ella podía comunicarse. Al llegar a la orilla, dejó su mirada en la
corriente, y en seguida tuvo la idea, sin embargo, de que esta agua no se
dirigía a ella; y que además ésta podía llevarle los recuerdos para un lugar
lejano, gastárselos. Sus ojos la obligaron a atender a una hoja recién caída de
un árbol; anduvo un instante en la superficie y en el momento de hundirse la
señora Margarita oyó pasos sordos, con palpitaciones. Tuvo una angustia de
presentimientos imprecisos y la cabeza se le oscureció. Los pasos eran de un
caballo que se acercó con una confianza un poco aburrida y hundió los belfos en
la corriente; sus dientes parecían agrandados a través de un vidrio que se
moviera, y cuando levantó la cabeza el agua chorreaba por los pelos de sus
belfos sin perder ninguna dignidad. Entonces pensó en los caballos que bebían
el agua del país de ella, y en lo distinta que sería el agua allá.
Esa noche, en el comedor del hotel, la señora Margarita se fijaba a cada
momento en una de las mujeres que había hablado a gritos cerca de la fuente.
Mientras el marido la miraba, embobado, la mujer tenía una sonrisa irónica, y
cuando se fue a llevar una copa a los labios, la señora pensó: “En qué bocas
anda el agua”. En seguida se sintió mal, fue a su pieza y tuvo una crisis de
lágrimas. Después se durmió pesadamente y a las dos de la madrugada se despertó
agitada y con el recuerdo del arroyo llenándole el alma. Entonces tuvo ideas en
favor del arroyo: “Esa agua corre como una esperanza desinteresada y nadie
puede con ella. Si el agua que corre es poca, cualquier pozo puede prepararle
una trampa y encerrarla: entonces ella se entristece, se llena de un silencio
sucio, y ese pozo es como la cabeza de un loco. Yo debo tener esperanzas como
de paso, vertiginoso, si es posible, y no pensar demasiado en que se cumplan;
ese debe ser, también, el sentido del agua, su inclinación instintiva. Yo debo
estar con mis pensamientos y mis recuerdos como en un agua que corre con gran
caudal…” Esta marea de pensamientos creció rápidamente y la señora Margarita se
levantó de la cama, preparó las valijas y empezó a pasearse por su cuarto y el
corredor sin querer mirar el agua de la fuente. Entonces pensaba: “El agua es
igual en todas partes y yo debo cultivar mis recuerdos en cualquier agua del
mundo”. Pasó un tiempo angustioso antes de estar instalada en el ferrocarril.
Pero después el ruido de las ruedas la deprimió y sintió pena por el agua que
había dejado en la fuente del hotel; recordó la noche en que estaba sucia y
llena de hojas, como una niña pobre, pidiéndole una limosna y ofreciéndole
algo; pero si no había cumplido la promesa de una esperanza o un aviso, era por
alguna picardía natural de la inocencia. Después la señora Margarita se puso una
toalla en la cara, lloró y eso le hizo bien. Pero no podía abandonar sus
pensamientos de agua quieta: “Yo debo preferir, seguía pensando, el agua que
esté detenida en la noche para que el silencio se eche lentamente sobre ella y
todo se llene de sueño y de plantas enmarañadas. Eso es más parecido al agua
que llevo en mí, si cierro los ojos siento como si las manos de una ciega
tantearan la superficie de su propia agua y recordara borrosamente, un agua
entre plantas que vio en la niñez, cuando aún le quedara un poco de
vista”.
Aquí se detuvo un rato, hasta que yo tuve conciencia de haber vuelto a
la noche en que estábamos bajo las ramas; pero no sabía bien si esos últimos
pensamientos la señora Margarita los había tenido en el ferrocarril, o se le
había ocurrido ahora, bajo estas ramas. Después me hizo señas para que fuera al
pie de la escalera.
Esa noche no encendí la luz de mi cuarto, y al tantear los muebles tuve
el recuerdo de otra noche en que me había emborrachado ligeramente con una
bebida que tomaba por primera vez. Ahora tardé en desvestirme. Después me
encontré con los ojos fijos en el tul del mosquitero y me vinieron de nuevo las
palabras que se habían desprendido del cuerpo de la señora Margarita.
En el mismo instante del relato no sólo me di cuenta que ella pertenecía
al marido, sino que yo había pensado demasiado en ella; y a veces de una manera
culpable. Entonces parecía que fuera yo el que escondía los pensamientos entre
las plantas. Pero desde el momento en que la señora Margarita empezó a hablar
sentí una angustia como si su cuerpo se hundiera en un agua que me arrastrara a
mí también; mis pensamientos culpables aparecieron de una manera fugaz y con la
idea de que no había tiempo ni valía la pena pensar en ellos; y a medida que el
relato avanzaba el agua se iba presentando como el espíritu de una religión que
nos sorprendiera en formas diferentes, y los pecados, en esa agua, tenían otro
sentido y no importaba tanto su significado. El sentimiento de una religión del
agua era cada vez más fuerte. Aunque la señora Margarita y yo éramos los únicos
fieles de carne y hueso, los recuerdos de agua que yo recibía en mi propia
vida, en las intermitencias del relato, también me parecían fieles de esa
religión; llegaban con lentitud, como si hubieran emprendido el viaje desde
hacía mucho tiempo y apenas cometido un gran pecado.
De pronto me di cuenta que de mi propia alma me nacía otra nueva y que
yo seguiría a la señora Margarita no sólo en el agua, sino también en la idea
de su marido. Y cuando ella terminó de hablar y yo subía la escalera de cemento
armado, pensé que en los días que caía agua del cielo había reuniones de
fieles.
Pero, después de acostado bajo aquel tul, empecé a rodear de otra manera
el relato de la señora Margarita; fui cayendo con una sorpresa lenta, en mi
alma de antes, y pensando que yo también tenía mi angustia propia; que aquel
tul en que hoy había dejado prendidos los ojos abiertos, estaba colgado encima
de un pantano y que de allí se levantaban otros fieles, los míos propios, y me
reclamaban otras cosas. Ahora recordaba mis pensamientos culpables con
bastantes detalles y cargados, con un sentido que yo conocía bien. Habían
empezado en una de las primeras tardes, cuando sospechaba que la señora
Margarita me atraería como una gran ola; no me dejaría hacer pie y mi pereza me
quitaría fuerzas para defenderme. Entonces tuve una reacción y quise irme de
aquella casa; pero eso fue como si al despertar, hiciera un movimiento con la
intención de levantarme y sin darme cuenta me acomodara para seguir durmiendo.
Otra tarde quise imaginarme -ya lo había hecho con otras mujeres- cómo sería yo
casado con ésta. Y por fin había decidido, cobardemente, que si su soledad me
inspirara lástima y yo me casara con ella, mis amigos dirían que lo había hecho
por dinero; y mis antiguas novias se reirían de mí al descubrirme caminando por
veredas estrechas detrás de una mujer gruesísima que resultaba ser mi mujer.
(Ya había tenido que andar detrás de ella, por la vereda angosta que rodeaba al
lago, en las noches que ella quería caminar).
Ahora a mí no me importaba lo que dijeran los amigos ni las burlas de
las novias de antes. Esta señora Margarita me atraía con una fuerza que parecía
ejercer a gran distancia, como si yo fuera un satélite, y al mismo tiempo que
se me aparecía lejana y ajena, estaba llena de una sublimidad extraña. Pero mis
fieles me reclamaban a la primera señora Margarita, aquella desconocida más
sencilla, sin marido, y en la que mi imaginación podía intervenir más
libremente. Y debo haber pensado muchas cosas más antes que el sueño me hiciera
desaparecer el tul.
A la mañana siguiente, la señora Margarita me dijo, por teléfono: “Le
ruego que vaya a Buenos Aires por unos días; haré limpiar la casa y no quiero
que usted me vea sin el agua”. Después me indicó el hotel donde debía ir. Allí
recibiría el aviso para volver.
La invitación a salir de su casa hizo disparar en mí un resorte celoso y
en el momento de irme me di cuenta de que a pesar de mi excitación llevaba
conmigo un envoltorio pesado de tristeza y que apenas me tranquilizara tendría
la necesidad estúpida de desenvolverlo y revisarlo cuidadosamente. Eso ocurrió
al poco rato, y cuando tomé el ferrocarril tenía tan pocas esperanzas de que la
señora Margarita me quisiera, como serían las de ella cuando tomó aquel
ferrocarril sin saber si su marido aún vivía. Ahora eran otros tiempos y otros
ferrocarriles; pero mi deseo de tener algo común con ella me hacía pensar: “Los
dos hemos tenido angustias entre ruidos de ruedas de ferrocarriles”. Pero esta
coincidencia era tan pobre como la de haber acertado sólo una cifra de las que
tuviera un billete premiado. Yo no tenía la virtud de la señora Margarita de
encontrar un agua milagrosa, ni buscaría consuelo en ninguna religión. La noche
anterior había traicionado a mis propios fieles, porque aunque ellos querían
llevarme con la primera señora Margarita, yo tenía, también, en el fondo de mi
pantano, otros fieles que miraban fijamente a esta señora como bichos
encantados por la luna. Mi tristeza era perezosa, pero vivía en mi imaginación
con orgullo de poeta incomprendido. Yo era un lugar provisorio donde se
encontraban todos mis antepasados un momento antes de llegar a mis hijos; pero
mis abuelos aunque eran distintos y con grandes enemistades, no querían pelear
mientras pasaban por mi vida: preferían el descanso, entregarse a la pereza y
desencontrarse como sonámbulos caminando por sueños diferentes. Yo trataba de
no provocarlos, pero si eso llegaba a ocurrir preferiría que la lucha fuera
corta y se exterminaran de un golpe.
En Buenos Aires me costaba hallar rincones tranquilos donde Alcides no
me encontrara. (A él le gustaría que le contara cosas de la señora Margarita
para ampliar su mala manera de pensar en ella). Además yo ya estaba bastante
confundido con mis dos señoras Margarita y vacilaba entre ellas como si no
supiera a cuál, de dos hermanas, debía preferir o traicionar; ni tampoco las
podía fundir, para amarlas al mismo tiempo. A menudo me fastidiaba que la
última señora Margarita me obligara a pensar en ella de una manera tan pura, y
tuve la idea de que debía seguirla en todas sus locuras para que ella me
confundiera entre los recuerdos del marido, y yo, después, pudiera
sustituirlo.
Recibí la orden de volver en un día de viento y me lancé a viajar con
una precipitación salvaje. Pero ese día, el viento parecía traer oculta la
misión de soplar contra el tiempo y nadie se daba cuenta de que los seres
humanos, los ferrocarriles y todo se movía con una lentitud angustiosa. Soporté
el viaje con una paciencia inmensa y al llegar a la casa inundada fue María la
que vino a recibirme al embarcadero. No me dejó remar y me dijo que el mismo
día que yo me fui, antes de retirarse el agua, ocurrieron dos accidentes.
Primero llegó Filomena, la mujer del botero, a pedir que la señora Margarita la
volviera a tomar. No la había despedido sólo por haber dejado nadar aquel pan,
sino porque la encontraron seduciendo a Alcides una vez que él estuvo allí en
los primeros días. La señora Margarita, sin decirle una palabra, la empujó, y
Filomena cayó al agua; cuando se iba, llorando y chorreando agua, el marido la
acompañó y no volvieron más. Un poco más tarde, cuando la señora Margarita
acercó, tirando de un cordón, el tocador de su cama (allí los muebles flotaban
sobre gomas infladas, como las que los niños llevan a las playas), volcó una
botella de aguardiente sobre un calentador que usaba para unos afeites y se
incendió el tocador. Ella pidió agua por teléfono, “como si allí no hubiera
bastante o no fuera la misma que hay en toda la casa”, decía María.
La mañana que siguió a mi vuelta era radiante y habían puesto plantas
nuevas; pero sentí celos de pensar que allí había algo diferente a lo de antes;
la señora Margarita y yo no encontraríamos las palabras y los pensamientos como
los habíamos dejado, debajo de las ramas.
Ella volvió a su historia después de algunos días. Esa noche, como ya
había ocurrido otras veces, pusieron una pasarela para cruzar el agua del
zaguán. Cuando llegué al pie de la escalera la señora Margarita me hizo señas
para que me detuviera; y después para que caminara detrás de ella. Dimos una
vuelta por toda la vereda estrecha que rodeaba al lago y ella empezó a decirme
que al salir de aquella ciudad de Italia pensó que el agua era igual en todas
partes del mundo. Pero no fue así, y muchas veces tuvo que cerrar los ojos y
ponerse los dedos en los oídos para encontrarse con su propia agua. Después de
haberse detenido en España, donde un arquitecto le vendió los planos para una
casa inundada -ella no me dio detalles- tomó un barco demasiado lleno de gente
y al dejar de ver tierra se dio cuenta que el agua del océano no le pertenecía,
que en ese abismo se ocultaban demasiados seres desconocidos. Después me dijo
que algunas personas, en el barco, hablaban de naufragios y cuando miraban la
inmensidad del agua, parecía que escondían miedo; pero no en una bañera, y de
entregarse a ella con el cuerpo desnudo. También les gustaba ir al fondo del
barco y ver las calderas, con el agua encerrada y enfurecida por la tortura del
fuego. En los días que el mar estaba agitado la señora Margarita se acostaba en
su camarote, y hacía andar sus ojos por hileras de letras, en diarios y
revistas, como si siguieran caminos de hormigas. O miraba un poco el agua que
se movía entre un botellón de cuello angosto. Aquí detuvo el relato y yo me di
cuenta que ella se balanceaba como un barco. A menudo nuestros pasos no
coincidían, echábamos el cuerpo para lados diferentes y a mí me costaba atrapar
sus palabras, que parecían llevadas por ráfagas desencontradas. También detuvo
sus pasos antes de subir a la pasarela, como si en ese momento tuviera miedo de
pasar por ella; entonces me pidió que fuera a buscar el bote. Anduvimos mucho
rato antes que apareciera el suspiro ronco y nuevas palabras. Por fin me dijo
que en el barco había tenido un instante para su alma. Fue cuando estaba
apoyada en una baranda, mirando la calma del mar, como a una inmensa piel que
apenas dejara entrever movimientos de músculos. La señora Margarita imaginaba
locuras como las que vienen en los sueños: suponía que ella podía caminar por
la superficie del agua; pero tenía miedo que surgiera una marsopa que la
hiciera tropezar; y entonces, esta vez, se hundiría, realmente. De pronto tuvo
conciencia que desde hacía algunos instantes caía, sobre el agua del mar, agua
dulce del cielo, muchas gotas llegaban hasta la madera de cubierta y se
precipitaban tan seguidas y amontonadas como si asaltaran el barco. Enseguida
toda la cubierta era, sencillamente, un piso mojado. La señora Margarita volvió
a mirar el mar, que recibía y se tragaba la lluvia con la naturalidad conque un
animal se traga a otro. Ella tuvo un sentimiento confuso de lo que pasaba y de
pronto su cuerpo se empezó a agitar por una risa que tardó en llegarle a la cara,
como un temblor de tierra provocado por una causa desconocida. Parecía que
buscara pensamientos que justificaran su risa y por fin se dijo. “Esta agua
parece una niña equivocada; en vez de llover sobre la tierra llueve sobre otra
agua”. Después sintió ternura en lo dulce que sería para el mar recibir la
lluvia; pero al irse para su camarote, moviendo su cuerpo inmenso, recordó la
visión del agua tragándose la otra y tuvo la idea de que la niña iba hacia su
muerte. Entonces la ternura se le llenó de una tristeza pesada, se acostó en
seguida y cayó en el sueño de la siesta. Aquí la señora Margarita terminó el
relato de esa noche y me ordenó que fuera a mi pieza.
Al día siguiente recibí su voz por teléfono y tuve la impresión de que
me comunicaba con una conciencia de otro mundo. Me dijo que me invitaba para el
atardecer a una sesión de homenaje al agua. Al atardecer yo oí el ruido de las
budineras, con las corridas de María, y confirmé mis temores: tendría que
acompañarla en su “velorio”. Ella me esperó al pie de la escalera cuando ya era
casi de noche. Al entrar, de espaldas a la primera habitación, me di cuenta de
que había estado oyendo un ruido de agua y ahora era más intenso. En esa
habitación vi un trinchante. (Las ondas del bote lo hicieron mover sobre sus
gomas infladas, y sonaron un poco las copas y las cadenas con que estaba sujeto
a la pared.) Al otro lado de la habitación había una especie de balsa, redonda,
con una mesa en el centro y sillas recostadas a una baranda: parecían un
conciliábulo de mudos moviéndose apenas por el paso del bote. Sin querer mis
remos tropezaron con los marcos de las puertas que daban entrada al dormitorio.
En ese instante comprendí que allí caía agua sobre agua. Alrededor de toda la
pared -menos en el lugar en que estaban los muebles, el gran ropero, la cama y
el tocador- había colgadas innumerables regaderas de todas formas y colores;
recibían el agua de un gran recipiente de vidrio parecido a una pipa turca,
suspendido del techo como una lámpara; y de él salían, curvados como
guirnaldas, los delgados tubos de goma que alimentaban las regaderas. Entre
aquel ruido de gruta, atracamos junto a la cama; sus largas patas de vidrio la
hacían sobresalir bastante del agua. La señora Margarita se quitó los zapatos y
me dijo que yo hiciera lo mismo; subió a la cama, que era muy grande, y se
dirigió a la pared de la cabecera, donde había un cuadro enorme con un chivo
blanco de barba parado sobre sus patas traseras. Tomó el marco, abrió el cuadro
como si fuera una puerta y apareció un cuarto de baño. Para entrar dio un paso
sobre las almohadas, que le servían de escalón, y a los pocos instantes volvió
trayendo dos budineras redondas con velas pegadas en el fondo. Me dijo que las
fuera poniendo en el agua. Al subir, yo me caí en la cama; me levanté en
seguida pero alcancé a sentir el perfume que había en las cobijas. Fui poniendo
las budineras que ella me alcanzaba al costado de la cama, y de pronto ella me
dijo: “Por favor, no las ponga así que parece un velorio”. (Entonces me di cuenta
del error de María). Eran veintiocho. La señora se hincó en la cama y tomando
el tubo del teléfono, que estaba en una de las mesas de luz, dio orden de que
cortaran el agua de las regaderas. Se hizo un silencio sepulcral y nosotros
empezamos a encender las velas echados de bruces a los pies de la cama y yo
tenía cuidado de no molestar a la señora. Cuando estábamos por terminar, a ella
se le cayó la caja de los fósforos en una budinera, entonces me dejó a mí solo
y se levantó para ir a tocar el gong, que estaba en la otra mesa de luz. Allí
había también una portátil y era lo único que alumbraba la habitación. Antes de
tocar el gong se detuvo, dejó el palillo al lado de la portátil y fue a cerrar
la puerta que era el cuadro del chivo. Después se sentó en la cabecera de la
cama, empezó a arreglar las almohadas y me hizo señas para que yo tocara el
gong. A mí me costó hacerlo; tuve que andar en cuatro pies por la orilla de la
cama para no rozar sus piernas, que ocupaban tanto espacio. No sé por qué tenía
miedo de caerme al agua -la profundidad era sólo de cuarenta centímetros-.
Después de hacer sonar el gong una vez, ella me indicó que bastaba. Al
retirarme- andando hacia atrás porque no había espacio para dar vuelta-, vi la
cabeza de la señora recostada a los pies del chivo, y la mirada fija,
esperando. Las budineras, también inmóviles, parecían pequeñas barcas
recostadas en un puerto antes de la tormenta. A los pocos momentos de marchar
los motores el agua empezó a agitarse; entonces la señora Margarita, con gran
esfuerzo, salió de la posición en que estaba y vino de nuevo a arrojarse de
bruces a los pies de la cama. La corriente llegó hasta nosotros, hizo chocar
las budineras, unas contra otras, y después de llegar a la pared del fondo
volvió con violencia a llevarse las budineras, a toda velocidad. Se volcó una y
en seguida otras; las velas al apagarse, echaban un poco de humo. Yo miré a la
señora Margarita, pero ella, previendo mi curiosidad, se había puesto una mano
al costado de los ojos. Rápidamente, las budineras se hundían en seguida, daban
vueltas a toda velocidad por la puerta del zaguán en dirección al patio. A
medida que se apagaban las velas había menos reflejos y el espectáculo se
empobrecía. Cuando todo parecía haber terminado, la señora Margarita, apoyada
en el brazo que tenía la mano en los ojos, soltó con la otra mano una budinera
que había quedado trabada a un lado de la cama y se dispuso a mirarla; pero esa
budinera también se hundió en seguida. Después de unos segundos, ella,
lentamente, se afirmó en las manos para hincarse o para sentarse sobre sus
talones y con la cabeza inclinada hacia abajo y la barbilla perdida entre la
gordura de la garganta, miraba el agua como una niña que hubiera perdido una
muñeca. Los motores seguían andando y la señora Margarita parecía, cada vez más
abrumada de desilusión. Yo, sin que ella me dijera nada, atraje el bote por la
cuerda, que estaba atada a una pata de la cama. Apenas estuve dentro del bote y
solté la cuerda, la corriente me llevó con una rapidez que yo no había
previsto. Al dar vuelta en la puerta del zaguán miré hacia atrás y vi a la
señora Margarita con los ojos clavados en mí como si yo hubiera sido una
budinera más que le diera la esperanza de revelarle algún secreto. En el patio,
la corriente me hacía girar alrededor de la isla. Yo me senté en el sillón del
bote y no me importaba dónde me llevara el agua. Recordaba las vueltas que
había dado antes, cuando la señora Margarita me había parecido otra persona, y
a pesar de la velocidad de la corriente sentía pensamientos lentos y me vino
una síntesis triste de mi vida. Yo estaba destinado a encontrarme solo con una
parte de las personas, y además por poco tiempo y como si yo fuera un viajero
distraído que tampoco supiera dónde iba. Esta vez ni siquiera comprendía por
qué la señora Margarita me había llamado y contaba su historia sin dejarme
hablar ni una palabra; por ahora yo estaba seguro que nunca me encontraría
plenamente con esta señora. Y seguí en aquellas vueltas y en aquellos
pensamientos hasta que apagaron los motores y vino María a pedirme el bote para
pescar las budineras, que también daban vuelta alrededor de la isla. Yo le
expliqué que la señora Margarita no hacía ningún velorio y que únicamente le
gustaba ver naufragar las budineras con la llama y no sabía qué más
decirle.
Esa misma noche, un poco tarde, la señora Margarita me volvió a llamar.
Al principio estaba nerviosa, y sin hacer la carraspera tomó la historia en el
momento en que había comprado la casa y la había preparado para inundarla. Tal
vez había sido cruel con la fuente, desbordándole el agua y llenándola con esa
tierra oscura. Al principio, cuando pusieron las primeras plantas, la fuente
parecía soñar con el agua que había tenido antes; pero de pronto las plantas
aparecían demasiado amontonadas, como presagios confusos; entonces la señora
Margarita las mandaba cambiar. Ella quería que el agua se confundiera con el
silencio de sueños tranquilos, o de conversaciones bajas de familias felices
(por eso le había dicho a María que estaba sorda y que sólo debía hablarle por
teléfono). También quería andar sobre el agua con la lentitud de una nube y
llevar en las manos libros, como aves inofensivas. Pero lo que más quería, era
comprender el agua. Es posible, me decía, que ella no quiera otra cosa que
correr y dejar sugerencias a su paso; pero yo me moriré con la idea de que el
agua lleva adentro de sí algo que ha recogido en otro lado y no sé de qué
manera me entregará pensamientos que no son los míos y que son para mí. De
cualquier manera yo soy feliz con ella, trato de comprenderla y nadie podrá
prohibir que conserve mis recuerdos en el agua.
Esa noche, contra su costumbre, me dio la mano al despedirse. Al día
siguiente, cuando fui a la cocina, el hombre del agua me dio una carta. Por
decirle algo le pregunté por sus máquinas. Entonces me dijo:
-¿Vio qué pronto instalamos las regaderas?
-Sí, y… ¿anda bien? (Yo disimulaba el deseo de ir a leer la carta).
-Cómo no… Estando bien las máquinas, no hay ningún inconveniente. A la
noche muevo una palanca, empieza el agua de las regaderas y la señora se duerme
con el murmullo. Al otro día, a las cinco, muevo otra vez la misma palanca, las
regaderas se detienen, y el silencio despierta a la señora; a los pocos minutos
corro la palanca que agita el agua y la señora se levanta.
Aquí lo saludé y me fui. La carta decía:
“Querido amigo: el día que lo vi por primera vez en la escalera, usted
traía los párpados bajos y aparentemente estaba muy preocupado con los
escalones. Todo eso parecía timidez; pero era atrevido en sus pasos, en la
manera de mostrar la suela de sus zapatos. Le tomé simpatía y por eso quise que
me acompañara todo este tiempo. De lo contrario, le hubiera contado mi historia
en seguida y usted tendría que haberse ido a Buenos Aires al día siguiente. Eso
es lo que hará mañana.
“Gracias por su compañía; y con respecto a sus economías nos
entenderemos por medio de Alcides. Adiós y que sea feliz; creo que buena falta
le hace. Margarita.
“P.D. Si por causalidad a usted se le ocurriera escribir todo lo que le
he contado, cuente con mi permiso. Sólo le pido que al final ponga estas
palabras: “Esta es la historia que Margarita le dedica a José. Esté vivo o esté
muerto.”