lunes, 31 de octubre de 2016
viernes, 28 de octubre de 2016
El rastro de tu sangre en la nieve de Gabriel García Márquez
Al anochecer, cuando llegaron a
la frontera, Nena Daconte se dio cuenta de que el dedo con el anillo de bodas
le seguía sangrando. El guardia civil con una manta de lana cruda sobre el
tricornio de charol examinó los pasaportes a la luz de una linterna de carburo,
haciendo un grande esfuerzo para que no lo derribara la presión del viento que
soplaba de los Pirineos. Aunque eran dos pasaportes diplomáticos en regla, el
guardia levantó la linterna para comprobar que los retratos se parecían a las
caras.Nena Daconte era casi una niña, con unos ojos de pájaro feliz y una piel
de melaza que todavía irradiaba la resolana del Caribe en el lúgubre anochecer
de enero, y estaba arropada hasta el cuello con un abrigo de nucas de visón que
no podía comprarse con el sueldo de un año de toda la guarnición fronteriza.
Billy Sánchez de Ávila, su marido, que conducía el coche, era un año menor que
ella, y casi tan bello, y llevaba una chaqueta de cuadros escoceses y una gorra
de pelotero. Al contrario de su esposa, era alto y atlético y tenía las
mandíbulas de hierro de los matones tímidos. Pero lo que revelaba mejor la
condición de ambos era el automóvil platinado, cuyo interior exhalaba un
aliento de bestia viva, como no se había visto otro por aquella frontera de
pobres. Los asientos posteriores iban atiborrados de maletas demasiado nuevas y
muchas cajas de regalos todavía sin abrir. Ahí estaba, además, el saxofón tenor
que había sido la pasión dominante en la vida de Nena Daconte antes de que
sucumbiera al amor contrariado de su tierno pandillero de balneario.
Cuando el guardia le devolvió los
pasaportes sellados, Billy Sánchez le preguntó dónde podía encontrar una
farmacia para hacerle una cura en el dedo a su mujer, y el guardia le gritó
contra e1 viento que preguntaran en Indaya, del lado francés. Pero los guardias
de Hendaya estaban sentados a la mesa en mangas de camisa, jugando barajas
mientras comían pan mojado en tazones de vino dentro de una garita de cristal
cálida y bien alumbrada, y les bastó con ver el tamaño y la clase del coche
para indicarles por señas que se internaran en Francia. Billy Sánchez hizo
sonar varias veces la bocina, pero los guardias no entendieron que los
llamaban, sino que uno de ellos abrió el cristal y les gritó con más rabia que
el viento:
-Merde! Allez-vous-en!
Entonces Nena Daconte salió del
automóvil envuelta con el abrigo hasta las orejas, y le preguntó al guardia en
un francés perfecto dónde había una farmacia. El guardia contestó por costumbre
con la boca llena de pan que eso no era asunto suyo. Y menos con semejante
borrasca, y cerró la ventanilla. Pero luego se fijó con atención en la muchacha
que se chupaba el dedo herido envuelta en el destello de los visones naturales,
y debió confundirla con una aparición mágica en aquella noche de espantos,
porque al instante cambió de humor. Explicó que la ciudad más cercana era
Biarritz, pero que en pleno invierno y con aquel viento de lobos, tal vez no
hubiera una farmacia abierta hasta Bayona, un poco más adelante.
-¿Es algo grave? -preguntó.
-Nada -sonrió Nena Daconte,
mostrándole el dedo con la sortija de diamantes en cuya yema era apenas
perceptible la herida de la rosa-. Es sólo un pinchazo.
Antes de Bayona volvió a nevar.
No eran más de las siete, pero encontraron las calles desiertas y las casas
cerradas por la furia de la borrasca, y al cabo de muchas vueltas sin encontrar
una farmacia decidieron seguir adelante. Billy Sánchez se alegró con la
decisión. Tenía una pasión insaciable por los automóviles raros y un papá con
demasiados sentimientos de culpa y recursos de sobra para complacerlo, y nunca
había conducido nada igual a aquel Bentley convertible de regalo de bodas. Era
tanta su embriaguez en el volante, que cuanto más andaba menos cansado se
sentía. Estaba dispuesto a llegar esa noche a Burdeos, donde tenían reservada
la suite nupcial del hotel Splendid, y no habría vientos contrarios ni bastante
nieve en el cielo para impedirlo. Nena Daconte, en cambio, estaba agotada,
sobre todo por el último tramo de la carretera desde Madrid, que era una
cornisa de cabras azotada por el granizo. Así que después de Bayona se enrolló
un pañuelo en el anular apretándolo bien para detener la sangre que seguía
fluyendo, y se durmió a fondo. Billy Sánchez no lo advirtió sino al borde de la
media noche, después de que acabó de nevar y el viento se paró de pronto entre
los pinos, y el cielo de las landas se llenó de estrellas glaciales. Había
pasado frente a las luces dormidas de Burdeos, pero sólo se detuvo para llenar
el tanque en una estación de la carretera pues aún le quedaban ánimos para llegar
hasta París sin tomar aliento. Era tan feliz con su juguete grande de 25.000
libras esterlinas, que ni siquiera se preguntó si lo sería también la criatura
radiante que dormía a su lado con la venda del anular empapada de sangre, y
cuyo sueño de adolescente, por primera vez, estaba atravesado por ráfagas de
incertidumbre.
Se habían casado tres días antes,
a 10.000 kilómetros de allí, en Cartagena de Indias, con el asombro de los
padres de él y la desilusión de los de ella, y la bendición personal del arzobispo
primado. Nadie, salvo ellos mismos, entendía el fundamento real ni conoció el
origen de ese amor imprevisible. Había empezado tres meses antes de la boda, un
domingo de mar en que la pandilla de Billy Sánchez se tomó por asalto los
vestidores de mujeres de los balnearios de Marbella. Nena Daconte había
cumplido apenas dieciocho años, acababa de regresar del internado de la
Châtellenie, en Saint-Blaise, Suiza, hablando cuatro idiomas sin acento y con
un dominio maestro del saxofón tenor, y aquel era su primer domingo de mar
desde el regreso. Se había desnudado por completo para ponerse el traje de baño
cuando empezó la estampida de pánico y los gritos de abordaje en las casetas
vecinas, pero no entendió lo que ocurría hasta que la aldaba de su puerta saltó
en astillas y vio parado frente a ella al bandolero más hermoso que se podía
concebir. Lo único que llevaba puesto era un calzoncillo lineal de falsa piel
de leopardo, y tenía el cuerpo apacible y elástico y el color dorado de la
gente de mar. En el puño derecho, donde tenía una esclava metálica de gladiador
romano, llevaba enrollada una cadena de hierro que le servía de arma mortal, y
tenía colgada del cuello una medalla sin santo que palpitaba en silencio con el
susto del corazón. Habían estado juntos en la escuela primaria y habían roto
muchas piñatas en las fiestas de cumpleaños, pues ambos pertenecían a la
estirpe provinciana que manejaba a su arbitrio el destino de la ciudad desde
los tiempos de la Colonia, pero habían dejado de verse tantos años que no se
reconocieron a primera vista. Nena Daconte permaneció de pie, inmóvil, sin
hacer nada por ocultar su desnudez intensa. Billy Sánchez cumplió entonces con
su rito pueril: se bajó el calzoncillo de leopardo y le mostró su respetable
animal erguido. Ella lo miró de frente y sin asombro.
-Los he visto más grandes y más
firmes -dijo, dominando el terror-, de modo que piensa bien lo que vas a hacer,
porque conmigo te tienes que comportar mejor que un negro.
En realidad, Nena Daconte no sólo
era virgen sino que nunca hasta entonces había visto un hombre desnudo, pero el
desafío le resultó eficaz. Lo único que se le ocurrió a Billy Sánchez fue tirar
un puñetazo de rabia contra la pared con la cadena enrollada en la mano, y se
astilló los huesos. Ella lo llevó en su coche al hospital, lo ayudó a
sobrellevar la convalecencia, y al final aprendieron juntos a hacer el amor de
la buena manera. Pasaron las tardes difíciles de junio en la terraza interior
de la casa donde habían muerto seis generaciones de próceres en la familia de
Nena Daconte, ella tocando canciones de moda en el saxofón, y él con la mano
escayolada contemplándola desde el chinchorro con un estupor sin alivio. La
casa tenía numerosas ventanas de cuerpo entero que daban al estanque de
podredumbre de la bahía, y era una de las más grandes y antiguas del barrio de
la Manga, y sin duda la más fea. Pero la terraza de baldosas ajedrezadas donde
Nena Daconte tocaba el saxofón era un remanso en el calor de las cuatro, y daba
a un patio de sombras grandes con palos de mango y matas de guineo, bajo los
cuales había una tumba con una losa sin nombre, anterior a la casa y a la
memoria de la familia. Aun los menos entendidos en música pensaban que el
sonido del saxofón era anacrónico en una casa de tanta alcurnia. “Suena como un
buque”, había dicho la abuela de Nena Daconte cuando lo oyó por primera vez. Su
madre había tratado en vano de que lo tocara de otro modo, y no como ella lo
hacía por comodidad, con la falda recogida hasta los muslos y las rodillas separadas,
y con una sensualidad que no le parecía esencial para la música. “No me importa
qué instrumento toques” -le decía- “con tal de que lo toques con las piernas
cerradas”. Pero fueron esos aires de adioses de buques y ese encarnizamiento de
amor los que le permitieron a Nena Daconte romper la cáscara amarga de Billy
Sánchez. Debajo de la triste reputación de bruto que él tenía muy bien
sustentada por la confluencia de dos apellidos ilustres, ella descubrió un
huérfano asustado y tierno. Llegaron a conocerse tanto mientras se le soldaban
los huesos de la mano, que él mismo se asombró de la fluidez con que ocurrió el
amor cuando ella lo llevó a su cama de doncella una tarde de lluvias en que se
quedaron solos en la casa. Todos los días a esa hora, durante casi dos semanas,
retozaron desnudos bajo la mirada atónita de los retratos de guerreros civiles
y abuelas insaciables que los habían precedido en el paraíso de aquella cama
histórica. Aun en las pausas del amor permanecían desnudos con las ventanas
abiertas respirando la brisa de escombros de barcos de la bahía, su olor a
mierda, oyendo en el silencio del saxofón los ruidos cotidianos del patio, la
nota única del sapo bajo las matas de guineo, la gota de agua en la tumba de
nadie, los pasos naturales de la vida que antes no habían tenido tiempo de
conocer.
Cuando los padres de Nena Daconte
regresaron a la casa, ellos habían progresado tanto en el amor que ya no les
alcanzaba el mundo para otra cosa, y lo hacían a cualquier hora y en cualquier
parte, tratando de inventarlo otra vez cada vez que 1o hacían. Al principio lo
hicieron como mejor podían en los carros deportivos con que el papá de Billy
trataba de apaciguar sus propias culpas. Después, cuando los coches se les
volvieron demasiado fáciles, se metían por la noche en las casetas desiertas de
Marbella donde el destino los había enfrentado por primera vez, y hasta se
metieron disfrazados durante el carnaval de noviembre en los cuartos de
alquiler del antiguo barrio de esclavos de Getsemaní, al amparo de las
mamasantas que hasta hacía pocos meses tenían que padecer a Billy Sánchez con
su pandilla de cadeneros. Nena Daconte se entregó a los amores furtivos con la
misma devoción frenética que antes malgastaba en el saxofón, hasta el punto de
que su bandolero domesticado terminó por entender lo que ella quiso decirle
cuando le dijo que tenía que comportarse como un negro. Billy Sánchez le
correspondió siempre y bien, y con el mismo alborozo. Ya casados, cumplieron
con el deber de amarse mientras las azafatas dormían en mitad del Atlántico,
encerrados a duras penas y más muertos de risa que de placer en el retrete del
avión. Sólo ellos sabían entonces, 24 horas después de la boda, que Nena
Daconte estaba encinta desde hacía dos meses.
De modo que cuando llegaron a
Madrid se sentían muy lejos de ser dos amantes saciados, pero tenían bastantes
reservas para comportarse como recién casados puros. Los padres de ambos lo
habían previsto todo. Antes del desembarco, un funcionario de protocolo subió a
la cabina de primera clase para llevarle a Nena Daconte el abrigo de visón
blanco con franjas de un negro luminoso, que era el regalo de bodas de sus
padres. A Billy Sánchez le llevó una chaqueta de cordero que era la novedad de
aquel invierno, y las llaves sin marca de un coche de sorpresa que le esperaba
en el aeropuerto.
La misión diplomática de su país
los recibió en el salón oficial. El embajador y su esposa no sólo eran amigos
desde siempre de la familia de ambos, sino que él era el médico que había
asistido al nacimiento de Nena Daconte, y la esperó con un ramo de rosas tan
radiantes y frescas, que hasta las gotas de rocío parecían artificiales. Ella
los saludó a ambos con besos de burla, incómoda con su condición un poco
prematura de recién casada, y luego recibió las rosas. Al cogerlas se pinchó el
dedo con una espina del tallo, pero sorteó el percance con un recurso
encantador.
-Lo hice adrede -dijo- para que
se fijaran en mi anillo.
En efecto, la misión diplomática
en pleno admiró el esplendor del anillo, calculando que debía costar una
fortuna no tanto por la clase de los diamantes como por su antigüedad bien
conservada. Pero nadie advirtió que el dedo empezaba a sangrar. La atención de
todos derivó después hacia el coche nuevo. El embajador había tenido el buen humor
de llevarlo al aeropuerto, y de hacerlo envolver en papel celofán con un enorme
lazo dorado. Billy Sánchez no apreció su ingenio. Estaba tan ansioso por
conocer el coche que desgarró la envoltura de un tirón y se quedó sin aliento.
Era el Bentley convertible de ese año con tapicería de cuero legítimo. El cielo
parecía un manto de ceniza, el Guadarrama mandaba un viento cortante y helado,
y no se estaba bien a la intemperie, pero Billy Sánchez no tenía todavía la
noción del frío. Mantuvo a la misión diplomática en el estacionamiento sin
techo, inconsciente de que se estaban congelando por cortesía, hasta que
terminó de reconocer el coche en sus detalles recónditos. Luego el embajador se
sentó a su lado para guiarlo hasta la residencia oficial donde estaba previsto
un almuerzo. En el trayecto le fue indicando los lugares más conocidos de la
ciudad, pero él sólo parecía atento a la magia del coche.
Era la primera vez que salía de
su tierra. Había pasado por todos los colegios privados y públicos, repitiendo
siempre el mismo curso, hasta que se quedó flotando en un limbo de desamor. La
primera visión de una ciudad distinta de la suya, los bloques de casas
cenicientas con las luces encendidas a pleno día, los árboles pelados, el mar
distante, todo le iba aumentando un sentimiento de desamparo que se esforzaba
por mantener al margen del corazón. Sin embargo, poco después cayó sin darse
cuenta en la primera trampa del olvido. Se habla precipitado una tormenta
instantánea y silenciosa, la primera de la estación, y cuando salieron de la
casa del embajador después del almuerzo para emprender el viaje hacia Francia,
encontraron la ciudad cubierta de una nieve radiante. Billy Sánchez se olvidó
entonces del coche, y en presencia de todos, dando gritos de júbilo y echándose
puñados de polvo de nieve en la cabeza, se revolcó en mitad de la calle con el
abrigo puesto.
Nena Daconte se dio cuenta por
primera vez de que el dedo estaba sangrando, cuando salieron de Madrid en una
tarde que se había vuelto diáfana después de la tormenta. Se sorprendió, porque
había acompañado con el saxofón a la esposa del embajador, a quien le gustaba
cantar arias de ópera en italiano después de los almuerzos oficiales, y apenas
si notó la molestia en el anular. Después, mientras le iba indicando a su
marido las rutas más cortas hacia la frontera, se chupaba el dedo de un modo
inconsciente cada vez que le sangraba, y sólo cuando llegaron a los Pirineos se
le ocurrió buscar una farmacia. Luego sucumbió a los sueños atrasados de los
últimos días, y cuando despertó de pronto con la impresión de pesadilla de que
el coche andaba por el agua, no se acordó más durante un largo rato del pañuelo
amarrado en el dedo. Vio en el reloj luminoso del tablero que eran más de las
tres, hizo sus cálculos mentales, y sólo entonces comprendió que habían seguido
de largo por Burdeos, y también por Angulema y Poitiers, y estaban pasando por
el dique de Loira inundado por la creciente. El fulgor de la luna se filtraba a
través de la neblina, y las siluetas de los castillos entre los pinos parecían
de cuentos de fantasmas. Nena Daconte, que conocía la región de memoria,
calculó que estaban ya a unas tres horas de París, y Billy Sánchez continuaba
impávido en el volante.
-Eres un salvaje -le dijo-.
Llevas más de once horas manejando sin comer nada.
Estaba todavía sostenido en vilo
por la embriaguez del coche nuevo. A pesar de que en el avión había dormido
poco y mal, se sentía despabilado y con fuerzas de sobra para llegar a París al
amanecer.
-Todavía me dura el almuerzo de
la embajada -dijo-. Y agregó sin ninguna lógica: Al fin y al cabo, en Cartagena
están saliendo apenas del cine. Deben ser como las diez.
Con todo Nena Daconte temía que
él se durmiera conduciendo. Abrió una caja de entre los tantos regalos que les
habían hecho en Madrid y trató de meterle en la boca un pedazo de naranja
azucarada. Pero él la esquivó.
-Los machos no comen dulces
-dijo.
Poco antes de Orleáns se
desvaneció la bruma, y una luna muy grande iluminó las sementeras nevadas, pero
el tráfico se hizo más difícil por la confluencia de los enormes camiones de
legumbres y cisternas de vinos que se dirigían a París. Nena Daconte hubiera
querido ayudar a su marido en el volante, pero ni siquiera se atrevió a
insinuarlo, porque é le había advertido desde la primera vez en que salieron
juntos que no hay humillación más grande para un hombre que dejarse conducir
por su mujer. Se sentía lúcida después de casi cinco horas de buen sueño, y
estaba además contenta de no haber parado en un hotel de la provincia de Francia,
que conocía desde muy niña en numerosos viajes con sus padres. “No hay paisajes
más bellos en el mundo”, decía, “pero uno puede morirse de sed sin encontrar a
nadie que le dé gratis un vaso de agua.” Tan convencida estaba, que a última
hora había metido un jabón y un rollo de papel higiénico en el maletín de mano,
porque en los hoteles de Francia nunca había jabón, y el papel de los retretes
eran los periódicos de la semana anterior cortados en cuadritos y colgados de
un gancho. Lo único que lamentaba en aquel momento era haber desperdiciado una
noche entera sin amor. La réplica de su marido fue inmediata.
-Ahora mismo estaba pensando que
debe ser del carajo tirar en la nieve -dijo-. Aquí mismo, si quieres.
Nena Daconte lo pensó en serio.
Al borde de la carretera, la nieve bajo la luna tenía un aspecto mullido y
cálido, pero a medida que se acercaban a los suburbios de París el tráfico era
más intenso, y había núcleos de fábricas iluminadas y numerosos obreros en
bicicleta. De no haber sido invierno, estarían ya en pleno día.
-Ya será mejor esperar hasta
París -dijo Nena Daconte-. Bien calienticos y en una cama con sábanas limpias,
como la gente casada.
-Es la primera vez que me fallas
-dijo él.
-Claro -replicó ella-. Es la
primera vez que somos casados.
Poco antes de amanecer se lavaron
la cara y orinaron en una fonda del camino, y tomaron café con croissants calientes en el mostrador donde los
camioneros desayunaban con vino tinto.Nena Daconte se había dado cuenta en el
baño de que tenía manchas de sangre en la blusa y la falda, pero no intentó
lavarlas. Tiró en la basura el pañuelo empapado, se cambió el anillo
matrimonial para la mano izquierda y se lavó bien el dedo herido con agua y
jabón. El pinchazo era casi invisible. Sin embargo, tan pronto como regresaron
al coche volvió a sangrar, de modo que Nena Daconte dejó el brazo colgando
fuera de la ventana, convencida de que el aire glacial de las sementeras tenía
virtudes de cauterio. Fue otro recurso vano pero todavía no se alarmó. “Si
alguien nos quiere encontrar será muy fácil”, dijo con su encanto natural.
“Sólo tendrá que seguir el rastro de mi sangre en la nieve.” Luego pensó mejor
en lo que había dicho y su rostro floreció en las primeras luces del amanecer.
-Imagínate -dijo: -un rastro de
sangre en la nieve desde Madrid hasta París. ¿No te parece bello para una
canción?
No tuvo tiempo de volverlo a pensar.
En los suburbios de París, el dedo era un manantial incontenible, y ella sintió
de veras que se le estaba yendo el alma por la herida. Había tratado de segar
el flujo con el rollo de papel higiénico que llevaba en el maletín, pero más
tardaba en vendarse el dedo que en arrojar por la ventana las tiras del papel
ensangrentado. La ropa que llevaba puesta, el abrigo, los asientos del coche,
se iban empapando poco a poco de un modo irreparable. Billy Sánchez se asustó
en serio e insistió en buscar una farmacia, pero ella sabía entonces que
aquello no era asunto de boticarios.
-Estamos casi en la Puerta de
Orleáns -dijo-. Sigue de por la avenida del general Leclerc, que es la más
ancha y con muchos árboles, y después yo te voy diciendo lo que haces.
Fue el trayecto más arduo de todo
el viaje. La avenida del General Leclerc era un nudo infernal de automóviles
pequeños y bicicletas, embotellados en ambos sentidos, y de los camiones
enormes que trataban de llegar a los mercados centrales. Billy Sánchez se puso tan
nervioso con el estruendo inútil de las bocinas, que se insultó a gritos en
lengua de cadeneros con varios conductores y hasta trató de bajarse del coche
para pelearse con uno, pero Nena Daconte logró convencerlo de que los franceses
eran la gente más grosera del mundo, pero no se golpeaban nunca. Fue una prueba
más de su buen juicio, porque en aquel momento Nena Daconte estaba haciendo
esfuerzos para no perder la conciencia.
Sólo para salir de la glorieta
del León de Belfort necesitaron más de una hora. Los cafés y almacenes estaban
iluminados como si fuera la media noche, pues era un martes típico de los
eneros de París, encapotados y sucios y con una llovizna tenaz que no alcanzaba
a concretarse en nieve. Pero la avenida DenferRochereau estaba más despejada,
y al cabo de unas pocas cuadras Nena Daconte le indicó a su marido que doblara
a la derecha, y estacionó frente a la entrada de emergencia de un hospital
enorme y sombrío.
Necesitó ayuda para salir del
coche, pero no perdió la serenidad ni la lucidez. Mientras llegaba el médico de
turno, acostada en la camilla rodante, contestó a la enfermera el cuestionario
de rutina sobre su identidad y sus antecedentes de salud. Billy Sánchez le
llevó el bolso y le apretó la mano izquierda donde entonces llevaba el anillo
de bodas, y la sintió lánguida y fría, y sus labios habían perdido el color.
Permaneció a su lado, con la mano en la suya, hasta que llegó el médico de
turno y le hizo un examen rápido al anular herido. Era un hombre muy joven, con
la piel del color del cobre antiguo y la cabeza pelada. Nena Daconte no le
prestó atención sino que dirigió a su marido una sonrisa lívida.
-No te asustes -le dijo, con su
humor invencible-. Lo único que puede suceder es que este caníbal me corte la
mano para comérsela.
El médico concluyó el examen, y
entonces los sorprendió con un castellano muy correcto aunque con raro acento
asiático.
-No, muchachos -dijo-. Este
caníbal prefiere morirse de hambre antes que cortar una mano tan bella.
Ellos se ofuscaron pero el médico
los tranquilizó con un gesto amable. Luego ordenó que se llevaran la camilla, y
Billy Sánchez quiso seguir con ella cogido de la mano de su mujer. El médico lo
detuvo por el brazo.
-Usted no -le dijo-. Va para
cuidados intensivos.
Nena Daconte le volvió a sonreír
al esposo, y le siguió diciendo adiós con la mano hasta que la camilla se
perdió en el fondo del corredor. El médico se retrasó estudiando los datos que
la enfermera había escrito en una tablilla. Billy Sánchez lo llamó.
-Doctor -le dijo-. Ella está encinta.
-¿Cuánto tiempo?
-Dos meses.
El médico no le dio la
importancia que Billy Sánchez esperaba. “Hizo bien en decírmelo,” dijo, y se
fue detrás de la camilla. Billy Sánchez se quedó parado en la sala lúgubre
olorosa a sudores de enfermos, se quedó sin saber qué hacer mirando el corredor
vacío por donde se habían llevado a Nena Daconte, y luego se sentó en el escaño
de madera donde había otras personas esperando. No supo cuánto tiempo estuvo
ahí, pero cuando decidió salir del hospital era otra vez de noche y continuaba
la llovizna, y él seguía sin saber ni siquiera qué hacer consigo mismo,
abrumado por el peso del mundo.
Nena Daconte ingresó a las 9:30
del martes 7 de enero, según lo pude comprobar años después en los archivos del
hospital. Aquella primera noche, Billy Sánchez durmió en el coche estacionado
frente a la puerta de urgencias y muy temprano al día siguiente se comió seis
huevos cocidos y dos tazas de café con leche en la cafetería que encontró más
cerca, pues no había hecho una comida completa desde Madrid. Después volvió a
la sala de urgencias para ver a Nena Daconte pero le hicieron entender que
debía dirigirse a la entrada principal. Allí consiguieron, por fin, un
asturiano del servicio que lo ayudó a entenderse con el portero, y éste comprobó
que en efecto Nena Daconte estaba registrada en el hospital, pero que sólo se
permitían visitas los martes de nueve a cuatro. Es decir, seis días después.
Trató de ver al médico que hablaba castellano, a quien describió como un negro
con la cabeza pelada, pero nadie le dio razón con dos detalles tan simples.
Tranquilizado con la noticia de
que Nena Daconte estaba en el registro, volvió al lugar donde había dejado el
coche, y un agente de tránsito lo obligó a estacionar dos cuadras más adelante,
en una calle muy estrecha y del lado de los números impares. En la acera de
enfrente había un edificio restaurado con un letrero: “Hotel Nicole”. Tenía una
sola estrella, y una sala de recibo muy pequeña donde no había más que un sofá
y un viejo piano vertical, pero el propietario de voz aflautada podía
entenderse con los clientes en cualquier idioma a condición de que tuvieran con
qué pagar. Billy Sánchez se instaló con once maletas y nueve cajas de regalos
en el único cuarto libre, que era una mansarda triangular en el noveno piso, a
donde se llegaba sin aliento por una escalera en espiral que olía a espuma de
coliflores hervidas. Las paredes estaban forradas de colgaduras tristes y por
la única ventana no cabía nada más que la claridad turbia del patio interior. Había
una cama para dos, un ropero grande, una silla simple, un bidé portátil y un
aguamanil con su platón y su jarra, de modo que la única manera de estar dentro
del cuarto era acostado en la cama. Todo era peor que viejo, desventurado, pero
también muy limpio, y con un rastro saludable de medicina reciente.
A Billy Sánchez no le habría
alcanzado la vida para descifrar los enigmas de ese mundo fundado en el talento
de la cicatería. Nunca entendió el misterio de la luz de la escalera que se
apagaba antes de que él llegara a su piso, ni descubrió la manera de volver a
encenderla. Necesitó media mañana para aprender que en el rellano de cada piso
habla un cuartito con un excusado de cadena, y ya había decidido usarlo en las
tinieblas cuando descubrió por casualidad que la luz se encendía al pasar el
cerrojo por dentro, para que nadie la dejara encendida por olvido. La ducha,
que estaba en el extremo del corredor y que él se empeñaba en usar des veces al
día como en su tierra, se pagaba aparte y de contado, y el agua caliente,
controlada desde la administración, se acababa a los tres minutos. Sin embargo,
Billy Sánchez tuvo bastante claridad de juicio para comprender que aquel orden
tan distinto del suyo era de todos modos mejor que la intemperie de enero, se sentía
además tan ofuscado y solo que no podía entender cómo pudo vivir alguna vez sin
el amparo de Nena Daconte.
Tan pronto como subió al cuarto,
la mañana del miércoles, se tiró bocabajo en la cama con el abrigo puesto
pensando en la criatura de prodigio que continuaba desangrándose en la acerca
de enfrente, y muy pronto sucumbió en un sueño tan natural que cuando despertó
eran las cinco en el reloj, pero no pudo deducir si eran las cinco de la tarde
o del amanecer, ni de qué día de la semana ni en qué ciudad de vidrios azotados
por el viento y la lluvia. Esperó despierto en la cama, siempre pensando en
Nena Daconte, hasta que pudo comprobar que en realidad amanecía. Entonces fue a
desayunar a la misma cafetería del día anterior, y allí pudo establecer que era
jueves. Las luces del hospital estaban encendidas y había dejado de llover, de
modo que permaneció recostado en el tronco de un castaño frente a la entrada
principal, por donde entraban y salían médicos y enfermeras de batas blancas,
con la esperanza de encontrar al médico asiático que había recibido a Nena
Daconte. No lo vio, ni tampoco esa tarde después del almuerzo, cuando tuvo que
desistir de la espera porque se estaba congelando. A las siete se tomó otro
café con leche y se comió dos huevos duros que él mismo cogió en el aparador
después de cuarenta y ocho horas de estar comiendo la misma cosa en el mismo
lugar. Cuando volvió al hotel para acostarse, encontró su coche solo en una
acera y todos los demás en la acera de enfrente, y tenía puesta la noticia de
una multa en el parabrisas. Al portero del Hotel Nicole le costó trabajo
explicarle que en los días impares del mes se podía estacionar en la acera de
números impares, y al día siguiente en la acera contraria. Tantas artimañas
racionalistas resultaban incomprensibles para un Sánchez de Ávila de los más
acendrados que apenas dos años antes se había metido en un cine de barrio con
el automóvil oficial del alcalde mayor, y había causado estragos de muerte ante
los policías impávidos. Entendió menos todavía cuando el portero del hotel le
aconsejó que pagara la multa, pero que no cambiara el coche de lugar a esa
hora, porque tendría que cambiarlo otra vez a las doce de la noche. Aquella
madrugada, por primera vez, no pensó sólo en Nena Daconte, sino que daba
vueltas en la cama sin poder dormir, pensando en sus propias noches de
pesadumbre en las cantinas de maricas del mercado público de Cartagena del
Caribe. Se acordaba del sabor del pescado frito y el arroz de coco en las
fondas del muelle donde atracaban las goletas de Aruba. Se acordó de su casa
con las paredes cubiertas de trinitarias, donde serían apenas las siete de la
noche de ayer, y vio a su padre con una pijama de seda leyendo el periódico en
el fresco de la terraza.
Se acordó de su madre, de quien
nunca se sabía dónde estaba a ninguna hora, su madre apetitosa y lenguaraz, con
un traje de domingo y una rosa en la oreja desde el atardecer, ahogándose de
calor por el estorbo de sus tetas espléndidas. Una tarde, cuando él tenía siete
años, había entrado de pronto en el cuarto de ella y la había sorprendido
desnuda en la cama con uno de sus amantes casuales. Aquel percance del que
nunca había hablado, estableció entre ellos una relación de complicidad que era
más útil que el amor. Sin embargo, él no fue consciente de eso, ni de tantas
cosas terribles de su soledad de hijo único, hasta esa noche en que se encontró
dando vueltas en la cama de una mansarda triste de París, sin nadie a quién
contarle su infortunio, y con una rabia feroz contra sí mismo porque no podía
soportar las ganas de llorar.
Fue un insomnio provechoso. El
viernes se levantó estropeado por la mala noche, pero resuelto a definir su
vida. Se decidió por fin a violar la cerradura de su maleta para cambiarse de
ropa pues las llaves de todas estaban en el bolso de Nena Daconte, con la mayor
parte del dinero y la libreta de teléfonos donde tal vez hubiera encontrado el
número de algún conocido de París. En la cafetería de siempre se dio cuenta de
que había aprendido a saludar en francés y a pedir sanduiches de jamón y café
con leche. También sabía que nunca le sería posible ordenar mantequilla ni
huevos en ninguna forma, porque nunca los aprendería a decir, pero la
mantequilla la servían siempre con el pan, y los huevos duros estaban a la
vista en el aparador y se cogían sin pedirlos. Además, al cabo de tres días, el
personal de servicio se habla familiarizado con él, y lo ayudaban a explicarse.
De modo que el viernes al almuerzo, mientras trataba de poner la cabeza en su
puesto, ordenó un filete de ternera con papas fritas y una botella de vino.
Entonces se sintió tan bien que pidió otra botella, la bebió hasta la mitad, y
atravesó la calle con la resolución firme de meterse en el hospital por la
fuerza. No sabia dónde encontrar a Nena Daconte, pero en su mente estaba fija
la imagen providencial del médico asiático, y estaba seguro de encontrarlo. No
entró por la puerta principal sino por la de urgencias, que le había parecido
menos vigilada, pero no alcanzó a llegar más allá del corredor donde Nena
Daconte le había dicho adiós con la mano. Un guardián con la bata salpicada de
sangre le preguntó algo al pasar, y él no le prestó atención. El guardián lo
siguió, repitiendo siempre la misma pregunta en francés, y por último lo agarró
del brazo con tanta fuerza que lo detuvo en seco. Billy Sánchez trató de
sacudírselo con un recurso de cadenero, y entonces el guardián se cagó en su
madre en francés, le torció el brazo en la espalda con una llave maestra, y sin
dejar de cagarse mil veces en su puta madre lo llevó casi en vilo hasta la
puerta, rabiando de dolor, y lo tiró como un bulto de papas en la mitad de la
calle.
Aquella tarde, dolorido por el
escarmiento, Billy Sánchez empezó a ser adulto. Decidió, como lo hubiera hecho
Nena Daconte, acudir a su embajador. El portero del hotel, que a pesar de su
catadura huraña era muy servicial, y además muy paciente con los idiomas,
encontró el número y la dirección de la embajada en el directorio telefónico, y
se los anotó en una tarjeta.Contestó una mujer muy amable, en cuya voz pausada
y sin brillo reconoció Billy Sánchez de inmediato la dicción de los Andes.
Empezó por anunciarse con su nombre completo, seguro de impresionar a la mujer
con sus dos apellidos, pero la voz no se alteró en el teléfono. La oyó explicar
la lección de memoria de que el señor embajador no estaba por el momento en su
oficina, que no lo esperaban hasta el día siguiente, pero que de todos modos no
podía recibirlo sino con cita previa y sólo para un caso especial. Billy
Sánchez comprendió entonces que por ese camino tampoco llegaría hasta Nena
Daconte, y agradeció la información con la misma amabilidad con que se la
habían dado. Luego tomó un taxi y se fue a la embajada.
Estaba en el número 22 de la
calle Elíseo, dentro de uno de los sectores más apacibles de París, pero lo
único que le impresionó a Billy Sánchez, según él mismo me contó en Cartagena
de Indias muchos años después, fue que el sol estaba tan claro como en el
Caribe por la primera vez desde su llegada, y que la Torre Eiffel sobresalía
por encima de la ciudad en un cielo radiante. El funcionario que lo recibió en
lugar del embajador parecía apenas restablecido de una enfermedad mortal, no
sólo por el vestido de paño negro, el cuello opresivo y la corbata de luto,
sino también por el sigilo de sus ademanes y la mansedumbre de la voz. Entendió
la ansiedad de Billy Sánchez, pero le recordó, sin perder la dulzura, que
estaban en un país civilizado cuyas normas estrictas se fundamentaban en
criterios muy antiguos y sabios, al contrario de las Américas bárbaras, donde
bastaba con sobornar al portero para entrar en los hospitales. “No, mi querido
joven,” le dijo. No había más remedio que someterse al imperio de la razón, y
esperar hasta el martes.
-Al fin y al cabo, ya no faltan
sino cuatro días -concluyó-. Mientras tanto, vaya al Louvre. Vale la pena.
Al salir Billy Sánchez se
encontró sin saber qué hacer en la Plaza de la Concordia. Vio la Torre Eiffel
por encima de los tejados, y le pareció tan cercana que trató de llegar hasta
ella caminando por los muelles. Pero muy pronto se dio cuenta de que estaba más
lejos de lo que parecía, y que además cambiaba de lugar a medida que la
buscaba. Así que se puso a pensar en Nena Daconte sentado en un banco de la
orilla del Sena. Vio pasar los remolcadores por debajo de los puentes, y no le
parecieron barcos sino casas errantes con techos colorados y ventanas con
tiestos de flores en el alféizar, y alambres con ropa puesta a secar en los
planchones. Contempló durante un largo rato a un pescador inmóvil, con la caña
inmóvil y el hilo inmóvil en la corriente, y se cansó de esperar a que algo se
moviera, hasta que empezó a oscurecer y decidió tomar un taxi para regresar al
hotel. Sólo entonces cayó en la cuenta de que ignoraba el nombre y la dirección
y de que no tenía la menor idea del sector de París en donde estaba el
hospital.
Ofuscado por el pánico, entró en
el primer café que encontró, pidió un cogñac y trató de poner sus pensamientos
en orden. Mientras pensaba se vio repetido muchas veces y desde ángulos
distintos en los espejos numerosos de las paredes, y se encontró asustado y
solitario, y por primera vez desde su nacimiento pensó en la realidad de la
muerte. Pero con la segunda copa se sintió mejor, y tuvo la idea providencial
de volver a la embajada. Buscó la tarjeta en el bolsillo para recordar el
nombre de la calle, y descubrió que en el dorso estaba impreso el nombre y la
dirección del hotel. Quedó tan mal impresionado con aquella experiencia, que
durante el fin de semana no volvió a salir del cuarto sino para comer, y para
cambiar el coche a la acera correspondiente. Durante tres días cayó sin pausas
la misma llovizna sucia de la mañana en que llegaron. Billy Sánchez, que nunca
había leído un libro completo, hubiera querido tener uno para no aburrirse
tirado en la cama, pero los únicos que encontró en las maletas de su esposa
eran en idiomas distintos del castellano. Así que siguió esperando el martes,
contemplando los pavorreales repetidos en el papel de las paredes y sin dejar
de pensar un solo instante en Nena Daconte. El lunes puso un poco de orden en
el cuarto, pensando en lo que diría ella si lo encontraba en ese estado, y sólo
entonces descubrió que el abrigo de visón estaba manchado de sangre seca. Pasó
la tarde lavándolo con el jabón de olor que encontró en el maletín de mano,
hasta que logró dejarlo otra vez como lo habían subido al avión en Madrid.
El martes amaneció turbio y
helado, pero sin la llovizna, y Billy Sánchez se levantó desde las seis, y
esperó en la puerta del hospital junto con una muchedumbre de parientes de
enfermos cargados de paquetes de regalos y ramos de flores. Entró con el
tropel, llevando en el brazo el abrigo de visón, sin preguntar nada y sin
ninguna idea de dónde podía estar Nena Daconte, pero sostenido por la
certidumbre de que había de encontrar al médico asiático. Pasó por un patio interior
muy grande con flores y pájaros silvestres, a cuyos lados estaban los
pabellones de los enfermos: las mujeres, a la derecha, y los hombres, a la
izquierda. Siguiendo a los visitantes, entró en el pabellón de mujeres. Vio una
larga hilera de enfermas sentadas en las camas con el camisón de trapo del
hospital, iluminadas por las luces grandes de las ventanas, y hasta pensó que
todo aquello era más alegre de lo que se podía imaginar desde fuera. Llegó
hasta el extremo del corredor, y luego lo recorrió de nuevo en sentido inverso,
hasta convencerse de que ninguna de las enfermas era Nena Daconte. Luego
recorrió otra vez la galería exterior mirando por la ventana de los pabellones
masculinos, hasta que creyó reconocer al médico que buscaba.
Era él, en efecto. Estaba con
otros médicos y varias enfermeras, examinando a un enfermo. Billy Sánchez entró
en el pabellón, apartó a una de las enfermeras del grupo, y se paró frente al
médico asiático, que estaba inclinado sobre el enfermo. Lo llamó. El médico
levantó sus ojos desolados, pensó un instante, y entonces lo reconoció.
-¡Pero dónde diablos se había
metido usted! -dijo.
Billy Sánchez se quedó perplejo.
-En el hotel -dijo-. Aquí a la
vuelta.
Entonces lo supo. Nena Daconte
había muerto desangrada a las 7:10 de la noche del jueves 9 de enero, después
de setenta horas de esfuerzos inútiles de los especialistas mejor calificados
de Francia. Hasta el último instante había estado lúcida y serena, y dio
instrucciones para que buscaran a su marido en el hotel Plaza Athenée, tenían
una habitación reservada, y dio los datos para que se pusieran en contacto con
sus padres. La embajada había sido informada el viernes por un cable urgente de
su cancillería, cuando ya los padres de Nena Daconte volaban hacia París. El
embajador en persona se encargó de los trámites de embalsamamiento y los
funerales, y permaneció en contacto con la Prefectura de Policía de París para
localizar a Billy Sánchez. Un llamado urgente con sus datos personales fue
transmitido desde la noche del viernes hasta la tarde del domingo a través de
la radio y la televisión, y durante esas 40 horas fue el hombre más buscado de
Francia. Su retrato, encontrado en el bolso de Nena Daconte, estaba expuesto
por todas partes. Tres Bentleys convertibles del mismo modelo habían sido
localizados, pero ninguno era el suyo.
Los padres de Nena Daconte habían
llegado el sábado al mediodía, y velaron el cadáver en la capilla del hospital
esperando hasta última hora encontrar a Billy Sánchez. También los padres de
éste habían sido informados, y estuvieron listos para volar a París, pero al
final desistieron por una confusión de telegramas. Los funerales tuvieron lugar
el domingo a las dos de la tarde, a sólo doscientos metros del sórdido cuarto
del hotel donde Billy Sánchez agonizaba de soledad por el amor de Nena Daconte.
El funcionario que lo había atendido en la embajada me dijo años más tarde que
él mismo recibió el telegrama de su cancillería una hora después de que Billy
Sánchez salió de su oficina, y que estuvo buscándolo por los bares sigilosos
del Faubourg-St. Honoré. Me confesó que no le había puesto mucha atención
cuando lo recibió, porque nunca se hubiera imaginado que aquel costeño aturdido
con la novedad de París, y con un abrigo de cordero tan mal llevado, tuviera a
su favor un origen tan ilustre. El mismo domingo por la noche, mientras él
soportaba las ganas de llorar de rabia, los padres de Nena Daconte desistieron
de la búsqueda y se llevaron el cuerpo embalsamado dentro de un ataúd metálico,
y quienes alcanzaron a verlo siguieron repitiendo durante muchos años que no
habían visto nunca una mujer más hermosa, ni viva ni muerta. De modo que cuando
Billy Sánchez entró por fin al hospital, el martes por la mañana, ya se había
consumado el entierro en el triste panteón de la Manga, a muy pocos metros de
la casa donde ellos habían descifrado las primeras claves de la felicidad. El
médico asiático que puso a Billy Sánchez al corriente de la tragedia quiso
darle unas pastillas calmantes en la sala del hospital, pero él las rechazó. Se
fue sin despedirse, sin nada qué agradecer, pensando que lo único que
necesitaba con urgencia era encontrar a alguien a quien romperle la madre a
cadenazos para desquitarse de su desgracia.Cuando salió del hospital, ni
siquiera se dio cuenta de que estaba cayendo del cielo una nieve sin rastros de
sangre, cuyos copos tiernos y nítidos parecían plumitas de palomas, y que en
las calles de París había un aire de fiesta, porque era la primera nevada
grande en diez años.
viernes, 21 de octubre de 2016
La noche boca arriba de Julio Cortázar
A mitad del largo zaguán del hotel
pensó que debía ser tarde, y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta
del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de
la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde
iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él —porque para
sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre— montó en la máquina saboreando el
paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba
los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pié y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla, y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. «Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado...» Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. «Natural», dijo él. «Como que me la ligué encima...» Los dos rieron, y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaron la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. «Huele a guerra», pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor de la guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada horrible del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
—Se va a caer de la cama —dijo el enfermo de al lado—. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no le iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. «La calzada», pensó. «Me salí de la calzada.» Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como el escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y al la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada mas allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en los muchos prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces, los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
—Es la fiebre —dijo el de la cama de al lado—. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin ese acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el suelo, en un piso de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y tuvo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara frente él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de humo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque otra vez estaba inmóvil en al cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía la muerte, y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pié y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla, y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. «Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado...» Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. «Natural», dijo él. «Como que me la ligué encima...» Los dos rieron, y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaron la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. «Huele a guerra», pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor de la guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada horrible del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
—Se va a caer de la cama —dijo el enfermo de al lado—. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no le iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. «La calzada», pensó. «Me salí de la calzada.» Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como el escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y al la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada mas allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en los muchos prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces, los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
—Es la fiebre —dijo el de la cama de al lado—. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin ese acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el suelo, en un piso de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y tuvo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara frente él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de humo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque otra vez estaba inmóvil en al cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía la muerte, y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
sábado, 15 de octubre de 2016
Esqueleto de Ray Bradbury
Ya se le había pasado la hora de ver
otra vez al doctor. El señor Harris se metió, desanimado, en el hueco de la
escalera, y vio el nombre del doctor Burleigh en letras doradas y una flecha
que apuntaba hacia arriba. ¿Suspiraría el doctor Burleigh cuando lo viese? En
verdad, ésta era la décima visita en el año. Pero el doctor Burleigh no podía
quejarse. ¡El señor Harris pagaba todas las consultas!
La enfermera miró por encima al señor
Harris y sonrió, un poco divertida, mientras llamaba con las puntas de los
dedos en la puerta de vidrio esmerilado, la abría y metía la cabeza. Harris
pensó que le oía decir:
-¿Adivine quién está aquí, doctor?
Y en seguida le pareció que la voz
del doctor replicaba, débilmente:
-Oh, Dios mío, ¿otra vez?
Harris tragó saliva, nerviosamente,
entró en el consultorio, y el doctor Burleigh gruñó:
-¿Le duelen otra vez los huesos? ¡Ah!
-Frunció el ceño y se ajustó los lentes-. Mi querido Harris, ha sido usted
aderezado con los peines y cepillos más finos y antisépticos que conoce la
ciencia. Usted está nervioso. Veamos los dedos. Demasiados cigarrillos. Olamos
el aliento. Demasiadas proteínas. Mirémosle los ojos. Falta de sueño. ¿Mi
receta? Váyase a la cama, menos proteínas, y no fume. Diez dólares, por favor.
Harris, enfurruñado, no se movió.
El doctor apartó brevemente los ojos
de sus papeles.
-¿Todavía ahí? ¡Es usted un
hipocondríaco! Ahora son once dólares.
-Pero, ¿por qué me duelen los huesos?
-preguntó Harris.
El doctor Burleigh le habló como a un
niño.
-¿Nunca ha tenido un músculo cansado,
y se pasó las horas irritándolo, pellizcándolo, frotándolo? Cuanto más lo toca,
más lo empeora. Al fin, si lo deja tranquilo, el dolor desaparece, y usted
descubre que la causa principal del malestar era usted mismo. Bueno, hijo, ése
es su caso. Quédese tranquilo. Tómese una dosis de sales. Váyase y haga ese
viaje a Phoenix con el que está soñando desde hace meses. ¡Le hará bien viajar!
Cinco minutos después, el señor
Harris hojeaba una guía de teléfonos en el bar de la esquina. ¡Bonita
comprensión la que uno obtenía de los cegatones idiotas como Burleigh! Recorrió
con el dedo una lista de ESPECIALISTAS DE HUESOS, y encontró uno que se llamaba
M. Munigant. Munigant no tenía título de médico, ni ningún otro; pero el
consultorio estaba adecuadamente cerca. Tres manzanas más allá, una hacia
abajo…
M. Munigant, como el consultorio, era
pequeño y oscuro. Como el escritorio, olía a cloroformo, yodo y otras cosas
raras. Era un hombre que sabía escuchar, sin embargo, y mientras escuchaba,
movía unos ojos brillantes y vivaces, y cuando le hablaba a Harris las palabras
le salían como suaves silbidos, sin duda a causa de algún defecto en la
dentadura.
Harris se lo contó todo.
M. Munigant asintió. Había visto
casos semejantes. Los huesos del cuerpo. Los hombres no tenían conciencia de
sus propios huesos. El esqueleto. Dificilísimo. Algo que concernía al
desequilibrio, a una coordinación inarmónica entre alma, carne y esqueleto.
-Muy complicado -silbó suavemente M.
Munigant.
Harris escuchaba fascinado. ¡Bueno,
al fin había encontrado un doctor que lo entendía!
-Problema psicológico -dijo M.
Munigant.
Fue rápidamente, delicadamente, hacia
una pared oscura y apareció con media docena de radiografías que flotaron en el
cuarto como objetos fantasmales arrastrados por una antigua marea.
-¡Mire, mire! ¡El esqueleto
sorprendido! He aquí retratos luminosos de los huesos largos, cortos, grandes y
pequeños.
El señor Harris no prestaba atención
a la actitud correcta, al verdadero problema. La mano de M. Munigant golpeó,
matraqueó, raspó, rascó las tenues nebulosas de carne donde colgaban espectros
de cráneos, vértebras, pelvis, calcio, médula. ¡Aquí, allí, esto, aquello,
éstos, aquellos y otros!
-¡Mire!
Harris se estremeció. Las
radiografías y los cuadros volaron en un viento verde y fosforescente, que
venía de un país donde habitaban los monstruos de Dalí y Fuseli.
M. Munigant silbó quedamente.
¿Deseaba el señor Harris que le… trataran los huesos?
-Depende -dijo Harris.
Bueno, M. Munigant no podía ayudar a
Harás si Harris no se encontraba dispuesto. Psicológicamente uno tiene que
necesitar ayuda, o el médico es inútil. Pero, y se encogió de hombros, M.
Munigant «trataría».
Harris se acostó en una mesa, con la
boca abierta. Las luces se apagaron, las persianas se cerraron. M. Munigant se
acercó a su paciente.
Algo tocó la lengua de Harris.
Harris sintió que le desencajaban las
mandíbulas, y le crujían y chirriaban. El cuadro de un esqueleto tembló y saltó
en la pared. Harris sintió un estremecimiento, de pies a cabeza. Cerró
involuntariamente la boca.
M. Munigant gritó. Harris casi le
había arrancado la nariz de un mordisco. ¡Inútil, inútil! ¡Todavía no era hora!
Las persianas se abrieron susurrando. La decepción de M. Munigant era tremenda.
Cuando el señor Harris sintiera que podía cooperar psicológicamente, cuando el
señor Harris necesitara ayuda realmente y tuviese confianza en M. Munigant,
entonces quizá podría hacerse algo. M. Munigant extendió la manita. Mientras
tanto, los honorarios eran sólo dos dólares. El señor Harris debía ponerse a
pensar. Le daría un dibujo para que el señor Harris se lo llevara a su casa y
lo estudiase. Tenía que familiarizarse con su propio cuerpo. Tenía que ser
temblorosamente consciente de sí mismo. Tenía que mantenerse en guardia. Los
esqueletos eran cosas raras, imprevisibles. Los ojos de M. Munigant
centellearon. Buenos días al señor Harris. Oh, ¿y no quería un palito de pan?
M. Munigant le acercó al señor Harris un jarro de palitos de pan quebradizos y
salados y se sirvió un palito él mismo diciendo que masticar palitos le servía
para conservar… cómo decirlo…. la práctica. ¡Buenos días, buenos días al señor
Harris! El señor Harris se fue a su casa.
Al día siguiente, domingo, el señor
Harris se descubrió dolores y torturas innumerables y nuevas en todo el cuerpo.
Se pasó la mañana con los ojos clavados en la estampa del esqueleto, anatómicamente
perfecta, que le había dado M. Munigant.
En el almuerzo, Clarisse, la mujer
del señor Harris, se apretó uno a uno los nudillos exquisitamente delgados, y
al fin el señor Harris se llevó las manos a las orejas y gritó:
-¡Basta!
A la tarde, el señor Harris se
enclaustró en sus habitaciones. Clarisse jugaba al bridge en el vestíbulo
riendo y parloteando con otras tres señoras mientras Harris, oculto, se
acariciaba y pesaba los miembros del cuerpo con creciente curiosidad. Al cabo
de una hora se incorporó de pronto y llamó:
-¡Clarisse!
Clarisse entraba siempre como
bailando, haciendo con el cuerpo toda clase de movimientos blandos y agradables
para que los pies no tocaran ni siquiera la alfombra. Les pidió disculpas a sus
amigas y fue a ver a Harris, animada. Lo encontró sentado en un extremo del
cuarto y vio que clavaba los ojos en el dibujo anatómico.
-¿Estás aún meditando, querido?
-preguntó-. Por favor, deja eso.
Se sentó en las rodillas del señor
Harris.
La belleza de Clarisse no alcanzó a
distraer al señor Harris. Sintió la liviandad de Clarisse, le tocó la rótula.
El hueso parecía moverse bajo la piel pálida y brillante.
-¿Está bien que haga eso? -preguntó,
sorbiendo el aliento.
-¿Qué cosa? -rió Clarisse-. ¿Mi
rótula, dices?
-¿Es normal que se mueva así,
alrededor?
Clarisse probó.
-Se mueve así, realmente -dijo,
maravillada.
-Me alegra que la tuya se deslice,
también -suspiró el señor Harris-. Empezaba a preocuparme.
-¿De qué?
El señor Harris se palmeó las
costillas.
-Mis costillas no llegan hasta abajo.
Se paran aquí, ¡y he descubierto el aire!
Clarisse entrecruzó las manos bajo la
curva de sus pequeños pechos.
-Claro, tonto. Las costillas de todos
se detienen en un cierto punto. Y esas raras y cortas son las costillas
flotantes.
-Espero que no se vayan flotando por
ahí.
El chiste no era nada tranquilizador.
El señor Harris deseaba ahora, sobre todas las cosas, quedarse solo. Nuevos
descubrimientos arqueológicos, cada vez más sorprendentes, estaban al alcance
de sus manos temblorosas, y no quería que se rieran de él.
-Gracias por haber venido, querida
-dijo.
-Cuando quieras.
Clarisse frotó dulcemente su nariz
contra la de Harris.
-¡Un momento! Espera… -El señor
Harris extendió el dedo y tocó las dos narices-. ¿Te das cuenta? El hueso de la
nariz crece sólo hasta aquí. ¡El resto es tejido cartilaginoso!
Clarisse arrugó la nariz
-¡Claro, querido!
Se fue bailando del cuarto.
Solo, sentado, Harris sintió que la
transpiración se le acumulaba en los hoyos y arrugas de la cara y le fluía como
una marea tenue mejillas abajo. Se humedeció los labios y cerró los ojos.
Ahora…. ahora…. ¿qué seguía ahora? La columna vertebral, sí. Aquí. Lentamente,
el señor Harris se examinó la columna , moviendo los dedos como cuando operaba
los botones de la oficina, llamando a secretarias y mensajeros. Pero ahora, al
apretar la columna vertebral, las respuestas eran miedos y terrores que le
entraban por un millón de puertas asaltando y sacudiendo la mente. La columna
le parecía algo extraño…. horrible. Se tocó las vértebras nudosas. Como los
huesitos quebradizos de un pescado recién comido, abandonados en un plato de
porcelana fría.
-¡Señor! ¡Señor!
Le castañetearon los dientes. Dios
todopoderoso, pensó. ¿Cómo no me di cuenta en todos estos años? ¡Todos estos
años he andado por allí con un… esqueleto… adentro! ¿Cómo es posible que lo
aceptemos así como así? ¿Cómo es posible que nunca pensemos en nuestros
cuerpos?
Un esqueleto. Una de esas cosas
duras, nevosas y articuladas. Una de esas cosas quebradizas, espantosas, secas,
frágiles, matraqueantes, de dedos temblorosos, cabeza de calavera, ojos
biselados, y que cuelgan de unas cadenas entre las telarañas de una alacena
olvidada; una de esas cosas que hay en los desiertos y están ahí en el suelo
desparramadas como dados.
Se incorporó, muy tieso, pues ya no
podía soportar la silla. Dentro de mí, ahora, pensó, tomándose el estómago y la
cabeza, dentro de mi cabeza hay un… cráneo. Uno de esos caparazones curvos que
guardan la jalea eléctrica del cerebro. ¡Una de esas cáscaras rajadas con dos
agujeros al frente como dos agujeros abiertos por una escopeta de dos caños!
¡Hay ahí grutas y cavernas de hueso, revestimientos y sitios para la carne, el
olfato, la vista, el oído, el pensamiento! ¡Un cráneo que me envuelve el
cerebro, con ventanitas abiertas al mundo exterior!
Harris tenía ganas de interrumpir la
partida de bridge, entrar en la sala como un zorro en un gallinero y
desparramar las cartas como nubes de plumas, todo alrededor. Se dominó
trabajosamente, temblando. Vamos, vamos, hombre, tranquilízate. Has tenido una
verdadera revelación, apréciala, disfrútala. ¡Pero un esqueleto!, le gritó el
subconsciente. No lo aguanto. Es algo vulgar, terrible, espantoso. Los
esqueletos son cosas horribles; crujen y rascan y traquetean en viejos
castillos, colgados de vigas de roble, como largos péndulos susurrantes,
indolentes, que se mueven al viento.
La voz de Clarisse llegó desde lejos,
clara, dulce.
-Querido, ¿vienes a saludar a las
señoras?
El señor Harris sintió que se
mantenía en pie gracias al esqueleto. ¡Esa cosa interior, ese intruso, ese
espanto, le sostenía los brazos, las piernas, la cabeza! Era como sentir a
alguien detrás de uno, alguien que no debiera estar ahí. Adelantándose,
comprendió con cada paso que daba hasta qué punto dependía de esa Cosa.
-Iré en seguida, querida -contestó
débilmente.
¡Vamos, ánimo!, se dijo a sí mismo.
Mañana tienes que volver al trabajo. El viernes tienes que ir a Phoenix. Es un
viaje largo. Cientos de kilómetros. Tienes que estar en buena forma para hacer
ese viaje o el señor Creldon no invertirá dinero en tu negocio de cerámica.
¡Arriba esa cabeza! ¡Coraje!
Un instante después estaba entre las
señoras, y Clarisse le presentaba a la señora Withers, la señora Abblematt y la
señorita Kirthy, las que tenían, todas, esqueletos dentro, pero se lo tomaban
con mucha calma, pues la naturaleza les había revestido cuidadosamente la calva
desnudez de la clavícula, la tibia, el fémur, con pechos, muslos, pantorrillas,
cejas y cabelleras satánicas, labios de aguijón, y.. ¡Dios!, gritó
interiormente el señor Harris. Cuando hablan o comen muestran los dientes, ¡una
parte del esqueleto! ¡Nunca se me había ocurrido!
-Excúsenme -jadeó, y salió corriendo
del cuarto alcanzando apenas a arrojar la merienda por encima de la balaustrada
del jardín, entre las petunias.
Esa noche, sentado en la cama
mientras Clarisse se desvestía, Harris se arregló cuidadosamente las uñas de
los pies y las manos. Esas partes, también, revelaban el esqueleto, que asomaba
impúdicamente. Debió de haber enunciado en voz alta parte de la teoría, pues
Clarisse, ya acostada y en camisón, le echó los brazos al cuello canturreando:
-Oh, mi querido, las uñas no son
huesos. ¡Son sólo epidermis endurecida!
El señor Harris dejó caer las
tijeras.
-¿Estás segura? Espero que tengas
razón. Me sentiría más tranquilo. -Miró la curva del cuerpo de Clarisse,
boquiabierto-. Ojalá toda la gente fuera como tú.
-¡Condenado hipocondríaco! -Clarisse
lo sostuvo estirando el brazo, Vamos, ¿qué te pasa? Díselo a mamá.
-Algo que siento dentro -dijo
Harris-. Algo que… comí.
A la mañana siguiente y durante toda
la tarde en la oficina del centro de la ciudad, el señor Harris investigó los
tamaños, las formas y la posición de varios de sus propios huesos con un
desagrado cada vez mayor. A las diez de la mañana le pidió permiso al señor
Smith para tocarle el codo un momento. El señor Smith consintió, pero mirándolo
de reojo. Después del almuerzo el señor Harris le dijo a la señorita Laurel que
quería tocarle el omóplato, y la joven se apretó en seguida de espaldas contra
el cuerpo del señor Harris ronroneando y entornando los ojos.
-¡Señorita Laurel! -gritó el señor
Harris-. ¡Basta!
Solo, meditó sobre sus neurosis. La
guerra acababa de terminar, y la tensión del trabajo y el futuro incierto
tenían mucha relación probablemente con aquel estado de ánimo. Pensaba a veces
en dejar la oficina, instalarse por su propia cuenta; tenía un talento nada
común para la cerámica y la escultura. Tan pronto como pudiese iría a Arizona,
le pediría dinero al señor Creldon, compraría un horno y pondría una tienda.
Cuántas preocupaciones. En verdad era todo un caso. Pero por suerte había
conocido a M. Munigant, que parecía decidido a comprenderlo y ayudarlo.
Lucharía un tiempo solo, no iría a ver a Munigant ni al doctor Burleigh,
mientras pudiera resistirlo. La extraña sensación desaparecería. El señor
Harris se quedó mirando el aire.
La extraña sensación no desapareció.
Creció.
El martes y el jueves se desesperó
pensando que la epidermis, el pelo y otros apéndices eran manifestaciones de un
grave desorden, mientras que el esqueleto desprovisto de tegumentos era en
cambio una estructura limpia y flexible, bien organizada. A veces, cuando al
resplandor de ciertas luces, sintiendo el peso de la melancolía, se le bajaban
morosamente las comisuras de la boca, creía ver el cráneo que le sonreía desde
detrás de la cara.
¡Suelta!, gritaba. ¡Déjame! ¡Los
pulmones! ¡Basta!
Jadeaba convulsamente, como si las
costillas lo apretaran quitándole el aliento.
¡Mi cerebro! ¡No lo aprietes!
Y unos dolores de cabeza terribles le
quemaban el cerebro reduciéndolo a cenizas apagadas.
¡Mis entrañas, déjalas, por amor de
Dios! ¡Apártate de mi corazón!
El corazón se le encogía bajo las
costillas que se abrían en abanico, como arañas pálidas que acechaban la presa.
Una noche descansaba acostado
empapado en sudor. Clarisse estaba afuera, en una reunión de la Cruz Roja.
Harris trataba de conservar la calma, pero era más y más consciente de aquel
conflicto: afuera ese sucio exterior, y adentro esa cosa hermosa, fresca,
limpia y de calcio.
La tez, ¿no era oleosa, no tenía
arrugas de preocupación?
Observa la perfección de la calavera:
impecable y nívea.
La nariz, ¿no era demasiado
prominente?
Observa bien los huesecitos de la
nariz en la calavera, antes que el monstruoso cartílago nasal formara la
probóscide montañosa.
El cuerpo, ¿no era rollizo?
Bueno, examina el esqueleto, delgado,
esbelto, la economía de las líneas y el contorno. ¡Marfil oriental
exquisitamente tallado! ¡Perfecto, grácil como una manta religiosa blanca!
Los ojos, ¿no eran protuberantes,
ordinarios, apagados?
Ten la amabilidad de examinar las
órbitas en la calavera: tan profundas y redondas, sombrías, pozos de calma,
sabias, eternas. Mira adentro y nunca tocarás el fondo de ese conocimiento
oscuro. Toda la ironía, toda la vida, todo está ahí en esa copa de oscuridad.
Compara, compara, compara.
Harris rabió durante horas. Y el
esqueleto, siempre un filósofo frágil y solemne, descansaba dentro, calmoso,
sin decir una palabra, suspendido como un insecto delicado en el interior de
una crisálida, esperando y esperando.
Harris se sentó lentamente.
-¡Un minuto! ¡Espera! -exclamó-. Tú
también estás perdido. Yo también te tengo. ¡Puedo obligarte a hacer lo que se
me antoje! ¡No puedes impedirlo! Digo yo: mueve los carpos, los metacarpos y
las falanges y, ssssss, ¡ahí se alzan, como si yo saludara a alguien! -Se rió-.
Le ordeno a la tibia y al fémur que sean locomotoras y, jum, dos tres cuatro,
jum, dos tres cuatro, allá vamos alrededor de la manzana. ¡Sí, señor!
Harris sonrió mostrando los dientes.
-Es una lucha pareja. Fuerzas
iguales, y lucharemos, ¡los dos! Al fin y al cabo, ¡soy la parte que piensa!
¡Sí, Dios mío, sí! ¡Aunque no te domine; todavía puedo pensar!
Instantáneamente, una mandíbula de
tigre se cerró de golpe, mordiéndole el cerebro. Harris aulló. Los huesos del
cráneo apretaron como garras hasta que Harris tuvo horribles pesadillas. Luego,
lentamente, mientras Harris chillaba, los huesos adelantaron el hocico y se
comieron las pesadillas, una por una, hasta que la última desapareció y todas
las luces se apagaron….
Al fin de la semana, Harris postergó
el viaje a Phoenix por razones de salud. Pesándose en una balanza de la calle
vio que la lenta flecha roja señalaba 75.
Gruñó. Cómo, he pesado ochenta kilos
durante años y años. ¡He perdido cinco kilos! Se examinó las mejillas en el
espejo sucio de moscas. Un miedo primitivo y helado le recorrió el cuerpo
estremeciéndolo. ¡Tú, tú! ¡Sé muy bien qué te propones, tú!
Se amenazó con el puño la cara
huesuda, hablándoles particularmente al maxilar superior, al maxilar inferior,
al cráneo y a las vértebras cervicales.
-¡Maldito! Crees que puedes matarme
de hambre, hacerme perder peso, ¿eh? Sacarme la carne, no dejar nada, sólo
huesos y piel. Tratas de echarme a la zanja, para ser el único dueño, ¿eh? ¡No,
no!
Corrió a un restaurante.
Pavo, salsas, papas en crema, cuatro
ensaladas, tres postres. No podía tragar nada, se sentía enfermo del estómago.
Se obligó a comer. Los dientes empezaron a dolerle. Mala dentadura, ¿eh?,
pensó, furioso. Comeré aunque los dientes se sacudan, se golpeen y crujan, y
caigan todos en la sala.
Tenía fuego en la cabeza, respiraba
entrecortadamente, sintiendo una opresión en el pecho, y un dolor en las
muelas; pero ganó sin embargo una pequeña batalla. Iba a beber leche cuando se
detuvo y la derramó en un florero de capuchinas. Nada de calcio para ti,
muchacho, nada de calcio para ti. Nunca jamás comeré algo que tenga calcio o
cualquier otro mineral que tonifique los huesos. Comeré sólo para uno de
nosotros, muchacho, sólo para uno.
-Setenta kilos -le dijo la semana
siguiente a su mujer-. ¿Notaste cómo he cambiado?
-Noto que estás mejor -dijo
Clarisse-. Siempre fuiste un poco gordito para tu altura, querido. -Le acarició
la barbilla-. Me gusta tu cara. Es mucho más elegante. Las líneas son ahora tan
firmes y fuertes…
-No son mis líneas, son sus líneas,
¡maldita sea! ¿Quieres decir acaso que él te gusta más que yo?
-¿Él? ¿Quién es él?
En el espejo del vestíbulo, más allá
de Clarisse, la calavera le sonrió al señor Harris desde detrás de una mueca
carnosa de desesperación y odio.
Colérico, el señor Harris engulló
unas tabletas de malta. Era un modo de ganar peso cuando uno no puede comer
otras cosas. Clarisse vio las píldoras de malta.
-Pero, querido, realmente, yo no te
pido que subas de peso -dijo.
-¡Oh, cállate! -dijo Harris entre
dientes.
Clarisse lo obligó a que se acostara.
Harris se tendió con la cabeza en el regazo de Clarisse.
-Querido -dijo Clarisse-. Te he
estado observando últimamente. Estás tan… lejos. No dices nada, pero parece que
te persiguieran. Te agitas en la cama, de noche. Quizá debieras ver a un
psiquiatra. Pero ya sé qué te diría, puedo adelantártelo. Te he oído mascullar,
una vez y otra, y he sacado mis conclusiones. Pues bien, te diré que tú y tu
esqueleto son una sola cosa: «una nación indivisible, con libertad y justicia
para todos». Unidos triunfarán, divididos fracasarán. Si no se pueden entender
entre ustedes como un viejo matrimonio, ve a ver al doctor Burleigh. Pero antes
distiéndete, tranquilízate. Estás viviendo en un círculo vicioso; cuanto más te
preocupas, más sientes los huesos y más te preocupas. Al fin y al cabo, ¿quién
inició esta batalla? ¿Tú o esa entidad anónima que según dices está acechándote
detrás del canal alimentario?
Harris cerró los ojos.
-Yo. Creo que fui yo. Adelante,
Clarisse, sigue hablándome.
-Descansa ahora -susurró Clarisse
dulcemente-. Descansa y olvida.
El señor Harris se mantuvo a flote un
día y medio y luego empezó a hundirse otra vez. La imaginación podía tener su
parte de culpa, sí, pero este esqueleto particular, Dios mío, devolvía los
golpes.
En las últimas horas de la tarde,
Harris buscó el consultorio de M. Munigant. Caminó media hora antes de
encontrar la dirección y descubrir el nombre M. Munigant, escrito con iniciales
de oro viejo y descascarado en un letrero de vidrio. En ese momento, le pareció
que los huesos le estallaban rompiendo amarras, dispersándose en el aire en una
erupción dolorosa. Enceguecido, Harris retrocedió. Cuando abrió de nuevo los
ojos ya estaba del otro lado de la esquina. El consultorio de M. Munigant había
quedado atrás.
Los dolores cesaron.
M. Munigant era el hombre que podía
ayudarlo. Si la visión del letrero provocaba una reacción tan titánica,
indudablemente M. Munigant era el hombre indicado.
Pero no hoy. Cada vez que Harris
trataba de volver al consultorio reaparecían los terribles dolores.
Transpirando, renunció al fin y entró tambaleándose en un bar.
Mientras cruzaba el vestíbulo oscuro
se preguntó brevemente si M. Munigant no tenía una buena parte de culpa. ¡Al
fin y al cabo era M. Munigant quien lo había incitado a que se observara el
esqueleto, desencadenando un tremendo impacto psicológico! ¿No estaría
utilizándolo M. Munigant para algún propósito nefasto? Pero ¿qué propósito? Era
una sospecha tonta. Un pobre médico, y nada más. Trataba de ayudarlo. Munigant
y sus palitos de pan. Ridículo, M. Munigant estaba muy bien, muy bien.
El espectáculo del salón del bar era
alentador. Un hombre corpulento, gordo, redondo como una bola de manteca, bebía
una cerveza tras otra en el mostrador. La imagen del éxito, realmente. Harris
reprimió el deseo de ponerse de pie, palmearle el hombro al gordo y preguntarle
cómo había hecho para ocultarse los huesos. Sí, el esqueleto del hombre estaba
lujosamente tapizado. Había almohadones de tocino aquí, bultos elásticos allí,
y varias golillas redondas bajo la barbilla. El pobre esqueleto estaba perdido;
nunca podría salir de ese tembladeral de grasa. Podía haberlo intentado una
vez, pero ya no. Los huesos, abrumados, no se insinuaban en ninguna parte.
No sin envidia, Harris se acercó al
gordo como alguien que cruza ante la proa de un transatlántico. Harris pidió
una bebida, se la tomó, y se atrevió a hablarle al gordo.
-¿Glándulas?
-¿Me habla usted a mí? -preguntó el
gordo.
-¿O una dieta especial? -comentó
Harris-. Perdóneme, pero vea usted, me cuelga la piel. No puedo aumentar de
peso. Me gustaría tener un estómago
-Así es entonces -susurró, los ojos
enrojecidos, las mejillas hirsutas-. De un modo o de otro me arrastras, me
matas de hambre, de sed, acabas conmigo. -Tragó unas rebabas secas de polvo-.
El sol me cocinará la carne para que puedas salir. Los buitres me almorzarán y
tú quedarás tendido en el suelo, sonriendo. Sonriendo victorioso. Un xilofón
calcinado donde unos buitres tocan una música rara. Te gusta eso. La libertad.
Harris caminó por un escenario que
temblaba y burbujeaba bajo la cascada de la luz solar. Tropezaba, caía de
bruces y se quedaba tendido alimentándose con bocados de fuego. El aire era una
llama azul de alcohol, y los buitres se asaban, humeaban y chispeaban volando
en círculos y planeando. Phoenix. El camino. El coche. Agua. Un refugio.
-¡Eh!
Otra vez el grito. Crujidos de pasos,
rápidos.
Gritando, aliviado, incrédulo, Harris
corrió y se derrumbó en brazos de alguien que llevaba uniforme.
El coche tediosamente remolcado,
reparado. Ya en Phoenix. Harris se encontró en un estado de ánimo tan
endemoniado que la operación comercial fue una apagada pantomima. Aun cuando
consiguió el préstamo y tuvo el dinero en la mano, no se dio mucha cuenta. La
cosa interior, como una espada dura y blanca dentro de un escarabajo, le teñía
los negocios, la comida, le coloreaba el amor por Clarisse, le impedía confiar
en su automóvil. La cosa, en verdad, tenía que ser puesta en su sitio. El
incidente del desierto había pasado demasiado cerca, le había tocado los
huesos, podía decir uno torciendo la boca en una mueca irónica. Harris se oyó a
sí mismo agradeciéndole el dinero al señor Creldon. Luego dio media vuelta con
el coche y se puso de nuevo en marcha, esta vez por el camino de San Diego,
para evitar la zona desértica entre El Centro y Beaumont. Marchó hacia el norte
a lo largo de la costa. No confiaba en el desierto. Pero… ¡cuidado! Las olas
saladas retumbaban y siseaban en la playa de Laguna. La arena, los peces y los
crustáceos podían limpiarle los huesos tan rápidamente como los buitres.
Despacio en las curvas junto al mar.
Demonios, estaba realmente enfermo.
¿A quién recurrir? ¿Clarisse?
¿Burleigh? ¿Munigant? Especialistas de huesos. Munigant. ¿Bien?
-¡Querido!
Clarisse lo besó. Harris sintió la
solidez de los huesos y la mandíbula detrás del apasionado intercambio, y dio
un paso atrás.
-Querida -dijo lentamente,
enjugándose los labios con la manga, temblando.
-Pareces más delgado; oh, querido, el
negocio…
-Salió bien, creo. Sí, todo marchó
bien.
Clarisse lo besó de nuevo.
La cena fue morosa, trabajosamente
alegre. Clarisse reía animándolo. Harris estudiaba el teléfono, y de cuando en
cuando levantaba el auricular, indeciso, y lo colgaba otra vez.
Clarisse se puso el abrigo y el sombrero.
-Bueno, lo siento, pero tengo que
irme. -Le pellizcó la mejilla a Harris-. Vamos, ¡ánimo! Volveré de la Cruz Roja
dentro de tres horas. Tú descansa. Tengo que ir.
Cuando Clarisse desapareció, Harris
marcó un número en el teléfono, nervioso.
-¿M. Munigant?
Una vez que Harris hubo colgado el
auricular, las explosiones y los malestares del cuerpo fueron extraordinarios.
Harris sintió que tenía metidos los huesos en todos los potros de tormentos que
había imaginado o que se le habían aparecido en pesadillas terribles, alguna
vez. Tragó todas las aspirinas que encontró, pero cuando una hora más tarde
sonó el timbre de la puerta no pudo moverse. Se quedó tendido, débil, agotado,
jadeante, y las lágrimas le corrieron por las mejillas.
-¡Entre! ¡Entre, por amor de Dios!
M. Munigant entró. Gracias a Dios la
puerta no estaba cerrada con llave.
Oh, pero el señor Harris tenía muy
mala cara., M. Munigant se detuvo en el centro del vestíbulo, menudo y oscuro.
Harris asintió con un movimiento de cabeza. Los dolores le recorrían todo el
cuerpo, rápidamente, golpeando con ganchos y enormes martillos de hierro. M.
Munigant vio los huesos protuberantes de Harris y le brillaron los ojos. Ah,
era evidente que el señor Harris estaba ahora psicológicamente, preparado. ¿No?
Harris asintió de nuevo, débilmente, y sollozó. M. Munigant hablaba como
silbando. Había algo raro en la lengua de M. Munigant y en esos silbidos. No
importaba. Harris creía ver a través de las lágrimas que M. Munigant se
encogía, se empequeñecía. Obra de la imaginación, por supuesto. Harris
lloriqueó la historia del viaje a Phoenix. M. Munigant mostró su simpatía. ¡Ese
esqueleto era un traidor! Lo arreglarían de una vez por todas.
-Señor Munigant -suspiró apenas
Harris-. No… no lo noté antes. La lengua de usted. Redonda, corno un tubo.
¿Hueca? Mis ojos. Deliro. ¿Qué pasa?
M. Munigant silbó suavemente,
apreciativamente, acercándose. Si el señor Harris aflojaba el cuerpo y abría la
boca… Las luces se apagaron. M. Munigant espió la mandíbula caída de Harris.
¿Más abierta, por favor? Había sido tan difícil, aquella primera vez, ayudar al
señor Harris; el cuerpo y los huesos en rebelión abierta. Ahora en cambio la
carne cooperaba, aunque el esqueleto protestara. En la oscuridad, la voz de M.
Munigant se afinó, afinó, aflautándose, aflautándose. El silbido se hizo más
agudo. Ahora. Aflójese, señor Harris. ¡Ahora!
Harris sintió que le apretaban
violentamente las mandíbulas, en todas direcciones, le comprimían la lengua con
un cucharón y le ahogaban la garganta. Jadeó, sin aliento. Un silbido. ¡No
podía respirar! Algo le retorcía las mejillas y le rompía las mandíbulas. ¡Como
un chorro de agua caliente algo se le escurría en las cavidades de los huesos,
golpeándole los oídos!
-¡Ahhh! -chilló Harris, gagueando. La
cabeza, el carapacho hendido, le cayó flojamente. Un dolor agónico le quemó los
pulmones.
Harris respiró al fin, un momento, y
los ojos acuosos le saltaron hacia adelante. Gritó. Tenía las costillas
sueltas, como un flojo montón de leña. ¡Qué dolor ahora! Harris cayó al suelo,
resollando fuego.
Las luces chispearon en los globos
oculares de Harris. Los huesos se le soltaron rápidamente.
Los ojos húmedos miraron el
vestíbulo.
No había nadie en el cuarto.
-¿M. Munigant? En nombre de Dios,
¿dónde está usted, M. Munigant? ¡Ayúdeme!
M. Munigant había desaparecido.
-¡Socorro!
Y en ese momento Harris oyó.
Muy adentro, en las fisuras
subterráneas del cuerpo, los ruidos minúsculos, inverosímiles: chasquidos
leves, y torsiones, y frotamientos y hocicadas como si una ratita hambrienta
allá abajo, en la oscuridad roja sangre, mordisqueara seriamente, hábilmente,
algo que podía haber estado allí, pero no estaba…. un leño, sumergido…
Clarisse, alta la cabeza, iba por la
acera directamente hacia su casa en Saint James Place. Llegó a la esquina
pensando en la Cruz Roja y casi tropezó con el hombrecito moreno que olía a
yodo.
Clarisse no le habría prestado
atención, pero en ese momento el hombrecito sacó de la chaqueta algo blanco,
largo y curiosamente familiar, y se puso a masticarlo, como si fuese una barra
de menta. Se comió la punta, y metió la lengua rarísima en la materia blanca,
succionándola, satisfecho. Cuando Clarisse llegó a la puerta de su casa, movió
el pestillo y entró, el hombrecito estaba absorto aún en su golosina.
-¿Querido? -llamó Clarisse, sonriendo
y mirando alrededor-. Querido, ¿dónde estás? -Cerró la puerta, cruzó el pasillo
y entró en el vestíbulo-. Querido…
Se quedó mirando el suelo durante
veinte segundos, tratando de entender.
De pronto, se puso a gritar.
Afuera, a la sombra de los sicomoros,
el hombrecito abrió unos agujeros intermitentes en el palo blanco y largo;
luego, dulcemente, suspirando, frunciendo los labios, tocó una melodía triste
en el improvisado instrumento, acompañando el canto agudo y terrible de la voz
de Clarisse dentro de la casa.
Muchas veces, en la niñez, Clarisse
había corrido por las arenas de la playa, y había pisado una medusa de mar, y
había chillado entonces. No es tan horrible encontrar una medusa de mar
gelatinosa en tu propio vestíbulo. Puedes dar un paso atrás.
Es terrible cuando la medusa te llama
por tu propio nombre.
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