Mostrando entradas con la etiqueta Paul Auster. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Paul Auster. Mostrar todas las entradas

martes, 21 de febrero de 2012

Mr Vértigo [1994], de Paul Auster


Yo tenía doce años la primera vez que anduve sobre el agua. El hombre vestido de negro me enseñó a hacerlo, y no voy a presumir de haber aprendido el truco de la noche a la mañana. El maestro Yehudi me encontró cuando yo tenía nueve años y era un huérfano que mendigaba monedas de cinco centavos por las calles de Saint Louis, y trabajó conmigo constantemente durante tres años antes de permitirme mostrar mi número en público. Eso fue en 1927, el año de Babe Ruth y Charles Lindbergh, precisamente el año en que la noche empezó a caer sobre el mundo para siempre. Lo representé hasta pocos días antes del crac de octubre del 29, y lo que hacía era más grande que nada de lo que esos dos caballeros hubiesen podido soñar. Hacía lo que ningún norteamericano había hecho antes que yo y nadie ha hecho desde entonces.
El maestro Yehudi me eligió porque yo era el más pequeño, el más sucio y el más abyecto.
–No eres mejor que un animal –dijo–, un pedazo de nada humana.
Ésa fue la primera frase que me dirigió, y aunque han pasado sesenta y ocho años desde esa noche, es como si todavía pudiese oír las palabras saliendo de la boca del maestro.
–No eres mejor que un animal. Si te quedas donde estás, habrás muerto antes de que acabe el invierno. Si vienes conmigo, te enseñaré a volar.
–No hay nadie que pueda volar, señor –dije–. Eso es lo que hacen los pájaros, y estoy seguro de que yo no soy un pájaro.
–Tú no sabes nada –dijo el maestro Yehudi–. No sabes nada porque no eres nada. Si no te he enseñado a volar antes de que cumplas los trece años, puedes cortarme la cabeza con un hacha. Te lo pondré por escrito si quieres. Si no cumplo con mi promesa, mi suerte estará en tus manos.
Era un sábado por la noche a principios de noviembre y estábamos de pie delante del Café Paraíso, una taberna fina del centro que tenía una orquesta de jazz compuesta por músicos de color, y vendedoras de cigarrillos con vestidos transparentes. Yo solía merodear por allí los fines de semana tendiendo la mano, haciendo recados y buscando taxis para los ricachos. Al principio pensé que el maestro Yehudi era sólo un borracho más, un rico buscador de alcohol que se tambaleaba por la noche vestido con un esmoquin negro y un sombrero de copa de seda. Su acento era extraño, por lo que me figuré que no era de la ciudad, pero eso me tenía absolutamente sin cuidado. Los borrachos dicen cosas estúpidas, y el asunto aquel de volar no era más estúpido que la mayoría de ellas.
–Si subes demasiado alto por los aires –dije–, puedes romperte el cuello cuando bajas.
–Hablaremos de la técnica más tarde –dijo el maestro–. No es una habilidad fácil de aprender, pero si me escuchas y obedeces mis instrucciones, los dos acabaremos siendo millonarios.
–Usted ya es millonario –dije–. ¿Para qué me necesita?
–Porque, mi desgraciado golfillo, apenas tengo dos monedas para que tintineen la una contra la otra. Puede que te parezca un capitalista sinvergüenza, pero eso es sólo porque tienes aserrín en lugar de cerebro. Escúchame atentamente. Te estoy ofreciendo la oportunidad de tu vida, y sólo tendrás esa oportunidad una vez. Tengo billete para el Blue Bird Special que sale a las seis treinta de la mañana y si no subes tu esqueleto a ese tren, ésta será la última vez que me veas.
–Todavía no ha contestado usted a mi pregunta –dije.
–Porque eres la respuesta a mis plegarias, hijo. Por eso te necesito. Porque tienes el don.

 Para continuar leyendo da clic: aquí

Fantasmas [1986], de Paul Auster


         En primer lugar está Azul. Más tarde viene Blanco, y luego Negro, y antes del principio está Castaño. Castaño le inició, Castaño le enseñó el oficio, y cuando Castaño envejeció, Azul le sustituyó. Así es como empieza. El escenario es Nueva York, la época es el presente, y ninguno de los dos cambiará nunca. Azul va a su oficina todos los días y se sienta detrás de su mesa, esperando que ocurra algo. Durante mucho tiempo no ocurre nada, y luego un hombre que se llama Blanco entra por la puerta, y así es como empieza.
         El caso parece bastante sencillo. Blanco quiere que Azul siga a un hombre que se llama Negro y que le vigile todo el tiempo que haga falta. Cuando trabajaba para Castaño, Azul hacía muchos trabajos de seguimiento, y éste no parece diferente, quizá incluso más fácil que la mayoría.
          Azul necesita el trabajo, así que escucha a Blanco y no le hace muchas preguntas. Supone que se trata de un caso matrimonial y que Blanco es un marido celoso. Blanco no da muchas explicaciones. Quiere que le mande un informe a la semana, dice, a tal apartado de correos, mecanografiado por duplicado en hojas de tal largura y tal anchura. Azul recibirá un cheque por correo todas las semanas. Blanco le dice luego a Azul dónde vive Negro, qué aspecto tiene, etcétera. Cuando Azul le pregunta a Blanco cuánto tiempo cree que durará el caso, Blanco le contesta que no lo sabe. Que siga mandando los informes hasta nuevo aviso, le dice.
        Para ser justos con Azul hay que decir que lo encuentra todo un poco raro. Pero afirmar que tiene recelos en ese momento sería ir demasiado lejos. Sin embargo, le es imposible no advertir ciertas cosas de Blanco. La barba negra, por ejemplo, y las cejas excesivamente pobladas. Y luego está la piel, que parece exageradamente blanca, como si estuviera cubierta de polvos. Azul no es ningún aficionado en el arte del disfraz y no le resulta difícil notar ése. Después de todo, Castaño fue su maestro y en sus tiempos Castaño era el mejor del gremio. Así que Azul empieza a pensar que se ha equivocado, que el caso no tiene nada que ver con el matrimonio. Pero no va más allá, porque Blanco sigue hablándole y Azul necesita concentrarse en seguir sus palabras.
       Todo está arreglado, dice Blanco. Hay un pequeño apartamento justo enfrente del de Negro. Ya lo he alquilado y puede usted mudarse hoy. Pagaré el alquiler hasta que se acabe el caso.
       Buena idea, dice Azul, cogiendo la llave que le da Blanco. Eso eliminará el trabajo de piernas.
          Exactamente, contesta Blanco, acariciándose la barba.
         Y así el asunto queda resuelto. Azul acepta el trabajo y se dan la mano. Para demostrar su buena fe, Blanco le da a Azul un anticipo de diez billetes de cincuenta dólares.
Así es como empieza, por lo tanto. Con el joven Azul y un hombre llamado Blanco, que evidentemente no es el hombre que parece ser. No importa, se dice Azul cuando Blanco se ha ido. Estoy seguro de que tendrá sus razones. Y, además, no es mi problema. Sólo tengo que preocuparme por hacer mi trabajo.

Si quieres continuar leyendo da clic: aquí
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...