jueves, 27 de diciembre de 2012
jueves, 20 de diciembre de 2012
A los pinches chamacos, cuento de Francisco Hinojosa
Soy un pinche chamaco. Lo sé porque todos lo saben. Ya deja, pinche chamaco. Deja allí, pinche chamaco. Qué haces, pinche chamaco. Son cosas que oigo todos los días. No importa quién las diga. Y es que las cosas que hago, en honor a la verdad, son las que haría cualquier pinche chamaco. Si bien que lo sé.
Una vez me dediqué a matar moscas. Junte setentaidós y las guardé en una bolsa de plástico. A todos les dio asco, a pesar de que las paredes no quedaron manchadas porque tuve el cuidado de no aplastarlas. Sólo embarré una, la más gorda de todas. Pero luego la limpié. Lo que menos les gustó, creo, es que las agarraba con la mano. Pero la verdad es que eran una molestia. Lo decía mi mamá: pinches moscas. Lo dijo papá: pinche calor: no aguanto a las moscas: pinche vida. Hasta lo dije yo: voy a matarlas. Nadie dijo que no lo hiciera. En cuanto se fueron a dormir su siesta, tomé el matamoscas y maté setentaidós. Concha me vio cómo tomaba las moscas muertas con la mano y las metía en una bolsa de plástico. Les dijo a ellos. Y ellos me dijeron pinche chamaco, no seas cochino. En vez de agradecérmelo. Y me quitaron el matamoscas y echaron la bolsa al cesto y me volvieron a decir pinche chamaco hijo del diablo.
Yo ya sabía entonces que lo que hacía es lo que hacen todos los pinches chamacos. Como Rodrigo. Rodrigo deshojó un ramo de rosas que le regalaron a su madre cuando la operaron y le dijeron pinche chamaco. Creo que hasta le dieron una paliza. O Mariana, que se robó un gatito recién nacido del departamento 2 para meterlo en el microondas y le dijeron pinche chamaca.
Los pinches chamacos nos reuníamos a veces en el jardín del edificio. Y no es que nos gustar ser a propósito unos pinches chamacos. Pero había algo en nosotros que así era, ni modo. Por ejemplo, un día a Mariana se le ocurrió excavar. Entre los tres excavamos toda una tarde: no encontramos tesoros: ni encontramos piedras raras para la colección: ni siquiera lombrices. Encontramos huesos. El papá de Rodrigo dijo: pinche hoyo. Y la mamá: son huesos. Vino la policía y dijo que eran huesos humanos. Yo no sé bien a bien lo que pasó allí, pero la mamá de Mariana desapareció algunos días. Estaba en la cárcel, me dijo Concha. Rodrigo escuchó que su papá había dicho que ella había matado a alguien y lo había enterrado allí. Cuando volvió, supe que todos éramos unos pinches chamacos metiches pendejos. Rodrigo me aclaró las cosas: la policía pensaba que ella había matado a alguien pero no, se había salvado de las rejas. ¿Qué son las rejas?, pregunté. La cárcel, buey.
Ya no volvimos a jugar a excavar. Tampoco pudimos vernos durante un buen tiempo. A mí, mis papás me decían que no debía juntarme con ellos. A ellos les dijeron lo mismo, que yo era un pinche chamaco desobligado mentiroso. A Rodrigo le dieron unos cuerazos.
Tiempo después, cuando ya a nadie le importó que los pinches chamacos volviéramos a vernos, Mariana tuvo otra ocurrencia: hay que excavar más. No ¿qué no ves lo que estuvo a punto de pasarle a tu mamá? No pasó nada, qué, dijo. Para que nadie nos viera, hicimos guardias. Excavamos en otra parte y no encontramos nada de huesos. Luego en otra: tampoco había huesos: pero sí un tesoro: una pistola. Debe valer mucho. Yo digo que muchísimo. A lo mejor con eso mataron al señor del hoyo. A lo mejor. Sí, hay que venderla.
Escondimos la pistola en el cuarto donde guarda sus cosas el jardinero. Rodrigo dijo que él sabía cómo se usan las pistolas. Mi papá tiene una y me deja usarla cuando vamos a Pachuca. Mariana no le creyó. Has de ver mucha televisión, eso es lo que pasa.
Al día siguiente la volvimos a sacar y la envolvimos en un periódico. ¿Cómo la vendemos? ¿A quién se la vendemos? Al señor Miranda, el de la tienda. Fuimos con el señor Miranda y nos vio con unos ojos que se le salían. Nos dijo: se las voy a comprar sólo por que me caen bien. Sí, sí. Bueno. Pero nadie debe saberlo, ¿eh? Nos dio una caja de chicles y cincuenta pesos. El resto de la tarde nos dedicamos a mascar hasta que se acabó la caja.
A la semana siguiente, la colonia entera sabía que el señor Miranda tenía una pistola. La verdad, yo no se lo dije a nadie, sólo a Concha. Y lo único que se le ocurrió decirme fue pinche chamaco. Lo que inventas. O que dices. Tu imaginación. Hasta que el señor Miranda nos llamó un día y nos dijo: ya dejen, pinches chamacos. Dedíquense a otras cosas. Déjense de chismeríos. Pónganse a jugar. Nos dio tres paletas heladas para que lo dejáramos de jorobar.
En esos días, para no aburrirnos, nos dedicamos a juntar caracoles. Nos gustaba lanzarlos desde la azotea. O les echábamos sal para ver cómo se deshacían. O los metíamos en los buzones. En poco tiempo ya no había manera de encontrar un solo caracol en todo el jardín. Luego quisimos seguir juntando piedras raras, pero alguien nos tiró la colección a la basura. O deplanamente se la robó.
Fue entonces cuando decidimos escapar. Fue idea de Mariana.
Me puse mi chamarra y saqué mi alcancía, que la verdad no iba a tener muchas monedas porque Concha toma dinero de ahí cuando le falta para el gasto. Mariana también salió con su chamarra y con la billetera de su papá. Hay que correrle, decía, si se dan cuenta nos agarran. Rodrigo no llevó nada.
Caminamos como una hora. Llegamos a una plaza que ninguno de los tres conocíamos. ¿Y ahora?, preguntó Rodrigo. Hay que descansar, pedí. Yo tengo hambre. Yo también. Vamos a un restaurante. ¿Dónde hay uno? Le podemos preguntar a ese señor. Señor, ¿sabe dónde hay un restaurante? Sí, en esa esquina, ¿qué no lo ven?
Era un restaurante chiquito. Rodrigo nos contó qué él había ido a muchos restaurantes en su vida. La carta, le dijo el señor. Nos trajo hamburguesas con queso y tres cocas. ¿Quién va a pagar?, preguntó el señor. Yo, dijo Mariana, y sacó la billetera de su papá. Está bien. Escuchamos que le decía al cocinero pinches chamacos si serán bien ladrones.
Nos dio las tres hamburguesas y las tres cocas. Comimos. Y Mariana pagó.
Y ahora, ¿qué hacemos? Cállate, me calló Mariana. Mi papá ya debe haberse dado cuenta de que le falta su billetera. ¿Estás preocupada? ¿Por qué?, ya nos fuimos, ¿o no? Sí. Y ahora, ¿qué hacemos?
Vamos a platicar con el señor Miranda.
Rodrigo hizo parada a un taxi. Llévenos a la calle Argentina. ¿Quién pagará? Mariana le enseñó la billetera. Pinches chamacos le robaron el dinero a sus papás, ¿verdad? ¿Nos va a llevar o no?, le preguntó Rodrigo. Ustedes pagan, dijo.
El taxista nos llevó a unas pocas cuadras de allí. Era una calle solitita. Ahora denme el dinero. No, qué. Miren, pinches chamacos, o me lo dan o los mato. Es nuestro. Se los voy a robar como ustedes lo robaron, ¿verdad? También tu alcancía, me dijo. Yo le di la alcancía. Así es, pinches chamacos. Y ahora bájense.
Pinche viejo, dijo Mariana. Si hubiera tenido la pistola, le doy un balazo, dijo Rodrigo. Deplanamente. Me dan ganas de ahorcarlo. Sin dinero ya no podemos ir a un hotel. Yo he ido a muchos hoteles, dijo Rodrigo. Pero sin dinero… Por qué no vamos con el señor Miranda a pedirle nuestra pistola. Sí, eso es. La pistola. A ver así quién se atreve a robarnos.
Un señor nos dijo hacia dónde quedaba Argentina. Y luego: ¿están perdidos? Sí, un poco perdidos. Sigan derecho, derecho hasta Domínguez, ahí dan vuelta a la izquierda, ¿Me entendieron? ¿Saben cuál es Domínguez? Yo no sabía, pero Mariana dijo que ella sí. La verdad, era un señor muy amable.
Para no hacer el cuento largo, llegamos con el señor Miranda cuando ya era de noche. ¿Y ahora qué quieren?, nos preguntó, ya voy a cerrar. Queremos la pistola. Sí, y que nos venda unas balas. Miren, pinches chamacos, ya les dije que se dejaran de chismes. Tomen un chicle y váyanse. No, la verdad queremos sólo la pistola. Voy a cerrar, así es que lárguense sin chicles, ¿entendieron?
Rodrigo tomó una bolsa de pinole, la abrió y le echó un buen puñado en los ojos al pobre señor Miranda. Pinches chamacos, van a ver con sus papás. El viejito se cayó al piso. Yo me le eché encima de la cabeza y le jalé los pelos. Mientras, Mariana le pellizcaba un brazo con todas sus ganas. Busca la pistola, córrele, le dijimos a Rodrigo. ¿Dónde? Allí abajo. No, no está. Allí, junto a la caja. Suéltenme, pinches chamacos, gritaba. Tampoco, no está aquí. ¿Dónde está, pinche viejo? Si no me sueltan… Aquí está, gritó Rodrigo, aquí está. ¿Dónde estaba? En el cajón.
Y ahora qué. ¿Lo matamos? Mariana se había abrazado de las piernas del señor Miranda para que no se moviera tanto. Ve si tiene balas. Sí, si tiene balas. ¿Le damos un plomazo? ¿Qué es plomazo? Que si lo matamos, buey. Sí, mátalo. Pinches chamacos…
El ruido del disparo fue horroroso, yo pensaba que los balazos no sonaban tanto. Al pobre del señor Miranda le salió mucha sangre de la cabeza y se quedó muerto. ¿Está muerto? Pues sí, ¿qué no te das cuenta? Ya ven cómo sí sé disparar pistolas. Puta, dijo Mariana. Sí, puta.
Vámonos antes de que llegue alguien. Nos fuimos por Argentina, derechito, corriendo a todo lo que podíamos. Hasta que llegamos cerca de la escuela de Rodrigo. Pinche chamaca, dijo una señora con la que se tropezó Mariana, fíjate.
No sé cómo lo hizo, pero Rodrigo sacó rapidísimamente la pistola y le dio un plomazo en la panza. La señora cayó al piso y empezó a gritar. No está muerta, le dije, tienes que darle otro plomazo. Rodrigo le dio otro plomazo en la cabeza.
Ahora sí, comprobó Mariana, está fría. ¿La tocaste o qué? Está muerta, buey.
Al parecer, otros oyeron el ruido del balazo porque la gente se juntó alrededor de la muerta. Rodrigo se había guardado ya la pistola en la bolsa de su chamarra.
¡Llamen a una ambulancia! ¡Llamen a la policía! ¡Llamen a alguien! ¡La mataron! Yo creo que fue un balazo. ¿Ya le tomaron el pulso? Yo lo oí. Salí corriendo de la casa a ver qué pasaba y me encuentro con que… Yo vi correr a un hombre. Llevaba una pistola en la mano. Debes atestiguar. Claro, nomás venga la policía. No, no respira. Quítense, pinches chamacos, qué no ven que está muerta. No hay seguridad en esta colonia. Es un pinche peligro. ¿Le robaron la bolsa? Sí, yo vi que el hombre corría con la pistola y la bolsa de la señora. Era una bolsa blanca… ¿Qué no oyeron, pinches chamacos metiches? Si sus papás los vieran haciendo bulto… Eran dos, llevaban pistolas y la bolsa… Yo la conozco es Mariquita, la de don Gustavo. Lo triste que se va a poner el hombre.
En cuanto oímos el ruido de las sirenas, Mariana dijo mejor vámonos, podemos tener problemas.
No debimos matarla, les dije mientras caminábamos hacia la avenida. Fue culpa de ella. Además, así son las cosas, a mucha gente la matan igual, en la calle, con pistola. No debes preocuparte. Dicen que te vas al cielo cuando te matan a balazos. Sí, es cierto, yo ya había oído eso. ¿Tú crees que el señor Miranda se vaya al cielo? Claro, tonto.
Mariana le hizo la parada a un taxi. ¿A dónde vamos? No tenemos dinero para pagarle. Ay, qué ingenuo eres, me dijo. A la calle de López, dijo Rodrigo. ¿Cuál calle de López? ¿Saben qué hora es? No, le dije. Son las diez. ¿Nos va a llevar o no?, le preguntó Mariana. Miren, pinches chamacos, si sus papás los dejan andar a estas horas tomando taxis no es mi problema, así es que largo, largo de aquí. Rodrigo sacó la pistola y le apuntó a la cara. Ah, pinche chamaco, además te voy a dar una paliza por andarme jodiendo.
Y cuando le iba a quitar la pistola, Rodrigo disparó el plomazo con las dos manos. Le entró la bala por el ojo. Lo mandamos derechito al cielo, qué duda.
Yo sé manejar, dijo Rodrigo. Pero no fue cierto, en cuanto pudimos hacer a un lado al taxista, Rodrigo trató de echar a andar el coche y no pudo. Debes meterle primera. Ya sé; ya sé. Déjame a mí, dijo Mariana. Se puso al volante, metió la primera y el coche caminó un poco, dando saltos. Mejor vamos a pie, les dije. Sí, este coche no funciona muy bien.
Antes de abandonar el taxi, Rodrigo esculcó en los bolsillos del taxista hasta que encontró el dinero. Hay más de cien pesos. Quítale también el reloj. Luego lo vendemos. Mariana guardó el dinero, yo me puse el reloj y Rodrigo se escondió la pistola en la chamarra.
En el hotel fue la misma bronca, que si dónde están sus papás, que si saben qué hora es, que si un hotel no es para que jueguen los chamacos, que si alquilar un cuarto cuesta, que dónde está el dinero. Váyase a la chingada, dijo Rodrigo alfinmente, y todos echamos a correr.
Caminamos un rato hasta que Mariana tuvo una buena idea. Ya sé, podríamos ir a dormir a casa de la señora Ana Dulce. ¿Con esa pinche vieja? Sí, buey, dijo Rodrigo, nos metemos en su casa, le damos un plomazo y nos quedamos allí a dormir. Puta, que si es buena idea…
La señora Ana Dulce nos abrió. ¿Qué quieren? ¿Nos deja usar su teléfono?, le dijimos para guaseárnosla. Pinches chamacos, ¿saben qué hora es? Nos metimos a la casa sin importarnos las amenazas de la vieja: voy a llamarle a la policía para decirle que se escaparon de sus casas. Van a ver la cueriza que les van a poner. Vi cómo Mariana discutía con Rodrigo. Ahora me toca a mí. Si tú no sabes… Al parecer ganó Mariana porque tomó el arma y le disparó un plomazo a la señora Ana Dulce. Le dio en una pata. Luego disparó por segunda vez. ¿Qué tal?, dijo, te apuesto a que le di en el corazón. Yo pensaba lo mismo, a pesar de que la vieja chillaba del dolor como una loca y se retorcía en el piso. Al rato se calló.
La guardamos en un clóset. Rodrigo decía que era un cadáver. Luego cenamos pan con mantequilla y mermelada y nos metimos los tres a la cama con la pistola abajo de la almohada.
Durante los siguientes diez días no le dimos plomazos a nadie más. Nos quedaba una bala. Íbamos al parque todas las mañanas y comíamos y dormíamos en casa del cadáver, hasta que el espantoso olor del clóset nos hizo salir corriendo.
Ese día tuvimos la mala suerte de encontrarnos frente a frente con el papá de Mariana. ¡Pinches chamacos!, nos gritó. ¡Cómo los he buscado! ¡Van a ver la que les espera!
Nos esperaba una que ni la imaginábamos… A todos nos agarraron a patadas y cuerazos y cachetadas y puntapiés. Yo oía cómo gritaban Mariana y Rodrigo. MI mamá me dio un puñetazo en la cara que me sacó sangre de la nariz, y mi papá, un zopaco en la boca que casi me tira un diente. Por más que lloraba, no dejaban de darme y darme como a un perro.
Tardé un poco en dormirme. Pero en un ratito me desperté con el ruido de un plomazo. Ya Rodrigo debe haberse echado a sus papás, pensé. Luego se empezaron a oír gritos. Mis papás se despertaron también y corrieron a la puerta para ver qué pasaba.
La mamá de Rodrigo gritaba: ¡Lo mató, lo mató, lo mató! ¡El pinche chamaco lo mató! Cálmese, señora, quién mató a quién. Rodrigo salió en ese momento con la pistola en la mano. Córrele, me dijo a mí, antes de que nos agarren. Esto es la guerra. ¿Y Mariana?, le pregunté. Hay que ir por ella. No, qué, córrele.
Y sí: corrimos a madres. Fue un alivio encontrarnos con nuestra amiga en la calle. Ya se echó a sus papás, le anuncié. Puta, dijo Mariana, eso me imaginé. Y nos echamos a correr como si nos persiguiera una manada de perros rabiosos. No paramos hasta que Rodrigo se tropezó con una piedra y fue a dar al suelo. Le salía sangre de la cabeza.
Qué madrazo me di, nos dijo medio apendejado. Y sí que era un buen madrazo. Hasta se le veía un poco del hueso.
Los tres teníamos la piyama puesta y ellos dos estaban descalzos. Sólo yo tenía puestos los calcetines. ¿Me los prestas un rato?, me pidió Mariana, está haciendo mucho frío. Se los presté.
¿Y ahora qué hacemos? Ni modo que volver a casa del cadáver. Todavía tenemos la pistola, ¿o no?, podemos meternos a una casa y matar a quien nos abra. No seas buey, eso está cabrón. Además ya no tenemos balas. ¿Cómo se te ocurre que ahorita alguien nos va a abrir la puerta? Es cierto, somos unos matones. No es por eso.
Me dieron ganas de orinar del frío que estaba haciendo. Una parte me hice en los calzones y otra sobre la llanta de un coche. Pinche cochino, me dijo Mariana. A Rodrigo le dio risa.
Caminamos un rato hasta que nos encontramos con una casa que tenía las ventanas rotas. Debe estar abandonada. Seguro. Terminamos de romper uno de los cristales y nos metimos. Estaba oscurísimo.
Encontramos un cuarto en el que se metía un poquito de la luz de la calle. Hicimos a un lado los escombros y nos echamos al piso, muy juntos para tratar de calentarnos, hasta que nos quedamos dormidos, alfinmente dormidos.
A la mañana siguiente, con los huesos adoloridos, desperté a los otros. Pudimos ver ahora sí el cuarto en el que habíamos dormido. Estaba muy húmedo y sucio. Había latas vacías de cerveza, colillas de cigarros, bolsas de plástico, cáscaras de naranja y cantidad de tierra. Olía a puritita mierda.
Mariana tiritaba de frío, aunque estaba calientísima. Es calentura, estoy seguro, les dije. Un calenturón como para llamar al doctor. Cuál doctor, se encabronó Rodrigo. ¿Qué sientes?, le pregunté. Ella ni contestó. Sólo tiritaba y tiritaba.
Hay que comprar aspirinas. Es cierto, le dije. Rodrigo se ofreció a buscar una farmacia mientras yo cuidaba a Mariana.
Esperamos horas y horas hasta que a Mariana se le quitó la temblorina. Cuando me dijo que ya se sentía bien le expliqué que Rodrigo había ido a buscar una farmacia para comprarle aspirinas y que todavía no regresaba. Pues ya se tardó. Claro que ya se tardó. Algo debe haberle pasado.
Lo buscamos hasta que nos perdimos y ya no sabíamos cómo regresar a la casa donde habíamos dormido. Teníamos un hambre espantosa. Y sin dinero. Y sin pistola. Y sin casa donde nos dieran de comer.
Lo demás fue idea de Mariana. En un semáforo nos pusimos a pedir dinero a los conductores de los coches. Cuando llenamos los bolsillos de monedas las contamos: eran nueve pesos con veinte centavos. En una tienda compramos dos bolsas de papas y dos refrescos.
Después de comer nos acostamos en el pastito del camellón. Durante mucho tiempo nos pusimos a hablar de Rodrigo. ¿Qué le había pasado? Sabe. ¿Lo habrá agarrado la policía por matar a sus papás? A lo mejor sólo está perdido. Como nosotros. O quizá lo agarraron cuando quiso matar al de la farmacia. ¿Cómo, si no tiene balas? O lo atropellaron. Quién sabe. O le dieron un plomazo por metiche.
Se hizo de noche y no teníamos dónde dormir. No nos quedó otra más que preguntar por la calle de López para ir a casa de la señora Ana Dulce. Aunque oliera feo, al menos habría una cama.
Tardamos como dos horas en llegar. Afuera de la casa de la señora Ana Dulce había un policía. Yo creo que… Sí, sí, no necesitas explicarme nada. ¿Qué hacemos? Puta, ahora sí me la pones canija.
Nos metimos a dormir a un terreno baldío en el que había ratas. Puta madre que estoy seguro. La pasamos delachingadamente.
Despertamos mojados y con el pelo hecho hielitos. Teníamos un hambre espantosa. Y si vamos a la casa. ¿Qué dices? No ves que Rodrigo se echó a su papá. Pues Rodrigo es Rodrigo. A lo mejor ahorita ya está muerto.
Concha fue la primera en vernos: pinches chamacos, van a ver la que les espera.
Y es cierto: la que nos esperaba… Pero, con el carácter de Mariana, tampoco se imaginaron nunca la que les esperaba a ellos.
lunes, 17 de diciembre de 2012
sábado, 15 de diciembre de 2012
Un hombre sin suerte, cuento de Samanta Schweblin
El día que cumplí ocho años, mi
hermana -que no soportaba que dejaran de mirarla un solo segundo-, se tomó de
un saque una taza entera de lavandina. Abi tenía tres años. Primero sonrió,
quizá por el mismo asco, después arrugó la cara en un asustado gesto de dolor. Cuando
mamá vio la taza vacía colgando de la mano de Abi se puso más blanca todavía
que Abi.
-Abi-mi-dios –eso fue todo lo que
dijo mamá- Abi-mi-dios –y todavía tardó unos segundos más en ponerse en
movimiento.
La sacudió por los hombros, pero Abi
no respondió. Le gritó, pero Abi tampoco respondió. Corrió hasta el teléfono y
llamó a papá, y cuando volvió corriendo Abi todavía seguía de pie, con la taza
colgándole de la mano. Mamá
le sacó la taza y la tiró en la pileta. Abrió la heladera, sacó la leche y la
sirvió en un vaso. Se quedó mirando el vaso, luego a Abi, luego el vaso, y
finalmente tiró también el vaso a la pileta. Papá , que trabajaba muy cerca de casa,
llegó casi de inmediato, pero todavía le dio tiempo a mamá a hacer todo el show
del vaso de leche una vez más, antes de que él empezara a tocar la bocina y a
gritar.
Cuando me asomé al living vi que la
puerta de entrada, la reja y las puertas del coche ya estaban abiertas. Papá
volvió a tocar bocina y mamá pasó como un rayo cargando a Abi contra su pecho. Sonaron
más bocinas y mamá, que ya estaba sentada en el auto, empezó a llorar. Papá
tuvo que gritarme dos veces para que yo entendiera que era a mí a quien le
tocaba cerrar.
Hicimos las diez primeras cuadras en
menos tiempo de lo que me llevó cerrar la puerta del coche y ponerme el
cinturón. Pero cuando llegamos a la avenida el tráfico estaba prácticamente
parado. Papá tocaba bocina y gritaba ¡Voy al hospital! ¡Voy al hospital! Los
coches que nos rodeaban maniobraban un rato y milagrosamente lograban dejarnos
pasar, pero entonces, un par de autos más adelante, todo empezaba de nuevo. Papá
frenó detrás de otro coche, dejó de tocar bocina y se golpeó la cabeza contra
el volante. Nunca lo vi hacer una cosa así. Hubo un momento de silencio y
entonces se incorporó y me miró por el espejo retrovisor. Se dio vuelta y me
dijo:
-Sacate la bombacha.
Tenía puesto mi Jumper del colegio.
Todas mis bombachas eran blancas pero eso era algo en lo que yo no estaba
pensando en ese momento y no podía entender el pedido de papá. Apoyé las manos
sobre el asiento para sostenerme mejor. Miré a mamá y entonces ella gritó:
-¡Sacate la puta bombacha!
Y yo me la saqué. Papá me la
quitó de las manos. Bajó la ventanilla, volvió a tocar bocina y sacó afuera mi
bombacha. La levantó bien alto mientras gritaba y tocaba bocina, y toda la
avenida se dio vuelta para mirarla. La bombacha era chica, pero también era muy
blanca. Una cuadra más atrás una ambulancia encendió las sirenas, nos alcanzó
rápidamente y nos escoltó, pero papá siguió sacudiendo la bombacha hasta que
llegamos al hospital.
Dejaron el coche junto a las
ambulancias y se bajaron de inmediato. Sin mirar atrás mamá corrió con Abi y
entró en el hospital. Yo dudaba si debía o no bajarme: estaba sin bombacha y
quería ver dónde la había dejado papá, pero no la encontré ni en los asientos
delanteros ni en su mano, que ya cerraba ahora de afuera su puerta.
-Vamos, vamos –dijo papá.
Abrió mi puerta y me ayudó a bajar.
Cerró el coche. Me dio unas palmadas en el hombro cuando entramos al hall
central. Mamá salió de una habitación del fondo y nos hizo una seña. Me alivió
ver que volvía hablar, daba explicaciones a las enfermeras.
-Quedate acá –me dijo papá, y me
señaló unas sillas naranjas al otro lado del pasillo.
Me senté. Papá entró al consultorio con
mamá y yo esperé un buen rato. No sé cuanto, pero fue un buen rato. Junté las
rodillas, bien pegadas, y pensé en todo lo que había pasado en tan pocos
minutos, y en la posibilidad de que alguno de los chicos del colegio hubiera
visto el espectáculo de mi bombacha. Cuando me puse derecha el jumper se estiró
y mi cola tocó parte del plástico de la silla. A veces la enfermera entraba o salía del consultorio
y se escuchaba a mis padres discutir y, una vez que me estiré un poquito,
llegué a ver a Abi moverse inquieta en una de las camillas, y supe que al menos
ese día no iba a morirse. Y todavía esperé un rato más. Entonces un hombre vino
y se sentó al lado mío. No sé de dónde salió, no lo había visto antes.
-¿Qué tal? –preguntó.
Pensé en decir muy bien, que es lo
que siempre contesta mamá si alguien le pregunta, aunque acabe de decir que la
estamos volviendo loca.
-Bien –dije.
-¿Estás esperando a alguien?
Lo pensé. Y me di cuenta de que no
estaba esperando a nadie, o al menos, que no es lo que quería estar haciendo en
ese momento. Así que negué y él dijo:
-¿Y porqué estás sentada en la sala
de espera?
No sabía que estaba sentada en una
sala de espera y me di cuenta de que era una gran contradicción. Él abrió un
pequeño bolso que tenía sobre las rodillas. Revolvió un poco, sin apuro.
Después sacó de una billetera un papelito rosado.
-Acá está –dijo-, sabía que lo tenía
en algún lado.
El papelito tenía el número 92.
-Vale por un helado, yo te invito –dijo.
Dije que no. No hay que aceptar
cosas de extraños.
-Pero es gratis –dijo él-, me lo
gané.
-No.
Miré al frente y nos quedamos en
silencio.
-Como quieras –dijo él al final, sin
enojarse.
Sacó del bolso una revista y se puso
a llenar un crucigrama. La puerta del consultorio volvió a abrirse y escuché a papá
decir “no voy acceder a semejante estupidez”. Me acuerdo porque ese es el punto
final de papá para casi cualquier discusión, pero el hombre no pareció
escucharlos.
-Es mi cumpleaños –dije.
“Es mi cumpleaños” repetí para mí
misma, “¿qué debería hacer?”. Él dejó el lápiz marcando un casillero y me miró
con sorpresa. Asentí sin mirarlo, conciente de tener otra vez su atención.
-Pero… -dijo y cerró la revista-, es
que a veces me cuesta mucho entender a las mujeres. Si es tu cumpleaños, ¿por
qué estás en una sala de espera?
Era un hombre observador. Me
enderecé otra vez en mi asiento y vi qué, aún así, apenas le llegaba a los
hombros. Él sonrió y yo me acomodé el pelo. Y entonces dije:
-No tengo bombacha.
No sé porqué lo dije. Es que era mi
cumpleaños y yo estaba sin bombacha, y era algo en lo que no podía dejar de
pensar. Él todavía estaba mirándome. Quizá se había asustado, u ofendido, y me
di cuenta que, aunque no era mi intención, había algo grosero en lo que acababa
de decir.
-Pero es tu cumpleaños –dijo él.
Asentí.
-No es justo. Uno no puede andar sin
bombacha el día de su cumpleaños.
-Ya sé –dije, y lo dije con mucha
seguridad, porque acababa de descubrir la injusticia a la que todo el show de Abi
me había llevado.
Él se quedó un momento sin decir
nada. Luego miró hacia los ventanales que daban al estacionamiento.
-Yo sé donde conseguir una bombacha
–dijo.
-¿Dónde?
-Problema solucionado –guardó sus
cosas y se incorporó.
Dudé en levantarme. Justamente por
no tener bombacha, pero también porque no sabía si él estaba diciendo la verdad. Miró hacia la
mesa de entrada y saludó con una mano a las asistentes.
-Ya mismo volvemos –dijo, y me
señaló- es su cumpleaños –y yo pensé “por dios y la virgen María ,
que no diga nada de la bombacha”, pero no lo dijo: abrió la puerta, me guiñó un
ojo, y yo supe que podía confiar en él.
Salimos al estacionamiento. De pie
yo apenas pasaba su cintura. El coche de papá seguía junto a las ambulancias,
un policía le daba vueltas alrededor, molesto. Me quedé mirándolo y él nos vio
alejarnos. El aire me envolvió las piernas y subió acampanando mi Jumper, tuve
que caminar sosteniéndolo, con las piernas bien juntas.
-Mi dios y la virgen María
–dijo él cuando se volvió para ver si lo seguía y me vio luchando con mi
uniforme-, es mejor que vayamos rodeando la pared.
-No digas “mi dios y la virgen María ”
–dije, porque eso era algo de mamá, y no me gustó cómo lo dijo él.
-Ok, darling –dijo.
-Quiero saber a dónde vamos.
-Te estás poniendo muy quisquillosa.
Y no dijimos nada más. Cruzamos la avenida
y entramos a un shopping. Era un shopping bastante feo, no creo que mamá lo
conociera. Caminamos hasta el fondo, hacia una gran tienda de ropa, una
realmente gigante que tampoco creo que mamá conociera. Antes de entrar él dijo “no
te pierdas” y me dio la mano, que era fría pero muy suave. Saludó a las cajeras
con el mismo gesto que hizo a las asistentes a la salida del hospital, pero no
vi que nadie le respondiera. Avanzamos entre los pasillos de ropa. Además de
vestidos, pantalones y remeras había también ropa de trabajo. Cascos,
jardineros amarillos como los de los basureros, guardapolvos de señoras de
limpieza, botas de plástico, y hasta algunas herramientas. Me pregunté si él
compraría su ropa acá y si usaría alguna de esas cosas y entonces también me
pregunté cómo se llamaría.
-Es acá –dijo.
Estábamos rodeados de mesadas de
ropa interior masculina y femenina. Si estiraba la mano podía tocar un gran
contenedor de bombachas gigantes, más grandes de las que yo podría haber visto
alguna vez, y a solo tres pesos cada una. Con una de esas bombachas podían
hacerse tres para alguien de mi tamaño.
-Esas no –dijo él-, acá –y me llevó
un poco más allá, a una sección de bombachas más pequeñas-. Mira todas las bombachas
que hay… ¿Cuál será la elegida my lady?
Miré un poco. Casi todas eran rosas o
blancas. Señalé una blanca, una de las pocas que había sin moño.
-Ésta –dije-. Pero no tengo dinero.
Se acercó un poco y me dijo al oído:
-Eso no hace falta.
-¿Sos el dueño de la tienda?
-No. Es tu cumpleaños.
Sonreí.
-Pero hay que buscar mejor. Estar
seguros.
-Ok Darling –dije.
-No digas “Ok Darling” –dijo él- que me pongo quisquilloso –y me imitó
sosteniéndome la pollera en la playa de estacionamiento.
Me hizo reír. Y cuando terminó de
hacerse el gracioso dejó frente a mí sus dos puños cerrados y así se quedó
hasta que entendí y toqué el derecho. Lo abrió y estaba vacío.
-Todavía podés elegir el otro.
Toqué el otro. Tardé en entender que
era una bombacha porque nunca había visto una negra. Y era para chicas, porque
tenía corazones blancos, tan chiquitos que parecían lunares, y la cara de Kitty
al frente, en donde suele estar ese moño que ni a mamá ni a mí nos gusta.
-Hay que probarla –dijo.
Apoyé la bombacha en mi pecho. Él me
dio otra vez la mano y fuimos hasta los probadores femeninos, que parecían
estar vacíos. Nos asomamos. Él dijo que no sabía si podría entrar. Que tendría
que hacerlo sola. Me di cuenta de que era lógico porque, a no ser que sea
alguien muy conocido, no está bien que te vean en bombacha. Pero me daba miedo
entrar sola al probador, entrar sola o algo peor: salir y no encontrar a nadie.
-¿Cómo te llamás? –pregunté.
-Eso no puedo decírtelo.
-¿Porqué?
Él se agachó. Así quedaba casi a mi
altura, quizá yo unos centímetros más alta.
-Porque estoy ojeado.
-¿Ojeado? ¿Qué es estar ojeado?
-Una mujer que me odia dijo que la
próxima vez que yo diga mi nombre me voy a morir.
Pensé que podía ser otra broma, pero
lo dijo todo muy serio.
-Podrías escribírmelo.
-¿Escribirlo?
-Si lo escribieras no sería decirlo,
sería escribirlo. Y si sé tu nombre puedo llamarte y no me daría tanto miedo
entrar sola al probador.
-Pero no estamos seguros. ¿Y si para
esa mujer escribir es también decir? ¿Si con decir ella se refirió a dar a
entender, a informar mi nombre del modo que sea?
-¿Y cómo se enteraría?
-La gente no confía en mí y soy el
hombre con menos suerte del mundo.
-Eso no es verdad, eso no hay manera
de saberlo.
-Yo sé lo que te digo.
Miramos juntos la bombacha, en mis
manos. Pensé en que mis padres podrían estar terminando.
-Pero es mi cumpleaños –dije.
Y quizá sí lo hice a propósito, pero
así lo sentí en ese momento: los ojos se me llenaron de lágrimas. Entonces él
me abrazó, fue un movimiento muy rápido, cruzó sus brazos a mis espaldas y me
apretó tan fuerte que mi cara quedó un momento hundida en su pecho. Después me
soltó, sacó su revista y su lápiz, escribió algo en el margen derecho de la
tapa, lo arrancó y lo dobló tres veces antes de dármelo.
-No lo leas –dijo, se incorporó y me
empujó suavemente hacia los cambiadores.
Dejé pasar cuatro vestidores vacíos,
siguiendo el pasillo, y antes de juntar valor y meterme en el quinto guardé el
papel en el bolsillo de mi jumper, me volví para verlo y nos sonreímos.
Me probé la bombacha. Era
perfecta. Me levanté el jumper para ver bien cómo me quedaba. Era tan pero tan
perfecta. Me quedaba increíblemente bien, papá nunca me la pediría para
revolearla detrás de las ambulancias e incluso si lo hiciera, no me daría tanta
vergüenza que mis compañeros la
vieran. Mirá que bombacha tiene esta piba, pensarían, qué
bombacha tan perfecta. Me dí cuenta de que ya no podía sacármela. Y me di
cuenta de algo más, y es que la prenda no tenía alarma. Tenía una pequeña
marquita en el lugar donde suelen ir las alarmas, pero no tenía ninguna alarma.
Me quedé un momento más mirándome al espejo, y después no aguanté más y saqué
el papelito, lo abrí y lo leí.
Cuando salí del probador él no
estaba donde nos habíamos despedido, pero sí un poco más allá, junto a los
trajes de baño. Me miró, y cuando vio que no tenía la bombacha a la vista me
guiñó un ojo y fui yo la que lo tomé de la mano. Esta vez me sostuvo
más fuerte, a mí me pareció bien y caminamos hacia la salida. Confiaba
en que él sabía lo que hacía. En que un hombre ojeado y con la peor suerte del
mundo sabía cómo hacer esas cosas. Cruzamos la línea de cajas por la entrada
principal. Uno de los guardias de seguridad nos miró acomodándose el cinto. Para
él mi hombre sin nombre sería papá, y me sentí orgullosa. Pasamos los censores
de la salida, hacia el Shopping, y seguimos avanzando en silencio, todo el
pasillo, hasta la
avenida. Entonces vi a Abi, sola, en medio del
estacionamiento. Y vi a mamá más cerca, de este lado de la avenida, mirando
hacia todos lados. Papá también venía hacia acá desde el estacionamiento.
Seguía a paso rápido al policía que antes miraba su coche y en cambio ahora
señalaba hacia nosotros. Pasó todo muy rápido. Cuando papá nos vio gritó mi
nombre y unos segundos después el policía y dos más que no sé de dónde salieron
ya estaban sobre nosotros. Él me soltó pero dejé unos segundos mi mano
suspendida hacia él. Lo rodearon y lo empujaron de mala manera. Le preguntaron qué
estaba haciendo, le preguntaron su nombre, pero él no respondió. Mamá me abrazó
y me revisó de arriba abajo. Tenía mi bombacha blanca enganchada en la mano
derecha. Entonces, quizá tanteándome, se dio cuenta de que llevaba otra
bombacha. Me levantó el Jumper en un solo movimiento: fue algo tan brusco y grosero,
delante de todos, que yo tuve que dar unos pasos hacia atrás para no caerme. Él
me miro, yo lo miré. Cuando mamá vio la bombacha negra gritó “hijo de puta,
hijo de puta”, y papá se tiró sobre él y trató de golpearlo. Mientras los
guardias los separaban yo busqué el papel en mi Jumper, me lo puse en la boca
y, mientras me lo tragaba, repetí en silencio su nombre, varias veces, para no
olvidármelo nunca.
domingo, 9 de diciembre de 2012
Cuento de navidad, de Charles Dickens
Una versión animada a partir de la clásica obra Cuento de Navidad, del autor inglés Charles Dickens:
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