López había cumplido siempre. Había ganado y perdido, cosa por cierto evidente.
Pero jamás había abandonado su puesto. Jamás había sacado el cuerpo por
cobardía. Jamás había temido hacer un sacrificio.
Era un back enérgico y silencioso, lector de buenos libros. No le molestaba jugar de último hombre. Ni que la pelota estuviese, en sus pies, eternamente de paso. Hacía el quite, buscaba con la mirada a los vociferantes mediocampistas, y se la sacaba de encima con algo de premura y una cierta mácula de torpeza. No se sentía menos por ello. Sabía que, sin su presencia allí, en el fondo, el equipo podía venirse en picada, por más que los delanteros se florearan con toques y gambetas. ¿No había sido una catástrofe, acaso, aquella segunda rueda el otro año, cuando él había estado parado por la operación de meniscos? Al técnico casi lo internan del disgusto: los contrarios se hicieron festines memorables. La defensa, sin él, era un colador endemoniado, un puente cándido por el que podía pasar hasta una anciana en muletas y llegar cara a cara con el arquero. De modo que, aunque a veces le produjera cierto hastío el desdén de los volantes, la cómoda pereza de los delanteros, la pegajosa y algo inútil admiración de los laterales, López era un hombre en paz.
Era un back enérgico y silencioso, lector de buenos libros. No le molestaba jugar de último hombre. Ni que la pelota estuviese, en sus pies, eternamente de paso. Hacía el quite, buscaba con la mirada a los vociferantes mediocampistas, y se la sacaba de encima con algo de premura y una cierta mácula de torpeza. No se sentía menos por ello. Sabía que, sin su presencia allí, en el fondo, el equipo podía venirse en picada, por más que los delanteros se florearan con toques y gambetas. ¿No había sido una catástrofe, acaso, aquella segunda rueda el otro año, cuando él había estado parado por la operación de meniscos? Al técnico casi lo internan del disgusto: los contrarios se hicieron festines memorables. La defensa, sin él, era un colador endemoniado, un puente cándido por el que podía pasar hasta una anciana en muletas y llegar cara a cara con el arquero. De modo que, aunque a veces le produjera cierto hastío el desdén de los volantes, la cómoda pereza de los delanteros, la pegajosa y algo inútil admiración de los laterales, López era un hombre en paz.
La
noche definitiva era una de esas noches en las que llueven lluvias mansas,
parsimoniosas, leves y frías. Irían, cuanto mucho, veinte minutos del segundo
tiempo. Cero a cero, trabado en el medio, cosa natural en dos equipos jugados
al empate en el afán de sacarle el cuello a la guillotina del descenso. López
hacía lo suyo. Trababa. Ordenaba. Sometía al árbitro al consabido rosario de
jeringueos y reproches.
La
hecatombe no se anunció a través se señales contundentes. Simplemente se inició
cuando López salió a cortar una pelota dividida con el siete contrario, un
jovencito rápido y atrevido, que siempre amagaba por adentro y salía por
afuera. López no se inquietó, aunque su rival llegó a bajar la pelota un
segundo antes que él cortara. Lo dejó en cambio detenerse en seco, hamacarse,
sobrarlo. Y cuando el otro por fin disparó por afuera, López se lanzó a la
pileta húmeda del lateral con la certeza de que sus 95 kilos serían suficientes
para trabar el balón y proyectar al jovencito hacia los carteles del costado.
Cuando
se incorporó, la pelota descansaba junto a su botín izquierdo. El otro yacía,
aturdido, en un charco cercano al banderín del córner. Había cumplido según el
manual del perfecto zaguero, y algunos aplausos regados desde la grada
semidesierta le entibiaron el alma. Faltaba únicamente buscar con la mirada al
tres o a algún volante, para que abrieran el juego. Pero entonces pasó lo que
nunca había pasado antes. López bajó de nuevo los ojos. Vio sus pies
embarrados, su rodilla raspada, sus medias bajas, y la pelota brillante,
reluciente. Los gritos desde el medio le llegaron de inmediato, pero López
decidió que debía esperar a que algo terminase de tomar forma dentro suyo. Tal
vez el nueve contrario advirtió sus vacilaciones, porque se le vino al humo con
la lengua afuera para atorarlo en su torpeza. López llegó a oír que el técnico
le gritaba que la colgara, que la colgara, pero en lugar de obedecer no pudo
evitar bajar de nuevo la cabeza y volver a verla, como nunca hasta entonces,
hasta enamorarse de ella hasta el último rincón de su alma. Entrecerró los
ojos. Inspiró profundamente. Oyó con una nitidez absoluta el galope tendido del
delantero, notó su respiración agitada, le vio la codicia ególatra que siempre
llevan en el rostro los delanteros.
Nunca
supe lo que López sintió en ese momento. Yo supongo que fue una súbita
intuición de la negritud insoslayable de la muerte. De hecho, cuando el
contrario se le tiró a los pies, López hamacó sus 95 kilos, balanceó su cadera
inexperta, y dejó que el botín acariciara levísimamente la pelota. A los
treinta y tres años Juan López acababa de tirar un caño en el borde del área.
El técnico escupió el pucho y le gritó que la largase. López lo contempló sin
prisa y sin cariño. Cuando adelantó el balón y se lanzó tras él al trote, lo
había olvidado para siempre. Llegó hasta el mediocampo sin que le salieran al
cruce. El único estorbo eran los gritos de los suyos, que sin comprender el
milagro se la pedían como si tal cosa, como si él no fuese capaz de avanzar con
la cabeza en alto, con el gesto sereno, con una libertad indómita que le nacía
en el vientre y lo invitaba a seguir yendo.
El
técnico, fuera ya de sus cabales, lo insultaba en escalas polícromas y lo
conminaba a largarla y a volverse. El iluso no sabía que López corría
irrevocable a su destino, o al menos a uno de todos los destinos que habitan la
vida de un hombre. Cuando al fin le salió el volante central López le amagó por
dentro y se le escabulló por el callejón del diez. Pero en su apuro inexperto la
tiró algo larga, de modo que el ocho de ellos se le vino al humo, seguro de
llegar primero. Para entonces el técnico acababa de cruzar el umbral del
desconsuelo. López había pasado a dos contrarios, pero había metido tal
desbarajuste en los relevos que nadie sabía donde cuernos pararse. No estaban
listos para eso. López nunca había subido. Retacón como era, no servía para ir
a buscar los centros. De modo que el otro central trataba de acomodar a los dos
laterales, en la seguridad de que el contraataque era inminente y los iba a
agarrar papando moscas; mientras los volantes chillaban pidiendo una pelota ya
definitivamente perdida.
Pese
a todo, y cuando el marcador se lanzaba con los botines de punta, López
adelantó la diestra con la presteza de un delantero consumado y empujó con lo
justo el balón un metro escaso. Sintió el dolor inconfundible de un tobillo
aplastado bajo los tapones del rival, pero ni siquiera sopesó la posibilidad de
detenerse. Ahora corría cerca de la raya, y de vez en cuando la alejaba de la
línea con sutiles toques de una zurda que hasta entonces le había servido sólo
para apretar el embrague. Eufórico, seguro de sí, estiró el brazo derecho,
señalando la extensa pampa abierta a las espaldas del marcador de punta.
«Carucha» Pontón, el win izquierdo, le entendió la seña y salió disparado.
López, sin mirarlo, le puso una pelota inaudita con la cara externa del pie
derecho, para que la bola pasase por fuera del marcador e hiciese la comba
volviendo hacia la cancha, justo a tiempo para que Carucha la cazara, al vuelo,
y picara hasta el fondo bien habilitado.
Por
primera vez en su vida, López encorvó el cuerpo y se lanzó en velocidad hacia
el área. Uno de los centrales le hizo el honor de pretender sacarlo con el
cuerpo. Pero López no era uno de esos contrahechos que suelen jugar de nueve
para no transpirar ni despeinarse. Se lo sacó de encima con un par de forcejeos
del brazo izquierdo. Mientras seguía lanzado en su carrera entendió que había
elegido bien a quién lanzar el pelotazo: Carucha, Dios lo bendiga, estaba
llegando al banderín y sacudiendo la cabeza buscándolo a él, a López, al seis,
al último hombre de toda la vida, para que la mandara guardar de una buena vez
por todas. No buscaba a esos amargos pseudo infalibles de corazón tibio que se
consideran elegidos para el terso destino de la delantera. No, nada de eso. Lo
buscaba a él, a López, al burro de carga, al percherón del lechero, para que
tentara el destino de convertir un gol de hazaña.
Deslumbrado,
como un recién nacido, López cruzó como una exhalación la medialuna del área.
Dio dos pasos y se elevó en el aire. Sintió las gotas de lluvia en el rostro.
Sintió la luz de los flashes. Sintió la bocina de un tren que pasaba por detrás
de la popular visitante. Y sintió la caricia abrupta del balón impactándole en
la frente, abandonándolo rumbo al arco, dejándole una mancha de barro sobre la
ceja, cerrándole para siempre la puerta al miedo y al olvido. Termino mi relato
aquí, temiendo que algún lector futbolero se sienta defraudado al desconocer el
destino final del cabezazo. No voy a rematar la historia apuntando si el balón
se colgó de un ángulo, o si salió ocho metros por encima del travesaño. Si me
explayo en esa materia estaré distrayendo la atención hacia un detalle
intrascendente. Lo inolvidable, lo sagrado para mí, que estuve presente en la
noche final en que López decidió cortar la soga, es su imagen al volver desde
el área contraria. Sereno. Feliz. Altivo. La camiseta fuera del pantalón. Las
medias bajas. El barro en las pantorrillas. Y una mirada absorta, emocionada,
enternecida en la intuición de su libertad recién alumbrada. Una mirada sin
destino fijo, apoyada en todo caso en un punto cualquiera del horizonte; de
esas que los hombres sólo usan para mirarse a sí mismos.