Pues, señor, había una vez un viejito muy pobre que vivía solo e
íngrimo en su casita y se llamaba Uvieta. Un día le entró el repente de irse a
rodar tierras, y diciendo y haciendo, se fue a la panadería y compró en pan el
único diez que le bailaba en la bolsa. Entonces daban tamaños bollos a tres por
diez; y de un pan que no era una coyunda como el de ahora, que hasta le duelen
a uno las quijadas cuando lo come, sino tostadito por fuera y esponjado por
dentro.
Volvió a su casa y se puso a acomodar sus tarantines, cuando tun, tun,
la puerta. Fue a ver quién era y se encontró con un viejito tembeleque y vuelto
una calamidad. El viejito le pidió una limosna y él le dio uno de sus bollos.
Se fue a acomodar los otros dos bollos en sus alforjitas, cuando otra
vez, tun, tun, la puerta. Abrió y era una viejita toda tulenca y con cara de
estar en ayunas. Le pidió una limosna y él le dio otro bollo.
Dio una vuelta por la casa, se echó las alforjas al hombro y ya iba
para afuera, cuando otra vez, tun, tun, la puerta.
Esta vez era un chiquito, con la cara chorreada, sucio y con el vestido
hecho tasajos y flaco como una lombriz. No le quedó más remedio que darle el
último bollo. -¡Qué caray! A nadie le falta Dios.
Y ya sin bastimento, cogió el camino y se fue a rodar tierras.
Allá al mucho andar encontró una quebrada.
El pobre Uvieta tenía un hambre que se la mandaba Dios Padre, pero como
no llevaba qué comer, se fue a la quebrada a engañar a la tripa echándole agua.
En eso se le apareció el viejito que le fue a pedir limosna y le dijo: -Uvieta,
que manda a decir Nuestro Señor, que qué querés; que le pidás cuanto se te
antoje. Él está muy agradecido con vos porque nos socorriste; porque mirá, Uvieta,
los que fuimos a pedirte limosna éramos las Tres Divinas Personas: Jesús, María
y José. Yo soy José. ¡Con que decí vos! ¡Cómo estarán por Allá con Uvieta! Si
se pasan con que Uvieta arriba, Uvieta abajo, Uvieta por aquí, y Uvieta por
allá.
Uvieta se puso a pensar qué cosa pediría y al fin dijo: -Pues andá
decile que me mande un saco dende vayan a parar las cosas que yo deseo.
San José salió como un cachiflín para el Cielo y a poco estuvo de
vuelta con el saco.
Uvieta se lo echó al hombro. En esto iba pasando una mujer con una
batea llena de quesadillas en la cabeza.
Uvieta dijo: -Vengan esas quesadillas a mi saco.
Y las quesadillas vinieron a parar al saco de Uvieta, quien se sentó
junto a la cerca y se las zampó en un momento y todavía se quedó buscando.
Volvió a coger el camino y allá al mucho andar, se encontró con la
viejita que le había pedido limosna. La viejita le dijo: -Uvieta, que manda
decir Nuestro Señor, mi Hijo, que si se te ofrece algo, se lo pidás.
Uvieta no era nada ambicioso y contestó: -No, Mariquita, dígale que
muchas gracias, con el saco tengo. Panza llena, corazón contento. ¿Qué más
quiero?
La Virgen
se puso a suplicarle: -¡Jesús, Uvieta, no seás malagradecido! No me despreciés
a mí. ¡Ajá, a José si pudiste pedirle, y a mí que me muerda un burro!
Entonces a Uvieta le pareció muy feo despreciar a Nuestra Señora y le
dijo: -Pues bueno: como yo me llamo Uvieta, que me siembre allá en casa un
palito de uvas y que quien se suba a él no se pueda bajar sin mi permiso.
La Virgen
le contestó que ya lo podía dar por hecho y se despidió de Uvieta.
Este siguió su camino y encontró otra quebrada. Le dieron ganas de
beber agua y se acercó. En la corriente vio pasar muchos pececitos muy gordos.
Como tenía hambre dijo: -Vengan esos peces ya compuesticos en salsa a mi saco.
Y de veras el saco se llenó de pescados compuestos en una salsa tan rica, que
era cosa de reventar comiéndolos..
Después siguió su camino y le salió un viejito que le dijo: -Uvieta,
que manda a decir Nuestro Señor que si se te ofrece algo. Él no viene en
persona porque no es conveniente, vos ves... ¡Al fin Él es quien es! ¡Que
parecía que Él tuviera que repicar y andar la procesión!
-Yo no quiero nada -respondió Uvieta.
-¡No seás sapance, hombre! Pedí, que en la Gloria andan con vos ten que
ten. No te andés con que te da pena y pedí lo que se te antoje, que bien lo
merecés.
-¡Ay, qué santico este más pelotero! -pensó Uvieta y quería seguir su
camino, pero el otro detrás con su necedad, y por quitarse aquel sinapismo de
encima, le dijo Uvieta: -Bueno es el culantro pero no tanto. ¡Ave María!
¡Tantas aquellas por unos bollos de pan! Bueno, pues decile a Nuestro Señor que
lo que deseo es que me deje morirme a la hora que a mí me dé la gana.
Pero no siguió adelante, porque quiso ir a ver si de veras le habían
sembrado el palito de uva, y se devolvió.
Anda y anda hasta que llegó, y no era mentira: allí en el solarcito
estaba el palo de uva que daba gusto. Al verlo, Uvieta se puso que no cabía en
los calzones de la contentera.
Bueno, pasaron los días y Uvieta vuelto turumba con su palo de uvas. Y
nadie le cachaba. Ya todo el mundo sabía que el que se encaramaba en el palo de
uva, no podía bajar sin permiso de Uvieta.
Un día pensó Nuestro Señor: -¡Qué engreídito que está Uvieta con su
palo de uva! Pues después de un gustazo, un trancazo.- Y Tatica Dios llamó a la Muerte y le dijo: -Andá
jalámele el mecate a aquel cristiano, que ya ni se acuerda de que hay Dios en
los Cielos por estar pensando en su palo de uvas.
Y la Muerte,
que es muy sácalas con Tatica Dios, bajó en una estampida. Llegó donde Uvieta y
tocó la puerta. Salió el otro y se va encontrando con mi señora. Pero no se dio
por medio menos y como si la viera todos los días, le dijo:
-¡Adiós trabajos! ¿Y eso, qué anda haciendo, comadrita?
-Pues que me manda Nuestro Señor por vos.
-¿Idiay, pues no quedamos en que yo me iría para el otro lado cuando a
mí me diera la gana?
-No sé, no sé, -contestó la
Muerte. -Donde manda capitán no manda marinero.
-¡Ay! Como no se le vaya a volver la venada careta a Nuestro Señor.
-pensó Uvieta.
-Bueno, comadrita, pase adelante y se sienta mientras voy a doblar los
petates.
La Muerte
entró y Uvieta la sentó de modo que viera para el palo de uva que estaba que se
venía abajo de uvas. -¡Aviaos que no le fueran a dar ganas de probarlas! La Muerte al verlo no pudo
menos de decir: -¡Qué hermosura, Uvieta!
Y el confisgao de Uvieta que se hacía el que estaba doblando los
petates, le respondió: -¿Por qué no se sube, comadrita, y come hasta que no le
quepan?
La otra no se hizo de rogar y se encaramó.
Verla arriba Uvieta y comenzar a carcajearse como un descosido, fue
uno.
-Lo que el sapo quería, comadrita, -le gritó. -A ver si se apea de ahí
hasta que a mí me dé mi regalada gana.
La Muerte
quería bajar, pero no podía, y allí se estuvo y fueron pasando los años y nadie
se moría. Ya la gente no cabía en la tierra, y los viejos caducando andaban
dundos por todas partes, y Nuestro Señor como agua para chocolate con Uvieta, y
recados van y recados vienen: hoy mandaba al gigantón de San Cristóbal, mañana
a San Luis Rey, pasado mañana a San Miguel Arcángel con así espada: -Que
Uvieta, que manda a decir Nuestro Señor que dejés apearse a la Muerte del palo de uva, que
si no vas a ver la que te va a pasar.
Y otro día: -Uvieta, que dice Nuestro Señor que por vida tuyita, dejés
apearse a la Muerte
del palo de uva.
Y otro día: -Uvieta, que dice Nuestro Señor que no te vas a quedar
riendo, que vas a ver. - Pero a él por un oído le entraba y por otro le salía.
Y Uvieta decía: -¡Ah, sí, por sapo que la dejo apearse!
Por fin Tatica Dios le mandó a decir que dejara bajar a la Muerte y que le prometía
que a él no se lo llevaría.
Entonces Uvieta dejó bajar a la Muerte, quien subió escupida a ponerse a las
órdenes de Dios.
Pero Nuestro Señor no había quedado nada cómodo con Uvieta y mandó al
diablo por él.
Llegó el Diablo y tocó la puerta: -Upe, Uvieta.
El preguntó de adentro: -¿Quién es?
Y el otro por broma le contestó: -La vieja Inés con las patas al revés.
Pero a Uvieta le sonó muy feo aquella voz: era como si hablaran entre
un barril y al mismo tiempo reventaran triquitraques. Se asomó por el hueco de
la cerradura y al ver al diablo se quedó chiquitico.
-¡Ni por la jurisca! ¡Si es el Malo! ¡Seguro que lo mandan por mí, por
lo que le hice a la Muerte,
ni más ni menos! ¿Ahora qué hago?
Pero en esto se le ocurrió una idea y corrió a su baúl, sacó su saco,
abrió la puerta y sin dejar chistar al otro, dijo: -¡Al saco el diablo!
Y cuando el pisuicas se percató, estaba entre el saco de Uvieta.
-¡Ahora sí, tío Coles -le gritó Uvieta -vas a ver la que te vas a sacar
por andar de cucharilla!
El demonio se puso a meterle una larga y otra corta, pero Uvieta le
dijo: -¡Ah, sí! ¡Que te la crea pizote! - Y cogió un palo y le arrió sin
misericordia, hasta que lo hizo polvo.
A los gritos tuvo que mandar Nuestro Señor a ver qué pasaba. Cuando lo
supo, prometió a Uvieta que si dejaba de pegar al diablo, a él nada le pasaría.
Uvieta dejó de dar y Nuestro Señor se vio a palitos para volver a hacer al
diablo de aquel montón de polvo.
Y el Patas salió que se quebraba para el infierno.
Ya Nuestro Señor estaba a jarros con Uvieta y mandó otra vez a la Muerte, que no se anduviera
con contumerias, ni se dejara meter conversona. -Agarralo ojalá dormido y me lo
traés. Mirá que si otra vez te dejás engañar, quedás en los petates conmigo.
A la Muerte
le entró vergüencilla y siguiendo los consejos de Nuestro Amo, bajó de noche y
cuando Uvieta estaba bien privado, lo cogió de las mechas, arrió con él para el
otro mundo y lo dejó en la puerta de la Gloria para que allí hicieran con él lo que les
diera la gana.
Cuando San Pedro abrió la puerta por la mañana, se va encontrando con
mi señor de clucas cerca de la puerta y como con abejón en el buche.
San Pedro le preguntó quién era, y al oír que Uvieta, le hizo la cruz.
Si no hubiera estado en aquel sagrado lugar, le hubiera dicho: -¡Te me vas de
aquí, puñetero! Pero como estaba, y además él es un santo muy comedido, le
dijo: -¡Te me vas de aquí, que bastante le has regado las bilis a Nuestro
Señor!
-¿Y para dónde cojo?
-¿Para dónde? Pues para el infierno, pero es ya, con el ya.
Uvieta cogió el camino del infierno. El diablo se estaba paseando por
el corredor. Ver a Uvieta y salir despavorido para adentro, fue uno. Además
atrancó bien la puerta y llamó a todos los diablos para que trajeran cuanto
chunche encontraran y lo pusieran contra la puerta, porque allí estaba Uvieta,
el hombre que lo había hecho polvo.
Uvieta llegó y llamó como antes usaban llamar las gentes cuando
llegaban a una casa: -¡Ave María Purísima! ¡Ave María Purísima! - Por supuesto
que al oír esto, los demonios se pusieron como si les mentara la mama.
Y allí estuvo el otro como tres días, dándole a la puerta y ¡Ave María
Purísima! ¡Ave María Purísima!
Como no le abrían, se devolvió. Cuando iba pasando frente a la puerta
del Cielo, le dijo San Pedro: -¿Idiai, Uvieta, todavía andás pajareando?
-¿Idiai, qué quiere que haga? Allí estoy hace tres días dándole a
aquella puerta y no me abren.
-¿Y eso qué será? ¿Cómo llamás vos?
-¿Yo? Pues: ¡Ave María Purísima! ¡Ave María Purísima!
La Virgen
estaba en el patio dando de comer a unas gallinas que le habían regalado, con
el pico y las patitas de oro y que ponían huevos de oro. Cuando oyó decir: ¡Ave
María Purísima! se asomó creyendo que la llamaban.
Al ver a Uvieta se puso muy contenta.
-¿Qué hace Dios de esa vida, Uvieta? Entre para adentro.
San Pedro no se atrevió a decir a María Santísima y Uvieta se metió muy
orondo en la Gloria
y yo me meto por un huequito y me salgo por otro para que ustedes me cuenten
otro.
En
la puerta de la calle, una dentadura enorme; debajo, escrito, Dr. Carvalho,
Dentista. En la sala de espera vacía, un cartel, Espere, por favor, el doctor está atendiendo a un
cliente.
Esperé media hora, con la muela rabiando. La puerta se abrió y apareció una
mujer acompañada de un tipo grandulón, de unos cuarenta años, con bata blanca.
Entré en el consultorio, me senté en el sillón, el dentista me sujetó al
pescuezo una servilleta de papel. Abrí la boca y dije que la muela de atrás me
dolía mucho. Él miró con un espejito y preguntó por qué había descuidado la
boca de aquella manera.
Como para partirse de risa. Tienen gracia estos tipos.
Voy a tener que arrancársela, dijo, le quedan ya pocos dientes, y si no hacemos
un tratamiento rápido los va a perder todos, hasta estos – y dio un golpecito
sonoro en los de delante.
Una inyección de anestesia en la encía. Me mostró la muela en la punta del
botador: la raíz está podrida, ¿ve?, dijo como al desgaire. Son cuatrocientos cruceiros.
De risa. Ni hablar, dije.
¿Ni hablar, qué?
Que no tengo los cuatrocientos cruceiros. Me encaminé hacia la puerta.
Me cerró el paso con el cuerpo. Será mejor que pague, dijo. Era un tipo alto,
manos grandes y fuertes muñecas de tanto arrancar muelas a los desgraciados. Mi
pinta, un poco canija, envalentona a cierta gente. Odio a los dentistas, a los
comerciantes, a los abogados, a los industriales, a los funcionarios, a los
médicos, a los ejecutivos, a toda esa canalla. Tienen muchas que pagarme todos
ellos. Abrí la camisa, saqué el 38, y pregunté con tanta rabia, que una gotita
de saliva salió disparada hacia su cara: ¿qué tal si te meto esto culo arriba?
Se quedó blanco, retrocedió. Apuntándole al pecho con el revolver empecé a
aliviar mi corazón: arranqué los cajones de los armarios, lo tiré todo por el
suelo, la emprendí a puntapiés con los frasquitos, como si fueran balones;
daban contra la pared y estallaban. Hacer añicos las escupideras y los motores
me costó más, hasta me hice daño en las manos y en los pies. El dentista me
miraba, varias veces pareció a punto de saltar sobre mi, me hubiera gustado que
lo hiciera, para pegarle un tiro en aquel barrigón lleno de mierda.
¡No pago nada! ¡Me he hartado de pagar!, le grité. ¡Ahora soy yo quién cobra!
Le pegué un tiro en la rodilla. Tendría que haber matado a aquel hijo de puta.
La
calle abarrotada de gente. A veces digo para mi, y hasta para fuera ¡todos me
las tienen que pagar! ¡Todos me deben algo! Me deben comida, coños, cobertores,
zapatos, casa, coche, reloj, muelas; todo me lo deben. Un ciego pide limosna
agitando una escudilla de aluminio con unas monedas. Le arreo una patada en la
escudilla, el tintineo de las monedas me irrita. Calle Marechal Floriano,
armería, farmacia, banco, fotógrafo, Light, vacuna, médico, Ducal, gente a
montones. Por las mañanas no hay quien avance camino de la Central, la multitud
viene arrollando como una enorme oruga ocupando toda la acera.
Me
cabrean estos tipos que tiran de Mercedes. También me fastidia la bocina de un
coche. Anoche fui a ver a un tipo que tenía una Mágnum con silenciador para
vender y cuando estaba atravesando la calle tocó la bocina un fulano que había
ido a jugar al tenis en uno de aquellos clubs finolis de por allá. Yo iba
distraído, que estaba pensando en la Mágnum, cuando sonó la bocina. Vi que el
auto venía lentamente y me quedé parado.
¡Eh! ¿Qué pasa?, gritó.
Era de noche y no había nadie por allí. El iba vestido de blanco. Saqué el 38 y
disparé contra el parabrisas, más para cascarle el vidrio que para darle a él.
Arrancó a toda prisa, como para atropellarme o huir, o las dos cosas. Me eché a
un lado, pasó el coche, los neumáticos chirriando sobre el asfalto. Se paró un
poco más allá. Me acerqué. El tipo estaba tumbado con la cabeza hacia atrás, la
cara y el cuerpo cubiertos de millares de astillitas de cristal. Sangraba
mucho, con una herida en el cuello, y llevaba ya el traje blanco todo manchado
de rojo.
Volvió la cabeza, que estaba apoyada en el asiento, los ojos muy abiertos,
negros y el blanco parecía de un azul lechoso, como una nuez de jabuticaba por
dentro. Y como le vi los ojos así, azulados, le dije – oye, que vas a morir,
¿quieres que te pegue el tiro de gracia?
No, no, me dijo con esfuerzo, por favor.
En una ventana vi un tío mirándome. Se escondió cuando miré hacia allá. Debía
de haber llamado a la policía.
Salí andando tranquilamente, volví a la Cruzada. Había sido una buena idea,
aquella de partirle el parabrisas del Mercedes. Tendría que haberle pegado un
tiro en el capot y otro en cada puerta, el carrocero lo iba a agradecer.
El
tío de la Mágnum ya había vuelto. A ver, los treinta perejiles. Ponlos aquí, en
esta mano que no ha agarrado en su vida el tacho. Tenía la mano blanca, lisita,
pero la mía estaba llena de cicatrices, tengo todo el cuerpo lleno de
cicatrices, hasta el pito lo tengo lleno de cicatrices.
También quiero comprar una radio, le dije.
Mientras iba a buscar la radio, yo examiné a fondo mi Mágnum. Bien engrasadita,
cargada. Con el silenciador puesto, parecía un cañón.
El perísta volvió con una radio de pilas. Era japonesa, me dijo.
Dale, para que lo oiga.
Lo puso.
Más alto, le pedí.
Aumentó el volumen.
Puf. Creo que murió del primer tiro. Pero le aticé dos más sólo para oír puf,
puf.
Me deben escuela, novia, tocadiscos, respeto, bocadillo de mortadela en la
tasca de la calle Vieira Fazenda, helado, balón de fútbol.
Me quedo ante la televisión para aumentar mi odio. Cuando mi cólera va
disminuyendo y pierdo las ganas de cobrar lo que me deben, me siento frente a
la televisión y al poco tiempo me viene el odio. Me gustaría pegarle una torta
al tipo ese que hace el anuncio del güisqui. Tan atildado tan bonito, tan
sanforizado, abrazado a una rubia reluciente, y echa unos cubitos de hielo en
el vaso y sonríe con todos los dientes, sus dientes, firmes y verdaderos, me
gustaría atraparlo y rajarle la boca con una navaja, por los dos lados, hasta
las orejas, y esos dientes tan blancos quedarían todos fuera, con una sonrisa
de calavera encarnada. Ahora está ahí, sonriendo, y luego besa a la rubia en la
boca. Se ve que tiene prisa el hombre.
Mi
arsenal está casi completo: tengo la Mágnum con silenciador, un Colt cobra 38,
dos navajas, una carabina 12, un Taurus 38, un puñal y un machete. Con el
machete voy a cortarle a alguien la cabeza de un solo tajo. Lo vi en el cine,
en uno de esos países asiáticos, aún en tiempo de los ingleses. El ritual
consistía en cortar la cabeza a un animal, creo que un búfalo, de un solo tajo.
Los oficiales ingleses presidían la ceremonia un poco incómodos, pero los
decapitadores eran verdaderos artistas. Un golpe seco, y la cabeza del animal
rodaba chorreando sangre.
En
casa de una mujer que me atrapó en la calle Corona, dice que estudia de noche
en una academia. Ya pasé por eso, mi escuela fue la más nocturna de todas las
escuelas nocturnas del mundo, tan mala que ya ni existe. La derribaron. Hasta
la calle donde estaba la han derribado. Me pregunta qué hago, y le digo que soy
poeta, cosa que es rigurosamente cierta. Me pide que le recite un poema mío.
Ahí va: A los ricos les gusta acostarse tarde / sólo porque saben que los
currantes tienen que acostarse temprano para madrugar / Esa es otra oportunidad
suya para mostrarse diferentes: / hacer el parásito, / despreciar a los que
sudan para ganarse el pan / dormir hasta tarde, / tarde / un día / por fortuna
/ demasiado tarde, /
Me interrumpe preguntándome si me gusta el cine, ¿Y el poema? Ella no entiende.
Sigo: sabia bailar la samba y enamorarse / y rodar por el suelo /sólo por poco
tiempo. / Del sudor de su rostro nada se había construido. / Quería morir con
ella, / pero eso fue otro día, / realmente otro día, / En el cine Iris, en la
calle Carioca / El Fantasma de la Opera / Un tipo de negro, cartera negra, el
rostro oculto, / en la mano un pañuelo blanco inmaculado, / metía mano a los
espectadores; / en aquel tiempo, en Copacabana. / otro / que ni apellido tenía,
/ se bebía los orines de los mingitorios de los cines / y su rostro era verde e
inolvidable. / La Historia está hecha de gente muerta / y el futuro de gente
que va a morir. / ¿Crees tú que sufre? / Ella es fuerte, aguantará. /
Aguantaría también si fuera débil. / Ahora bien, tú, no sé. / Has fingido tanto
tiempo, pegaste bofetadas y gritos, mentiste / Estas cansado, / has terminado /
no sé qué es lo que te mantiene vivo. /
No entendía la poesía. Estaba sólo conmigo y quería fingir indiferencia,
bostezaba desesperadamente. La eterna trapacería de las mujeres.
Me das miedo, acabó confesando.
Este pendejo no me debe nada, pensé, vive con estrechuras en su pisito, tiene
los ojos hinchados de beber porquerías y de leer la vida de las niñas bien en
la revista Vogue.
¿Quieres que te mate?, pregunté mientras bebíamos güisqui de garrafa.
Quiero que me revuelques en la cama, se rió ansiosa, dubitativa.
¿Acabar con ella? Nunca había estrangulado a nadie con mis propias manos. No
queda bien, ni siquiera resulta dramático, estrangular a alguien; es como si
fuera una pelea callejera. Pero, pese a todo, tenía hasta ganas de estrangular
a alguien, pero no a una desgraciada como aquella. Para un don nadie basta
quizá con un tiro en la nuca.
Lo he venido pensando últimamente. Se había quitado la ropa: pechos mustios y
colgantes; los pezones, como pasas gigantescas que alguien hubiera pisoteado;
los muslos, flácidos, con celulitis, gelatina estragada con pedazos de fruta
podrida.
Estoy muerta de frío, dijo.
Me eché encima de ella. Me cogió por el cuello, su boca y la lengua en mi boca,
una vagina chorreante, cálida y olorosa.
Jodimos.
Ahora se ha quedado dormida.
Soy justo.
Leo
los periódicos. La muerte del perista de Cruzada ni viene en las noticias. El
señoritingo del Mercedes con ropa de tenista murió en el Miguel Couto y los
periódicos dicen que fue atacado por el bandido Boca Ancha. Es como para
morirse de risa.
Hago un poema titulado Infancia o Nuevos Olores de Coño con U: Aquí estoy de
nuevo / oyendo a los Beatles / en Radio Mundial / a las nueve de la noche / en
un cuarto / que podría ser / y era / el de un santo mártir / No había pecado /
y no sé por qué me condenaban / ¿por ser inocente o por estúpido? / De todos
modos /el suelo seguía allí / para zambullirse. / Cuando no se tiene dinero /
es conveniente tener músculos / y odio.
Leo los periódicos, para saber qué es lo que están comiendo, bebiendo,
haciendo. Quiero vivir mucho para tener tiempo de matarlos a todos.
Desde
la calle veo la fiesta en Vieira Souto, las mujeres con vestido de noche, los
hombres de negro. Ando lentamente, de un lado a otro, por la calle; no quiero
despertar sospechas y el machete lo llevo por dentro de la pernera, amarrado,
no me deja andar bien. Parezco un lisiado, me siento como un lisiado. Un
matrimonio de media edad pasa a mi lado y me mira con pena; también yo siento
pena de mí, cojo, y me duele la pierna.
Desde la acera veo a los camareros sirviendo champán francés. A esa gente le
gusta el champán francés, la ropa francesa, la lengua francesa.
Estaba allí desde las nueve, cuando pasé por delante, bien pertrechado de
armas, entregado a la suerte y al azar, y la fiesta surgió ante mi.
Los aparcamientos que había ante la casa se ocuparon pronto todos, y los coches
de los asistentes tuvieron que estacionarse en las oscuras calles laterales. Me
interesó mucho uno, rojo, y en él, un hombre y una mujer, jóvenes y elegantes
los dos. Fueron hasta el edificio sin cruzar palabra; él, ajustándose la
pajarita, y ella, el vestido y el peinado. Se preparaban para una entrada
triunfal, pero desde la acera veo que su llegada fue, como la de los otros,
recibida con total desinterés. La gente se acicala en el peluquero, en la
modista, en los salones de masaje, y sólo el espejo les presta, en las fiestas,
la atención que esperan. Vi a la mujer con su vestido azul flotante y murmuré:
te voy a prestar la atención que te mereces, por algo te pusiste tus mejores
braguitas y has ido tantas veces a la modista y te has pasado tantas cremas por
la piel y te has puesto un perfume tan caro.
Fueron los últimos en salir. No andaban con la misma firmeza y discutían
irritados, con voz pastosa, confusa.
Llegué junto a ellos en el momento en que el hombre abría la puerta del coche.
Yo venía cojeando y él apenas me lanzó una mirada distraída, a ver quién era, y
descubrió sólo a un inofensivo inválido de poca monta.
Le apoyé la pistola en la espalda.
Haz lo que te diga o vais a morir los dos, dije.
Entrar con la pata rígida en el estrecho asiento de atrás no fue cosa fácil.
Quedé medio tumbado, con la pistola apuntando a su cabeza. Le mandé que tirara
hacia la Barra de Tijuca. Saqué el cuchillo de la pernera cuando me dijo llévate
el dinero y el coche y déjanos aquí. Estábamos frente al Hotel Nacional. De
risa. Él estaba ya sereno y quería tomarse el último güisqui mientras daba
cuenta a la policía por teléfono. Hay gente que se cree que la vida es una
fiesta. Seguimos por el Recreio dos Bandeirantes hasta llegar a una playa
desierta. Saltamos. Dejé los faros encendidos.
Nosotros no le hemos hecho nada, dijo él.
¿Que no? De risa. Sentí el odio inundándome los oídos, las manos, la boca, todo
mi cuerpo, un gusto de vinagre y de lágrimas.
Está en estado, dijo él señalando a la mujer, va a ser nuestro primer hijo.
Miré la barriga de aquella esbelta mujer y decidí ser misericordioso, y dije,
puf, allá donde debía estar su ombligo y me cargué al feto. La mujer cayó de
bruces. Le apoyé la pistola en la sien y dejé allí un agujero como la boca de
una mina.
El hombre no decía ni palabra, la cartera del dinero en su mano tendida. Cogí
la cartera y la tiré al aire y cuando iba cayendo le largué un taconazo, así,
con la zurda, echándola lejos.
Le até las manos a la espalda con un cordel que llevaba. Después le amarré los
pies.
Arrodíllate, le dije.
Se arrodilló.
Los faros iluminaban su cuerpo. Me arrodillé a su lado, le quité la pajarita,
doble el cuello de la camisa, dejándole el pescuezo al aire.
Inclina la cabeza, ordené.
La inclinó. Levanté el machete, sujeto con las dos manos, vi las estrellas en
el cielo, la noche inmensa, el firmamento infinito e hice caer el machete,
estrella de acero, con toda mi fuerza, justo en medio del pescuezo.
La cabeza no cayó, y él intentó levantarse agitándose como una gallina atontada
en manos de una cocinera incompetente. Le di otro golpe, y otro más y otro, y
la cabeza no rodaba por el suelo. Se había desmayado o había muerto con la
condenada cabeza aquella sujeta al pescuezo. Empujé el cuerpo sobre el
guardabarros del coche. El cuello quedó en buena posición. Me concentré como un
atleta a punto de dar un salto mortal. Esta vez, mientras el cuchillo describía
su corto recorrido mutilante zumbando, hendiendo el aire, yo sabía que iba a
conseguir lo que quería. ¡Broc!, la cabeza saltó rodando por la arena. Alcé el
alfanje y grité: ¡Salve al Cobrador! Di un tremendo grito que no era palabra
alguna, sino un aullido prolongado y fuerte, para que todos los animales se
estremecieran y se largaran de allí. Por donde yo paso, se derrite el asfalto.
Una
caja negra bajo el brazo. Digo, trabada la lengua, que soy el fontanero y que
voy al apartamento doscientos uno. Al portero le hace gracia mi lengua
estropajosa y me manda subir. Empiezo por el último piso. Soy el fontanero
(lengua normal ahora) vengo a arreglar eso. Por la abertura, dos ojos: nadie ha
llamado al fontanero. Bajo al séptimo: lo mismo. Sólo tengo suerte en el
primero.
La criada me abrió la puerta y gritó hacia dentro, es el fontanero. Salió una
muchacha en camisón, con un frasquito de esmalte de uñas en la mano, guapilla,
de unos veinticinco años.
Debe de ser un error, dijo, no necesitamos al fontanero.
Saqué la Cobra de dentro de la funda. Claro que lo necesitáis, y quietas o me
cargo a las dos.
¿Hay alguien más en casa? El marido estaba trabajando, y el chiquillo, en la
escuela. Agarré a la criadita, le tapé la boca con esparadrapo. Me llevé a la
mujer al cuarto.
Desnúdate.
No me da la gana, dijo con la cabeza erguida.
Me lo deben todo, calcetines, cine, solomillos, me lo deben todo, coño, todo.
Anda, rápido. Le dí un porrazo en la cabeza. Cayó en la cama, con una marca
roja en la cara. No disparo. Le arranqué el camisón, las braguitas. No llevaba
sostén. Le abrí las piernas. Coloqué las rodillas sobre sus muslos. Tenía una
pelambrera basta y negra. Se quedó quieta, con los ojos cerrados. No fue fácil
entrar en aquella selva oscura, la abertura era apretada y seca. Me incliné,
abrí la vagina y escupí allá dentro, un gargajo gordo. Pero tampoco así fue
fácil. Sentía la verga desollada. Empezó a gemir cuando se la hundí con toda mi
fuerza hasta el fin. Mientras la metía y sacaba le iba pasando la lengua por
los pechos, por la oreja, por el cuello, y le pasaba levemente el dedo por el
culo, le acariciaba la barriguita. Empezó a quedárseme lubricada por los jugos
de su vagina, ahora tibia y viscosa.
Como ya no me tenía miedo, o quizá porque lo tenía, se corrió antes que yo. Con
lo que me iba saliendo aún, le dibujé un círculo alrededor del ombligo.
A ver si ahora no abrirás al fontanero cuando llame, le dije antes de
marcharme.
Salgo
de la buhardilla de la calle del Vizconde de Maranguape. Un agujero en cada
muela lleno de cera del Dr. Lustosa / masticar con los dientes de delante /
caray con la foto de la revista / libros robados. / Me voy a la playa.
Dos mujeres charlan en la arena; una está bronceada por el sol, lleva un
pañuelo en la cabeza; la otra está muy blanca, debe ir poco a la playa; tienen
las dos un cuerpo muy hermoso; la barriguita de la más pálida es la más hermosa
que he visto en mi vida. Me siento cerca y me quedo mirándola. Se dan cuenta de
mi interés y empiezan a menearse inquietas, a decir cosas con el cuerpo, a
hacer movimientos tentadores, de trasero. En la playa todos somos iguales,
nosotros los jodidos, y ellos. Y nosotros quedamos incluso mejor, porque no
tenemos esos barrigones y el culazo blando de los parásitos. Me gusta la
paliducha esa. Y ella parece interesada por mí, me mira de reojo. Se ríen, se
ríen, enseñando los dientes. Se despiden, y la blanca se va andando hacia
Ipanema, el agua mojando sus pies. Me acerco y voy andando junto a ella, sin
saber qué decir.
Soy tímido, he llevado tantos estacazos en la vida, y el pelo de la chica se ve
cuidado y fino, tiene el pecho altito, los senos pequeños, los muslos sólidos,
torneados, musculosos, y el trasero formado por dos hemisferios consistentes.
Cuerpo de bailarina.
¿Estudias ballet?
Estudié, me dice. Me sonríe. ¿Cómo puede tener alguien una boca tan bonita? Me
dan ganas de lamer su boca diente a diente. ¿Vives por aquí?, me pregunta. Si,
miento. Ella me señala una casa en la playa, toda de mármol.
De
vuelta a la calle del Vizconde de Maranguape. Voy matando el tiempo hasta el
momento de ir a casa de la paliducha. Se llama Ana. Me gusta Ana. Me gusta Ana,
palindrómico. Afilo el cuchillo en una piedra especial. Los periódicos
dedicaron mucho espacio a la pareja que maté en la Barra. La chica era hija de
uno de esos hijos de puta que se hacen ricos, en Segipe o Piauí, robando a los
muertos de hambre, y luego se vienen a Rio, y los hijos de cara chata ya no
tienen acento, se tiñen el pelo de rubio y dicen que descienden de holandeses.
Los cronistas de sociedad estaban consternados. Aquel par de señoritingos que
me cargué estaban a punto de salir hacia París. Ya no hay seguridad en las
calles, decían los titulares de un periódico. De risa. Tiré los calzoncillos al
aire e intenté cortarlos de un tajo como hacía Saladito (con un lienzo de seda)
en la película.
Ahora ya no hacen cimitarras como las de antes / Yo soy una hecatombe / No fue
ni Dios ni el Diablo / quien me hizo un vengador / Fui yo mismo / Yo soy el
Hombre-Pene / Soy el Cobrador.
Voy al cuarto donde doña Clotilde está acostada desde hace tres años. Doña
Clotilde es la dueña de la buhardilla.
¿Quiere que le barra la habitación?, le pregunto.
No, hijo mío; sólo quería que me pusieras la inyección de trinevral antes de
marcharte.
Pongo la jeringuilla a hervir, preparo la inyección. El culo de doña Clotilde
está seco como una hoja vieja y arrugada de papel de arroz.
Vienes que ni caído del cielo, hijo mío. Ha sido Dios quien te ha enviado,
dice.
Doña Clotilde no tiene nada, podría levantarse e ir de compras al supermercado.
Su mal está en la cabeza. Y después de pasarse tres años acostada, sólo se
levanta para hacer pipí y caquitas, que ni fuerzas debe tener.
El día menos pensado le pego un tiro en la nuca.
Cuando
satisfago mi odio, me siento poseído por una sensación de victoria, de euforia,
que me da ganas de bailar – doy pequeños aullidos, gruño sonidos inarticulados,
más cerca de la música que de la poesía, y mis pies se deslizan por el suelo,
mi cuerpo se mueve con un ritmo hecho de esguinces y de saltos, como un
salvaje, o como un mono.
Quien quiera mandar en mí, puede quererlo, pero morirá. Tengo ganas de acabar
con un figurón de esos que muestran en la tele su cara paternal de bellaco
triunfador, con una de esas personas de sangre espesa a fuerza de caviares y
champán. Come caviar / tu hora va a llegar./ Me deben una mocita de veinte
años, llena de dientes y perfume. ¿La de la casa de mármol? Entro y me está
esperando, sentada en la sala, quieta, inmóvil, el pelo muy negro, la cara
blanca, parece una fotografía.
Bueno, vámonos, le digo. Me pregunta si traigo coche. Le digo que no tengo
coche. Ella sí tiene. Bajamos por el ascensor de servicio y salimos en el
garaje, entramos en un Puma descapotable.
Al cabo de un rato le pregunto si puedo conducir y cambiamos de sitio. ¿Te
parece a Petrópolis?, pregunto. Subimos a la sierra sin decir palabra, ella
mirándome. Cuando llegamos a Petrópolis me pide que pare en un restaurante. Le
digo que no tengo ni dinero ni hambre, pero ella tiene las dos cosas, come
vorazmente, como si temiera que el cualquier momento viniesen a retirarle el
plato. En la mesa de al lado, un grupo de muchachos bebiendo y hablando a
gritos, jóvenes ejecutivos que suben el viernes y que beben antes de
encontrarse con madame toda acicalada para jugar a cartas o para cotillear mientras
van catando quesos y vinos. Odio a los ejecutivos. Acaba de comer y dice, ¿qué
hacemos ahora? Pues ahora nos volvemos, le digo, y bajamos sierra abajo, yo
conduciendo como un rayo, ella mirándome. Mi vida no tiene sentido, hasta a
veces he pensado en suicidarme, dice. Paro en la calle del Vizconde de
Maranguape. ¿Vives aquí? Salgo sin decir nada. Ella viene detrás: ¿cuándo te
volveré a ver? Entro, y mientras subo las escaleras oigo el ruido del coche que
se pone en marcha.
Top Executive Club. Usted merece el mejor relax, hecho de cariño y comprensión.
Masajistas expertas. Elegancia y distinción.
Anoto la dirección y me encamino a un local, una casa, en Ipanema. Espero a que
él salga, vestido de gris ceniza, cuello duro, cartera negra, zapatos
brillantes, pelo planchado. Saco un papel del bolsillo, como alguien que anda
en busca de una dirección, y voy siguiéndole hasta el coche. Estos cabrones
siempre cierran el coche con llave, saben que el mundo está lleno de ladrones,
también ellos lo son, pero nadie los agarra. Mientras abre el coche le meto el
revolver en la barriga . Dos hombres, uno ante el otro, hablando, no llama la
atención. Meter el revolver en la espalda asusta más, pero eso sólo debe
hacerse en lugares desiertos.
Estate quieto o te lleno de plomo esa barrigota ejecutiva.
Tiene el aire petulante y al mismo tiempo ordinario del ambicioso ascendente
inmigrado del interior, deslumbrado por las crónicas de sociedad, elector,
inversor, católico, cursillista, patriota, mayordomista y bocalibrista, los hijos
estudiando en la Universidad, la mujer dedicada a la decoración de interiores y
socia de una boutique.
A ver, ejecutivo, ¿qué te hizo la masajista? ¿Te hizo una paja o te la chupó?
Bueno, usted es un hombre y sabe de estas cosas, dijo. Palabras de ejecutivo
con chofer de taxi o ascensorista. Desde Bazucada a la Dictadura, cree que se
ha enfrentado ya con todas las situaciones de crisis.
Qué hombre ni qué niño muero, digo suavemente, soy el Cobrador.
¡Soy el Cobrador!, grito.
Empieza a ponerse del color del traje. Piensa que estoy loco y aún no se ha
enfrentado con ningún loco en su maldito despacho con aire acondicionado.
Vamos a tu casa, le digo.
No vivo aquí, en Rio, vivo en Sao Paulo, dice.
Ha perdido el valor, pero no las mañas. ¿Y el coche?, le pregunto., ¿El coche?
¿Qué coche? ¿Ese con matrícula de Rio? Tengo mujer y tres hijos, intenta
cambiar de conversación. ¿Qué es esto? ¿Una disculpa, una contraseña, habeas
corpus, salvoconducto? Le mando parar el coche. Puf, puf, puf, un tiro por cada
hijo en el pecho. El de la mujer, en la cabeza. Puf.
Para olvidar a la chica de la casa de mármol, voy a jugar al fútbol a un
descampado. Tres horas seguidas, tengo las piernas hechas un Cristo de
los`patadones que me llevé, el dedo gordo del pie izquierdo hinchado, tal vez
roto. Me siento, sudoroso, a un lado del campo, junto a un mulato que lee O Dia. Los titulares me interesan, le
pido el periódico, el tío me dice ¿por qué no compras uno, si quieres leerlo?
No me enfado. El tipo tiene pocos dientes, dos o tres retorcidos y oscuros.
Digo, bueno, no vamos a pelearnos por eso. Compro dos bocadillos calientes de
salchichas y dos coca-colas, le doy la mitad y entonces me deja el periódico.
Los titulares dicen: La policía anda a la busca del loco de la Mágnum. Le devuelvo
el periódico, el no lo acepta, sonríe para mí mientras mastica con los dientes
de delante, o mejor, con las encías de delante, que de tanto usarlas, las tiene
afiladas como navajas. Noticias del diario: Un grupo de peces gordos de la zona
sue haciendo preparativos para el tradicional Baile de Navidad, Primer Grito
del Carnaval. El baile empieza el día veinticuatro y termina el día de Año
Nuevo. Vienen hacendados de la Argentina, herederos alemanes, artistas
norteamericanos, ejecutivos japoneses, el parasitismo internacional. La Navidad
se ha convertido en una fiesta. Bebida, locura, orgía, despilfarro.
El Primer Grito de Carnaval. De risa. Tienen gracia estos tipos…
Un loco se tiró desde el puente de Niteroi y estuvo nadando doce horas hasta
que dio con el una lancha de salvamento. Y no agarró ni un resfriado.
Cuarenta viejos mueren en el incendio de un asilo. Las familias lo celebrarán.
Estoy
acabando de ponerle la inyección de trinevral a doña Clotilde cuando llaman al
timbre. Nunca llama nadie al timbre de la buhardilla. Yo hago las compras,
arreglo la casa. Doña Clotilde no tiene parientes. Miro desde la galería. Es
Ana Palindrómica.
Hablamos en la calle. ¿Es que andas huyendo de mi?, pregunta. Más o menos eso,
digo. Subo con ella a la buhardilla. Doña Clotilde, estoy aquí con una chica,
¿puedo llevármela al cuarto? Hijo mío, la casa es tuya, haz lo que quieras;
pero me gustaría verla.
Nos quedamos de pie al lado de la cama. Doña Clotilde se queda mirando a Ana un
tiempo inmenso. Se le llenan los ojos de lágrimas. Yo rezaba todas las noches,
solloza, todas las noches, para que encontraras una chica como esta. Alza los
brazos flacos cubiertos de colgajos de piel flácida, junta las manos y dice, oh
Dios mío, gracias, gracias.
Estamos en i cuarto, de pie, ceja contra ceja, como en el poema, y la desnudo,
y ella me desnuda a mi, y su cuerpo es tan hermoso que siento una opresión en
la garganta, lágrimas en mi rostro, ojos ardiendo, mis manos tiemblan
y ahora
estamos tumbados, uno junto a otro, entrelazados, gimiendo,
y más, y más, sin parar, ella grita la boca abierta, los dientes blancos, como
de elefante joven;
¡ay, ay adoro tu obsesión!, grita ella, agua y sal y humores chorrean de
nuestros cuerpos sin parar.
Ahora, mucho después, tumbados, mirándonos hipnotizados hasta que anochece y
nuestros rostros brillan en la oscuridad y el perfume de su cuerpo traspasa las
paredes de la habitación.
Ana despertó antes que yo y la luz está ya encendida. ¿Sólo tienes libros de
poesía? Y todas estas armas ¿para qué? Coge la Mágnum del armario, carne blanca
y acero negro, apunta hacia mí. Me siento en la cama.
¿Quieres disparar? Puedes disparar, la vieja no va a oír. Pero un poco más
arriba. Con la punta del dedo alzo el cañón hasta la altura de mi frente. Aquí
no duele.
¿Has matado a alguien alguna vez? Ana apunta el arma a mi cabeza.
Si.
¿Y te gustó?
Me gustó.
¿Qué sentiste?
Como un alivio.
¿Cómo nosotros dos en la cama?
No, no. Otra cosa. Lo contrario.
Yo no te tengo miedo, dice Ana.
Ni yo a ti. Te quiero.
Hablamos hasta el amanecer. Siento una especie de fiebre. Hago café para doña
Clotilde y se lo llevo a la cama. Voy a salir con Ana, digo. Dios oyó mis
oraciones, dice la vieja entre trago y trago.
Hoy
es veinticuatro de diciembre, el día del Baile de Navidad o primer Grito de
Carnaval. Ana Palindrómica se ha ido de casa y vive conmigo. Mi odio ahora es
diferente. Tengo una misión. Siempre he tenido una misión y ni lo sabía. Ahora
lo sé. Ana me ha ayudado a ver. Sé que si todos los jodidos hicieran lo que yo,
el mundo sería mejor y más justo. Ana me ha enseñado a usar los explosivos y
creo que estoy ya preparado para este cambio de escala. Andar matándolos uno a
uno es cosa mística, y ya me he librado de eso. En el Baile de Navidad
mataremos convencionalmente a los que podamos. Será mi último gesto romántico
inconsecuente. Elegimos para iniciar la nueva fase a los consumistas asquerosos
de un supermercado de la zona sur. Los matará una bomba de gran poder
explosivo. Adiós machete, adiós puñal, adiós mi rifle, mi Colt Cobra, mi
Mágnum, hoy será el último día que os use. Beso mi cuchillo. Hoy usaré
explosivos, reventaré a la gente, lograré fama, ya no seré sólo el loco de la
Mágnum. Tampoco volveré a salir por el parque de Flamenco mirando a los
árboles, los troncos, la raíz, las hojas, la sombra, eligiendo el árbol que
querría tener, que siempre quise tener, un pedazo de suelo de tierra apisonada.
Y los ví crecer en el parque, y me alegraba cuando llovía, y la tierra se
empapaba de agua, las hojas lavadas por la lluvia, el viento balanceando las
ramas, mientras los automóviles de los canallas pasaban velozmente sin que
ellos miraran siquiera a los lados. Ya no pierdo mi tiempo en sueños.
El mundo entero sabrá quien eres tú, quienes somos nosotros, dice Ana.
Noticia: El gobernador se va a disfrazar de Papá Noel. Noticia: Menos festejos
y más meditación, vamos a purificar el corazón. Noticia: No faltará cerveza. No
faltará pavo. Noticia: Los festejos navideños causarán este año más víctimas de
tráfico y agresiones que en años anteriores. Policía y hospitales se preparan
para las celebraciones de Navidad. El Cardenal en la televisión: la fiesta de
Navidad ha sido desfigurada, su sentido no es éste, esa historia de Papá Noel
es una desgraciada invención. El Cardenal afirma que Papá Noel es un payaso
ficticio.
La víspera de Navidad es un buen día para que esa gente pague lo que debe, dice
Ana. Al Papá Noel del baile quiero matarlo yo mismo a cuchilladas, digo.
Le leo a Ana lo que he escrito, nuestro mensaje de Navidad para los periódicos.
Nada de salir matando a diestro y siniestro, sin objetivo definido. Hasta ahora
no sabía qué quería, no buscaba un resultado práctico, mi odio iba siendo
desperdiciado. Estaba en lo cierto por lo que a mis impulsos se refiere, pero
mi equivocación consistía en no saber quien era el enemigo y por qué era
enemigo. Ahora lo sé. Ana me lo ha enseñado. Y mi ejemplo debe ser seguido por
otros, sólo así cambiaremos el mundo. Esta es la síntesis de nuestro mensaje de
Navidad.
Meto las armas en una maleta. Ana tira tan bien como yo, sólo que no sabe
manejar el cuchillo, pero ésta es ahora un arma obsoleta. Le decimos adiós a
doña Clotilde. Metemos la maleta en el coche. Vamos al baile de Navidad. No
faltará cerveza, ni pavo. Ni sangre. Se cierra un ciclo de mi vida y se abre
otro.