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domingo, 6 de mayo de 2012

Romeo y Julieta, cuento de Edmundo Paz Soldán


          
         En un claro del bosque, una tarde de sol asediado por nubes estiradas y movedizas, la niña rubia de largas trenzas agarra el cuchillo con firmeza y el niño de ojos grandes y delicadas manos contiene la respiración.
         -Lo haré yo primero –dice ella, acercando el acero afilado a las venas de su muñeca derecha-. Lo haré porque te amo y por ti soy capaz de dar todo, hasta mi vida misma. Lo haremos porque no hay, ni habrá, amor que se compare al nuestro.
         El niño lagrimea, alza el brazo izquierdo.
         -No lo hagas todavía, Ale… lo haré yo primero. Soy un hombre, debo dar el ejemplo.
         -Ese es el Gabriel que yo conocí y aprendí a amar. Toma. Por qué lo harás.
         -Porque te amo como nunca creí que podía amar. Porque no hay más que yo pueda darte que mi vida misma.
         Gabriel empuña el cuchillo, lo acerca a las venas de su muñeca derecha. Vacila, las negras pupilas dilatadas. Alejandra se inclina sobre él, le da un apasionado beso en la boca.
         -Te amo mucho, no sabes cuanto.
         -Yo también te amo mucho, no sabes cuanto.
         -¿Ahora sí mi Romero?
         -Ahora sí, mi Julia.
         -Julieta.
         -Mi Julieta.
         Gabriel mira el cuchillo, toma aire, se seca las lágrimas, y luego hace un movimiento rápido con el brazo izquierdo y la hoja acerada encuentra las venas. La sangre comienza  a manar con furia.
         Gabriel se sorprende, nunca había visto un líquido tan rojo. Siente el dolor, deja caer el cuchillo y se reclina en el suelo de tierra: el sol le da en los ojos. Alejandra se echa sobre él, le lame la sangre, lo besa.
         -Ah, Gabriel, cómo te amo.
         -Ahora te toca a ti- dice él, balbuceante, sintiendo que cada vez le es más difícil respirar.
         -Sí. Ahora me toca –dice ella, incorporándose.
         -¿Me… me amas?
         -Muchísimo.
         Alejandra se da la vuelta y se dirige hacia su casa, pensando en la tarea de literatura que tiene que entregar al día siguiente. Detrás suyo, incontenible, avanza el charco rojo.

jueves, 12 de abril de 2012

El gato negro, cuento de Edgar Allan Poe


No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que baroques. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón —tal era el nombre del gato— se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba —pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?—, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoniaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me ha querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la PERVERSIDAD. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla —si ello fuera posible— más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: «¡Incendio!» Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras «¡extraño!, ¡curioso!» y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición —ya que no podía considerarla otra cosa— me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era una gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle: Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero —sin que pueda decir cómo ni por qué— su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerle víctima de cualquier violencia; pero gradualmente —muy gradualmente— llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que le hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinacia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo —quiero confesarlo ahora mismo— por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer —sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir—. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del PATÍBULO! ;Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso —pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme— apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoniaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior, y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: «Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano.»
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente, sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
—Caballeros —dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera—, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras.) Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato, y cuya voz delatora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!

lunes, 9 de abril de 2012

La casa encantada, cuento Anónimo



            Una joven soñó una noche que caminaba por un extraño sendero campesino, que ascendía por una colina boscosa cuya cima estaba coronada por una hermosa casita blanca, rodeada de un jardín. Incapaz de ocultar su placer, llamó a la puerta de la casa, que finalmente fue abierta por un hombre muy, muy anciano, con una larga barba blanca. En el momento en que ella empezaba a hablarle, despertó. Todos los detalles de este sueño permanecieron tan grabados en su memoria, que por espacio de varios días no pudo pensar en otra cosa. Después volvió a tener el mismo sueño en tres noches sucesivas. Y siempre despertaba en el instante en que iba a empezar su conversación con el anciano.
            Pocas semanas más tarde la joven se dirigía en automóvil a Litchfield, donde se realizaba una fiesta de fin de semana. De pronto tironeó la manga del conductor y le pidió que detuviera el automóvil. Allí, a la derecha del camino pavimentado, estaba el sendero campesino de su sueño.




        —Espéreme un momento —suplicó, y echó a andar por el sendero, con el corazón latiéndole alocadamente. Ya no se sintió sorprendida cuando el caminito subió enroscándose hasta la cima de la boscosa colina y la dejó ante la casa cuyos menores detalles recordaba ahora con tanta precisión. El mismo anciano del sueño respondió a su impaciente llamado.
             —Dígame —dijo ella—, ¿se vende esta casa?
             —Sí —respondió el hombre—, pero no le aconsejo que la compre. ¡Esta casa, hija mía, está frecuentada por un fantasma!
             —Un fantasma —repitió la muchacha—. Santo Dios, ¿y quién es?
             —Usted —dijo el anciano y cerró suavemente la puerta.







sábado, 17 de marzo de 2012

Orfandad, cuento de Inés Arredondo


Creí que todo era este sueño: sobre una cama dura, cubierta por una blanquísima sábana, estaba yo, pequeña, una niña con los brazos cortados arriba de los codos y las piernas cercenadas por encima de las rodillas, vestida con un pequeño batoncillo que descubría los cuatro muñones.
       La pieza donde estaba era a ojos vistas un consultorio pobre, con vitrinas anticuadas. Yo sabía que estábamos a la orilla de una carretera de Estados Unidos por donde todo el mundo, tarde o temprano, tenía que pasar. Y digo estábamos porque junto a la cama, de perfil, había un médico joven, alegre, perfectamente rasurado y limpió. Esperaba.

       Entraron los parientes de mi madre: altos, hermosos, que llenaron el cuarto de sol y de bullicio. El médico les explicó:
       —Sí, es ella. Sus padres tuvieron un accidente no lejos de aquí y ambos murieron, pero a ella pude salvarla. Por eso puse el anuncio, para que se detuvieran ustedes.
Una mujer muy blanca, que me recordaba vivamente a mi madre, me acarició las mejillas.
       —¡Qué bonita es!
       —¡Mira qué ojos!
       —¡Y este pelo rubio y rizado!
       Mi corazón palpitó con alegría. Había llegado el momento de los parecidos, y en medio de aquella fiesta de alabanzas no hubo ni una sola mención a mis mutilaciones. Había llegado la hora de la aceptación: yo era parte de ellos.
       Pero por alguna razón misteriosa, en medio de sus risas y su parloteo, fueron saliendo alegremente y no volvieron la cabeza.
       Luego vinieron los parientes de mi padre. Cerré los ojos. El doctor repitió lo que dijo a los primeros parientes.
       —¿Para qué salvó eso?
       —Es francamente inhumano.
       —No, un fenómeno siempre tiene algo de sorprendente y hasta cierto punto chistoso.
       Alguien fuerte, bajo de estatura, me asió por los sobacos y me zarandeó.
        —Verá usted que se puede hacer algo más con ella.
       Y me colocó sobre una especie de riel suspendido entre dos soportes.
       —Uno, dos, uno, dos.
       Iba adelantando por turno los troncos de mis piernas en aquel apoyo de equilibrista, sosteniéndome por el cuello del camisón como a una muñeca grotesca. Yo apretaba los ojos.
       Todos rieron.
       —¡Claro que se puede hacer algo más con ella!
       —¡Resulta divertido!
       Y entre carcajadas soeces salieron sin que yo los hubiera mirado.

       Cuando abrí los ojos, desperté.
       Un silencio de muerte reinaba en la habitación oscura y fría. No había ni médico ni consultorio ni carretera. Estaba aquí. ¿Por qué soñé en Estados Unidos? Estoy en el cuarto interior de un edificio. Nadie pasaba ni pasaría nunca. Quizá nadie pasó antes tampoco.
       Los cuatro muñones y yo, tendidos en una cama sucia de excremento.
       Mi rostro horrible, totalmente distinto al del sueño: las facciones son informes. Lo sé. No puedo tener una cara porque nunca ninguno me reconoció ni lo hará jamás.

martes, 6 de marzo de 2012

Ladrón de sábado, cuento de Gabriel García Márquez


             Hugo, un ladrón que sólo roba los fines de semana, entra en una casa un sábado por la noche. Ana, la dueña, una treintañera guapa e insomne empedernida, lo descubre in fraganti. Amenazada con la pistola, la mujer le entrega todas las joyas y cosas de valor, y le pide que no se acerque a Pauli, su niña de tres años. Sin embargo, la niña lo ve, y él la conquista con algunos trucos de magia. Hugo piensa: «¿Por qué irse tan pronto, si se está tan bien aquí?» Podría quedarse todo el fin de semana y gozar plenamente la situación, pues el marido -lo sabe porque los ha espiado- no regresa de su viaje de negocios hasta el domingo en la noche. El ladrón no lo piensa mucho: se pone los pantalones del señor de la casa y le pide a Ana que cocine para él, que saque el vino de la cava y que ponga algo de música para cenar, porque sin música no puede vivir.
           A Ana, preocupada por Pauli, mientras prepara la cena se le ocurre algo para sacar al tipo de su casa. Pero no puede hacer gran cosa porque Hugo cortó los cables del teléfono, la casa está muy alejada, es de noche y nadie va a llegar. Ana decide poner una pastilla para dormir en la copa de Hugo. Durante la cena, el ladrón, que entre semana es velador de un banco, descubre que Ana es la conductora de su programa favorito de radio, el programa de música popular que oye todas las noches, sin falta. Hugo es su gran admirador y, mientras escuchan al gran Benny cantando Cómo fue en un casete, hablan sobre música y músicos. Ana se arrepiente de dormirlo pues Hugo se comporta tranquilamente y no tiene intenciones de lastimarla ni violentarla, pero ya es tarde porque el somnífero ya está en la copa y el ladrón la bebe toda muy contento. Sin embargo, ha habido una equivocación, y quien ha tomado la copa con la pastilla es ella. Ana se queda dormida en un dos por tres.
          A la mañana siguiente Ana despierta completamente vestida y muy bien tapada con una cobija, en su recámara. En el jardín, Hugo y Pauli juegan, ya que han terminado de hacer el desayuno. Ana se sorprende de lo bien que se llevan. Además, le encanta cómo cocina ese ladrón que, a fin de cuentas, es bastante atractivo. Ana empieza a sentir una extraña felicidad.
           En esos momentos una amiga pasa para invitarla a comer. Hugo se pone nervioso pero Ana inventa que la niña está enferma y la despide de inmediato. Así los tres se quedan juntitos en casa a disfrutar del domingo. Hugo repara las ventanas y el teléfono que descompuso la noche anterior, mientras silba. Ana se entera de que él baila muy bien el danzón, baile que a ella le encanta pero que nunca puede practicar con nadie. Él le propone que bailen una pieza y se acoplan de tal manera que bailan hasta ya entrada la tarde. Pauli los observa, aplaude y, finalmente se queda dormida. Rendidos, terminan tirados en un sillón de la sala.
           Para entonces ya se les fue el santo al cielo, pues es hora de que el marido regrese. Aunque Ana se resiste, Hugo le devuelve casi todo lo que había robado, le da algunos consejos para que no se metan en su casa los ladrones, y se despide de las dos mujeres con no poca tristeza. Ana lo mira alejarse. Hugo está por desaparecer y ella lo llama a voces. Cuando regresa le dice, mirándole muy fijo a los ojos, que el próximo fin de semana su esposo va a volver a salir de viaje. El ladrón de sábado se va feliz, bailando por las calles del barrio, mientras anochece.

lunes, 13 de febrero de 2012

Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza , cuento de Fernando Sorrentino



Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza. Justamente hoy se cumplen cinco años desde el día en que empezó a pegarme con el paraguas en la cabeza. En los primeros tiempos no podía soportarlo; ahora estoy habituado.
No sé cómo se llama. Sé que es un hombre común, de traje gris, levemente canoso, con un rostro vago. Lo conocí hace cinco años, en una mañana calurosa. Yo estaba leyendo el diario, a la sombra de un árbol, sentado pacíficamente en un banco del bosque de Palermo. De pronto, sentí que algo me tocaba la cabeza. Era este mismo hombre que, ahora, mientras estoy escribiendo, continúa mecánicamente e indiferentemente pegándome paraguazos.
En aquella oportunidad me di vuelta lleno de indignación (me da mucha rabia que me molesten cuando leo el diario): él siguió tranquilamente aplicándome golpes. Le pregunté si estaba loco: ni siquiera pareció oírme. Entonces lo amenacé con llamar a un vigilante: e imperturbable y sereno, continuó con su tarea. Después de unos instantes de indecisión y viendo que no desistía de su actitud, me puse de pie y le di un terrible puñetazo en el rostro. Sin duda, es un hombre débil: sé que, pese al ímpetu que me dictó mi rabia, yo no pego tan fuerte. Pero el hombre, exhalando un tenue quejido, cayó al suelo. En seguida, y haciendo al parecer, un gran esfuerzo, se levantó y volvió silenciosamente a pegarme con el paraguas en la cabeza. La nariz le sangraba, y, en ese momento, no sé por qué, tuve lástima de ese hombre y sentí remordimientos por haberle pegado de esa manera. Porque, en realidad, el hombre no me pegaba lo que se llama paraguazos; más bien me aplicaba unos leves golpes, totalmente indoloros. Claro está que esos golpes son infinitamente molestos. Todos sabemos que, cuando una mosca se nos posa en la frente, no sentimos dolor alguno: sentimos fastidio. Pues bien, aquel paraguas era una gigantesca mosca que, a intervalos regulares, se posaba, una y otra vez, en mi cabeza. O, si se quiere, una mosca del tamaño de un murciélago.
De manera que yo no podía soportar ese murciélago. Convencido de que me hallaba ante un loco, quise alejarme. Pero el hombre me siguió en silencio, sin dejar de pegarme. Entonces empecé a correr (aquí debo puntualizar que hay pocas personas tan veloces como yo). Él salió en persecución mía, tratando infructuosamente de asestarme algún golpe. Y el hombre jadeaba, jadeaba, jadeaba y resoplaba tanto, que pensé que, si seguía obligándolo a correr así, mi torturador caería muerto allí mismo.
Por eso detuve mi carrera y retomé la marcha. Lo miré. En su rostro no había gratitud ni reproche. Sólo me pegaba con el paraguas en la cabeza. Pensé en presentarme en la comisaría, decir: "Señor oficial, este hombre me está pegando con un paraguas en la cabeza." Sería un caso sin precedentes. El oficial me miraría con suspicacia, me pediría documentos, comenzaría a formularme preguntas embarazosas, tal vez terminaría por detenerme.
Me pareció mejor volver a casa. Tomé el colectivo 67. Él, sin dejar de golpearme, subió detrás de mí. Me senté en el primer asiento. Él se ubicó, de pie, a mi lado: con la mano izquierda se tomaba del pasamanos; con la derecha blandía implacablemente el paraguas. Los pasajeros empezaron por cambiar tímidas sonrisas. El conductor se puso a observarnos por el espejo. Poco a poco fue ganando al pasaje una gran carcajada, una carcajada estruendosa, interminable. Yo, de la vergüenza, estaba hecho un fuego. Mi perseguidor, más allá de las risas, siguió con sus golpes.
Bajé -bajamos- en el puente del Pacífico. Íbamos por la avenida Santa Fé. Todos se daban vuelta estúpidamente para mirarnos. Pensé en decirles: "¿Qué miran, imbéciles? ¿Nunca vieron a un hombre que le pegue a otro con un paraguas en la cabeza?". Pero también pensé que nunca habrían visto tal espectáculo. Cinco o seis chicos nos empezaron a seguir, gritando como energúmenos.
Pero yo tenía un plan. Ya en mi casa, quise cerrarle precipitadamente la puerta en las narices. No pude: él, con mano firme, se anticipó, agarró el picaporte, forcejeó un instante y entró conmigo.
        Desde entonces, continúa golpeándome con el paraguas en la cabeza. Que yo sepa, jamás durmió ni comió nada. Simplemente se limita a pegarme. Me acompaña en todos mis actos, aun en los más íntimos. Recuerdo que, al principio, los golpes me impedían conciliar el sueño; ahora, creo que, sin ellos, me sería imposible dormir.
Con todo, nuestras relaciones no siempre han sido buenas. Muchas veces le he pedido, en todos los tonos posibles, que me explicara su proceder. Fue inútil: calladamente seguía golpeándome con el paraguas en la cabeza. En muchas ocasiones le he propinado puñetazos, patadas y -Dios me perdone- hasta paraguazos. Él aceptaba los golpes mansamente, los aceptaba como una parte más de su tarea. Y este hecho es justamente lo más alucinante de su personalidad: esa suerte de tranquila convicción en su trabajo, esa carencia de odio. Esa, en fin, certeza de estar cumpliendo con una misión secreta y superior.
Pese a su falta de necesidades fisiológicas, sé que, cuando lo golpeo, siente dolor, sé que es débil, sé que es mortal. Sé también que un tiro me libraría de él. Lo que ignoro es si, cuando los dos estemos muertos, no seguirá golpeándome con el paraguas en la cabeza. Tampoco sé si el tiro debe matarlo a él o matarme a mí. De todos modos, este razonamiento es inútil: reconozco que no me atrevería a matarlo ni a matarme.
Por otra parte, últimamente he comprendido que no podría vivir sin sus golpes. Ahora, cada vez con mayor frecuencia, tengo un presentimiento horrible. Una profunda angustia me corroe el pecho: la angustia de pensar que, acaso cuando más lo necesite, este hombre se irá y yo ya no sentiré esos suaves paraguazos que me hacían dormir tan profundamente.

sábado, 4 de febrero de 2012

Es que somos muy pobres, cuento de Juan Rulfo

 
Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejaván, viendo cómo el agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.
Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que la vaca que mi papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el río.
El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño.
Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había seguido lloviendo sin parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua revuelta.
A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo poco a poco por la calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa mujer que le dicen la Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y al salir en grandes chorros por la puerta. La Tambora iba y venía caminando por lo que era ya un pedazo de río, echando a la calle sus gallinas para que se fueran a esconder a algún lugar donde no les llegara la corriente.
Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado, quién sabe desde cuándo, el tamarindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque ahora ya no se ve ningún tamarindo. Era el único que había en el pueblo, y por eso nomás la gente se da cuenta de que la creciente esta que vemos es la más grande de todas las que ha bajado el río en muchos años.
Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada vez se hace más espesa y oscura y que pasa ya muy por encima
de donde debe estar el puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin cansarnos viendo la cosa aquella. Después nos subimos por la barranca, porque queríamos oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto al río, hay un gran ruidazal y sólo se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso nos subimos por la barranca, donde también hay gente mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue donde supimos que el río se había llevado a la Serpentina la vaca esa que era de mi hermana Tacha porque mi papá se la regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos.
No acabo de saber por qué se le ocurriría a La Serpentina pasar el río este, cuando sabía que no era el mismo río que ella conocía de a diario. La Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo más seguro es que ha de haber venido dormida para dejarse matar así nomás por nomás. A mí muchas veces me tocó despertarla cuando le abría la puerta del corral porque si no, de su cuenta, allí se hubiera estado el día entero con los ojos cerrados, bien quieta y suspirando, como se oye suspirar a las vacas cuando duermen.
Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al sentir que el agua pesada le golpeaba las costillas. Tal vez entonces se asustó y trató de regresar; pero al volverse se encontró entreverada y acalambrada entre aquella agua negra y dura como tierra corrediza. Tal vez bramó pidiendo que le ayudaran. Bramó como sólo Dios sabe cómo.
Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto también al becerrito que andaba con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si lo había visto. Sólo dijo que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita de donde él, estaba y que allí dio una voltereta y luego no volvió a ver ni los cuernos ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río rodaban muchos troncos de árboles con todo y raíces y él estaba muy ocupado en sacar leña, de modo que no podía fijarse si eran animales o troncos los que arrastraba.
Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su madre río abajo. Si así fue, que Dios los ampare a los dos.
La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora que mi hermana Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con muchos trabajos había conseguido a la Serpentina, desde que era una vaquilla, para dársela a mi hermana, con el fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas, las más grandes.
Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y ellas eran muy retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que crecieron les dio por andar con hombres de lo peor, que les enseñaron cosas malas. Ellas aprendieron pronto y entendían muy bien los chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de la noche. Después salían hasta de día. Iban cada rato por agua al río y a veces, cuando uno menos se lo esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en el suelo, todas encueradas y cada una con un hombre trepado encima.
Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo; pero más tarde ya no pudo aguantarlas más y les dio carrera para la calle. Ellas se fueron para Ayutla o no sé para dónde; pero andan de pirujas.
Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere vaya a resultar como sus otras dos hermanas, al sentir que se quedó muy pobre viendo la falta de su vaca, viendo que ya no va a tener con qué entretenerse mientras le da por crecer y pueda casarse con un hombre bueno, que la pueda querer para siempre. Y eso ahora va a estar difícil. Con la vaca era distinto, pues no hubiera faltado quien se hiciera el ánimo de casarse con ella, sólo por llevarse también aquella vaca tan bonita.
La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá no se le haya ocurrido pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha está tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere.
Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando en su familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido gente mala. Todos fueron criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y no le cometían irreverencias a nadie. Todos fueron por el estilo. Quién sabe de dónde les vendría a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le da vueltas a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el pecado de nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre. No se acuerda. Y cada vez que piensa en ellas, llora y dice: "Que Dios las ampare a las dos."
Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda aquí, la Tacha, que va como palo de ocote crece y crece y que ya tiene unos comienzos de senos que prometen ser como los de sus hermanas: puntiagudos y altos y medio alborotados para llamar la atención.
-Sí -dice-, le llenará los ojos a cualquiera dondequiera que la vean. Y acabará mal; como que estoy viendo que acabará mal.
Ésa es la mortificación de mi papá.
Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río. Está aquí a mi lado, con su vestido color de rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de llorar. Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de ella.
Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más ganas. De su boca sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición.

viernes, 3 de febrero de 2012

Roog, cuento de Philip K. Dick

—¡Roog! —dijo el perro.
Apoyó las patas en el borde de la cerca y miró en torno suyo.
El Roog irrumpió corriendo en el patio.
Despuntaba la mañana y el sol aún no había salido. El aire era gris y frío, y las paredes de la casa estaban cubiertas de una película de humedad. Sin dejar de mirar, el perro entreabrió las fauces y clavó las garras negras en la madera de la cerca.
El Roog se detuvo junto a la puerta abierta del patio. Era pequeño, delgado y blanco, y las patas apenas parecían sostenerlo. El Roog parpadeó, y el perro le enseñó los dientes.
—¡Roog! —repitió.
El eco repitió el sonido en la silenciosa penumbra matinal. Todo estaba callado y apacible. El perro se puso a cuatro patas y atravesó el patio en dirección a la escalera del porche. Se sentó en el primer peldaño y, miró al Roog. Éste le devolvió la mirada. Luego alargó el cuello hacia la ventana de la casa y la husmeó.
El perro cruzó el patio a la carrera. Golpeó la cerca y el portón tembló y crujió bajo la fuerza del impacto. El Roog se alejó a toda prisa por el sendero con un trotecillo ridículo. El perro se echó junto a los maderos de la cerca, con la respiración agitada y la lengua roja colgando fuera de la boca. Siguió contemplando al Roog mientras se alejaba.
El perro yació en silencio. Sus ojos negros brillaban. Amanecía. El cielo empezó a clarear. El aire de la mañana transportó los sonidos de la gente que despertaba. Las luces se encendieron detrás de los visillos. Una ventana se abrió al frío de la mañana.
El perro continuó inmóvil. Vigilaba el sendero.

La señora Cardossi vertió agua en la cafetera. Una nube de vapor la cegó por un instante. Dejó el pote en el borde de la cocina y entró en la alacena. Cuando salió, Alf estaba en la puerta poniéndose las gafas.
—¿Tienes el periódico? —preguntó.
—Está fuera.
Alf Cardossi atravesó la cocina. Corrió el pestillo de la puerta trasera y salió al porche. Contempló la mañana húmeda y gris. Boris estaba echado junto a la cerca, negro y peludo, con la lengua fuera.
—Mete la lengua dentro —dijo Alf. El perro levantó la vista al momento. Golpeó la tierra con la cola—. La lengua. Mete la lengua dentro.
El perro y el hombre intercambiaron una mirada. El perro gimoteó. Tenía los ojos brillantes y enfebrecidos.
—¡Roog! —dijo suavemente.
—¿Qué? —Alf miró a su alrededor—. ¿Viene alguien? ¿El chico de los periódicos?
El perro le miró con la boca abierta.
—Hace unos días que te veo alterado —dijo Alf—. Deberías tranquilizarte. Ya somos demasiado viejos para estas excitaciones.
Entró en la casa.
Salió el sol. La calle se llenó de luz y color. El cartero hacía su ruta habitual, cargado de cartas y revistas. Los niños correteaban, riendo y charlando.
A eso de las once, la señora Cardossi barrió el porche delantero. Hizo una pausa y aspiró una bocanada de aire.
—Hoy huele bien —comentó—. Hará buen tiempo.
Cuando el sol de mediodía comenzó a castigar la tierra, el perro negro se estiró bajo el porche. Su pecho se movía al compás de la respiración. Los pájaros jugueteaban en el cerezo, graznando y parloteando entre sí. Boris levantaba la cabeza de vez en cuando y los miraba. Al cabo de un rato se levantó y trotó hacia el árbol.
Entonces fue cuando reparó en los dos Roogs sentados en la cerca. Tenían los ojos clavados en él.
—Es grande —dijo el primer Roog—, más que la mayoría de los Guardianes.
El otro Roog asintió con un balanceo de la cabeza. Boris, muy quieto, los vigilaba, con el cuerpo rígido. Los Roogs permanecían en silencio mientras contemplaban al enorme perro con la golilla de pelo blanco hirsuto que adornaba su cuello.
—¿Cómo está la urna de las ofrendas? —preguntó el primer Roog—. ¿Está casi llena?
—Sí —confirmó el otro—. Casi a punto.
—¡Eh, tú! —gritó el primer Roog—. ¿Me oyes? Esta vez hemos decidido aceptar las ofrendas. Recuerda que debes dejarnos entrar. No queremos más tonterías.
—No lo olvides —añadió el otro—. No durará mucho.
Boris no dijo nada.
Los dos Roogs saltaron de la cerca y fueron hasta el sendero. Uno de ellos sacó un mapa y ambos lo consultaron.
—Esta zona no es la más adecuada para un primer ensayo —dijo el primer Roog—. Demasiados Guardianes... En cambio, la zona norte...
—Ellos ya han decidido —dijo su compañero—. Hay tantos factores...
—Por supuesto.
Echaron una mirada a Boris y se apartaron un poco más de la cerca, El perro no pudo escuchar el resto de la conversación.
Después los Roogs guardaron el mapa y se alejaron por el sendero.
Boris se acercó a la cerca y olfateó los maderos. Cuando descubrió el olor enfermizo y hediondo de los Roogs se le erizó el pelo de la espina dorsal.

Cuando Alf Cardossi llegó a casa por la noche, el perro montaba guardia junto al portón, escudriñando el sendero. Alf entró en el patio.
—¿Cómo estás? —preguntó, palmeando el costillar del perro—. ¿Continúas preocupado? Últimamente estás muy nervioso. No eras así antes.
Boris gimoteó y miró a su amo con insistencia.
—Eres un buen perro. Boris. Demasiado grande, sin embargo. Seguro que ya no te acuerdas de cuando eras un cachorrillo.
Boris se restregó contra la pierna del hombre.
—Eres un buen perro —volvió a repetir Alf—. Me gustaría saber qué te preocupa.
Entró en la casa. La señora Cardossi estaba preparando la mesa para cenar. Alf fue a la sala de estar y se quitó el sombrero y la chaqueta. Dejó la fiambrera sobre la mesa y volvió a la cocina.
—¿Qué sucede? —preguntó la señora Cardossi.
—El perro debería dejar de ladrar y hacer ruidos. Los vecinos volverán a quejarse a la policía.
—Ojalá no tengamos que regalárselo a tu hermano —dijo la señora Cardossi con los brazos cruzados—. A veces parece que se haya vuelto loco, en especial los viernes por la mañana, cuando vienen los basureros.
—Quizá se le pase pronto —repuso Alf. Encendió su pipa y fumó con solemnidad—. Antes no era así. Espero que recobre la tranquilidad.
—Ya veremos —dijo la señora Cardossi.
El sol salió, frío y ominoso. La niebla colgaba de los árboles y se situaba en las partes más bajas.
Era el viernes por la mañana.
El perro negro estaba tendido bajo el porche, con el oído alerta y los ojos bien abiertos. Tenía el pelaje endurecido por el rocío y al respirar desprendía nubes de vapor que se mezclaban con el escaso aire que corría. De repente, ladeó la cabeza y se enderezó de un salto.
Un débil pero penetrante sonido llegaba desde la distancia.
—¡Roog! —gritó Boris mirando alrededor.
Corrió hacia el portón, se alzó sobre las patas traseras y apoyó las delanteras en la cerca.
El sonido se repitió de nuevo, más fuerte, no tan lejano como antes. Era estridente y metálico, como si algo rodara o una gigantesca puerta se abriera.
—¡Roog! —gritó Boris.
Escudriñó ansiosamente las ventanas oscurecidas que había por encima de su cabeza. Nada se movió. Nada.
Y entonces vio que los Roogs avanzaban por la calle. Los Roogs y su camión avanzaban bamboleándose, traqueteando sobre las piedras con gran estrépito.
—¡Roog! —volvió a gritar Boris.
Sus ojos brillaban en las tinieblas. Luego se calmó. Se echó en el suelo y esperó, atento al menor sonido.
Los Roogs detuvieron el camión frente a la casa. Pudo oír cómo se abrían las puertas y bajaban a la calzada. Boris empezó a correr en círculos. Gimió y apuntó con el hocico hacia la casa.
El señor Cardossi se incorporó un poco en la tibia oscuridad del dormitorio y echó un vistazo al reloj.
—Maldito perro —murmuró—. Maldito perro.
Hundió el rostro en la almohada y cerró los ojos.
Los Roogs bajaban por el sendero. El primer Roog empujó la puerta hasta que cedió. Los Roogs entraron en el patio. El perro retrocedió.
—¡Roog! ¡Roog! —gritó.
El horrible y acre olor de los Roogs le hizo salir huyendo.
—La urna de las ofrendas —dijo el primer Roog—. Creo que está llena. —Sonrió al aterrorizado perro—. Muy amable de tu parte.
Los Roogs se acercaron al cubo de metal; uno de ellos quitó la tapa.
—¡Roog! ¡Roog! —gritaba Boris, acurrucado junto al primer escalón del porche.
Temblaba de miedo. Los Roogs levantaron el cubo y lo pusieron de costado. El contenido se desparramó sobre el suelo y los Roogs destrozaron las bolsas de papel. Eligieron las mondaduras de naranja, los trozos de pan tostado y las cáscaras de los huevos.
Uno de los Roogs se metió una cáscara de huevo en la boca y la destrozó con un crujido.
—¡Roog! —gritó Boris casi para sí, perdida toda esperanza.
Los Roogs casi habían terminado de recoger las ofrendas. Hicieron una pausa y miraron a Boris.
Entonces, lenta y silenciosamente, alzaron la vista hacia la casa y examinaron las paredes, el estuco y la ventana con el visillo de color pardo todavía corrido.
—¡ROOG! —chilló Boris, y avanzó hacia los intrusos con ágiles movimientos, enfurecido y asustado al mismo tiempo.
Los Roogs se apartaron de la ventana a regañadientes. Salieron por el portón y lo cerraron.
—Miradlo —dijo el último Roog con desprecio mientras levantaba el extremo de la manta hasta la altura del hombro.
Boris cargó contra la cerca, con las fauces abiertas y dispuestas a triturar. El Roog más grande agitó los brazos frenéticamente y Boris retrocedió. Se estiró al pie de la escalera del porche, con la boca aún abierta. Dejó escapar un terrible gemido de desdicha, un aullido que expresaba toda su tristeza y desesperación.
—Vámonos —dijo uno de los Roogs al que permanecía junto a la cerca.
Caminaron por el sendero.
—Bueno, excepto estos lugarejos custodiados por los Guardianes, la zona ha quedado despejada —dijo el Roog más grande—. Me alegraré cuando hayamos acabado con este Guardián en particular. Nos causa muchos problemas.
—No te impacientes —sonrió otro Roog—. Tenemos el camión repleto. Dejemos algo para la semana que viene.
Todos los Roogs rieron. Ascendieron el sendero transportando las ofrendas en la manta sucia que se hundía por el centro.

lunes, 23 de enero de 2012

La declaración de Randolph Carter, cuento de HP Lovecraft


Les repito, caballeros, que su encuesta es inútil. Enciérrenme para siempre, si quieren; ejecútenme, si necesitan una víctima para propiciar la ilusión que ustedes llaman justicia; pero yo no puedo decir más de lo que ya he dicho. Todo lo que puedo recordar se lo he contado a ustedes con absoluta sinceridad. No he ocultado ni desfigurado nada, y si algo continúa siendo vago, se debe únicamente a la oscura nube que ha invadido mi cerebro... A esa nube, y a la confusa naturaleza de los horrores que cayeron sobre mí.
Vuelvo a decir que ignoro lo que ha sido de Harley Warren, aunque creo —casi espero— que ha encontrado la paz y el olvido definitivos, si es que existen en alguna parte. Es cierto que durante cinco años he sido su amigo más íntimo, y que compartí parcialmente sus terribles investigaciones en lo desconocido. No niego, aunque mi memoria no es todo lo precisa que sería de desear, que ese testigo suyo puede habernos visto juntos como él dice en el camino de Gainsville, andando hacia Big Cypress Swamp, a las once y media de aquella horrible noche. Y no tengo inconveniente en añadir que llevábamos linternas eléctricas, azadas y un rollo de alambre con diversos instrumentos; ya que esos objetos representaron un papel en la única escena que ha quedado grabada de un modo indeleble en mi trastornada memoria. Pero de lo que siguió, y del motivo de que me encontraran solo y aturdido a orillas del pantano a la mañana siguiente, insisto en que sólo sé lo que les he contado una y otra vez. Dicen ustedes que no hay nada en el pantano o cerca de él que pudiera constituir el marco de aquel espantoso episodio. Repito que no sé nada, aparte de lo que vi. Pudo ser una alucinación o una pesadilla —y espero fervientemente que lo fueran—, pero eso es todo lo que recuerdo de lo ocurrido en aquellas terribles horas, después de que nos alejamos de la vista de los hombres. Y el motivo de que Harley Warren no haya regresado sólo pueden explicarlo él, o su espectro... o algo desconocido que no puedo describir.
Como he dicho antes, las fantásticas investigaciones de Harley Warren no me eran desconocidas, y hasta cierto punto las compartía. De su gran colección de libros raros y extraños sobre temas prohibidos he leído todos los que están escritos en los idiomas que domino; muy pocos, comparados con los escritos en idiomas que no entiendo. La mayoría, creo, son obras en lengua arábiga; y el libro inspirado por el espíritu del mal —el libro que Warren se llevó en su bolsillo al otro mundo— que provocó los acontecimientos, estaba escrito en unos caracteres que nunca había visto. Warren no quiso decirme nunca lo que contenía aquel libro. En cuanto a la naturaleza de nuestras investigaciones..., ¿tengo que repetir que no gozo ya de una plena comprensión? Y encuentro misericordioso que sea así, ya que eran unas investigaciones terribles, que yo compartía más por renuente fascinación que por verdadera inclinación. Warren siempre me había dominado, y a veces le temía. Recuerdo cómo me estremecí ante la expresión de su rostro la noche anterior al espantoso acontecimiento, mientras hablaba ininterrumpidamente de su teoría, de que ciertos cadáveres no se corrompen nunca sino que permanecen enteros en sus tumbas durante un millar de años. Pero ahora no le temo, ya que sospecho que ha conocido horrores más allá de mis posibilidades de comprensión. Ahora temo por él. Repito que no tenía la menor idea de nuestro objetivo de aquella noche. Desde luego, tenía mucho que ver con el libro que Warren llevaba —aquel libro antiguo en caracteres indescifrables que le había llegado de la India un mes antes—, pero juro que ignoraba lo que esperábamos descubrir. Su testigo dice que nos vio a las once y media en el camino de Gainsville, en dirección al pantano de Big Cypress. Probablemente es cierto, aunque yo no lo recuerdo claramente. En mi cerebro sólo quedó grabada una escena, y debió producirse mucho después de medianoche, ya que una pálida luna en cuarto menguante estaba muy alta en el cielo, velada por gasas semitransparentes. El lugar era un antiguo cementerio; tan antiguo, que temblé ante las múltiples evidencias de años inmemoriales. Se encontraba en una profunda y húmeda hondonada, cubierta de musgo y de maleza, y llena de un vago hedor que mi fantasía asoció absurdamente con piedras en descomposición. Por todas partes veíanse señales de descuido y decrepitud, y parecía acosarme la idea de que Warren y yo éramos los primeros seres vivientes que invadíamos un silencio letal de siglos. Por encima del borde de la hondonada la luna menguante atisbaba a través de los fétidos vapores que parecían brotar de ignotas catacumbas, y a sus débiles y oscilantes rayos pude distinguir una repulsiva formación de antiquísimos mausoleos, panteones y tumbas; todos en estado ruinoso, cubiertos de musgo y con manchas de humedad, y parcialmente ocultos por una lujuriante vegetación.
Mi primera impresión vívida de mi propia presencia en aquella terrible necrópolis se refiere al acto de detenerme con Warren ante una determinada tumba y de desprendernos de la carga que al parecer habíamos llevado. Observé entonces que yo había traído una linterna eléctrica y dos azadas, en tanto que mi compañero había cargado con una linterna similar y una instalación telefónica portátil. No pronunciamos una sola palabra, ya que ambos parecíamos conocer el lugar y la tarea que nos estaba encomendada; y sin demora empuñamos las azadas y empezamos a limpiar de hierba y de maleza la arcaica sepultura. Después de dejar al descubierto toda la superficie, que consistía en tres inmensas losas de granito, retrocedimos unos pasos para contemplar el fúnebre escenario; y Warren pareció efectuar unos cálculos mentales. Luego se acercó de nuevo al sepulcro y, utilizando su azada como una palanca, trató de levantar la losa más próxima a unas piedras ruinosas que en su día pudieron haber sido un monumento funerario. No lo consiguió, y me hizo una seña para que acudiera en su ayuda. Finalmente, nuestros esfuerzos combinados aflojaron la losa, la cual levantamos y apartamos a un lado.
Quedó al descubierto una negra abertura, por la que brotó un efluvio de gases miasmáticos tan nauseabundos que Warren y yo retrocedimos precipitadamente. Sin embargo, al cabo de unos instantes nos acercamos de nuevo a la fosa y encontramos las emanaciones menos insoportables. Nuestras linternas iluminaron un tramo de peldaños de piedra empapados en algún detestable licor de la entraña de la tierra, y bordeados de húmedas paredes con costras de salitre. Entonces, por primera vez que yo recuerde durante aquella noche, Warren me habló con su meliflua voz de tenor; una voz singularmente inalterada por nuestro pavoroso entorno.
—Lamento tener que pedirte que te quedes en la superficie —dijo—, pero sería un crimen permitir que alguien con unos nervios tan frágiles como los tuyos bajara ahí. No puedes imaginar, ni siquiera por lo que has leído y por lo que yo te he contado, las cosas que tendré que ver y hacer. Es una tarea infernal, Carter, y dudo que cualquier hombre que no tenga una sensibilidad revestida de acero pudiera llevarla a cabo y regresar vivo y cuerdo. No quiero ofenderte y el cielo sabe lo mucho que me alegraría llevarte conmigo; pero la responsabilidad es mía, y no puedo arrastrar a un manojo de nervios como tú a una muerte o una locura probables. Te repito que no puedes imaginar siquiera de qué se trata... Pero te prometo mantenerte informado por teléfono de cada uno de mis movimientos. Como puedes ver, he traído alambre suficiente para llegar al centro de la tierra y regresar.
Todavía puedo oír, en mi recuerdo, aquellas palabras pronunciadas fríamente; y puedo recordar también mis protestas. Parecía desesperadamente ansioso por acompañar a mi amigo a aquellas profundidades sepulcrales, pero él se mostró inflexible. En un momento determinado amenazó con abandonar la expedición si no me daba por vencido; una amenaza eficaz, dado que sólo él tenía la clave del asunto. Tras haber obtenido mi asentimiento, dado de muy mala gana, Warren cogió el rollo de alambre y ajustó los instrumentos. Finalmente, me entregó uno de los auriculares, estrechó mi mano, se cargó al hombro el rollo de alambre y desapareció en el interior de aquel indescriptible osario.
Fui a sentarme sobre una vieja y descolorida lápida, cerca de la negra abertura que se había tragado a mi amigo. Durante un par de minutos pude ver el resplandor de su linterna y oír el crujido del alambre mientras lo desenrollaba detrás de él; pero el resplandor desapareció bruscamente, como tapado por una revuelta de la escalera, y el sonido se apagó con la misma rapidez. Yo estaba solo, pero unido a las desconocidas profundidades por aquel mágico alambre cuyo verde revestimiento aislante brillaba bajo los pálidos rayos de la luna menguante.
Consultaba continuamente mi reloj a la luz de mi linterna, y estaba pendiente del auricular con febril ansiedad; pero durante más de un cuarto de hora no oí absolutamente nada. Luego percibí un leve chasquido, y llamé a mi amigo con voz tensa. A pesar de mis aprensiones, no estaba preparado para las palabras que me llegaron desde aquella pavorosa bóveda, con un acento de alarma que resultaba mucho más estremecedor por cuanto que procedía del imperturbable Harley Warren. Él, que se había separado de mí con tanta tranquilidad momentos antes, llamaba ahora desde abajo con un tembloroso susurro más impresionante que el más desaforado de los gritos:
—¡Dios! ¡Si pudieras ver lo que estoy viendo!
No pude contestar. Me había quedado sin voz, y sólo pude esperar. Warren habló de nuevo:
—¡Carter, es terrible... monstruoso... increíble!
            Esta vez la voz no me falló, y vertí en el micrófono un chorro de excitadas preguntas. Aterrado, repetía sin cesar:
—Warren, ¿qué es? ¿Qué es?
De nuevo me llegó la voz de mi amigo, ronca de temor, ahora visiblemente teñida de desesperación:
—¡No puedo decírtelo, Carter! ¡Es demasiado monstruoso! No me atrevo a decírtelo... ningún hombre podría saberlo y continuar viviendo... ¡Dios mío! ¡Nunca había soñado en nada semejante!
Silencio de nuevo, interrumpido solamente por mis ocasionales y ahora estremecidas preguntas. Luego, la voz de Warren con un trémulo de desesperada consternación:
—¡Carter! ¡Por el amor de Dios, vuelve a colocar la losa y márchate si puedes! ¡Aprisa! ¡Déjalo todo y márchate... es tu única oportunidad! ¡Haz lo que te digo y no me pidas explicaciones!
Le oí, pero sólo fui capaz de repetir mis frenéticas preguntas. A mi alrededor había tumbas, oscuridad y sombras; debajo de mí, alguna amenaza más allá del alcance de la imaginación humana. Pero mi amigo estaba expuesto a un peligro mucho mayor que el mío, y a través de mi propio terror experimenté un vago resentimiento al pensar que me creía capaz de abandonarle en semejantes circunstancias. Se oyeron más chasquidos, y tras una breve pausa un lamentable grito de Warren:
—¡Dale esquinazo! ¡Por el amor de Dios, coloca de nuevo la losa y dale esquinazo, Carter!—. La jerga infantil de mi compañero, reveladora de que se encontraba bajo la influencia de una profunda emoción, actuó sobre mí como un poderoso revulsivo.
Formé y grité una decisión:
—¡Warren, resiste! ¡Voy a bajar!
Pero, ante aquel ofrecimiento, el tono de mi amigo se convirtió en un alarido de absoluta desesperación:
—¡No! ¡No pueden comprenderlo! Es demasiado tarde... y la culpa ha sido mía. Coloca de nuevo la losa y corre... es lo único que puedes hacer ahora por mí.
El tono cambió de nuevo, esta vez adquiriendo una mayor suavidad, como de resignación sin esperanza. Sin embargo, seguía siendo tenso debido a la ansiedad que Warren experimentaba por mi suerte.
—¡Date prisa! ¡Corre, antes de que sea demasiado tarde!
No traté de contradecirle; intenté sobreponerme a la extraña parálisis que se había apoderado de mí y cumplir mi promesa de acudir en su ayuda. Pero su siguiente susurro me sorprendió todavía inerte en las cadenas de un indescriptible horror.
—¡Carter, apresúrate! Todo es inútil... tienes que huir... es mejor uno que dos... la losa... Una pausa, más chasquidos, luego la débil voz de Warren:
—Todo va a terminar... no lo hagas más difícil... cubre esos malditos peldaños y ponte a salvo... no pierdas más tiempo... hasta nunca, Carter... no volveremos a vernos.
El susurro de Warren se hinchó hasta convertirse en un grito; un grito que paulatinamente se hinchó a su vez y se hizo un alarido que contenía todo el horror de los siglos...
—¡Malditos sean los seres infernales! ¡Hay legiones de ellos! ¡Dios mío! ¡Huye! ¡Huye! ¡HUYE!
Después, silencio. Ignoro durante cuantos interminables eones permanecí sentado, estupefacto; susurrando, murmurando, llamando, gritándole a aquel teléfono. Una y otra vez a través de aquellos eones susurré, murmuré, llamé y grité:
—¡Warren! ¡Warren! ¡Contesta! ¿Estás ahí?
Y entonces llegó hasta mí el horror culminante: el horror indecible, impensable, increíble. Ya he dicho que parecieron transcurrir eones después de que Warren lanzó su última desesperada advertencia, y que sólo mis propios gritos rompieron el pavoroso silencio. Pero al cabo de unos instantes se oyó un chasquido en el receptor y tensé el oído para escuchar. Grité de nuevo: «Warren, ¿estás ahí?», y en respuesta oí lo que envió la oscura nube sobre mi cerebro. No intentaré describir aquella voz, caballeros, puesto que las primeras palabras me arrancaron la conciencia y crearon un vacío mental que se extiende hasta el momento en que desperté en el hospital. ¿Qué podría decir? ¿Que la voz era hueca, profunda, gelatinosa, remota, sobrenatural, inhumana, incorpórea? Aquello fue el final de mi experiencia, y es el final de mi historia. Lo oí, y no sé nada más... La oí mientras permanecía petrificado en aquel cementerio desconocido en la hondonada, entre las lápidas carcomidas y las tumbas en ruinas, la exuberante vegetación y los vapores miasmáticos... La oí surgiendo de las abismáticas profundidades de aquel maldito sepulcro abierto, mientras contemplaba unas sombras amorfas y necrófagas danzando bajo una pálida luna menguante.
Y esto fue lo que dijo:
«¡Imbécil! ¡Warren está MUERTO!»
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