—Ahora
que habláis de vampirismo, me viene a la mente una historia que hace tiempo leí
o escuché. Creo que más bien lo último, pues ahora que recuerdo, el narrador
insistió mucho en que el relato era verdadero. Si la historia se ha publicado y
la conocéis, interrumpidme, pues no hay nada más fastidioso y aburrido que
escuchar cosas conocidas. —Creo que nos vas a ofrecer algo horroroso y
tremendo; así es que, por lo menos, piensa en San Serapio y procura ser lo más
breve posible, para que Vincenzo tenga la palabra, pues, según veo, está
impaciente por referirnos el cuento que nos prometió. —¡Calma, calma! —exclamó
Vincenzo— Nada mejor para mí que Cipriano tienda un tapiz negro que sirva de
fondo a la representación mímico-plástica de mis alegres, pintorescas y
saltarinas figuras. Empieza, Cipriano amigo, muéstrate seco, terrorífico,
incluso espeluznante, más que el vampírico lord Byron, al que por cierto no he
leído. —El conde Hipólito —comenzó Cipriano— había regresado de sus largos
viajes, para hacerse cargo de la rica herencia de su padre. El palacio estaba
situado en una de las regiones más bellas y agradables del país, y las rentas
que le proporcionaban sus posesiones bastaban para el costoso embellecimiento
del mismo. ...Todo lo que el conde había visto a lo largo de sus viajes, lo más
bello, atractivo y suntuoso, quería verlo de nuevo levantarse ante sus ojos.
Cortesanos y artistas reuníanse en torno a él y acudían a su llamada, de modo
que pronto comenzaron las obras del palacio, y el diseño de un amplio parque de
gran estilo, en el que se hallarían incluidas iglesia, cementerio y parroquia,
formando parte del artístico jardín. El conde dirigía todos los trabajos, pues
tenía conocimientos suficientes para ello. Se entregó en cuerpo y alma a estas
ocupaciones, de modo que transcurrió un año sin que se le ocurriese (según le
aconsejó su anciano tío) dejarse ver a los ojos de las jóvenes, para escoger
como esposa a la más bella, a la mejor y a la más noble. Una mañana que se
encontraba sentado ante la mesa de dibujo, proyectando un nuevo edificio, se
hizo anunciar una vieja baronesa, lejana pariente de su padre. Hipólito recordó
el nombre de la baronesa, y que su padre sentía una indignación intensa contra
esta mujer, e incluso que hablaba de ella con repugnancia, y a todas cuantas
personas trataban de acercarse a ella les aconsejaba que se alejasen, aunque
sin explicar jamás los motivos del peligro. Cuando se le preguntaba al conde,
solía decir que había ciertas cosas sobre las que más valía callar que hablar.
Con más razón, cuanto que en la residencia 1 corrían turbios rumores de un
extraño e insólito proceso criminal, en el que estaba implicada la baronesa,
que separada de su marido y expulsada de su alejado lugar de residencia, sólo
gracias a la intervención del príncipe se veía libre de encarcelamiento. Muy
molesto se sintió Hipólito por la proximidad de una persona a la que su padre
aborrecía, aunque los motivos le fuesen desconocidos. La ley de la
hospitalidad, que era privativa de toda esta región, le obligaba a recibir la
desagradable visita. Jamás una persona había causado al conde una impresión tan
antipática en su apariencia —aunque en realidad no fuese odiosa— como la
baronesa. Al entrar traspasó al conde con una mirada de fuego, luego entornó
los párpados y se disculpó de su visita, casi con expresión humilde. Se quejó
de que el padre del conde, poseído por extraños prejuicios, a los que le habían
inducido sus enemigos maliciosamente, la había odiado hasta la muerte, de modo
que, aunque languidecía en la mayor pobreza, y se avergonzaba de su estado,
nunca había recibido la menor ayuda. Al fin, como inesperadamente se hubiera
visto en posesión de una pequeña suma de dinero, le había sido posible
abandonar su residencia y huir hacia un pueblo muy alejado de aquella región.
Antes de emprender el viaje no había podido resistir el impulso de conocer al
hijo del hombre que le había profesado un odio tan injusto e irreconciliable,
aunque a su pesar le reverenciase. Fue el conmovedor tono de verdad con que
habló la baronesa, lo que emocionó al conde, cuanto más que lejos de mirar el
desagradable semblante de la vieja, hallábase absorta su mirada en la
contemplación de la adorable, maravillosa y encantadora criatura que la
acompañaba. Calló ésta y el conde pareció no darse cuenta: permanecía
abstraído. La baronesa pidió que la disculpase, pues al entrar sintióse
desconcertada, y se le olvidó presentar a su hija Aurelia. Sólo al oír esto
recuperó el conde la palabra, y juró, enrojeciendo totalmente, lo que sumió en
la mayor confusión a la adorable joven, que le concediesen enderezar lo que su
padre había ejecutado por error, y les suplicó que, conducidas por su propia
mano, entrasen en el palacio. Para confirmar estas palabras tomó la mano de la
baronesa, pero la respiración y el habla se le cortaron, al tiempo que un frío
enorme le recorría el cuerpo. Sintió que su mano era apresada por unos dedos
rígidos, helados como la muerte, y le pareció como si la enorme y huesuda
figura de la baronesa —que le contemplaba con ojos sin visión— estuviese
envuelta en la espantosa vestimenta de un cadáver. —¡Oh, Dios mío, qué
desgracia está sucediendo en este momento! —gritó Aurelia, y empezó a gemir con
una voz tan quejumbrosa, que su pobre madre fue presa de un ataque convulsivo,
de cuyo estado, como de costumbre, solía salir unos instantes después, sin
necesidad de valerse de ningún medio. Con gran trabajo se desprendió el conde
de la baronesa, y como tomase la mano de 2 Aurelia y depositase en ella un
ardiente beso, sintió que el dulce deleite del amor y el fuego de la vida
retornaban a invadir su ser. Próximo a la edad madura, sintió el conde, por
primera vez, todo el poder de la pasión, de tal modo que le resultó muy difícil
esconder sus sentimientos, y como Aurelia le manifestase su agrado de manera
ingenua, se encendió en él la esperanza. Apenas pasaron unos cuantos minutos
cuando la baronesa despertó de su desmayo, ignorante de lo que había sucedido,
y aseguró al conde que estimaba la invitación de permanecer algún tiempo en el
palacio, y que olvidaba para siempre todo el mal que su padre le había causado.
Así fue como, repentinamente, cambió el hogar del conde, hasta el punto que
llegó a pensar que, por un especial favor, el destino le había llevado hasta allí
a la persona más ardientemente adorada de todo el universo, para concederle la
mayor felicidad de que puede gozar un ser humano. La conducta de la baronesa
fue idéntica, permaneció silenciosa, seria, incluso reservada, y mostró siempre
que había ocasión favorable, un dulce talante y hasta una inocente alegría en
el fondo de su corazón. El conde, que ya se había habituado al extraño
semblante cadavérico y a su figura fantasmal, atribuyó todo esto a su
enfermedad, así como la tendencia a una intensa exaltación, de la que daba
muestras —según le había dicho su gente— durante los paseos nocturnos que
efectuaba por el parque, en dirección al cementerio. El conde se avergonzó de
que los prejuicios de su padre le hubiesen prevenido tanto contra ella y trató
de vencer el sentimiento que le sobrecogía, siguiendo los consejos de su buen
tío que le indicaba librarse de una relación que tarde o temprano le
perjudicaría. Convencido del intenso amor de Aurelia, pidió su mano y figuraos
con qué alegría la baronesa aceptó, viéndose transportada de la mayor
indigencia al seno de la felicidad. La palidez y aquel aspecto que denotaba un
interior extremadamente desasosegado, fue desapareciendo del semblante de
Aurelia. La felicidad del amor resplandecía en su mirada y daba a sus mejillas
un tono rosado. La mañana del día que se iba a celebrar la boda, un
acontecimiento sobrecogedor vino a contrariar los deseos del conde. Encontraron
a la baronesa inerte en el parque, caída en el suelo, con el rostro en tierra,
no lejos del camposanto, y la transportaron al palacio, precisamente cuando el
conde se levantaba dominado por el sentimiento de su felicidad inminente. Pensó
que la baronesa había sido atacada por su acostumbrado mal; sin embargo, fueron
vanos todos los medios de que se sirvieron para volverla a la vida. Estaba
muerta. Aurelia no se entregó a los desahogos propios de un intenso dolor, y
muda, sin derramar una lágrima, parecía haberse quedado como paralizada después
del golpe recibido. El conde, que temía por su amada, con gran cuidado y
suavidad se atrevió a recordarle su situación de criatura sola, de modo que
ahora más que nunca era necesario acep convenientemente acelerando la ceremonia
de la boda que se había diferido a causa de la muerte de la madre. A esto,
Aurelia, echándose en los brazos del conde, gritó, al tiempo que derramaba un
torrente de lágrimas, con una voz que desgarraba el corazón: Sí, sí, por todos
los Santos, por mi bien, sí!. El conde pensó que este vehemente desahogo era
debido a la consideración bien amarga de que se encontrase sola, sin patria, y
no supiese adonde ir, e incluso a las consideraciones sociales que le impedían
permanecer en el palacio. El conde se ocupó de que una dama honorable le
hiciese compañía hasta que el matrimonio se celebró, sin que ningún suceso
desgraciado interrumpiese la ceremonia, e Hipólito y Aurelia alcanzaron la
cumbre de su felicidad. Mientras todo esto sucedía, Aurelia se había mostrado
siempre en un estado de gran excitación. No era el dolor por la pérdida de su
madre lo que la desasosegaba, sino una sensación de miedo mortal que parecía
atenazarla continuamente. En mitad de los más dulces transportes amorosos,
sentíase sobrecogida de terror, palidecía como una muerta y abrazaba al conde,
derramando lágrimas, como si quisiera asegurarse bien de que un poder invisible
y enemigo no la llevase a la perdición. Entonces gritaba: ¡No, nunca, nunca!.
Una vez que se encontró casada pareció que el estado de excitación cesaba y que
se veía libre del miedo que la sobrecogía. Esto no impidió que el conde
adivinase que algún secreto fatídico se escondía en el seno de Aurelia, pero,
ciertamente, le pareció inoportuno preguntarle acerca de ello, en tanto que
persistiese la excitación, y ella misma se mantuviese callada. Hasta que un día
se atrevió a insinuarle la pregunta de cuál era la causa de su desasosiego.
Entonces Aurelia afirmó que suponía un inmenso bien para ella desahogar por
entero su corazón en su amado esposo. No poco se sorprendió el conde cuando se
enteró de que únicamente la fatal conducta de la madre era el motivo del
malestar de Aurelia. ¿Hay algo más espantoso —gritó Aurelia— que odiar a la
propia madre y tener que aborrecerla? De aquí se deduce que tanto el padre como
el tío no estaban dominados por falsos prejuicios y que la baronesa había
engañado al conde con una premeditada hipocresía. Como un signo muy favorable,
el conde consideró que la malvada madre se hubiese muerto el mismo día que se
iba a celebrar su boda, y no tenía ningún reparo en decirlo. Aurelia, en cambio,
dijo que precisamente desde el día de la muerte de su madre se sentía dominada
por los más lúgubres y sombríos presentimientos, que no podía evitar sentir un
miedo espantoso a que los muertos saliesen de sus tumbas y la arrancasen de los
brazos de su amado para llevarla al abismo. Aurelia recordaba (según refería)
los tiempos de su niñez, cómo una mañana, cuando acababa de despertarse, oyó un
tumulto espantoso en la casa. Las puertas se abrían y cerraban, se oían voces
extrañas. Cuando finalmente se hizo la calma, la doncella tomó a Aurelia de la
mano y la llevó a una gran estancia donde estaban muchos hombres reunidos, y en
el centro de la habitación sobre una gran mesa yacía un hombre que jugaba a
menudo con Aurelia, que le daba golosinas, y al que solía llamar papá. Extendió
las manos hacia él y quiso 4 besarle. Los labios que en otro tiempo estaban
cálidos ahora estaban helados, y Aurelia, sin saber por qué, prorrumpió en
sollozos. La doncella la condujo a una casa desconocida, donde estuvo durante mucho
tiempo, hasta que apareció una señora y se la llevó en un coche. Era su madre
que la trasladó a la Corte. Aurelia debía tener ya dieciséis años cuando
apareció un hombre en casa de la baronesa, al que ésta recibió con alegría,
denotando la confianza e intimidad de un amigo querido desde hace tiempo. Cada
vez venía más a menudo, y cada vez era más evidente que su casa se transformaba
y ponía en mejores condiciones. En lugar de vivir como en una cabaña y vestirse
con pobres vestidos y alimentarse mal, ahora vivían en la parte más bella de la
ciudad, ostentaban lujosos vestidos y comían y bebían con el desconocido, que
diariamente se sentaba a la mesa y participaba en todas las diversiones
públicas que se ofrecían en la Corte. Únicamente Aurelia permanecía ajena a las
mejoras de su madre, que, evidentemente, se debían al extranjero. Se encerraba
en su cuarto cuando la baronesa departía con el desconocido y permanecía tan
insensible como antes. El desconocido, aunque era ya casi de cuarenta años,
tenía un aspecto fresco y juvenil, poseía una gran figura y su semblante podía
considerarse varonil. No obstante, le resultaba desagradable a Aurelia porque,
a menudo, su conducta le parecía vulgar, torpe y plebeya. Las miradas que
empezó a dirigir a Aurelia le causaron inquietud y espanto, incluso un temor
que ella misma no sabía explicar. Hasta el momento, la baronesa no se había
molestado en dar alguna explicación a Aurelia acerca del desconocido. Ahora
mencionó su nombre a Aurelia, añadiendo que el barón era muy rico y un pariente
lejano. Alabó su figura, sus rasgos, y terminó preguntando a Aurelia que qué le
parecía. Aurelia no ocultó el aborrecimiento que sentía por el desconocido; la
baronesa le lanzó una mirada que le produjo un terror indecible y luego la regañó
acusándola de ser necia. Poco después, la baronesa se conducía más amablemente
que nunca con Aurelia. Le regaló hermosos vestidos y ricos adornos que estaban
de moda, y la dejó participar en las diversiones públicas. El desconocido
trataba de ganarse el favor de Aurelia, de tal modo que se hacía todavía más
odioso. Fue fatal para su tierno espíritu que la casualidad le deparase ser
testigo de todo esto, lo que motivó que sintiese un odio tremendo hacia el
desconocido y la corrompida madre. Como pocos días después el desconocido,
medio embriagado, la estrechase en sus brazos, de modo que no dejase lugar a
dudas de sus aviesas intenciones, la desesperación diole fuerzas varoniles, de
forma que le propinó tal empujón al desconocido que lo tiró de espaldas, tuvo
que huir y se encerró en su cuarto. La baronesa explicó a Aurelia fríamente y
con firmeza que el desconocido mantenía la casa y que no tenía el menor deseo
de volver a la antigua indigencia, y que, por consiguiente, eran vanos e
inútiles los melindres. Aurelia debía ceder a los deseos del desconocido, que
amenazaba abandonarlas. En vez de compadecerse de las súplicas desgarradoras de
Aurelia, de sus ardientes lágrimas, la vieja comenzó a proferir amenazas y a
burlarse de ella, agregando que estas relaciones le proporcionarían el mayor
placer de la vida, así como 5 toda clase de comodidades, y dio muestras de un
desaforado aborrecimiento hacia los sentimientos virtuosos, por lo que Aurelia
quedó aterrada. Viose perdida, de modo que la única salvación posible le
pareció una rápida huida. Aurelia se había hecho con una llave de la casa, y
envolviendo algunas cosas indispensables para su fuga, se deslizó a medianoche,
cuando vio a su madre profundamente dormida, hasta el vestíbulo iluminado
débilmente. Con sumo cuidado trataba de salir, cuando la puerta de la casa
chocó violentamente y retumbó a través de la escalera. En medio del vestíbulo,
haciendo frente a Aurelia, apareció la baronesa vestida con una bata sucia y
vieja, con el pecho y los brazos descubiertos, el pelo gris despeinado,
moviéndose airada. Y detrás de ella el desconocido, que gritaba y chillaba:
¡Espera, condenado Satanás, bruja endemoniada, que me las vas a pagar!, y
arrastrándola por los pelos, empezó a golpearla de un modo brutal en mitad del
cuerpo, envuelto como estaba en su gruesa bata. La baronesa empezó a gritar.
Aurelia, casi desvanecida, pidió auxilio, asomándose a la ventana abierta. Dio
la casualidad que precisamente pasaba por allí una patrulla de guardias, que
entraron al instante en la casa: ¡Cogedle! —gritaba la baronesa a los guardias,
retorciéndose de rabia y de dolor— ¡Cogedle y agarradle bien! ¡Miradle la
espalda! En cuanto la baronesa pronunció su nombre, el jefe de la patrulla exclamó
jubilosamente: ¡Al fin te cogimos, Urian!, y con esto le agarraron y le
llevaron consigo, no obstante resistirse. A pesar de todo lo sucedido, la
baronesa se había percatado de las intenciones de Aurelia. De momento se
conformó con agarrarla violentamente del brazo, arrojarla al interior de su
cuarto y cerrarlo bien, sin decir palabra. A la mañana siguiente, la baronesa
salió y regresó muy tarde por la noche, mientras Aurelia permanecía en su
cuarto encerrada como en una prisión, sin ver ni oír a nadie, de modo que pasó
el día sin que tomase comida ni bebida. Así transcurrieron varios días. A
menudo la miraba la baronesa con ojos encendidos de ira, y parecía como si
quisiera tomar una decisión, hasta que un día encontró una carta, cuyo
contenido pareció llenarla de alegría: Odiosa criatura —dijo la baronesa a
Aurelia—, eres culpable de todo, aunque te perdono, y lo único que deseo es que
no te alcance la espantosa maldición que este malvado ha descargado sobre ti.
Luego de decir esto se mostró muy amable, y Aurelia, ahora que ya aquel hombre
se había alejado, no volvió a pensar más en la huida, por lo que le fue
concedida mayor libertad. Pasado ya algún tiempo, un día que Aurelia estaba
sentada sola en su cuarto, oyó un gran tumulto en la calle. La doncella salió y
volvió diciendo que era el hijo del verdugo que iba detenido, después de ser
marcado por robo y asesinato, y que al ser conducido a la cárcel se había
escapado de entre las manos de los guardianes. Aurelia vaciló, asomándose a la
ventana, dominada por temerosos presentimientos; no se había engañado, era el
desconocido que, rodeado de numerosos guardianes, iba subido en una carreta. Le
conducían camino de la ejecución de la condena y de la expiación de sus faltas.
Casi estuvo a punto de desmayarse en su sillón, cuando la espantosa y salvaje
mirada del 6 hombre se cruzó con la suya, al tiempo que con gestos amenazadores
levantaba el puño cerrado hacia su ventana. Era costumbre de la baronesa estar
siempre fuera de casa, aunque regresaba para hablar con Aurelia y hacer
consideraciones acerca de su destino y de las amenazas que se cernían sobre
ella, presagiando una vida muy triste. Por medio de la doncella que había
entrado a su servicio el día después del suceso de aquella noche, y a la que
habían tenido al corriente de las relaciones de la baronesa con aquel pícaro,
se enteró Aurelia de que todos los de la casa compadecían a la baronesa por
haber sido engañada tan vilmente por un delincuente tan despreciable. Bien
sabía Aurelia que la cosa era de otro modo, y le parecía imposible que los
guardias que poco antes habían detenido a este hombre en casa de la baronesa no
supieran de sobra la buena amistad de la baronesa con el hijo del verdugo, ya
que al apresarle, la baronesa había proferido su nombre y había hecho alusión a
la marca de su espalda, que era la señal de su crimen. De aquí que, incluso, la
misma doncella a veces expresase con ambigüedad lo que se decía por todas
partes, y que insinuase que los jueces estaban haciendo averiguaciones, de
forma que hasta la honorable baronesa estuviese a punto de sufrir arresto,
debido a las extrañas declaraciones del malvado hijo del verdugo. De nuevo se
dio cuenta la pobre Aurelia de la situación tan lamentable en que se hallaba su
madre, y no comprendió cómo podría después de aquel horroroso acontecimiento
permanecer un instante más en la residencia. Finalmente, viose obligada a
abandonar el lugar, donde se sentía rodeada de un justificado desprecio, y a
dirigirse a una región alejada de allí. El viaje la condujo al palacio del
conde, donde sucedió lo que ya hemos referido. Aurelia se sintió extremadamente
feliz, libre de las tremendas preocupaciones que tenía, pero he aquí que quedó
aterrada cuando al expresarle su madre el favor divino que le concedía este sentimiento
de bienaventuranza, ésta, echando llamas por los ojos, gritó con voz
destemplada: ¡Tú eres la causa de mi desgracia, desventurada criatura, pero ya
verás, toda tu soñada felicidad será destruida por el espíritu vengador, cuando
me sobrecoja la muerte. En medio de las convulsiones que me costó tu
nacimiento, la astucia de Satanás..., y aquí se detuvo Aurelia, se apoyó en el
pecho del conde y le suplicó que le permitiese callar lo que la baronesa había
proferido en su furor demencial. Hallábase destrozada, pues creía firmemente
que se cumplirían las amenazas de los malos espíritus que poseían a su madre.
El conde consoló a su esposa lo mejor que pudo. Hubo de confesarse a sí mismo,
cuando estuvo tranquilo, que el profundo aborrecimiento de la baronesa, aunque
hubiese fallecido, arrojaba una negra sombra sobre la vida, que le había
parecido tan clara. Poco tiempo después se notó un marcado cambio en Aurelia.
Como la palidez mortal de su semblante y la mirada extenuada denotase
enfermedad, pareció como si Aurelia ocultase un nuevo secreto en el interior de
su ser, que se mostrase inquieto, inseguro y temeroso. Huía incluso hasta de su
marido, se 7 encerraba en su cuarto, buscaba los lugares más apartados del
parque, y cuando se la veía, sus ojos llorosos y los consumidos rasgos de su
semblante denotaban que sufría una pena profunda. En vano el conde se esforzaba
por conocer los motivos del estado de su esposa. Del enorme desconsuelo en el
que finalmente se sumió, la sacó un famoso médico, al insinuar que la gran
irritabilidad de la condesa, a juzgar por los síntomas, posiblemente denotaba
un cambio de estado, que haría la dicha del matrimonio. Este mismo médico se
permitió, como se sentase a la mesa del conde y de la condesa, toda clase de
alusiones al supuesto estado en que se hallaba la condesa. La condesa parecía
indiferente a todo lo que escuchaba, aunque de pronto prestó gran atención,
cuando el médico comenzó a hablar de los caprichos tan raros que a veces tenían
las mujeres que estaban en estado, y a los que se entregaban sin tener en
consideración la salud y la conveniencia del niño. La condesa abrumó al médico
con preguntas, y éste no se cansó de responder a todas ellas, refiriendo casos
asombrosamente curiosos y divertidos de su propia experiencia: También —repuso—
hay ejemplos de caprichos anormales, que llevan a las mujeres a realizar hechos
espantosos. Así la mujer de un herrero sintió tal deseo de la carne de su
marido, que no paró hasta que un día que éste llegó embriagado, se abalanzó
sobre él con un cuchillo grande y le acuchilló de manera tan cruel que pocas
horas después entregaba el espíritu. Apenas hubo pronunciado el médico estas
palabras, la condesa se desmayaba en la silla donde estaba sentada, y con gran
trabajo pudo ser salvada de los ataques de nervios que sufrió a continuación.
El médico se percató de que había sido muy imprudente al mencionar en presencia
de una mujer tan débil y nerviosa aquel terrible suceso. Sin embargo, pareció
que aquella crisis había ejercido un influjo bienhechor en el ánimo de la
condesa, pues se tranquilizó, aunque como de nuevo volviese a enmudecer y a
convertirse en una extraña criatura solitaria, con un fuego intenso que brotaba
de sus ojos, adquiriendo la palidez mortal de antes, el conde nuevamente volvió
a sentir pena e inquietud acerca del estado de su esposa. Lo más raro de él,
era que la condesa no tomaba ningún alimento, y sobre todo que demostraba tal
asco a la comida, especialmente a la carne, que más de una vez se alejó de la
mesa dando las más vivas muestras de aborrecimiento. El médico se sintió
incapaz de curarla, pues ni las más fuertes y cariñosas súplicas del conde, ni
nada en el mundo podía hacer que la condesa tomase ninguna medicina. Como
transcurriesen semanas y meses sin que la condesa probase bocado, y pareciese
que un insondable secreto consumía su vida, el médico supuso que había algo
raro, más allá de los límites de la ciencia humana. Abandonó el palacio con un
pretexto cualquiera, y el conde pudo darse cuenta de que la enfermedad de la
condesa parecía muy sospechosa al acreditado médico, y denotaba que la
enfermedad estaba muy arraigada, sin que hubiese medio de curarla. Hay que
suponerse en qué estado de ánimo quedó el conde, no satisfecho con esta
explicación. 8 Justamente por esta época un viejo y fiel servidor tuvo ocasión
de descubrir al conde que la condesa abandonaba el palacio todas las noches y
regresaba al romper el alba. El conde se quedó helado. Ahora es cuando se dio
cuenta de que desde hacía bastante tiempo, a eso de la medianoche, le
sobrecogía un sueño muy pesado, que atribuía a algún narcótico que la condesa
le administraba para poder abandonar sin ser vista el dormitorio que compartía
con él. Los más negros presentimientos sobrecogieron su alma; pensó en la
diabólica madre, cuyo espíritu quizá revivía ahora en la hija, en alguna
relación ilícita y adulterina, y hasta en el malvado hijo del verdugo. A la
noche siguiente iba a desvelársele el espantoso secreto, único motivo del
estado misterioso en que sehallaba su esposa. La condesa acostumbraba ella
misma a preparar el té que tomaba el conde y luego se alejaba. Aquel día
decidió el conde no probar una gota, y como leyese en la cama, según tenía por
costumbre, no sintió el sueño que le sobrecogía a medianoche como otras veces.
No obstante se acostó sobre los cojines, e hizo como si durmiese. Suavemente,
con gran cuidado, abandonó la condesa el lecho, se aproximó a la cama del conde
e iluminó su rostro, deslizándose de la alcoba sin hacer ruido. El corazón le
latía al conde violentamente, se levantó, echóse un manto y siguió a su esposa.
Era una noche de luna clara, de modo que, no obstante lo veloz de su paso, se
podía ver perfectamente a la condesa Aurelia, envuelta su figura en una túnica
blanca. La condesa se dirigió a través del parque hacia el cementerio y
desapareció tras el muro. Rápidamente, corrió el conde tras ella, atravesó la
puerta del muro del cementerio, que halló abierta. Al resplandor clarísimo de
la luna vio un círculo de espantosas figuras fantasmales. Viejas mujeres
semidesnudas, con el cabello desmelenado, hallábanse arrodilladas en el suelo,
y se inclinaban sobre el cadáver de un hombre, que devoraban con voracidad de
lobo. ¡Aurelia hallábase entre ellas! Impelido por un horror salvaje, el conde
salió corriendo irreflexivamente, como preso de un espanto mortal, por el pavor
del infierno, y cruzó los senderos del parque, hasta que, bañado en sudor, al
amanecer encontróse ante la puerta del palacio. Instintivamente, sin meditar lo
que hacía, subió corriendo las escaleras, y atravesó las habitaciones hasta
llegar a la alcoba. La condesa yacía, al parecer entregada a un dulce y
tranquilo sueño. El conde trató de convencerse de que sólo había sido una
pesadilla o una visión engañosa que le había angustiado, ya que era sabedor del
paseo nocturno, del cual daba trazas su manto, mojado por el rocío de la
mañana. Sin esperar a que la condesa despertase, se vistió y montó en su
caballo. La carrera que dio a lo largo de aquella hermosa mañana a través de
los arbustos aromáticos, de los que parecía saludarle el alegre canto de los
pájaros que despertaban al día, disipó las terribles imágenes nocturnas;
consolado y sereno regresó al palacio. 9 Como ambos, el conde y la condesa, se
sentasen solos a la mesa, y como de costumbre ésta tratase de salir de la
estancia a la vista de la carne guisada, dando muestras del mayor asco, se le
hizo evidente al conde, en toda su crudeza, la verdad de lo que había
contemplado la noche anterior. Poseído del mayor furor se levantó de un salto y
gritó con voz terrible: ¡Maldito aborto del infierno, ya sé por qué aborreces
el alimento de los hombres, te cebas en las tumbas, mujer diabólica! Apenas
había proferido estas palabras, la condesa, dando alaridos, se abalanzó sobre
él con la furia de una hiena y le mordió en el pecho. El conde dio un empujón a
la rabiosa mujer y la tiró al suelo, donde entregó su espíritu en medio de las
convulsiones más espantosas. El conde enloqueció.
Amo ese cuento. La illustration es mía. Saludos!
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