domingo, 12 de octubre de 2014

Un verano italiano de Eduardo Sacheri


No puedo escuchar la música del Mundial de 1990 sin entristecerme. Supongo que ustedes saben a qué melodía me refiero. Todos los mundiales tienen la suya. Esa cancioncita que acompaña las transmisiones y que a veces cantan en vivo en la ceremonia inaugural. Creo que la del Mundial de los Estados Unidos se llamó “Gloria” o cosa por el estilo. En México hablaba de el “mundo unido por un balón” o alguna otra pavada alusiva. En el Corea-Japón no sé cuál fue la oficial, pero aquí en la Argentina se la pasaron dale que dale con la cancioncita del gordo Casero.
La música de la que hablo, si la memoria no me traiciona (y guarda que bien podría ser que me traicione: ya no me acuerdo de las cosas como antes), se llamaba algo de un “Verano italiano” y sonaba como esas canciones tanas de los años ’60, melodiosas y levemente azucaradas pero no empalagosas. La cantaban un muchacho y una chica de voces potentes y ásperas.
Si a cualquier argentino más o menos futbolero le ponen seis o siete compases de esa cancioncita seguro que la ubica al toque. Y tal vez a más de uno le produzca una sensación rara volver a escucharla. Triste, o nostálgica, o vaya uno a saber qué. Alguno recordará el dolor de esa final contra Alemania y el penal que les regaló ese mexicano turro. Otro preferirá regodearse en el recuerdo del gol de Caniggia a los brasileños. Alguno se sentirá vengado con la definición por penales contra los italianos y sus caras de velorio en el final. Habrá quien no pueda sacarse de la cabeza la imagen de Maradona puteándolos a todos mientras silbaban el himno.
Pero mi tristeza es algo más personal. Si me permiten, más profunda. Me detengo. Releo lo que he escrito y me veo reflejado, mientras escribo, en el vidrio de la ventana. Me pregunto qué hago contándoles a ustedes estas cosas. Yo, con esta cara de gordito pacífico. Estas pecas de pelirrojo. Estos ojos siempre ojerosos. No es que pretenda definirme como feo, guarda. No sé si soy feo. Supongo que soy simplemente anodino, anónimo. Yo mismo recuerdo mi cara porque es mía. Si no fuera mía difícilmente la recordaría. Imagino que a los demás les pasa lo mismo.
Vuelvo a detenerme y a releer, ahora el último párrafo. Es patético, la pucha. Si fuese solamente aburrido vaya y pase. Pero es patético. Cuando mi jefe lo reciba en la redacción no va a pensar, como otras veces, “Trobiani se puso denso”. Seguro que esta vez va a concluir “Trobiani es un pelotudo!. Bueno, que se joda, qué tanto. ¿O se cree que es tan fácil mandar una columna todos los lunes, para que salga todos los martes?
Ahora es la madrugada del lunes. La tarde del domingo la pasé en blanco. Ordené papeles. Colgué unos estantes nuevos en la biblioteca. Parece mentira cómo se juntan los libros. Y yo no tiro ninguno. Superstición, supongo. Recibo pilas, carradas, montañas de libros. Y no soy capaz de tirarlos, aunque la mayoría sea un asco. Educación de clase media profesional, supongo. “Los libros no se maltratan, nene”. Esos mandatos quedan. La ventaja de vivir solo es ésa, creo. Puedo ir ocupando las paredes con más y más anaqueles para libros que no voy a leer, pero que tampoco voy a tirar. Terminé tardísimo. Miré un partido de la liga inglesa, y no sé a cuento de qué pasaron algunas imágenes de Italia ’90 con la musiquita de fondo. Y fue como si me tiraran un cañonazo al pecho. Me derrumbé en un sillón y empecé a recordar. No pienso siempre en eso. Pero a veces me ocurre. Más si escucho la musiquita, como me pasó esta noche. Fui paso por paso, día por día, sensación por sensación, hasta que me quedé vacío de recuerdos. Cuando miré el reloj había pasado como una hora. Entonces me levanté y vine aquí a la computadora, y escribí que no puedo escuchar la música de Italia 90 sin entristecerme.
En esa época yo estaba en la facultad. Según el viejo axioma que reza “Serás lo que debas ser, o si no serás abogado o contador”, gastaba mi año número veinticuatro cursando segundo de Económicas. No puedo explicar qué hacía yo estudiando Económicas, pero no me desespera porque tampoco puedo explicar cosas mucho más importantes de mi vida, y aquí estoy, si vamos al caso.
El asunto es que cursaba segundo año y solía parar, antes de que se hiciera la hora de cursar, en un bar de la calle Uriburu, cerca de la facu. Me encontraba con otros tres o cuatro fulanos, conocidos apenas, que compartían conmigo alguna materia. Siempre odie estudiar. Siempre aborrecí estarme quieto, sentado, recitando de memoria párrafos de libros de estudio (no sé estudiar de otra manera). De modo que juntarme con estos tipos me aliviaba en parte la tortura. No importaban sus nombres ni interesan sus historias. Tal vez ahora sean Señores Contadores Públicos Nacionales, se hagan llamar Doctores y cobren buen dinero por asesorar a sus clientes sobre la mejor manera de evadir impuestos. No, olviden eso último. Hablo de envidia, porque en mi educación de clase media profesional pesa, y mucho, el estigma de no tener un título universitario.
Me estoy yendo de tema, esta historia va a quedar larguísima y, cuando la lea mi jefe, va a querer asesinarme. A lo mejor igual la publican. Todo depende del espacio que les quede a la hora del cierre. Pero seguramente tendrán que tijeretearla por todos lados. Habrá que ver cómo queda después de la posa. Si así, enterita, es insufrible, no me quiero imaginar lo que será la versión compactada. Pero bueno, allá ustedes si termina leyéndola.
Lo importante no son los tipos que se juntaban conmigo, sino la novia de uno de ellos. La vi por primera vez en abril, un jueves al atardecer, antes de entrar a cursar. La trajo el punto este que estudiaba conmigo, de la mano. No puedo describirla. A las mujeres que he amado no se les ajustan nunca las palabras. Quédense con eso. O déjenme agregar que cuando me miraba yo me sentía nadando en agua tibia. Mejor cuando corrija estas páginas tacho lo último que puse. ¿Qué boludez es eso del agua tibia? Aunque no sé, tal vez lo dejo y alguien me entiende.
Soy un tipo que respeta ciertos códigos. Nunca fui de esos fulanos que tratan de levantarse a las novias ajenas. No va conmigo. De modo que traté de no darle demasiada trascendencia. Pero al día siguiente volví al café, mejor vestido y recién afeitado, esperando verla. Victoria (así se llamaba esa belleza) también estudiaba Económicas, pero estaba unas cuantas materias adelantada con respecto al inútil del novio. Cuando lo acompañaba a nuestras reuniones de estudio se quedaba un poco al margen. Abría algún libro, o sacaba algún apunte, se calzaba unos anteojos pequeñitos que le quedaban hermosos y se ponía a estudiar en silencio. Yo ni la miraba. No digo que me cuidaba de que los demás me vieran mirándola demasiado. No. en todo lo que duraba nuestro encuentro no le dirigía ni un vistazo. Sospechaba que si posaba los ojos en ella los demás iban a apiolarse y no tenía interés en pasar vergüenza. Ya dije que no soy precisamente un Adonis. Y hace trece años era igual de feo que ahora. Y la chica esta no estaba casada pero casi. Estaban de novios poco menos que desde salita verde. Se casaban a fin de año. ¿Qué sentido tenía darme manija con esa mina? Ninguno, ninguno. Pero igual me daba una máquina descomunal. En mayo aprendí que si me sentaba junto a la ventana podía mirarla a mi gusto en el reflejo, como si estuviese mirando para afuera. Debo haberme pasado horas con cara de idiota, con la vista clavada supuestamente en la vereda de enfrente. Los demás habrán pensado que yo era medio filósofo, porque jamás dijeron nada. Así yo podía mirarla hasta cansarme, y como no me cansaba nunca, podía mirarla durante horas. Creo que la observé, en esos meses, más de lo que ninguna otra persona pudo haberlo hecho durante el resto de su vida. Más la miraba, más me enamoraba. Me torné un experto en detectar sus estados de ánimo a partir de mínimos signos subrepticios. Sabía que en sus días malos resoplaba a cada rato, inflando un poco las mejillas. Que cuando estaba contenta se quitaba los lentes cada dos minutos, como si su peso fuera un estorbo. Que cuando algo la preocupaba o le dolía se mordía el labio inferior con sus dientes chiquitos y blancos. Que si alguien le dirigía repentinamente la palabra su timidez la hacía sonrojarse y pestañear varias veces antes de responder. Por supuesto que, tal como comprobé en la primera tanda de parciales, nunca tuve ni la mínima noción de los temas que se estudiaron en esos encuentros, pero, ¿qué importancia tenía todo, comparado con ella?
Ya no recuerdo por qué, pero cuando debutó la Argentina contra Camerún estábamos en el café, todos juntos. Naturalmente, durante el lapso que duró el partido nadie tocó un apunte. Cuando terminó, unos cuantos se levantaron masticando bronca. El novio de Victoria se había agarrado una calentura atroz y dijo que se iba a caminar. Los otros tres lo siguieron y de repente me encontré en el Paraíso. Una mesa de café para seis personas con cuatro puestos vacíos. Victoria y yo. Frente a frente. Nos miramos. No sé por qué ella sonrió cuando estuvimos solos, pero le devolví la sonrisa mientras la cara se me encendía de vergüenza. Comentó algo del partido y que no entendía a los hombres que se ponían frenéticos con el fútbol. No sé qué idiotez contesté, atropellándome con  las palabras, porque no podía pensar en nada. Al rato volvieron los idiotas y ella retornó a sus libros. No pegué un ojo en dos noches, recreando una vez y otra vez nuestra primera charla a solas.
El segundo partido fue contra la Unión Soviética, por la tarde, creo que un martes. De nuevo estábamos todos juntos en el café. Cuando se fracturó Pumpido, en la mesa se tiraban de los pelos. Yo, serenamente, dije que Goycochea era un arquerazo, salvo en los centros. Me miraron torcido, pero me mantuve en lo mío. Lo había visto seguido desde la época de la reserva de River, y realmente pensaba lo que acababa de decir. Después del partido Victoria abandonó el café delante de mí. en realidad yo sostuve la puerta vaivén y le cedí el paso, cosa que el inútil del novio no hacía jamás de los jamases. Caminamos juntos la media cuadra que nos separaba de la facultad, apenas detrás del resto. Ella dijo que pensaba como yo con respecto a Goycochea. Sentí que me moría de felicidad. Era una estupidez, una trivialidad, pero que lo dijera entonces lejos, lejos de los otros, sólo para mí, creaba algo, una intimidad nueva, un puente que nos distinguía y nos separaba de los demás y nos aproximaba. Me envalentoné y le dije que ese arquero nos iba a llevar lejos. Ella se rió y me dijo que me tomaba la palabra. Yo me hice el serio y juré que la Argentina tenía cuerda para rato en el Mundial.
La semana siguiente se pareció a estar en el Cielo. En la mesa del café comentaban cada tres minutos la fatalidad de tener que jugar contra Brasil. El novio de Victoria, que la jugaba de entendido, decía que no había manera de ganarle. Los demás asentían o polemizaban. Yo permanecía callado. De vez en cuando Victoria me miraba y sonreíamos. De buenas a primeras yo tenía algo con ella. Algo en lo que nadie más participaba.
Ese domingo vi el partido en casa, solo. Mis viejos habían salido, no recuerdo adónde. El primer tiempo lo vi con una almohada en la cabeza. Cada vez que las camisetas amarillas invadían el área argentina yo me tapaba la cara y rezaba. De más está decir que me pasé cuarenta y cinco minutos medio sofocado y con más avemarías en mi haber que una vieja devota. El gol de Caniggia salí a gritarlo a la calle, con tal desafuero que me estropeé la garganta por una semana. Después me puse tan nervioso que apagué la tele y esperé rezando el final del partido. Cuando iba a encender la radio para enterarme del resultado sonó el teléfono. Antes de contestar supe que era ella. Faltó poco para que dijera “Hola, Victoria” al levantar el auricular. En realidad, hacía una semana que miraba de reojo el teléfono esperando ese milagro. ¿Por qué? Nunca tuve la menor idea, pero en esos días yo me movía, a ciegas, con la seguridad de un predestinado. Me recordó mi promesa y me dio las gracias, como si yo hubiese sido responsable de haber ganado esa epopeya. Me reí. Me solté. Probablemente haya dicho alguna frase ingeniosa. Estaba en las nubes. Recién al colgar reparé en la circunstancia de que yo nunca le había dado mi número. De modo que se había animado y con alguna excusa lo había conseguido de su novio. Esa complicidad me llenó de alborozo. Me sentí invencible. Más allá de todas las posibilidades, por encima de todas mis previsiones y superando todas las probabilidades, Victoria se había fijado en mí de alguna forma. Seguramente no me merecía semejante privilegio. Pero yo disfrutaba como un beduino.
Cómo somos los humanos. Qué cosa jodida que somos. Hasta entonces yo había estado tranquilo, tranquilísimo. Era punto, perdedor nato, nada, nadita. Por eso me había atrevido a conversar un par de veces con ella. Por eso me habían surgido comentarios ingeniosos. Si seguro que la mina se interesó porque a mí no se me notaba el amor enceguecido que para entonces sentía por ella. Bastó que Victoria me apuntase los cañones con ese llamado del partido contra Brasil para que a mí me entrasen unos nervios galopantes. Ella lo notó, estoy seguro, aunque también estaba rara. Tensa. Seria. Con todos salvo conmigo. A veces era tan evidente que yo temía que el idiota del novio se diese cuenta. A los demás les ladraba; a mí me sonreía. A los demás los ignoraba; a mí me sacaba charla. El novio, más allá de su indudable cretinismo, empezaría indefectiblemente a apiolarse.
Con Yugoslavia jugamos un sábado al mediodía. La gente en el bar se masticaba los vasos de los nervios. Antes de la definición por penales fui al baño y me crucé en el pasillo con ella. No lo premeditamos. Simplemente se dio así: yo iba y ella volvía, y nos interceptamos involuntariamente en un pasillito de medio metro de ancho. Cuando me miró me dieron ganas de llorar, porque no podía creer que alguien pudiese mirarme alguna vez a mí con esos ojos. Me preguntó con quién íbamos a jugar si pasábamos a Yugoslavia. Contesté maquinalmente que la semifinal era el miércoles, contra Italia. Sin dejar de mirarme me dijo que le encantaría que la viésemos los dos juntos. El corazón se me salió por la boca y escapó dando saltitos por las baldosas grises del pasillo. Con lo que me quedaba de vida le devolví la sonrisa.
Recuerde, amigo lector, lo que usted sintió durante esa definición del partido por penales en que la Argentina lo tuvo para ganarlo, lo tuvo para perderlo, y finalmente lo ganó gracias a Goycochea. Imagine lo que pude haber sentido yo, que además de un pasaje a la semifinal del Mundial me jugaba un encuentro a solas con Victoria. Cuando ganó la Argentina el bar se convirtió en un quilombo. Cualquiera abrazaba a cualquiera, y a la primera de cambio terminé en sus brazos y ella en los míos. Fue un segundo, porque cuando nos dimos cuenta nos soltamos, turbados. Pero el perfume de esa chica… no sé, prefiero no describirlo para no quitarle lo sagrado.
El miércoles elegimos un bar de Once, bien lejos de todos esos fulanos de Económicas, noviecito incluido. Debo haber sido el único argentino que encontró un motivo de alegría en el gol de Italia. Victoria, apesadumbrada, me aferró la mano y no me la soltó hasta que lo empató Caniggia. Cuando iba a empezar la definición por penales volvió a mirarme como lo había hecho en el pasillo del otro bar. Me dijo que después de la final quería que nos viéramos. Yo asentí. Releo lo que puse. Eso de “asentí” suena muy formal, muy severo. Pero es cierto. Lo único que hice fue mover la cabeza de arriba hacia abajo, porque tenía la lengua paralizada. Victoria no estaba diciendo que nos juntásemos a ver la final. Hablaba de encontrarnos después. Y ésa era la puerta hacia el futuro. El Mundial nos había unido. Terminado el Mundial arrancaría nuestra historia. No cometí la torpeza de preguntar por su novio o por su inminente matrimonio. Simplemente moví la cabeza diciendo que sí. No hacía falta más.
Cuando empezaron los penales volvió a tomar mi mano. Y el abrazo que nos dimos cuando Goyco nos dio otro empujón a la gloria fue más profundo, más largo, más cálido que aquel otro que nos unió después de Yugoslavia. Y no sólo porque estábamos lejos de miradas indiscretas, sino porque era un pasaje, una llave maestra que nos abría la penúltima puerta.
No lo habíamos dicho. Pero el destino de lo que no estaba pasando iba de la mano con ese derrotero de locos de la Argentina en el Mundial de Italia. Desde ese comentario tonto después de la derrota contra Camerún, pasando por los elogios a Goyco cuando la Unión Soviética, hasta ese abrazo lleno de promesas del partido con Italia.
En los días siguientes no pude pensar en otra cosa, naturalmente. Dudo que haya dormido más de cinco o seis horas, si sumo todas las noches desde el miércoles hasta el domingo. La musiquita del mundial me sonaba en los oídos a todas horas. Y no sólo por el tachín tachín de la radio y de la tele, que no paraban de hablar del milagro argentino y todo eso. Me sentía parte del milagro o, más bien, protagonista de mi propio milagro paralelo. Yo era como la Argentina, que seguía avanzando contra todos los pronósticos y desafiando todas las leyes de probabilidades. Los jugadores no lo sabían, pero al ganarles a los rusos me habían mantenido en carrera a mí. Al eliminar a Brasil me habían entreabierto las puertas del Paraíso. Yo me había colgado con ellos del travesaño en el primer tiempo. Yo había esquivado las camisetas amarillas del mediocampo junto al diego. Mi alma había corrido con el viento y la melena rubia del Cani cuando lo sobró al arquero por la izquierda. Todo mi futuro se había encomendado en las manos sagradas de Goycochea en esos penales memorables.
Victoria me llamó el domingo al mediodía. Nos costó hablar. Estábamos nerviosos. Pero también rabiosamente felices. Acordamos dónde vernos, para evitar a los testigos peligrosos y a las multitudes de los festejos.
El partido lo vi solo, en mi cuarto. Cuando le pegaron a Calderón en el área de Alemania grité penal, me abracé a la almohada y rodé por el piso. Cuando vi que el mexicano se hacía el otario con el “Siga, siga”, sentí que algo se rompía en el futuro que había estado construyendo. Y cuando el delincuente ese les dio el penal de biógrafo que les dio, no pude con mi desesperación y salí a la vereda. El mundo estaba muerto. No se veía a nadie. Me dije que si el Goyco lo atajaba los gritos iban a anunciármelo. Pasaron los minutos. Entendí que habíamos perdido. Volví adentro y vi los festejos de los alemanes.
Lloré. No sé a qué tarado de la transmisión se le ocurrió pasar la musiquita del mundial. Yo supe que ésa era la despedida. Mientras el Diego lloraba, y mientras los alemanes recibían la copa, yo me sentí como la Cenicienta a las doce y un minuto. Me miré en el espejo. Me vi como era y como soy. Feo, torpe, desgarbado, insulso. Supe que se había roto el hechizo. Y que Victoria debía estar despertando también del suyo. La imaginé reconstruyendo esas semanas de locos. Seguramente estaría acalorándose al recordar el modo en que me había mirado, avergonzándose al pensar en las cosas que había insinuado, arrepintiéndose al sacar cuentas de hasta dónde había permitido llegar esa historia ridícula conmigo. De modo que le simplifiqué las cosas y le evité el mal trago de tener que decírmelo en la cara. Me quedé en mi pieza y cada vez que pasaron la musiquita esa del “Verano italiano” puse la tele a todo volumen. Tal vez fue estúpido, pero fue mi modo de despedirme.
Obviamente, jamás volví al bar de nuestros encuentros. Para evitar tener noticias suyas dejé la facultad. A fin de cuentas, no tenía sentido torturarme. Probablemente en el grupito de estudio les haya llamado la atención mi ausencia definitiva. Alguno, tal vez, habrá comentado algo. Otro, habrá concluido en que, a la luz de mi rendimiento universitario, había tomado una buena decisión. Y Victoria, mordiéndose apenas el labio inferior, habrá pensado lo mismo.

viernes, 3 de octubre de 2014

Sobre el daño que hace el tabaco de Anton Chéjov


PERSONAJE
IVÁN IVANOVICH NIUJIN, esposo de la propietaria de una escuela de música y de un pensionado de señoritas.
La escena representa un estrado en un casino de provincia
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Acto único

NIUJIN, hombre de largas patillas y sin bigote, vestido de un frac viejo y deslucido. Tras hacer una entrada majestuosa, saluda y se estira el chaleco.
     NIUJIN.-¡Muy señoras y muy señores míos!... (Se atusa las patillas.) Habiendo sido invitada mi mujer a hacerme dar una conferencia con fines benéficos sobre un tema popular..., he de decirles que, por lo que a mí respecta, el asunto de esta me es indiferente... ¿Que hay que dar una conferencia?... Pues a dar una conferencia... No soy profesor, y estoy muy lejos de poseer la menor categoría científica; pero, sin embargo, hace ya treinta años que trabajo de un modo incesante, y hasta con perjuicio..., podría decir..., de mi propia salud, en cuestiones de un carácter puramente científico... Incluso escribo artículos científicos o, al menos, si no precisamente científicos, algo, con perdón de ustedes, que se asemeja mucho a lo científico. Justamente, en uno de los pasados días, compuse uno larguísimo, que llevaba el siguiente título: «Sobre lo dañino de determinados insectos»... A mis hijas les gustó mucho... En especial, la parte dedicada a las chinches... Yo, sin embargo, después de leído lo rompí... Después de todo, y se escriba lo que se escriba, no puede uno prescindir del uso de los polvos persas... Por tema de mi conferencia de hoy he elegido el que sigue: «Sobre el daño que el tabaco causa a la Humanidad». Yo soy fumador..., pero como mi mujer me manda hablar de lo dañino del tabaco..., ¡qué remedio me queda!... ¡Si hay que hablar del tabaco..., hablaré del tabaco!... A mí me da igual!... Eso sí..., les ruego, señores, que escuchen esta conferencia con la debida seriedad... Aquel a quien una conferencia científica asuste o desagrade..., puede no escucharla y retirarse... (Se estira el chaleco.) Solicito también una atención especial por parte de los señores médicos..., ya que estos pueden sacar gran provecho de mi conferencia..., dado que el tabaco, a pesar de su carácter perjudicial, es empleado también en medicina. Si, por ejemplo, metiéramos una mosca en una tabaquera..., moriría, seguramente, víctima de un desequilibrio de sus nervios... Como primera orientación, puede decirse que el tabaco es una planta... Les advierto que yo, por lo general, cuando doy una conferencia, tengo la manía de guiñar el ojo derecho; pero ustedes no reparen en ello... Es un defecto de mis nervios... Soy hombre muy nervioso, y esta costumbre de guiñar un ojo la contraje el trece de septiembre de mil ochocientos ochenta y nueve: día en el que mi mujer dio a luz su cuarta hija, de nombre Varvara... Todas mis hijas nacieron en trece... Pero... (Mira el reloj.), el tiempo apremia y no podemos desviarnos del tema de esta conferencia. Tengo, primeramente, que decirles que mi mujer es propietaria de una escuela de música y de un pensionado de señoritas... Dicho sea entre nosotros, a mi mujer le gusta mucho quejarse de la falta de dinero; pero la realidad es que tiene ahorrados de cuarenta a cincuenta mil rublos..., ¡por lo menos!..., mientras que yo no dispongo ni de una sola «kopeika»... ¡En fin, qué se le va a hacer!... En la pensión, el encargado de las faenas domésticas soy yo... Voy a la compra, vigilo el servicio, anoto los gastos, confecciono cuadernos, limpio de chinches los muebles, paseo al perrito de mi mujer, cazo ratones... Ayer, por ejemplo, que proyectaban hacer «blinis»(1), mi obligación se redujo a dar a la cocinera la harina y la mantequilla; pues bien..., figúrense que hoy, cuando estaban preparados ya los «blinis», viene mi mujer a la cocina y dice que tres de las alumnas no pueden comerlos por tener las amígdalas inflamadas... Sobraban, por tanto, varios «blinis»... ¿Qué hacer con ellos?... Mi mujer quiso, primero, guardarlos en la despensa; pero luego, después de pensarlo un rato, me dijo: «¡Cómetelos tú, espantapájaros!»... Cuando está de mal humor me llama «espantapájaros»... «¡Satanás!»... ¿Y qué tengo yo de Satanás?... ¡Ella es la que está siempre de mal humor!... No puedo decir que me comí los «blinis»... Me los tragué sin masticar... ¡Tengo siempre tanta hambre!... Ayer, por ejemplo, no me dio de comer en absoluto... «¿Por qué voy a tener yo que darte de comer?», me dijo... Pero... (Mirando el reloj.), nos estamos desviando del tema. Prosigamos... Aunque, en realidad, creo que seguramente les gustaría más estar escuchando una sinfonía o un aria... (Canta.) «¡En el combate no perderemos la sangre fría!»... No me acuerdo de dónde es esto... A propósito..., me olvidaba decirles que en la escuela de música de mi mujer..., aparte de las ocupaciones domésticas..., tengo obligación de dar clase de matemáticas, de física, de química, de geografía, de historia, de solfeo, de literatura, etcétera... Las lecciones de baile, canto y dibujo las cobra mi mujer, aunque la de baile y la de canto también soy yo quien las doy... Nuestra escuela está situada en el callejón de Piatisobachi y en el número trece. Seguramente es el vivir en un número trece lo que me hace tener tan poca suerte en la vida... Mis hijas nacieron en trece y nuestra casa tiene trece ventanas... ¡Qué, se le va a hacer!... Si alguien desea más detalles puede dirigirse a mi mujer, que está a todas horas en casa, o leer los programas de la escuela. Los vende el portero a treinta «kopeikas» la hoja. (Saca unas cuantas de su bolsillo.) Si lo desean, puedo darles algunos. ¡A treinta «kopeikas» la hoja!... ¿Hay quien la quiera?... (Pausa.) ¿No quiere nadie?... ¡Se la dejo a veinte! (Pausa.) ¡La fatalidad!... ¡Si vivo en un número trece, cómo voy a tener suerte!... ¡Me he vuelto viejo y tonto!... Quién sabe si, por ejemplo, mientras estoy dando esta conferencia presento un aspecto alegre y, sin embargo..., ¡cómo me agradaría pegar un grito muy fuerte o salir de aquí disparado e ir a parar a mil leguas!... ¡No tengo nadie con quien poder lamentarme y hasta me entran ganas de llorar!... Me dirán ustedes...: «¿Y sus hijas?»... ¡Mis hijas!... ¡Les hablo y se echan a reír!... Mi mujer tiene siete hijas. No, perdón..., creo que seis... (Con viveza.) No, siete... La mayor, Anna, ha cumplido los veintisiete, y la menor, los diecisiete... ¡Muy señores míos!... ¡Escuchen!... (Volviendo la cabeza para mirar tras de sí.) ¡Soy un desgraciado!... ¡Me he convertido en un ser anodino..., aunque, en realidad..., tienen ustedes delante al más feliz de los padres..., o, por lo menos, debían tenerlo... Es todo lo que me atrevo a decir... ¡Si supieran ustedes solamente cuánto!... He vivido junto a mi mujer treinta y tres años de mi vida, que puedo decir fueron los mejores de ella... ¡Bueno!... ¡Los mejores, precisamente, no, pero..., casi, casi!... Estos, en una palabra, se deslizaron como un feliz instante..., aunque para hablar en justicia..., que se los lleve el diablo... (Volviendo la cabeza.) Me parece que ella no ha venido todavía y que puede uno decir lo que quiere... ¡Me da miedo!... ¡Me da un miedo horrible cuando me mira!... Pues..., como les iba diciendo..., mis hijas seguramente no se casan por su timidez y, además, porque no hay hombre que tenga ocasión de conocerlas... Mi mujer no quiere dar reuniones ni invita nunca a nadie a comer... Es una dama sumamente roñosa, gruñona e irascible, por lo que jamás viene nadie a visitarnos; pero, sin embargo, puedo comunicarles, en calidad de secreto (Se acerca a las candilejas.), que a las hijas de mi mujer puede vérselas en los días de las grandes festividades en casa de su tía Natalia Semionovna..., esa que padece de reuma y gasta un vestido amarillo con pintitas negras que parece va todo salpicado de cucarachas... Allí acostumbran también dar meriendas, y, cuando mi mujer no está presente, se permite esto: (Empina el codo.) Tengo que decirles que la primera copa suele ya embriagarme, y que, en ese momento, siento en el alma tanta paz y, al mismo tiempo, tanta tristeza, que no tengo palabras para expresarlas... No sé por qué, acuden a mi memoria los años de mi juventud y experimento unos tremendos deseos de correr... ¡Ay!... (Con animación.) ¡Si supieran ustedes lo fuertes que son estos deseos!... ¡Correr!... ¡Dejarlo todo!... ¡Correr sin volver atrás la cabeza!... ¡Adónde?... ¡Qué importa adónde!... ¡Lo que importa es escapar a esta vida fea, vulgar, barata, que me ha convertido en un viejo y lamentable tonto..., en un viejo y lamentable idiota!... ¡Escapar a esta vieja mezquina, mala, mala tacana que es mi mujer!... ¡Mi mujer, que durante treinta y tres años me ha martirizado!... ¡Huir de la música, de la cocina, del dinero de mi mujer, de todas estas pequeñeces y vulgaridades, y detenerme lejos..., lejos..., en algún lugar del campo..., convertido en un árbol, en un poste, en un espantapájaros, bajo el ancho cielo, y pasarme la noche contemplando la clara, la silenciosa luna y olvidar!... ¡Olvidar!... ¡Oh, como quisiera no acordarme de nada!... ¡Cómo quisiera arrancar de mis hombros este vil y viejo frac con el que me casé hace treinta años!... (Arrancándose de encima el frac.) ¡Con el que estoy dando siempre conferencias para fines benéficos!... ¡Toma!... (Pisoteándolo.) ¡Toma!... ¡También yo soy tan viejo, tan pobre y tan lamentable como este chaleco de espalda gastada y deshilachada!... ¡Nada necesito!... ¡Estoy por encima y soy más puro que todo esto!...
¡Hubo un tiempo en el que fui joven, inteligente..., en el que estudié en la Universidad..., en el que soñé y me consideré un hombre!... ¡Ahora, nada necesito!... ¡Nada, salvo la paz!... (Mira hacia un lado y se pone precipitadamente el frac.) Pero ¡si está mi mujer entre bastidores!... ¡Ha venido y me está esperando! (Mira el reloj.) ¡Señores! ¡El tiempo fijado para esta conferencia ha expirado ya!... ¡Les ruego..., si ella les pregunta algo..., digan que ha sido pronunciada..., que el fantoche..., o séase, yo..., se portó dignamente!... (Echando una mirada a un costado y aclarándose la garganta.) ¡Está mirando hacia aquí!... (Alzando la voz.) «¡Una vez admitido que el tabaco contenga en sí el terrible veneno al que acabo de referirme, en ningún caso les aconsejo que fumen, y hasta me permito esperar que esta conferencia, que ha tenido por tema «El daño que hace el tabaco», les aporte un beneficio... He dicho... (Saluda, y sale con paso majestuoso. Telón.)

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viernes, 26 de septiembre de 2014

El huésped de Amparo Dávila


Nunca olvidaré el día en que vino a vivir con nosotros. Mi marido lo trajo al regreso de un viaje.

Llevábamos entonces cerca de tres años de matrimonio, teníamos dos niños y yo no era feliz. Representaba para mi marido algo así como un mueble, que se acostumbra uno a ver en determinado sitio, pero que no causa la menor impresión. Vivíamos en un pueblo pequeño, incomunicado y distante de la ciudad. Un pueblo casi muerto o a punto de desaparecer.

No pude reprimir un grito de horror, cuando lo vi por primera vez. Era lúgubre, siniestro. Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo, que parecían penetrar a través de las cosas y de las personas.

Mi vida desdichada se convirtió en un infierno. La misma noche de su llegada supliqué a mi marido que no me condenara a la tortura de su compañía. No podía resistirlo; me inspiraba desconfianza y horror. “Es completamente inofensivo” —dijo mi marido mirándome con marcada indiferencia. “Te acostumbrarás a su compañía y, si no lo consigues...” No hubo manera de convencerlo de que se lo llevara. Se quedó en nuestra casa.

No fui la única en sufrir con su presencia. Todos los de la casa —mis niños, la mujer que me ayudaba en los quehaceres, su hijito— sentíamos pavor de él. Sólo mi marido gozaba teniéndolo allí.

Desde el primer día mi marido le asignó el cuarto de la esquina. Era ésta una pieza grande, pero húmeda y oscura. Por esos inconvenientes yo nunca la ocupaba. Sin embargo él pareció sentirse contento con la habita­ción. Como era bastante oscura, se acomodaba a sus necesidades. Dormía hasta el oscurecer y nunca supe a qué hora se acostaba.

Perdí la poca paz de que gozaba en la casona. Durante el día, todo marchaba con aparente normalidad. Yo me levantaba siempre muy temprano, vestía a los niños que ya estaban despiertos, les daba el desayuno y los entretenía mientras Guadalupe arreglaba la casa y salía a comprar el mandado.

La casa era muy grande, con un jardín en el centro y los cuartos distribuidos a su alrededor. Entre las piezas y el jardín había corredores que protegían las habitaciones del rigor de las lluvias y del viento que eran frecuentes. Tener arreglada una casa tan grande y cuidado el jardín, mi diaria ocupación de la mañana, era tarea dura. Pero yo amaba mi jardín. Los corredores estaban cubiertos por enredaderas que floreaban casi todo el año. Recuerdo cuánto me gustaba, por las tardes, sentarme en uno de aquellos corredores a coser la ropa de los niños, entre el perfume de las madreselvas y de las buganvilias.

En el jardín cultivaba crisantemos, pensamientos, violetas de los Alpes, begonias y heliotropos. Mientras yo regaba las plantas, los niños se entretenían buscando gusanos entre las hojas. A veces pasaban horas, callados y muy atentos, tratando de coger las gotas de agua que se escapaban de la vieja manguera.

Yo no podía dejar de mirar, de vez en cuando, hacia el cuarto de la esquina. Aunque pasaba todo el día dur­miendo no podía confiarme. Hubo veces que, cuando estaba preparando la comida, veía de pronto su sombra proyectándose sobre la estufa de leña. Lo sentía detrás de mí... yo arrojaba al suelo lo que tenía en las manos y salía de la cocina corriendo y gritando como una loca. Él volvía nuevamente a su cuarto, como si nada hubiera pasado.

Creo que ignoraba por completo a Guadalupe, nunca se acercaba a ella ni la perseguía. No así a los niños y a mí. A ellos los odiaba y a mí me acechaba siempre.

Cuando salía de su cuarto comenzaba la más terrible pesadilla que alguien pueda vivir. Se situaba siempre en un pequeño cenador, enfrente de la puerta de mi cuarto. Yo no salía más. Algunas veces, pensando que aún dormía, yo iba hacia la cocina por la merienda de los niños, de pronto lo descubría en algún oscuro rincón del corredor, bajo las enredaderas. “¡Allí está ya, Guadalupe!”, gritaba desesperada.

Guadalupe y yo nunca lo nombrábamos, nos parecía que al hacerlo cobraba realidad aquel ser tenebroso. Siempre decíamos: —allí está, ya salió, está durmiendo, él, él, él...

Solamente hacía dos comidas, una cuando se levantaba al anochecer y otra, tal vez, en la madrugada antes de acostarse. Guadalupe era la encargada de llevarle la bandeja, puedo asegurar que la arrojaba dentro del cuarto pues la pobre mujer sufría el mismo terror que yo. Toda su alimentación se reducía a carne, no probaba nada más.

Cuando los niños se dormían, Guadalupe me llevaba la cena al cuarto. Yo no podía dejarlos solos, sabiendo que se había levantado o estaba por hacerlo. Una vez terminadas sus tareas, Guadalupe se iba con su pequeño a dormir y yo me quedaba sola, contemplando el sueño de mis hijos. Como la puerta de mi cuarto quedaba siempre abierta, no me atrevía a acostarme, temiendo que en cualquier momento pudiera entrar y atacarnos. Y no era posible cerrarla; mi marido llegaba siempre tarde y al no encontrarla abierta habría pensado… Y llegaba bien tarde. Que tenía mucho trabajo, dijo alguna vez. Pienso que otras cosas también lo entretenían...


Una noche estuve despierta hasta cerca de las dos de la mañana, oyéndolo afuera... Cuando desperté, lo vi junto a mi cama, mirándome con su mirada fija, penetrante... Salté de la cama y le arrojé la lámpara de gasolina que dejaba encendida toda la noche. No había luz eléctrica en aquel pueblo y no hubiera soportado quedarme a oscuras, sabiendo que en cualquier momento... Él se libró del golpe y salió de la pieza. La lámpara se estrelló en el piso de ladrillo y la gasolina se inflamó rápidamente. De no haber sido por Guadalupe que acudió a mis gritos, habría ardido toda la casa.

Mi marido no tenía tiempo para escucharme ni le importaba lo que sucediera en la casa. Sólo hablábamos lo indispensable. Entre nosotros, desde hacía tiempo el afecto y las palabras se habían agotado.

Vuelvo a sentirme enferma cuando recuerdo... Gua­dalupe había salido a la compra y dejó al pequeño Martín dormido en un cajón donde lo acostaba durante el día. Fui a verlo varias veces, dormía tranquilo. Era cerca del mediodía. Estaba peinando a mis niños cuando oí el llanto del pequeño mezclado con extraños gritos. Cuando llegué al cuarto lo encontré golpeando cruelmente al niño. Aún no sabría explicar cómo le quité al pequeño y cómo me lancé contra él con una tranca que encontré a la mano, y lo ataqué con toda la furia contenida por tanto tiempo. No sé si llegué a causarle mucho daño, pues caí sin sentido. Cuando Guadalupe volvió del mandado, me encontró desmayada y a su pequeño lleno de golpes y de araños que sangraban. El dolor y el coraje que sintió fueron terribles. Afortunadamente el niño no murió y se recuperó pronto.

Temí que Guadalupe se fuera y me dejara sola. Si no lo hizo, fue porque era una mujer noble y valiente que sentía gran afecto por los niños y por mí. Pero ese día nació en ella un odio que clamaba venganza.

Cuando conté lo que había pasado a mi marido, le exigí que se lo llevara, alegando que podía matar a nuestros niños como trató de hacerlo con el pequeño Martín. “Cada día estás más histérica, es realmente doloroso y deprimente contemplarte así... te he explicado mil veces que es un ser inofensivo.”

Pensé entonces en huir de aquella casa, de mi marido, de él... Pero no tenía dinero y los medios de comunicación eran difíciles. Sin amigos ni parientes a quienes recurrir, me sentía tan sola como un huérfano.

Mis niños estaban atemorizados, ya no querían jugar en el jardín y no se separaban de mi lado. Cuando Guadalupe salía al mercado, me encerraba con ellos en mi cuarto.

—Esta situación no puede continuar —le dije un día a Guadalupe.

—Tendremos que hacer algo y pronto —me contestó.

—¿Pero qué podemos hacer las dos solas?

—Solas, es verdad, pero con un odio...

Sus ojos tenían un brillo extraño. Sentí miedo y alegría.

La oportunidad llegó cuando menos la esperábamos. Mi marido partió para la ciudad a arreglar unos negocios. Tardaría en regresar, según me dijo, unos veinte días.

No sé si él se enteró de que mi marido se había mar­chado, pero ese día despertó antes de lo acostumbrado y se situó frente a mi cuarto. Guadalupe y su niño dur­mieron en mi cuarto y por primera vez pude cerrar la puerta.

Guadalupe y yo pasamos casi toda la noche haciendo planes. Los niños dormían tranquilamente. De cuando en cuando oíamos que llegaba hasta la puerta del cuarto y la golpeaba con furia...

Al día siguiente dimos de desayunar a los tres niños y, para estar tranquilas y que no nos estorbaran en nuestros planes, los encerramos en mi cuarto. Guadalupe y yo teníamos muchas cosas por hacer y tanta prisa en realizarlas que no podíamos perder tiempo ni en comer.

Guadalupe cortó varias tablas, grandes y resistentes, mientras yo buscaba martillo y clavos. Cuando todo estuvo listo, llegamos sin hacer ruido hasta el cuarto de la esquina. Las hojas de la puerta estaban entornadas. Conteniendo la respiración, bajamos los pasadores, después cerramos la puerta con llave y comenzamos a clavar las tablas hasta clausurarla totalmente. Mientras trabajábamos, gruesas gotas de sudor nos corrían por la frente. No hizo entonces ruido, parecía que estaba durmiendo profundamente. Cuando todo estuvo terminado, Guadalupe y yo nos abrazamos llorando.

Los días que siguieron fueron espantosos. Vivió mu­chos días sin aire, sin luz, sin alimento... Al principio golpeaba la puerta, tirándose contra ella, gritaba deses­perado, arañaba... Ni Guadalupe ni yo podíamos comer ni dormir, ¡eran terribles los gritos...! A veces pensábamos que mi marido regresaría antes de que hubiera muerto. ¡Si lo encontrara así...! Su resistencia fue mucha, creo que vivió cerca de dos semanas...

Un día ya no se oyó ningún ruido. Ni un lamento... Sin embargo, esperamos dos días más, antes de abrir el cuarto.

Cuando mi marido regresó, lo recibimos con la noticia de su muerte repentina y desconcertante.



martes, 23 de septiembre de 2014

El emisario de Ray Bradbury



Supo que había llegado de nuevo el otoño, porque Torry entró retozando en la casa, trayendo con él un refrescante olor a otoño. En cada uno de sus perrunos rizos negros llevaba una muestra del otoño: tierra húmeda, con la humedad peculiar de aquella estación, y hojas secas, color de oro pajizo. El perro olía exactamente igual que el otoño.
Martin Christie se incorporó en la cama y alar una mano pálida y pequeña. Torry ladró y exhibió una generosa longitud de lengua, la cual pasó una y otra vez por el dorso de la mano de Martin. Torry la lamía como si fuera una golosina. "A causa de la sal", declaró Martin, mientras Torry se encaramaba a la cama de un salto.
-Baja -le advirtió Martin-. A mamá no le gusta que te subas a la cama. -Torry aplastó sus orejas-. Bueno...-condescendió Martin-. Pero sólo un momento, ¿eh?
Torry calentó el delgado cuerpo de Martin con su calor perruno. Martin aspiró intensamente el olor que se desprendía del perro, un olor a tierra húmeda y a hojas secas. No le importaba que mamá gruñera. Después de todo, Torry era un recién nacido. Recién salido de las entrañas del otoño.
-¿Qué has visto por ahí, Torry? Cuéntamelo.
Tendido allí, Torry se lo contaría. Tendido allí, Martin sabría qué aspecto tenía el otoño; como antes, cuando la enfermedad no lo había postrado en la cama. Ahora su único contacto con el otoño era el perro, con su olor a tierra húmeda y a hojas secas, su color de oro pajizo.
-¿Dónde has estado hoy, Torry?
Pero Torry no tenía que contárselo. Martin lo sabía. Había trepado hasta lo alto de una colina, por un sendero tapizado de hojas secas, para ladrar desde allí su canino deleite. Había vagabundeado por la ciudad pisando el barro formado por las intensas lluvias. Allí había estado Torry.
Y los lugares visitados por Torry podían ser visitados después por Martin; porque Torry se los revelaba siempre por el tacto, a través de la humedad, la sequedad o el encrespamiento de su piel. Y, tendido en la cama, con la mano apoyada sobre Torry, Martin conseguía que su mente reconstruyera cada uno de los paseos de Torry a través de los campos, a lo largo de la orilla del río, por los senderos bordeados de tumbas del cementerio, por el bosque... A través de su emisario, Martin podía ahora establecer contacto con el otoño.
La voz de su madre se acercaba, furiosa.
Martin empujó al perro.
-¡Baja, Torry!
Torry desapareció debajo de la cama en el mismo instante en que se abría la puerta de la habitación y aparecía mamá, echando chispas por sus ojos azules. Llevaba una bandeja de ensalada y jugos de fruta.
-¿Está Torry aquí? -preguntó.
Al oír pronunciar su nombre, Torry golpeó alegremente el suelo con la cola.
Mamá dejó la bandeja sobre la mesilla de noche, con aire impaciente.
-Ese perro es una calamidad. Siempre está metiendo las narices por todas partes y cavando agujeros. Esta mañana ha estado en el jardín de la señorita Tarkins, y ha excavado uno enorme. La señorita Tarkins está furiosa.
-¡Oh! -Martin contuvo la respiración.
Debajo de la cama no se produjo el menor movimiento. Torry sabía cuándo tenía que mantenerse quieto.
-Y no es la primera vez -dijo mamá-. ¡El de hoy es el tercer agujero que cava esta semana!
-Tal vez esté buscando algo.
-Lo que se está buscando es un disgusto. Es un chismoso incorregible. Siempre está metiendo las narices donde no le importa. ¡Dichosa curiosidad!
Hubo un tímido pizzicato de cola debajo de la cama. Mamá no pudo evitar una sonrisa.
-Bueno -concluyó-, si no deja de cavar agujeros en los patios, tendré que atarlo y no dejarlo salir más.
Martin abrió la boca de par en par.
-¡Oh, no, mamá! ¡No hagas eso! Si lo hicieras, yo no sabría... nada. Él me lo cuenta todo.
La voz de mamá se ablandó.
-¿De veras, hijo mío?
-Desde luego. Sale por ahí y cuando regresa me cuenta todo lo que ocurre.
-Me alegro de que te lo cuente todo. Me alegro de que tengas a Torry.
Permanecieron unos instantes en silencio, pensando en lo que hubiera sido el año que acababa de transcurrir sin Torry. Dentro de dos meses, pensó Martin, podría abandonar el lecho, según decía el médico, y salir de nuevo a la calle.
-¡Sal, Torry!
Murmurando palabras cariñosas, Martin ató la nota al collar del perro. Era un cartoncito cuadrado, con unas letras dibujadas en negro:
Me llamo Torry. ¿Quiere hacerle una visita a mi dueño, que está enfermo? ¡Sígame!
La cosa daba resultado. Torry paseaba aquel cartoncito por el mundo exterior, todos los días.
-¿Lo dejarás salir, mamá?
-Sí, si se porta bien y no cava más agujeros.
-No lo hará más. ¿Verdad, Torry?
El perro ladró.
***
El perro se alejó de la casa, en busca de visitantes. El día anterior había traído a la señora Holloway, de la Avenida Elm, con un libro de cuentos como regalo; el día antes Torry se había sentado sobre sus patas traseras delante del señor Jacob, el joyero, mirándolo fijamente. El señor Jacob, intrigado, se había inclinado a leer el mensaje y se había apresurado a hacerle una corta visita a Martin.
Ahora, Martin oyó al perro regresando a través de la humeante tarde, ladrando, corriendo, ladrando de nuevo...
Detrás del perro, unos pasos ligeros. Alguien tocó el timbre de la puerta suavemente. Mamá respondió a la llamada. Unas voces hablaron.
Torry corrió arriba, se encaramó al lecho de un salto. Martin se inclinó hacia delante, excitado, con los ojos brillantes, para ver quién subía a visitarlo esta vez. Quizás la señorita Palmborg o el señor Ellis o la señorita Jendriss o...
El visitante subía la escalera hablando con mamá. Era una voz femenina, juvenil, alegre.
Se abrió la puerta.
Martin tenía compañía.
***
Transcurrieron cuatro días, durante los cuales Torry hizo su trabajo, informó de la temperatura ambiente, de la consistencia del suelo, de los colores de las hojas, de los niveles de la lluvia, y, lo más importante de todo, trajo visitantes.
A la señorita Haight, otra vez, el sábado. La señorita Haight era la joven sonriente y guapa con el brillante pelo castaño y el suave modo de andar. Vivía en la casa grande de la Calle Park. Era su tercera visita en un mes.
El domingo vino el reverendo Vollmar, el lunes la señorita Clark y el señor Henricks.
Y, a cada uno de ellos, Martin les explicó su perro. Cómo en primavera olía a flores silvestres y a tierra fresca; en verano tenía la piel caliente y el pelo tostado por el sol; en otoño, ahora, un tesoro de hojas doradas ocultas entre su pelaje, para que Martin pudiera explorarlo. Torry demostraba este proceso a los visitantes, tendiéndose boca arriba, esperando ser explorado.
Luego, una mañana, mamá le habó a Martin de la señorita Haight, la joven guapa y sonriente.
Estaba muerta.
Había fallecido en un accidente de automóvil en Glen Falls.
Martin estaba cogido a su perro, recordando a la señorita Haight, pensando en su modo de sonreír, pensando en sus brillantes ojos, en su maravilloso pelo castaño, en su delgado cuerpo, en su andar suave, en las bonitas historias que contaba acerca de las estaciones y de la gente.
Ahora está muerta. No sonreiría ni contaría historias nunca más. Porque estaba muerta.
-¿Qué hacen en la tumba, mamá, debajo del suelo?
-Nada.
-¿Quieres decir que se limitan a estar tendidos allí?
-A descansar allí -rectificó mamá.
-¿A descansar allí...?
-Sí -dijo mamá-. Eso es lo que hacen.
-No parece que tenga que ser muy divertido.
-No creo que lo sea.
-¿Por qué no se levantan y salen a dar un paseo de cuando en cuando si están cansados de estar allí?
-Bueno, ya has hablado bastante por hoy -dijo mamá.
-Sólo quería saberlo.
-Pues ahora ya lo sabes.
-A veces creo que Dios es tonto.
-¡Martin!
Pero Martin estaba lanzado.
-¿No crees que podría tratar mejor a la gente, y no obligarla a permanecer allí tendida, sin moverse? ¿No crees que podía encontrar un sistema mejor? Cuando yo le digo a Torry que se haga el muerto, lo hace durante un rato, pero cuando se cansa mueve la cola, y parpadea, y le dejo que se levante y salte a mi cama... Apuesto lo que quieras a que a esas personas que están en la tumba les gustaría poder hacer lo mismo, ¿verdad Torry?
Torry ladró.
-¡Basta! -dijo mamá, en tono firme-. ¡No me gusta que hables de esas cosas!
***
El otoño continuó. Torry corrió a través de los bosques, a lo largo de la orilla del río, por el cementerio, como era su costumbre, y arriba y abajo de la ciudad, sin olvidar nada.
A mediados de octubre, Torry empezó a obrar de un modo muy raro. Al parecer, no podía encontrar a nadie que viniera a visitar a Martin, nadie parecía prestar atención a su cartoncito. Pasó siete días seguidos sin traer a ningún visitante. Martin estaba profundamente desilusionado por ello.
Mamá se lo explicó.
-Todo el mundo está ocupado, hijo mío. La guerra, y todo eso... La gente tiene otras preocupaciones para andar leyendo los cartoncitos que un perro lleva colgados al cuello.
-Sí -dijo Martin-, debe de ser eso.
***
Pero la cosa era algo más complicada. Torry tenía un extraño brillo en los ojos. Como si en realidad no buscara a nadie, o no le importara, o... algo. Algo que Martin no conseguía imaginar. Tal vez Torry estaba enfermo. Bueno, al diablo con los visitantes. Mientras tuviera a Torry, todo iba bien.
Y entonces, un día, Torry salió de casa y no regresó.
Martin esperó tranquilamente al principio. Luego... nerviosamente. Luego... ansiosamente.
A la hora de cenar oyó que papá y mamá llamaban a Torry. No ocurrió nada. Fue inútil. No hubo ningún sonido de patas a lo largo del sendero que conducía a la casa. Ningún ladrido desgarró el frío aire nocturno. Nada, Torry se había marchado. Torry no iba a regresar a casa... nunca.
Unas hojas cayeron más allá de la ventana. Martin hundió el rostro en la almohada, sintiendo un agudo dolor en el pecho.
El mundo estaba muerto. Ya no había otoño, porque no había ya ninguna piel que lo trajera a la casa. No habría invierno, porque no habría unas patas humedecidas de nieve. No habría más estaciones. No habría más tiempo. El emisario se había perdido entre el tráfago de la civilización, probablemente aplastado por un automóvil, o envenenado, o robado, y no habría más tiempo.
Martin empezó a sollozar. No tendría ya más contacto con el mundo. El mundo estaba muerto.
***
Martin se enteró de que había llegado la fiesta de Todos los Santos por los tumultos callejeros. Pasó los tres primeros días de noviembre tumbado en la cama, mirando al techo, contemplando en él las alternativas de luz y de oscuridad. Los días se habían hecho más cortos, más oscuros, lo sabía por la ventana. Los árboles estaban desnudos. El viento de otoño cambió su ritmo y su temperatura, pero sólo era un espectáculo en la parte exterior de su ventana, nada más.
Martin leía libros acerca de las estaciones y de la gente de aquel mundo que ahora no existía. Escuchaba todos los días, pero no oía los sonidos que deseaba oír.
Llegó el viernes por la noche. Sus padres iban a ir al teatro. La señorita Tarkins, la vecina de la casa contigua, se quedaría un rato hasta que Martin cayera dormido, y luego se marcharía a su casa.
Mamá y papá entraron a darle las buenas noches y salieron al encuentro del otoño. Martin oyó el sonido de sus pasos en la calle.
La señorita Tarkins se quedó un rato, y cuando Martin dijo que estaba cansado, apagó todas las luces y se marchó a su casa.
A continuación, silencio. Martin permaneció tendido en la cama, contemplando las estrellas que se movían lentamente a través del cielo. Era una noche clara, iluminada por la luz de la luna. Una noche para vagabundear con Torry a través de la ciudad, a través del dormido camposanto, a lo largo de la orilla del río, cazando fantasmales sueños infantiles.
Sólo el viento era amistoso. Las estrellas no ladraban. Los árboles no se sentaban sobre sus patas traseras con expresión suplicante. Sólo el viento agitaba su cola contra la casa de cuando en cuando.
Eran más de las nueve.
Si Torry regresara ahora a casa, trayendo con él algo del mundo exterior... Un cardo, empapado en escarcha, o el viento en sus orejas. Si Torry regresara...
Y entonces, en alguna parte, se produjo un sonido.
Martin se incorporó en la cama, temblando. La luz de las estrellas se reflejó en sus pequeños ojos. Tendió el oído, escuchando.
El sonido se repitió.
Era tan leve como una punta de aguja moviéndose a través del aire a millas y millas de distancia.
Era el fantástico eco de un perro... ladrando.
Era el sonido de un perro acercándose a través de campos y arroyos, el sonido de un perro corriendo, lanzando su aliento al rostro de la noche. El sonido de un perro dando vueltas y corriendo. Se acercaba y se alejaba, crecía y disminuía, avanzaba y retrocedía, como si alguien lo llevara cogido de una cadena. Como si el perro estuviera corriendo y alguien le silbara desde atrás y el perro retrocediera, dando la vuelta, y echara a correr de nuevo hacia la casa.
Martin sintió que la habitación giraba a su alrededor, y la cama tembló con su cuerpo. Los muelles se quejaron con sus vocecitas metálicas.
El débil ladrido siguió avanzando, creciendo más y más.
¡Torry, ven a casa! ¡Torry, ven a casa! ¡Torry, muchacho, oh, Torry! ¿Dónde has estado? ¡Oh, Torry, Torry!
Otros cinco minutos. Cada vez más cerca, y Martin pronunciando el nombre del perro una y otra vez. Perro malo, perro malvado, marcharse de casa y dejarlo solo tantos días... Perro malo, perro bueno, ven a casa, oh, Torry, ven a casa y cuéntamelo todo... Las lágrimas cayeron y se disolvieron sobre el edredón.
Más cerca ahora. Muy cerca. En la misma calle, ladrando. ¡Torry!
Martin oyó su respiración. El sonido de las patas del perro en el montón de hojas secas, en el sendero que conducía a la casa. Y ahora... junto a la misma casa, ladrando, ladrando, ladrando. ¡Torry!
Ladrando junto a la puerta.
Martin se estremeció. ¿Bajaría a abrir al perro, o debía esperar a que papá y mamá regresaran a casa? Esperar. Sí, tenía que esperar. Pero sería insoportable si, mientras esperaba, el perro volvía a marcharse. No, bajaría a abrir, y su querido perro saltaría a sus brazos otra vez. ¡Torry!
Había empezado a escurrirse de la cama cuando oyó el otro sonido. La puerta que se abría. Alguien había sido lo bastante amable como para abrirle la puerta a Torry.
Torry había traído un visitante, desde luego. El señor Buchanan, o el señor Jacobs, o quizás la señorita Tarkins.
La puerta se abrió y se cerró y Torry corrió escaleras arriba, entró en la habitación y se encaramó al lecho de un salto.
-¡Torry! ¿Dónde has estado? ¿Qué has hecho toda esta semana?
Martin reía y lloraba al mismo tiempo. Se abrazó al perro. Y entonces dejó de reír y de llorar, repentinamente. Se quedó mirando a Torry con ojos asombrados.
El olor que había traído Torry era... distinto.
Era un olor a tierra. A tierra muerta. A tierra que olía a putrefacción, a tumba. De las patas de Torry se desprendieron pegotes de tierra putrefacta. Y... algo más. Un pequeño trozo blanquecino de... ¿piel?
¿Lo era? ¡Lo era! ¡LO ERA!
¿Qué clase de mensaje le traía Torry? ¿Qué significaba aquel mensaje? La tierra era... la espantosa tierra del cementerio.
Torry era un perro malo. Siempre cavando donde no debía.
Torry era un perro bueno. Siempre haciendo amigos con la misma facilidad. Torry era un perro bueno. Todo el mundo simpatizaba con él. Y Torry traía a la gente a casa.
Y ahora, el último visitante estaba subiendo la escalera:
Lentamente. Arrastrando un pie detrás del otro, penosamente, lentamente, lentamente, lentamente.
-¡Torry, Torry! ¿Dónde has estado? -gritó Martin.
Un pegote de tierra húmeda se desprendió del pecho del perro.
La puerta de la habitación se abrió.

Martin tenía compañía.

sábado, 6 de septiembre de 2014

Yzur. Cuento de Leopoldo Lugones.



Compré el mono en el remate de un circo que había quebrado.
La primera vez que se me ocurrió tentar la experiencia a cuyo relato están dedicadas estas líneas, fue una tarde, leyendo no sé dónde, que los naturales de Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los monos a la abstención, no a la incapacidad. "No hablan, decían, para que no los hagan trabajar".
Semejante idea, nada profunda al principio, acabó por preocuparme hasta convertirse en este postulado antropológico:
Los monos fueron hombres que por una u otra razón dejaron de hablar. El hecho produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de los centros cerebrales del lenguaje; debilitó casi hasta suprimirla la relación entre unos y otros, fijando el idioma de la especie en el grito inarticulado, y el humano primitivo descendió a ser animal.
Claro es que si llegara a demostrarse esto quedarían explicadas desde luego todas las anomalías que hacen del mono un ser tan singular; pero esto no tendría sino una demostración posible: volver el mono al lenguaje.
Entre tanto había corrido el mundo con el mío, vinculándolo cada vez más por medio de peripecias y aventuras. En Europa llamó la atención, y de haberlo querido, llego a darle la celebridad de un Cónsul; pero mi seriedad de hombre de negocios mal se avenía con tales payasadas.
Trabajado por mi idea fija del lenguaje de los monos, agoté toda la bibliografía concerniente al problema, sin ningún resultado apreciable. Sabía únicamente, con entera seguridad, que no hay ninguna razón científica para que el mono no hable. Esto llevaba cinco años de meditaciones.
Yzur (nombre cuyo origen nunca pude descubrir, pues lo ignoraba igualmente su anterior patrón), Yzur era ciertamente un animal notable. La educación del circo, bien que reducida casi enteramente al mimetismo, había desarrollado mucho sus facultades; y esto era lo que me incitaba más a ensayar sobre él mi en apariencia disparatada teoría.
Por otra parte, se sabe que el chimpancé (Yzur lo era) es entre los monos el mejor provisto de cerebro y uno de los más dóciles, lo cual aumentaba mis probabilidades. Cada vez que lo veía avanzar en dos pies, con las manos a la espalda para conservar el equilibrio, y su aspecto de marinero borracho, la convicción de su humanidad detenida se vigorizaba en mí.

No hay a la verdad razón alguna para que el mono no articule absolutamente. Su lenguaje natural, es decir, el conjunto de gritos con que se comunica a sus semejantes, es asaz variado; su laringe, por más distinta que resulte de la humana, nunca lo es tanto como la del loro, que habla sin embargo; y en cuanto a su cerebro, fuera de que la comparación con el de este último animal desvanece toda duda, basta recordar que el del idiota es también rudimentario, a pesar de lo cual hay cretinos que pronuncian algunas palabras. Por lo que hace a la circunvolución de Broca, depende, es claro, del desarrollo total del cerebro; fuera de que no está probado que ella sea fatalmente el sitio de localización del lenguaje. Si es el caso de localización mejor establecido en anatomía, los hechos contradictorios son desde luego incontestables.
Felizmente los monos tienen, entre sus muchas malas condiciones, el gusto por aprender, como lo demuestra su tendencia imitativa; la memoria feliz, la reflexión que llega hasta una profunda facultad de disimulo, y la atención comparativamente más desarrollada que en el niño. Es, pues, un sujeto pedagógico de los más favorables.
El mío era joven además, y es sabido que la juventud constituye la época más intelectual del mono, parecido en esto al negro. La dificultad estribaba solamente en el método que se emplearía para comunicarle la palabra. Conocía todas las infructuosas tentativas de mis antecesores; y está de más decir, que ante la competencia de algunos de ellos y la nulidad de todos sus esfuerzos, mis propósitos fallaron más de una vez, cuando el tanto pensar sobre aquel tema fue llevándome a esta conclusión:
Lo primero consiste en desarrollar el aparato de fonación del mono.
Así es, en efecto, como se procede con los sordomudos antes de llevarlos a la articulación; y no bien hube reflexionado sobre esto, cuando las analogías entre el sordomudo y el mono se agolparon en mi espíritu.
Primero de todo, su extraordinaria movilidad mímica que compensa al lenguaje articulado, demostrando que no por dejar de hablar se deja de pensar, así haya disminución de esta facultad por la paralización de aquella. Después otros caracteres más peculiares por ser más específicos: la diligencia en el trabajo, la fidelidad, el coraje, aumentados hasta la certidumbre por estas dos condiciones cuya comunidad es verdaderamente reveladora; la facilidad para los ejercicios de equilibrio y la resistencia al marco.
Decidí, entonces, empezar mi obra con una verdadera gimnasia de los labios y de la lengua de mi mono, tratándolo en esto como a un sordomudo. En lo restante, me favorecería el oído para establecer comunicaciones directas de palabra, sin necesidad de apelar al tacto. El lector verá que en esta parte prejuzgaba con demasiado optimismo.
Felizmente, el chimpancé es de todos los grandes monos el que tiene labios más movibles; y en el caso particular, habiendo padecido Yzur de anginas, sabía abrir la boca para que se la examinaran.
La primera inspección confirmó en parte mis sospechas. La lengua permanecía en el fondo de su boca, como una masa inerte, sin otros movimientos que los de la deglución. La gimnasia produjo luego su efecto, pues a los dos meses ya sabía sacar la lengua para burlar. Ésta fue la primera relación que conoció entre el movimiento de su lengua y una idea; una relación perfectamente acorde con su naturaleza, por otra parte.
Los labios dieron más trabajo, pues hasta hubo que estirárselos con pinzas; pero apreciaba -quizá por mi expresión- la importancia de aquella tarea anómala y la acometía con viveza. Mientras yo practicaba los movimientos labiales que debía imitar, permanecía sentado, rascándose la grupa con su brazo vuelto hacia atrás y guiñando en una concentración dubitativa, o alisándose las patillas con todo el aire de un hombre que armoniza sus ideas por medio de ademanes rítmicos. Al fin aprendió a mover los labios.
Pero el ejercicio del lenguaje es un arte difícil, como lo prueban los largos balbuceos del niño, que lo llevan, paralelamente con su desarrollo intelectual, a la adquisición del hábito. Está demostrado, en efecto, que el centro propio de las inervaciones vocales, se halla asociado con el de la palabra en forma tal, que el desarrollo normal de ambos depende de su ejercicio armónico; y esto ya lo había presentido en 1785 Heinicke, el inventor del método oral para la enseñanza de los sordomudos, como una consecuencia filosófica. Hablaba de una "concatenación dinámica de las ideas", frase cuya profunda claridad honraría a más de un psicólogo contemporáneo.
Yzur se encontraba, respecto al lenguaje, en la misma situación del niño que antes de hablar entiende ya muchas palabras; pero era mucho más apto para asociar los juicios que debía poseer sobre las cosas, por su mayor experiencia de la vida.
Estos juicios, que no debían ser sólo de impresión, sino también inquisitivos y disquisitivos, a juzgar por el carácter diferencial que asumían, lo cual supone un raciocinio abstracto, le daban un grado superior de inteligencia muy favorable por cierto a mi propósito.
Si mis teorías parecen demasiado audaces, basta con reflexionar que el silogismo, o sea el argumento lógico fundamental, no es extraño a la mente de muchos animales. Como que el silogismo es originariamente una comparación entre dos sensaciones. Si no, ¿por qué los animales que conocen al hombre huyen de él, y no los que nunca le conocieron?...
Comencé, entonces, la educación fonética de Yzur.
Se trataba de enseñarle primero la palabra mecánica, para llevarlo progresivamente a la palabra sensata.
Poseyendo el mono la voz, es decir, llevando esto de ventaja al sordomudo, con más ciertas articulaciones rudimentarias, se trataba de enseñarle las modificaciones de aquella, que constituyen los fonemas y su articulación, llamada por los maestros estática o dinámica, según que se refiera a las vocales o a las consonantes.
Dada la glotonería del mono, y siguiendo en esto un método empleado por Heinicke con los sordomudos, decidí asociar cada vocal con una golosina: a con papa; e con leche; i con vino; o con coco; u con azúcar, haciendo de modo que la vocal estuviese contenida en el nombre de la golosina, ora con dominio único y repetido como en papa, coco, leche, ora reuniendo los dos acentos, tónico y prosódico, es decir, como fundamental: vino, azúcar.
Todo anduvo bien, mientras se trató de las vocales, o sea los sonidos que se forman con la boca abierta. Yzur los aprendió en quince días. Sólo que a veces, el aire contenido en sus abazones les daba una rotundidad de trueno. La u fue lo que más le costó pronunciar.
Las consonantes me dieron un trabajo endemoniado, y a poco hube de comprender que nunca llegaría a pronunciar aquellas en cuya formación entran los dientes y las encías. Sus largos colmillos y sus abazones, lo estorbaban enteramente.
El vocabulario quedaba reducido, entonces a las cinco vocales, la b, la k, la m, la g, la f y la c, es decir todas aquellas consonantes en cuya formación no intervienen sino el paladar y la lengua.
Aun para esto no me bastó el oído. Hube de recurrir al tacto como un sordomudo, apoyando su mano en mi pecho y luego en el suyo para que sintiera las vibraciones del sonido.
Y pasaron tres años, sin conseguir que formara palabra alguna. Tendía a dar a las cosas, como nombre propio, el de la letra cuyo sonido predominaba en ellas. Esto era todo.
En el circo había aprendido a ladrar como los perros, sus compañeros de tarea; y cuando me veía desesperar ante las vanas tentativas para arrancarle la palabra, ladraba fuertemente como dándome todo lo que sabía. Pronunciaba aisladamente las vocales y consonantes, pero no podía asociarlas. Cuando más, acertaba con una repetición de pes y emes.
Por despacio que fuera, se había operado un gran cambio en su carácter. Tenía menos movilidad en las facciones, la mirada más profunda, y adoptaba posturas meditativas. Había adquirido, por ejemplo, la costumbre de contemplar las estrellas. Su sensibilidad se desarrollaba igualmente; le iba notando una gran facilidad de lágrimas. Las lecciones continuaban con inquebrantable tesón, aunque sin mayor éxito. Aquello había llegado a convertirse en una obsesión dolorosa, y poco a poco me sentía inclinado a emplear la fuerza. Mi carácter iba agriándose con el fracaso, hasta asumir una sorda animosidad contra Yzur. Éste se intelectualizaba más, en el fondo de su mutismo rebelde, y empezaba a convencerme de que nunca lo sacaría de allí, cuando supe de golpe que no hablaba porque no quería. El cocinero, horrorizado, vino a decirme una noche que había sorprendido al mono "hablando verdaderas palabras". Estaba, según su narración, acurrucado junto a una higuera de la huerta; pero el terror le impedía recordar lo esencial de esto, es decir, las palabras. Sólo creía retener dos: cama y pipa. Casi le doy de puntapiés por su imbecilidad.
No necesito decir que pasé la noche poseído de una gran emoción; y lo que en tres años no había cometido, el error que todo lo echó a perder, provino del enervamiento de aquel desvelo, tanto como de mi excesiva curiosidad.
En vez de dejar que el mono llegara naturalmente a la manifestación del lenguaje, Le llamé al día siguiente y procuré imponérsela por obediencia.
No conseguí sino las pes y las emes con que me tenía harto, las guiñadas hipócritas y -Dios me perdone- una cierta vislumbre de ironía en la azogada ubicuidad de sus muecas.
Me encolericé, y sin consideración alguna, le di de azotes. Lo único que logré fue su llanto y un silencio absoluto que excluía hasta los gemidos.
A los tres días cayó enfermo, en una especie de sombría demencia complicada con síntomas de meningitis. Sanguijuelas, afusiones frías, purgantes, revulsivos cutáneos, alcoholaturo de brionia, bromuro -toda la terapéutica del espantoso mal le fue aplicada. Luché con desesperado brío, a impulsos de un remordimiento y de un temor. Aquél por creer a la bestia una víctima de mi crueldad; éste por la suerte del secreto que quizá se llevaba a la tumba.
Mejoró al cabo de mucho tiempo, quedando, no obstante, tan débil, que no podía moverse de su cama. La proximidad de la muerte lo había ennoblecido y humanizado. Sus ojos llenos de gratitud, no se separaban de mí, siguiéndome por toda la habitación como dos bolas giratorias, aunque estuviese detrás de él; su mano buscaba las mías en una intimidad de convalecencia. En mi gran soledad, iba adquiriendo rápidamente la importancia de una persona.
El demonio del análisis, que no es sino una forma del espíritu de perversidad, me impulsaba, sin embargo, a renovar mis experiencias. En realidad el mono había hablado. Aquello no podía quedar así.
Comencé muy despacio, pidiéndole las letras que sabía pronunciar. ¡Nada! Lo dejé solo durante horas, espiándolo por un agujerillo del tabique. ¡Nada! Le hablé con oraciones breves, procurando tocar su fidelidad o su glotonería. ¡Nada! Cuando aquéllas eran patéticas, los ojos se le hinchaban de llanto. Cuando le decía una frase habitual, como el "yo soy tu amo" con que empezaba todas mis lecciones, o el "tú eres mi mono" con que completaba mi anterior afirmación, para llevar a un espíritu la certidumbre de una verdad total, él asentía cerrando los párpados; pero no producía sonido, ni siquiera llegaba a mover los labios.
Había vuelto a la gesticulación como único medio de comunicarse conmigo; y este detalle, unido a sus analogías con los sordomudos, hacía redoblar mis preocupaciones, pues nadie ignora la gran predisposición de estos últimos a las enfermedades mentales. Por momentos deseaba que se volviera loco, a ver si el delirio rompía al fin su silencio. Su convalecencia seguía estacionaria. La misma flacura, la misma tristeza. Era evidente que estaba enfermo de inteligencia y de dolor. Su unidad orgánica se había roto al impulso de una cerebración anormal, y día más, día menos, aquél era caso perdido. Más, a pesar de la mansedumbre que el progreso de la enfermedad aumentaba en él, su silencio, aquel desesperante silencio provocado por mi exasperación, no cedía. Desde un oscuro fondo de tradición petrificada en instinto, la raza imponía su milenario mutismo al animal, fortaleciéndose de voluntad atávica en las raíces mismas de su ser. Los antiguos hombres de la selva, que forzó al silencio, es decir, al suicidio intelectual, quién sabe qué bárbara injusticia, mantenían su secreto formado por misterios de bosque y abismos de prehistoria, en aquella decisión ya inconsciente, pero formidable con la inmensidad de su tiempo. Infortunios del antropoide retrasado en la evolución cuya delantera tomaba el humano con un despotismo de sombría barbarie, habían, sin duda, destronado a las grandes familias cuadrumanas del dominio arbóreo de sus primitivos edenes, raleando sus filas, cautivando sus hembras para organizar la esclavitud desde el propio vientre materno, hasta infundir a su impotencia de vencidas el acto de dignidad mortal que las llevaba a romper con el enemigo el vínculo superior también, pero infausto, de la palabra, refugiándose como salvación suprema en la noche de la animalidad.
Y qué horrores, qué estupendas sevicias no habrían cometido los vencedores con la semibestia en trance de evolución, para que ésta, después de haber gustado el encanto intelectual que es el fruto paradisíaco de las biblias, se resignara a aquella claudicación de su extirpe en la degradante igualdad de los inferiores; a aquel retroceso que cristalizaba por siempre su inteligencia en los gestos de un automatismo de acróbata; a aquella gran cobardía de la vida que encorvaría eternamente, como en distintivo bestial, sus espaldas de dominado, imprimiéndole ese melancólico azoramiento que permanece en el fondo de su caricatura.
He aquí lo que, al borde mismo del éxito, había despertado mi malhumor en el fondo del limbo atávico. A través del millón de años, la palabra, con su conjuro, removía la antigua alma simiana; pero contra esa tentación que iba a violar las tinieblas de la animalidad protectora, la memoria ancestral, difundida en la especie bajo un instintivo horror, oponía también edad sobre edad como una muralla.
Yzur entró en agonía sin perder el conocimiento. Una dulce agonía a ojos cerrados, con respiración débil, pulso vago, quietud absoluta, que sólo interrumpía para volver de cuando en cuando hacia mí, con una desgarradora expresión de eternidad, su cara de viejo mulato triste. Y la última noche, la tarde de su muerte, fue cuando ocurrió la cosa extraordinaria que me ha decidido a emprender esta narración.
Me había dormitado a su cabecera, vencido por el calor y la quietud del crepúsculo que empezaba, cuando sentí de pronto que me asían por la muñeca.

Desperté sobresaltado. El mono, con los ojos muy abiertos, se moría definitivamente aquella vez, y su expresión era tan humana, que me infundió horror; pero su mano, sus ojos, me atraían con tanta elocuencia hacia él, que hube de inclinarme de inmediato a su rostro; y entonces, con su último suspiro, el último suspiro que coronaba y desvanecía a la vez mi esperanza, brotaron -estoy seguro-, brotaron en un murmullo (¿cómo explicar el tono de una voz que ha permanecido sin hablar diez mil siglos?) estas palabras cuya humanidad reconciliaba las especies:
-AMO, AGUA, AMO, MI AMO...

miércoles, 27 de agosto de 2014

La parábola del joven tuerto de Francisco Rojas González



LA PARÁBOLA DEL JOVEN TUERTO

Francisco Rojas González
“Y vivió feliz largos años.” Tantos, como aquéllos en que la gente no puso reparos en su falla. Él mismo no había concedido mayor importancia a la oscuridad que le arrebataba media visión. Desde pequeñuelo se advirtió el defecto; pero con filosófica resignación habíase dicho: “Teniendo uno bueno, el otro resultaba un lujo.” Y fue así como se impuso el deber de no molestarse a sí mismo, al grado de que llegó a suponer que todos veían con la propia misericordia su tacha; porque “teniendo uno bueno…”
Mas llegó un día infausto; fue aquél cuando se le ocurrió pasar frente a la escuela, en el preciso momento en que los muchachos salían. Llevaba él su cara alta y el paso garboso, en una mano la cesta desbordante de frutas, verduras y legumbres destinadas a la vieja clientela.
“Ahí va el tuerto”, dijo a sus espaldas una vocecita tipluda.
La frase rodó en medio del silencio. No hubo comentarios, ni risas, ni algarada… Era que acababa de hacerse un descubrimiento.
Sí, un descubrimiento que a él mismo le había sorprendido.
“Ahí va el tuerto”… “el tuerto”… “tuerto”, masculló durante todo el tiempo que tardó su recorrido de puerta en puerta dejando sus “entregos”.
Tuerto, sí señor, él acabó por aceptarlo: en el fondo del espejo, trémulo entre sus manos, la impar pupila se clavaba sobre un cúmulo que se interponía entre él y el sol…
Sin embargo, bien podría ser que nadie diera valor al hallazgo del indiscreto escolar… ¡Andaban tantos tuertos por el mundo! Ocurriósele entonces -imprudente- poner a prueba tan optimista suposición. Así lo hizo.
Pero cuando pasó frente a la escuela, un peso terrible lo hizo bajar la cara y abatir el garbo del paso. Evitó un encuentro entre su ojo huérfano y los múltiples y burlones que lo siguieron tras de la cuchufleta: “Adiós, media luz.”
Detuvo la marcha y por primera vez miró como ven los tuertos; era la multitud infantil una mácula brillante en medio de la calle, algo sin perfiles, ni relieves, ni volumen. Entonces las risas y las burlas llegaron a sus oídos con acentos nuevos: empezaba a oír como oyen los tuertos.
Desde entonces la vida se le hizo ingrata.
Los escolares dejaron el aula porque habían llegado las vacaciones: la muchachada se dispersó por el pueblo.
Para él la zona peligrosa se había diluido: ahora era como un manchón de aceite que se extendía por todas las calles, por todas las plazas… Ya el expediente de rehuir su paso por el portón del colegio no tenía valimiento: la desazón le salía al paso, desenfrenada, agresiva. Era la parvada de rapaces que a coro le gritaban:
Uno, dos tres,
tuerto es…
O era el mocoso que tras del parapeto de una esquina lo increpaba:
“Eh, tú, prende el otro farol…”
Sus reacciones fueron evolucionando: el estupor se hizo pesar, el pesar vergüenza y la vergüenza rabia, porque la broma, la sentía como injuria y la gresca como provocación.
Con su estado de ánimo mudaron también sus actitudes, pero sin perder aquel aspecto ridículo, aquel aire címico que tanto gustaba a los muchachos:
Uno, dos tres,
tuerto es…
Y él ya no lloraba; se mordía los labios, berreaba, maldecía y amenazaba con los puños apretados. Mas la cantaleta era tozuda y la voluntad caía en resultados funestos.
Un día echó mano de piedras y las lanzó una a una con endemoniada puntería contra la valla de muchachos que le cerraban el paso; la pandilla se dispersó entre carcajadas. Un nuevo mote salió en esta ocasión:
“Ojo de tirador.”
Desde entonces no hubo distracción mejor para la caterva que provocar al tuerto.
Claro que había que buscar remedio a los males. La madre amante recurrió a la terapéutica de todas las comadres: cocimientos de renuevos de mezquite, lavatorios con agua de malva, cataplasmas de vinagre aromático…
Pero la porfía no encontraba dique:
Uno, dos tres,
tuerto es…
Pescó por una oreja al mentecato y, trémulo de sañas, le apretó el cogote, hasta hacerlo escupir la lengua. Estaban en las orillas del pueblo, sin testigos; ahí pudo erigirse la venganza, que ya surgía en espumarajos y quejidos… Pero la inopinada presencia de dos hombres vino a evitar aquello que ya palpitaba en el pecho del tuerto como un goce sublime.
Fue a parar a la cárcel.
Se olvidaron los remedios de la comadrería para ir en busca de las recetas del médico. Vinieron entonces pomadas, colirios y emplastos, a cambio de transformar el cúmulo en espeso nimbo.
El manchón de la inquina había invadido sitios imprevistos: un día, al pasar por el billar de los portales, un vago probó la eficacia de la chirigota:
“Adiós, ojo de tirador…”
Y el resultado no se hizo esperar; una bofetada del ofendido determinó que el grandulón le hiciera pagar muy caros los arrestos… Y el tuerto volvió aquel día a casa sangrante y maltrecho.
Buscó en el calor materno un poquito de paz y en el árnica alivio a los incontables chichones… La vieja acarició entre sus dedos la cabellera revuelta del hijo que sollozaba sobre sus piernas.
Entonces se pensó en buscar por otro camino ya no remedio a los males, sino tan sólo disimulo de la gente para aquella tara que les resultaba tan fastidiosa.
En falla los medios humanos, ocurrieron al conjuro de la divinidad: la madre prometió a la Virgen de San Juan de los Lagos llevar a su santuario al muchacho, quien sería portador de un ojo de plata, exvoto que dedicaban a cambio de templar la inclemencia del muchacherío.
Se acordó que él no volviese a salir a la calle; la madre lo sustituiría en el deber diario de surtir las frutas, las verduras y las legumbres a los vecinos, actividad de la que dependía el sustento de ambos.
Cuando todo estuvo listo para el viaje, confiaron las llaves de la puerta de su chiribitil a una vecina y, con el corazón lleno y el bolso vano, emprendieron la caminata, con el designio de llegar frente a los altares de la milagrería, precisamente por los días de la feria.
Ya en el santuario, fueron una molécula de la muchedumbre. Él se sorprendió de que nadie señalara su tacha; gozaba de ver a la gente cara a cara, de transitar entre ella con desparpajo, confianzudo, amparado en su insignificancia. La madre lo animaba: “Es que el milagro ya empieza a obrar… ¡Alabada sea la Virgen de San Juan!”
Sin embargo, él no llegó a estar muy seguro del prodigio y se conformaba tan sólo con disfrutar aquellos momentos de ventura, empañados de cuando en cuando por lo que, como un eco remotísimo, solía llegar a sus oídos:
Uno, dos tres,
tuerto es…
Entonces había en su rostro pliegues de pesar, sombras de ira y resabios de suplicio.
Fue la víspera del regreso; caía la tarde cuando las cofradías y las peregrinaciones asistían a las ceremonias de “despedida”. Los danzantes desempedraban el atrio con su zapateo contundente; la musiquilla y los sonajeros hermanaban ruido y melodía para elevarlos como el espíritu de una plegaria. El cielo era un incendio; millares de cohetes reventaban en escándalo de luz, al estallido de su vientre ahíto de salitre y de pólvora.
En aquel instante, él seguía embobado la trayectoria de un cohetón que arrastraba como cauda una gruesa varilla… Simultáneamente al trueno, un florón de luces brotó en otro lugar del firmamento; la única pupila buscó recreo en las policromías efímeras… De pronto él sintió un golpe tremendo en su ojo sano… Siguieron la oscuridad, el dolor, los lamentos.
La multitud lo rodeó.
-La varilla de un cohetón ha dejado ciego a mi muchachito -gritó la madre, quien imploró después-: Busquen un doctor, en caridad de Dios.
Retornaban. La madre hacía de lazarillo. Iban los dos trepando trabajosamente la pina falda de un cerro. Hubo de hacerse un descanso. Él gimió y maldijo su suerte… Mas ella, acariciándole la cara con sus dos manos le dijo:
-Ya sabía yo, hijito, que la Virgen de San Juan no nos iba a negar un milagro… ¡Porque lo que ha hecho contigo es un milagro patente!
Él puso una cara de estupefacción al escuchar aquellas palabras.
-Milagro, madre? Pues no se lo agradezco, he perdido mi ojo bueno en las puertas de su templo.
-Ése es el prodigio por el que debemos bendecirla: cuando te vean en el pueblo, todos quedarán chasqueados y no van a tener más remedio que buscarse otro tuerto de quien burlarse… Pero tú, hijo mío, ya no eres tuerto.
Él permaneció silencioso algunos instantes, el gesto de amargura fue mudando lentamente hasta transformarse en una sonrisa dulce, de ciego, que le iluminó toda la cara.
-¡Es verdad, madre, yo ya no soy tuerto…!
-Volveremos el año que entra; sí, volveremos al santuario para agradecer las mercedes a Nuestra Señora.
-Volveremos, hijo, con un par de ojos de plata.
Y, lentamente, prosiguieron su camino.


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