Más tarde o más temprano, la pregunta surge siempre
en la carrera de un médico: ¿Hasta qué punto puede un paciente soportar un
shock traumático? Según las teorías, hay diferentes respuestas, pero,
básicamente, la contestación esencial es otra pregunta: ¿Hasta qué punto el
paciente quiere sobrevivir?
26 de enero
Hace dos días que la tormenta me arrojó a esta
playa. Me he estado paseando por la isla toda la mañana. ¡Qué isla! Mide 190
pasos de ancho por 267 pasos de punta a punta.
Además, por lo que veo, no hay nada que comer.
Me llamo Richard Pine y éste es mi diario. Si me
encuentran (o mejor, cuando me encuentren), puedo destruirlo
fácilmente. No me faltan cerillas. Cerillas y heroína. De las dos cosas tengo
enormes cantidades, aunque ninguna de las dos valga nada aquí, ja, ja. De modo
que escribiré. Al menos, para pasar el tiempo.
Para decir toda la verdad —¿y por qué no?, ¡tengo
todo el tiempo del mundo!— debería empezar por aclarar que, cuando nací, en
Little Italy, el barrio italiano de Nueva York, me llamaron Richard Pinzetti.
Mi padre, que era un desgraciado, procedía del Viejo Mundo. Yo quería ser
cirujano. Mi padre se reía a mandíbula batiente, me llamaba chalado y me
mandaba a buscar otro vaso de vino. Murió de cáncer a los cuarenta y seis años.
Me alegró.
Empecé a jugar al fútbol en el instituto. Fui el
mejor jugador de la historia local. Jugaba de defensa. Durante los dos últimos
años recorrí todas las ciudades de los Estados Unidos. Odiaba el fútbol. Pero
si eres un chaval pobre, que vive en una casa barata y quiere ir a la
universidad, tu única oportunidad es el deporte. Así que jugué y conseguí una
beca para atletas.
En la Universidad seguí jugando hasta conseguir una
beca de estudios completa. Entonces, lo dejé. Iba a estudiar medicina. Mi padre
murió seis semanas antes de mi graduación. No me importó. ¿Acaso creéis que me
hubiera gustado subir a la tarima para recoger el diploma y ver aquella bola de
sebo allí sentada? ¿Les gusta a las gallinas viajar en metro? Además, ingresé
en un club estudiantil. No uno de los mejores, con un nombre como Pinzetti,
pero, después de todo, era un club.
¿Por qué escribo todo esto? Es bastante divertido.
No, me rectifico. Es extraordinariamente divertido. El gran doctor Pine,
sentado en una roca, en pantalones de pijama y camiseta, en medio de una isla
que se puede cruzar con un salivazo, escribiendo la historia de su vida...
¡Tengo hambre! No importa. Escribiré la maldita historia de mi vida, si me da
la gana. Al menos, así no pensaré en mi estómago. Espero.
Cambié mi apellido por el de Pine antes de empezar
los estudios de medicina. Mi madre me dijo que le había partido el corazón. ¿De
qué corazón estaría hablando? Al día siguiente al del entierro del viejo, le
estaba guiñando el ojo al judío de la tienda de la esquina. Para tratarse de
alguien que adoraba su nombre de aquella manera, corría como un diablo para
cambiarlo por el de Steinbrunner.
Todo lo que yo anhelaba en la vida era ser
cirujano. Desde los días del colegio. Ya entonces me vendaba las manos antes de
empezar un partido y me las lavaba después con agua y jabón. Si quieres ser
cirujano, tienes que tener cuidado con las manos. Algunos de mis compañeros me
tomaban el pelo y me llamaban mariquita. Nunca llegué a enfrentarme con ninguno
de ellos. Ya es bastante peligroso jugar al fútbol. El que realmente llegó a
ponerme los nervios de punta fue Howie Plotsky, un estúpido gigantón con la
cara llena de cicatrices. Por aquel entonces, yo repartía periódicos y
aprovechaba para vender un poco de lotería, lo cual me permitía conocer gente,
establecer contactos... No te queda más remedio, si quieres sobrevivir.
Cualquier imbécil sabe cómo caerse muerto, pero lo realmente difícil es
sobrevivir, ¿comprendéis? Pues eso fue lo que me decidió a pagar a Ricky
Brazzi, que era el tío más grande del instituto, para que le partiera la boca a
Howie Plotsky. Sí, eso es lo que he dicho: partirle la boca. Le prometí un
dólar por cada diente que me trajera. Rico vino con tres dientes envueltos en
papel de periódico. Se dislocó un par de nudillos en el trabajito. Podéis
imaginar en qué lío me hubiese metido.
En la facultad de medicina, mientras los otros
memos se mataban tratando de ganar un centavo para llenar el puchero con un
poco de carne —no con sobras de quirófano, ¿eh?— trabajando como camareros,
vendiendo corbatas o limpiando suelos, yo me saqué de la manga un sistema de
apuestas y, con unos cuantos trucos que conocía, me ganaba algún dinerillo en
las apuestas de caballos, de billar o de lo que fuera. Además, tenía excelentes
relaciones con el vecindario y cursé mis estudios sin ningún problema.
No me metí en la cuestión de las drogas, hasta que
empecé mi residencia en un hospital, uno de los más grandes de Nueva York. Al
principio, sólo fueron recetas en blanco. Vendí un cuadernillo de cien a un
chico del barrio, y él falsificó las firmas de cuarenta o cincuenta médicos,
por cuyos nombres yo también le cobraba. El muchacho, a su vez, las ofrecía en
la calle por diez o veinte dólares cada una, lo que hacía las delicias de los
fanáticos drogotas que iban cada vez más acelerados, y los
partidarios de los sedantes, que se pasaban el día dando tumbos por las
esquinas.
Al poco tiempo de trabajar en el hospital me di
cuenta del desbarajuste que había en la farmacia del mismo. Nadie tenía la
menor idea de lo que entraba ni de lo que salía. Había gente que sacaba de allí
píldoras a puñados, cosa que yo me guardé muy bien de hacer. Siempre he tomado
todo tipo de precauciones y nunca he tenido problemas hasta que me descuidé...
y la suerte me volvió la espalda. Pero sé que caeré de pie; siempre ha sido
así.
Me duele la muñeca y el lápiz se ha quedado sin
punta. No puedo seguir escribiendo. No sé por qué me preocupo tanto. Es
probable que me encuentren pronto.
27 de enero
El bote salvavidas se hundió anoche en unos tres
metros de agua, al norte de la isla. ¿Qué importa? De todos modos, después de
arrastrarse por todo el arrecife, el fondo parecía un colador. Además, ya había
rescatado todo lo que valía la pena salvar, a saber, cuatro galones de agua, un
cajita de costura para viajes, un botiquín y este libro en el que estoy
escribiendo, que es, en realidad, un cuaderno de inspección del bote. ¡Qué
risa! Por cierto, ¿cómo es que a nadie se le ocurrió poner comida de reserva en
el bote? El último informe que aparece en el cuaderno lleva fecha 8 de agosto
de 1970. Ah, además, he conseguido salvar dos cuchillos, uno mellado y el otro
afilado, y un juego de cuchara y tenedor que voy a usar esta noche para la
cena: asado de piedras. Ja, ja. Bueno, al menos, le he sacado punta al lápiz.
Cuando salga de esta isla, cubierta de excrementos
de pájaros, les voy a sacar hasta el hígado a los de Paradise Lines Inc. Sólo
por eso vale la pena seguir viviendo. Y pienso seguir viviendo y salir de ésta,
no os quepa la menor duda. Voy a salir de ésta.
(más tarde)
Olvidé una cosa al hacer el inventario: dos kilos
de heroína pura, algo así como 350.000 dólares en las calles de Nueva York,
aunque aquí no valga más que un puñado de cacahuetes. Ja, ja. ¿Verdad que es
cómico?
28 de enero
Bueno, he comido..., si es que a eso se le puede
llamar comer. Una gaviota vino a posarse en una de las rocas del centro de la
isla, un montículo también cubierto de excrementos de pájaros. Agarré una
piedra que tenía a mano y me acerqué a ella todo lo posible. No se movía,
observándome con sus ojos negros y brillantes. Me sorprendió que no la asustara
el ruido de mis tripas.
Arrojé la piedra con todas mis fuerzas y le di de
lleno. La gaviota lanzó un graznido y trató de volar, pero le había roto el ala
derecha. Trepé en su busca, pero se alejó a saltos. La sangre manchaba sus
plumas. Me dio bastante trabajo. Metí el pie en un agujero entre dos rocas y
estuve a punto de partirme el tobillo. Finalmente, cuando empezaba a cansarme,
logré darle alcance al otro lado de la isla. La gaviota se había metido en el
agua y se alejaba. La atrapé por la cola, pero se volvió y me dio un picotazo.
Le agarré una de las patas y, con la otra mano, le retorcí el cuello. El sonido
de las vértebras al romperse me llenó de satisfacción. La cena está servida, caballero.
¿Os acordáis? ¡Ja! ¡Ja!
Me la traje al «campamento», pero antes de
desplumarla y cortarla a trozos, me limpié la herida con yodo. Los pájaros
llevan toda clase de gérmenes y sólo me faltaría una infección.
La operación de la gaviota fue de perlas, pero, que
pena, no había manera de cocinarla. No hay vegetación en la isla, ni maderas a
la deriva y, por si fuera poco, el bote se ha hundido. Así que me la comí
cruda. El estómago quiso devolverla inmediatamente. Aunque yo estaba de acuerdo
con él, no se lo podía permitir. Así que empecé a contar hasta cien al revés
hasta que pasaron las náuseas. Es un sistema que funciona casi siempre.
¿Os dais cuenta del bicharraco, que casi me rompe
el tobillo y después me da un picotazo en la mano? Si cazo otra gaviota mañana,
la torturaré. A ésta la he dejado escapar sin castigo. Mientras escribo, veo su
cabeza cortada en la arena. Sus ojillos negros, aun velados por la muerte,
parecen mirarme.
¿ Tienen cerebro las gaviotas? ¿Son comestibles?
29 de enero
Hoy no hay comida. Una gaviota aterrizó en el
macizo, pero voló antes de que me aproximara lo suficiente para hacerle un
«pase». ¡Ja, ja! Me estoy dejando la barba. Pica como un demonio. Si la gaviota
vuelve y consigo darle caza, le sacaré los ojos antes de matarla.
Creo haber dicho ya que era un cirujano de primera.
Me expulsaron. Realmente ridículo. Todos los médicos hacen lo mismo y luego se
ponen tan estirados cuando le atrapan a uno. ¡Peor para ti! ¡Yo ya tengo mi
parte! El Segundo Juramento de Hipócrates y de Hipócritas.
Había acumulado ya bastante de mis correrías como
interno y como residente (se supone que, de acuerdo con el Juramento de
Hipócrates, eres un funcionario y un caballero, pero nadie cree tal cosa).
Tenía lo necesario para abrir mi consulta privada en Park Avenue. Lo
necesitaba. No tenía un papá rico ni un protector con influencias, como muchos
de mis colegas. Cuando me instalé, mi padre llevaba nueve años criando malvas.
Mi madre murió un año antes de que me revocaran la licencia.
Pasó lo siguiente: yo tenía un trato con media
docena de farmacéuticos del East Side, además de un par de laboratorios y al
menos, otros veinte médicos. Los pacientes iban y venían de uno a otro. Yo
operaba y después prescribía los medicamentos postoperatorios adecuados. No todas
las operaciones eran necesarias, pero nunca actué contra la voluntad del
paciente. Y jamás sucedió que un paciente le echara un vistazo a la receta y me
dijera que no quería aquello. Escuchadme: hay gente a la que se le hizo una
histerectomía en 1965 o una tiroides parcial en 1970 y que seguirían engullendo
pastillas si el médico se lo permitiera. Y era lo que hacía algunas veces.
Además, yo no era el único. Si podían pagarse el vicio, ¿por qué no? Cuando no
era un paciente que padecía de insomnio después de alguna operación, era
alguien que quería adelgazar, o quería Librium. Todo tenía arreglo. ¡Ja! Sí. De
no haber sido yo, hubiera sido cualquier otro.
Hasta que los de Sanidad fueron a ver a Lowenthal,
ese gallina. Le asustaron diciéndole que le iban a echar cinco años y el tipo
cantó media docena de nombres, uno de los cuales era el mío. A mí me estuvieron
observando durante bastante tiempo y, en realidad, cuando me echaron el guante,
cinco años eran pocos para mí. Por ejemplo, no había dejado del todo lo de las
recetas en blanco, algo muy divertido, pero que no necesitaba en absoluto. Lo
seguía haciendo por costumbre; además, a nadie le amarga un dulce.
El caso es que yo conocía a mucha gente. Probé con
algunos. Y arrojé un par de individuos a los leones. Nadie que me gustara, sin
embargo. Todos auténticos cerdos.
Dios, tengo hambre.
30 de enero
Hoy no hay gaviotas, lo que me recuerda los
letreros de las tiendas de comestibles del barrio: HOY NO HAY TOMATES. Me metí
en el agua hasta la cintura, con un cuchillo afilado en la mano. Permanecí
inmóvil durante casi cuatro horas, mientras el sol caía de pleno sobre mis
espaldas. Creía desmayarme un par de veces, pero conté hasta cien al revés
hasta que desapareció la sensación. No vi un solo pez. Ni uno.
31 de enero
Hoy he matado otra gaviota tal como lo hice con la
primera. Tenía demasiada hambre para torturarla como me había prometido a mí
mismo. Así que la abrí y me la comí. Vacié las tripas y me las comí también. Es
extraño ver cómo se recobra la vitalidad. Empezaba a preocuparme. Tendido a la
sombra del montículo central, creí oír voces. Mi padre. Mi madre. Mi esposa, de
la que me divorcié... Y, lo peor de todo, la voz del chino que me vendió la
heroína en Saigón. Ceceaba, probablemente a causa de un paladar hendido.
«Vamos —me decía la voz desde lo alto—. Vamos,
esnifa un poco. Te olvidarás del hambre. Es tan buena…» Pero nunca tomé drogas,
ni siquiera para dormir.
Lowenthal se suicidó. El muy gallina. ¿No os lo
había dicho? Se colgó en el que había sido su consultorio. Desde mi punto de
vista, hizo un favor al mundo.
Yo quería recuperar mi título. Algunos de los tipos
con los que hablé me dijeron que no era imposible... pero costaba mucho dinero,
más del que podía imaginar. Yo tenía 40.000 dólares en una caja de seguridad y
decidí arriesgarme para doblar o triplicar la cantidad.
Me fui a ver a Ronnie Hanelli, compañero mío de
equipo en los años de la universidad, a cuyo hermano menor había conseguido una
residencia en un hospital cuando resolvió estudiar medicina. Ronnie estudiaba
Derecho. ¿Verdad que es gracioso? En el barrio se le conocía por el apodo de
Ronnie el Árbitro, porque se metía en todos los juegos y, sin
que nadie se lo pidiera, empezaba a pitar faltas a todo el mundo. Si no te
gustaba, tenías dos opciones: callarte la boca o tragarte unos cuantos dientes.
Los portorriqueños le llamaban Ronniewop, o algo así. A él le
hacía gracia Ronnie. Ronnie estudió Derecho, pasó los exámenes sin problemas y
abrió un bufete en su propio barrio, justo encima del bar La Pecera. Aún le veo
pasar por allí, cuando cierro los ojos, con su gran Continental blanco. Era el
usurero más grande de toda Nueva York: un tiburón.
Sabía que Ronnie tendría algo para mí.
—Es peligroso —dijo—. Pero tú sabes cuidarte. Y, si
traes la mercancía, te presentaré un par de individuos. Uno de ellos es
funcionario del Estado.
Me dio dos nombres. El de Henry Li-Tsu, el chino, y
el de Solom Ngo, un químico vietnamita. El vietnamita probaba la heroína del
chino a cambio de dinero. El chino era conocido por sus «bromas». Por ejemplo,
llenaba las bolsitas de plástico con talco, o detergente, o almidón. Ronnie
decía que un día, una de aquellas «bromas» le iba a costar la vida.
1 de febrero
He visto un avión. Pasó de largo sobre la isla.
Intenté subir al montículo central para llamar su atención y metí el pie en el
mismo agujero del día en que cacé la primera gaviota. Me rompí el tobillo.
Fractura compuesta. Fue como un disparo. El dolor era insoportable. Grité y
perdí el equilibrio. En vano, agité los brazos como un molino de viento. Caí y
me golpeé la cabeza. Todo se puso negro. Cuando volví en mí, se había puesto el
sol. Había perdido un poco de sangre. El tobillo se me había hinchado como un
neumático y tenía una buena insolación. Creo que, de haber habido una hora más
de sol, tendría todo el cuerpo llagado.
Me arrastré como pude hasta aquí y pasé la noche
temblando y llorando de rabia. Me he desinfectado la herida de la cabeza,
situada encima del lóbulo temporal derecho, y me la he vendado como he podido.
Es una herida superficial en el cuero cabelludo con una pequeña contusión,
creo, pero el tobillo, es una mala fractura, en dos puntos, quizá tres. ¿Cómo
voy a cazar las gaviotas ahora?
El avión debía de estar en busca de supervivientes
del Callas. En medio de la oscuridad y la tormenta, el bote
salvavidas ha de haber recorrido kilómetros. No creo que vuelva por aquí.
¡Dios mío, cómo me duele el tobillo!
2 de febrero
He puesto una señal en la playa de guijarros del
lado sur de la isla, donde se hundió el bote. Me llevó todo el día, con algún
descanso en la sombra. Aun así, me desmayé dos veces. Calculo haber perdido
unos ocho kilos, en su mayor parte, por deshidratación. Desde aquí veo las
cinco letras que tardé el día entero en componer; rocas oscuras sobre la arena
blanca, dicen AYUDA en letras de metro y medio. El próximo avión no va a pasar
de largo.
El pie palpita constantemente. Todavía está
hinchado y se ha puesto sospechosamente blanco alrededor de la fractura. Cada
vez más blanco. Si me lo vendo con la camisa, apretando mucho, el dolor cede,
pero aun así duele tanto que, más que dormirme, me desmayo.
Empiezo a pensar que tal vez haya que amputar.
3 de febrero
La hinchazón y la pérdida de color son todavía
mayores. Esperaré hasta mañana. Si la operación es imprescindible, creo que
podré llevarla a cabo. Tengo cerillas para esterilizar el cuchillo y aguja e
hilo de la cajita de costura. Como vendaje, la camisa.
Tengo además dos kilos de «analgésico», aunque no
precisamente del que prescribía a mis pacientes. Pero lo hubieran empleado, de
haber dispuesto de él. Podéis apostar. Esas señoras de pelo azul serían capaces
de esnifar un ambientador de pino si les hiciera efecto, creedme.
4 de febrero
He decidido amputar el pie. Hace cuatro días que no
como. Si espero más, corro el riesgo de desvanecerme en medio de la operación
por la acción combinada del shock traumático y el hambre. En ese caso, podría
morir desangrado. Y, a pesar de lo desdichado que soy, aún tengo ganas de
seguir viviendo. Recuerdo lo que Mockridge decía en Anatomía básica, el viejo
Mocki, le llamábamos: más tarde o más temprano, la pregunta surge siempre en la
carrera de un médico. ¿Hasta qué punto puede un paciente soportar un shock
traumático? Y entonces, señalaba con el puntero el dibujo del cuerpo humano, el
hígado, los riñones, el bazo, los intestinos. Básicamente, caballeros, decía,
la contestación esencial es otra pregunta: ¿Hasta qué punto el paciente quiere
sobrevivir?
Creo poder hacerlo. De verdad.
Supongo que estoy escribiendo para aplazar lo
inevitable, pero se me ocurre que no acabé de contar por qué me encuentro aquí.
Tal vez deba hacerlo por si la operación no sale bien. Tardaré sólo unos
minutos y estoy seguro de que todavía habrá claridad para la operación, ya que,
según mi reloj, son las nueve de la mañana. ¡Ja!
Fui a Saigón como turista. ¿Os extraña? No sé por
qué. Hay miles de personas que van allí cada año, a pesar de la guerra de
Nixon. También hay gente a la que le gusta presenciar accidentes o peleas de gallos.
Mi amigo chino tenía la mercancía. Se la llevé a Ngo, quien me ratificó que era
de primera clase. Me contó también que Li-Tsu había gastado una de sus bromas
hacía cuatro meses, y que su mujer había saltado hecha pedazos por los aires al
poner la llave de encendido en su automóvil. Desde entonces no había vuelto a
hacer bromas.
Me quedé en Saigón tres semanas. Había reservado
pasaje de regreso a San Francisco en un crucero, el Callas. Primera
clase. Subir a bordo con la mercancía no representó problema alguno. Ngo
arregló el asunto, sobornando a dos oficiales de aduana que se limitaron a
saludarme y hacer pasar las maletas. La heroína iba en una bolsa de viaje que
ni siquiera vieron.
—Pasar la aduana en los Estados Unidos será mucho
más difícil —me dijo Ngo—, pero ése es problema únicamente suyo.
No tenía la menor intención de pasar aquello por la
aduana. Ronnie había contratado un buzo que haría el trabajo por tres mil
dólares. Tenía que encontrarme con él (ahora que lo pienso, hace dos días) en
una especie de corral llamado Regis Hotel en San Francisco. El plan consistía
en poner la mercancía en una lata a prueba de agua. Sujetos a la tapa, un reloj
y un sobre de tinte rojo. Antes de atracar, había que tirar la lata al agua,
cosa que no iba a hacer yo mismo, naturalmente.
Estaba todavía buscando un cocinero o un camarero
al que no le viniera mal un dinero extra y que fuera lo bastante listo — o lo
bastante idiota—, como para mantener la boca cerrada, cuando el Callas se
hundió.
No tengo ni la menor idea de cómo sucedió, ni de
por qué. Se nos había echado encima un buen vendaval, pero el crucero parecía
capaz de capearlo. Pero el día 23, alrededor de las ocho de la noche, hubo una
fuerte explosión bajo cubierta. Yo estaba en el salón en aquel momento y el Callas se
escoró casi inmediatamente. A la izquierda, ¿cómo se llama: babor o estribor?
La gente empezó a gritar y a correr en todas
direcciones. Las botellas cayeron de la estantería del bar y se estrellaron
contra el suelo. Un hombre salió de una de las escaleras, con la camisa quemada
y la piel asada. Los altavoces empezaron a decir a la gente que se dirigiera a
los botes salvavidas que se les habían asignado al principio del viaje, durante
un simulacro. Los pasajeros echaron a correr sin rumbo. Muy pocos se habían
molestado en comparecer durante el simulacro. Yo, no sólo estuve allí, sino que
fui más temprano, para estar en primera fila y ver bien todo, ¿comprendéis?
Siempre pongo mucha atención en lo que se refiere a mi pellejo.
Bajé a mi camarote, saqué las bolsitas de heroína y
me puse una en cada bolsillo. Después, me dirigí al Bote Salvavidas 8. Mientras
yo subía las escaleras, hubo otras dos explosiones y el barco se inclinó aún
más peligrosamente, si cabe.
En cubierta, todo era confusión. Vi una mujer que
corría por la cubierta resbaladiza, gritando y con un niño en brazos. Según se
inclinaba el buque, ella ganaba velocidad. Finalmente, golpeó contra la borda a
la altura de los muslos, saltó por encima de ella, dio dos vueltas de campana y
desapareció de mi vista. Había un hombre de mediana edad, sentado en medio del
puente, que se arrancaba los cabellos con las manos. Otro, con ropas blancas de
cocinero, la cara y las manos horriblemente quemadas, se daba contra las
paredes y gritaba: «¡Socorro! ¡No veo! ¡Socorro! ¡No veo!»
El pánico era total y se había contagiado del
pasaje a la tripulación como una epidemia. Tenéis que tener en cuenta que entre
la primera explosión y el hundimiento del barco, pasaron solamente veinte
minutos. Algunos de los botes iban repletos de gente que aullaba, y otros,
totalmente vacíos. El mío, que estaba en la zona más próxima al agua, estaba
casi desierto. Nadie más que yo y un marinero, con la cara muy pálida y llena
de espinillas.
—Echemos al agua enseguida este condenado barreño
—dijo, con los ojos desorbitados—, porque la maldita bañera se va a pique sin
remedio.
Maniobrar un bote no es nada difícil, pero, con los
nervios, el marinero se hizo un lío con las maromas de su lado. El bote bajó
unos dos metros y quedó colgado, yo más cerca del agua que él.
Fui hacia su lado para ayudarle cuando empezó a
gritar. Había logrado deshacer el nudo; pero, al mismo tiempo, se había pillado
la mano. La soga se deslizó sobre la palma, dejándosela en carne viva;
finalmente, salió despedido de la embarcación.
Acabé de deshacer el lío y libré el bote, que bajó
al agua. Empecé a remar como un condenado. Remar era algo que siempre había
hecho por placer en las casas de veraneo de mis amigos, pero ahora, por primera
vez, lo hacía para salvar mi vida. Si no me alejaba del Callas antes
de que se hundiera, me arrastraría con él.
Cinco minutos más tarde, se hundió. No escapé del
todo a la succión, tuve que remar desesperadamente sólo para permanecer en el
mismo lugar. Se hundió muy de prisa. Todavía había gente aferrada a la borda,
gritando. Parecía una banda de monos.
La borrasca empeoró. Perdí un remo. Pasé la noche
en una especie de pesadilla, achicando agua del bote, primero, y maniobrando
con el único remo que me quedaba, después, para mantener la proa contra el
oleaje.
Antes del amanecer del 24 las olas empezaron a
empujarme por la popa. El bote adquirió una cierta velocidad, lo cual es
aterrador, pero, al mismo tiempo, constituye un alivio. De pronto, los tablones
fueron arrancados de debajo de mis pies, pero el bote no se hundió: había
encallado a este montón de piedras olvidado del mundo. Ni siquiera sé dónde
estoy; no tengo la menor idea. La navegación no es mi punto fuerte. Ja, ja.
Pero sí sé qué tengo que hacer. Éstas pueden ser
mis últimas notas, pero algo me dice que saldrá bien. ¿Acaso no he conseguido
siempre lo que me he propuesto? Además, hoy se hacen maravillas con las
prótesis y podré moverme con un solo pie con toda comodidad.
Ha llegado el momento de ver si soy tan
extraordinario como creo. Buena suerte.
5 de febrero
Lo hice.
El dolor era lo que menos me preocupaba, porque
puedo soportarlo, pero temía que la debilidad, el hambre y el dolor combinados
me hicieran perder el conocimiento antes de acabar.
Pero la heroína resolvió el problema
maravillosamente.
Abrí una de las bolsitas y aspiré dos generosas
dosis sobre una roca plana, primero la ventanilla derecha, luego, la izquierda.
Era una especie de hielo deslumbradoramente anestésico que invadía mi cerebro
íntegro. Aspiré la heroína al dejar de escribir, ayer, a las 9.45. Cuando volví
a mirar la hora, las sombras se habían movido, dejándome parte del cuerpo al
sol, y eran las 12.41. Me había adormilado. Nunca había imaginado que fuese tan
fantástico y no comprendo por qué le tenía tanta manía. El dolor, el miedo, la
infelicidad... todo desaparece, dejando sólo una calma eufórica.
Operé en esas condiciones.
Como era de esperar, sentí un dolor agudísimo,
especialmente en la primera parte de la operación. Pero el dolor parecía desconectado
de mí, como si fuera de otro. Me molestaba, pero me resultaba
extraordinariamente interesante. ¿Podéis entender lo que digo? Si alguna vez
habéis empleado un calmante con una fuerte base de morfina, sabréis de qué
hablo. Hace algo más que mitigar el dolor. Induce un estado mental. Una cierta
serenidad. Entiendo por qué la gente se queda colgada, aunque ésa sea una
palabra horrorosamente fuerte y que usa, en general, la gente que nunca lo ha
probado.
A media operación, el dolor empezó a ser algo más
personal. Oleadas de desfallecimiento me acometían. Miré con ansia la bolsita
de heroína, pero me obligué a apartar la vista. Si volvía a adormilarme,
moriría desangrado con la misma seguridad que si me desmayara. Conté hasta cien
al revés.
La pérdida de sangre era el factor más crítico.
Como cirujano, era vitalmente consciente de ello. No debía perder una gota más
que lo imprescindible. Si un paciente sufre una hemorragia durante una
operación en un hospital, se le puede suministrar sangre. Yo carecía de esos
medios. Todo lo que se había perdido —la arena debajo de mi pie estaba ya
negra— estaba perdido hasta que mi propia fábrica lo repusiera. No tenía
hemostáticos, ni hilo de sutura, ni grapas.
Empecé la operación exactamente a las 12.45. Acabé
a la 1.50 e inmediatamente me atonté con heroína, una dosis mayor que la
anterior. Me dormí en un mundo gris, indoloro, y permanecí así hasta alrededor
de las cinco. Cuando me espabilé, el sol estaba cerca del horizonte occidental,
trazando un camino de oro sobre el azul del Pacífico que llegaba hasta mí.
Nunca he visto algo tan increíble. Tanto, que me compensó del dolor en un
segundo. Una hora más tarde aspiré un poquito más, para seguir disfrutando de
la puesta de sol.
Poco después de hacerse de noche, yo... Yo...
Esperad un segundo. ¿Os he dicho que no he comido
absolutamente nada durante cuatro días? ¿Y que lo único que
tenía a mi alcance para recuperar mis energías agotadas era mi propio cuerpo?
Después de todo, ¿no se ha dicho, una y otra vez, que la supervivencia es una
cuestión mental? ¿De una mente superior? No voy a justificarme diciendo que
cualquiera hubiera hecho lo mismo. En primer lugar, hay que ser cirujano. Y aun
conociendo la técnica de la amputación, es posible hacer una carnicería y
desangrarse de todos modos. Y, aun en el caso de poder sobrevivir a la
amputación y al shock traumático, jamás se le ocurriría algo semejante a
alguien convencional. No importa. Nadie tiene por qué enterarse. Lo último que
haré antes de abandonar la isla será destruir este libro.
Tuve mucho cuidado.
Lo lavé muy bien antes de comérmelo.
7 de febrero
El dolor del muñón es intensísimo —en ocasiones,
realmente intolerable—. Pero creo que el escozor profundo del proceso de
cicatrización es todavía mucho peor. Esta tarde me he acordado de los pacientes
que me tenían harto con lo mucho que les picaba la carne remendada, que era
horrible y que no se podían rascar.
Yo sonreía y les decía que se sentirían mejor al
día siguiente, pensando que se quejaban sin razón, que eran débiles e ingratos.
Ahora los comprendo perfectamente. Varias veces he estado a punto de arrancar
la camisa que sirve de vendaje y rascarme la herida, hundir los dedos en la
carne cruda y tierna, quitarme los puntos, dejar que la sangre corriera en la
arena, cualquier cosa, cualquier cosa con tal de no sentir ese horrible y
enloquecedor hormigueo.
Entonces contaba hasta cien al revés y aspiraba
heroína.
No tengo idea de cuánta he llegado a tomar, pero sí
sé que he estado casi permanentemente dopado desde la operación. Como sabéis,
quita el hambre. Ni siquiera sé si tengo hambre. Siento algo extraño,
fantasmal, en la barriga, eso es todo. Por otra parte, puedo ignorarla con toda
facilidad y, sin embargo, sé que no debo hacerlo, ya que la heroína no tiene un
valor calórico fácilmente calculable. De manera que me he puesto a prueba para
medir mi energía, arrastrándome de aquí para allá, y es agotador.
Dios mío, espero que no..., pero temo que sea
necesaria una nueva operación.
(más tarde)
Pasó otro avión. Demasiado alto. Tanto, que todo lo
que podía ver era el alerón de popa dibujándose contra el cielo azul. Hice
señales, por si acaso, y grité como un energúmeno. Cuando desapareció, me eché
a llorar.
Está muy oscuro y es difícil seguir escribiendo.
Comida. He estado pensando en cantidad de platos. La lasaña de mi madre, pan de
ajo, caracoles, langosta, chuletas, melocotones, asado, la gran porción de
pastel de mantequilla y el helado de vainilla hecho en casa que te sirven en
Mother Crunch en la Primera Avenida, pretzels calientes,
salmón ahumado, cangrejos ahumados, jamón ahumado con rodajas de piña, aros de
cebolla fritos, salsa de cebolla con patatas chip, té frío en largos sorbos,
patatas fritas, y te relames los labios de gusto...
100, 99, 98, 97, 96, 95, 94. Dios, Dios, Dios.
8 de febrero
Esta mañana ha aterrizado otra gaviota en el
montículo, grande, gorda, mientras yo reposaba a la sombra de mi roca, la que
considero mi campamento particular, con el muñón apuntando al cielo. En cuanto
el pájaro se posó, empecé a salivar igual que los perros de Pavlov. Se me caía
la baba como a un bebé. Como a un bebé.
Busqué una piedra del tamaño de mi mano y empecé a
arrastrarme hacia el pájaro. Queda tan sólo un cuarto, ya hemos escalado tres.
Tres y pico. Pinzetti pasa hacia atrás (Pine, quiero decirPine). No
tenía demasiadas esperanzas. Estaba seguro de que saldría volando, pero había
que intentarlo. Si atrapara un ave tan gorda y tan insolente como ésa, tal vez
pudiese posponer la segunda operación indefinidamente. Continué, aunque, de vez
en cuando, me golpeaba el muñón contra el canto afilado de una roca y veía las
estrellas con todo el cuerpo, obligándome a reposar hasta que el dolor se
calmara.
La gaviota no escapó. Daba saltitos de aquí para
allá, con el pecho hinchado, como un general pasando revista a las tropas. De
vez en cuando me miraba con sus ojos pequeños, negros y malignos, y no me
quedaba más remedio que quedarme inmóvil como una piedra y contar hasta cien a
la espera de que volviera a moverse. Cada vez que agitaba las alas, el hielo me
invadía el estómago. más No dejaba de salivar. Se me caía la baba como a un
niño.
No sé cuánto tiempo estuve al acecho. ¿Una hora?
¿Dos? Cuanto más me acercaba, más fuerte me latía el corazón y más apetecible
parecía la gaviota. Daba la impresión de estar burlándose de mí y empecé a
temer que, antes de que la tuviese a mi alcance, echara a volar. Me temblaban
las piernas y los brazos. Tenía la boca seca. El muñón, por su parte, me daba
unas punzadas asesinas. Ahora pienso que debo haber sentido también dolores de
abstinencia. ¿Tan pronto? No he tomado heroína más que una semana.
No importa. La necesito. Y hay mucha, muchísima. En
cuanto llegue a los Estados Unidos, me someteré a una cura de desintoxicación
en la mejor clínica de California. Pero ahora no se trata de eso, ¿verdad?
Cuando la tuve al alcance, no quise arrojar la
piedra. Estaba irracionalmente seguro de que erraría, probablemente por unos
pocos centímetros. Tenía que acercarme. Así que seguí arrastrándome, con la
cabeza alta, el sudor cayendo a chorros por mi cuerpo maltrecho de
espantapájaros. Por cierto, creo que se me están pudriendo los dientes, ¿lo he
dicho ya? Si fuera supersticioso, diría que es porque comí ...
¡Ja! Pero no debe de ser ésa la razón, ¿verdad?
Me detuve otra vez. Estaba mucho más cerca de esta
gaviota que de cualquiera de las anteriores. No conseguía obligarme a tirar la
piedra. La agarré con toda mi alma, hasta que me dolieron los dedos, pero ni
siquiera así pude hacerlo. Porque sabía perfectamente lo que no dar en el
blanco significaba.
No me importa emplear toda la mercancía. Les voy a
poner un pleito que se van a acordar toda la vida. ¡Viviré como un rey durante
el resto de mi vida! ¡Mi larga, larga vida!
Estoy convencido de que hubiera escalado hasta
poder tomarla con la mano si finalmente no hubiera levantado el vuelo. La
hubiera estrangulado. Pero extendió las alas y echó a volar. La insulté, me
hinqué de rodillas y le lancé la piedra con las pocas fuerzas que me quedaban.
¡Y le di!
El pájaro soltó un graznido y cayó al otro lado del
montículo. Entre risas y temblores, sin preocuparme por los golpes en el muñón
ni por si se me abría la herida, llegué a la cima y empecé a descender por la
otra vertiente. Perdí el equilibrio y me di en el suelo con la cabeza. En aquel
momento ni siquiera lo advertí, aunque tengo un magnífico chichón como
recuerdo. Sólo podía pensar en la gaviota y en cómo le había dado, suerte
fantástica, aun volando, ¡le había dado!
La gaviota se arrastró hasta la playa, el ala rota,
el cuerpo ensangrentado. Me arrastré tras ella todo lo rápido que me era
posible, pero ella era más veloz. ¡ Una carrera de lisiados! ¡Ja! ¡ Ja! Podría
haberla capturado, ya estaba muy cerca, de no haber sido por mis manos. Tengo
que cuidar mis manos. Puedo volver a necesitarlas. A pesar del cuidado tenía
las palmas llenas de tajos cuando por fin llegamos a la playa. Por si fuera
poco, golpeé mi reloj contra una roca y saltó hecho añicos.
La gaviota entró en el mar cojeando, graznando como
una endemoniada. La atrapé, pero sólo me quedó un puñado de tristes plumas.
Entonces me caí y tragué agua, tosiendo y atragantándome.
Pero seguí arrastrándome y hasta traté de nadar
tras ella. La venda del muñón acabó por caérseme en el agua, empecé a hundirme
y no tuve más remedio que regresar a la arena. No sé cómo, pero salí del agua,
temblando, exhausto, encogido de dolor, llorando, gritando y maldiciendo a la
gaviota. Todavía estaba a la vista, allá lejos, cada vez más lejos. Creo
recordar que en un momento le rogué que volviera. Eso sí, cuando salió al
arrecife, juraría que estaba muerta.
No es justo.
Me llevó casi una hora arrastrarme hasta el
campamento. He tomado mucha heroína, pero aun así, continúo enfadado con la
gaviota. Si no iba a dejarse cazar, ¿a qué burlarse así de mí? ¿Por qué diablos
esperó tanto?
9 de febrero
Me he amputado el pie izquierdo y lo he vendado con
mis pantalones. Extraño. Durante toda la operación se me cayó la baba. ¡Se me
cayó la baaaaaba! Como cuando descubrí la gaviota, se me caía la baba sin
parar... Pero me obligué a esperar hasta la noche. Conté hasta cien al revés
veinte o treinta veces. ¡Ja! ¡Ja!
Entonces... Tenía que repetirme: rosbif frío,
rosbif frío, rosbif frío.
11 de febrero (?)
Ha llovido durante dos días, con mucho viento.
Cambié algunas rocas de lugar, hice una especie de escondrijo con ellas y me
guarecí allí dentro todo el tiempo. Sorprendí una pequeña araña, la tomé con
los dedos antes de que escapara y me la metí en la boca. Muy buena, muy
gustosa. Empecé a temer que las rocas que tenía encima de la cabeza se vinieran
abajo y me sepultaran. No importaba.
Me pasé toda la tormenta muy dopado. Tal vez haya
llovido tres días, y no dos. O sólo uno. Aunque creo recordar que oscureció en
dos ocasiones. Me encanta dormir, no siento ni el dolor ni el picor. Sé que voy
a sobrevivir, no puede ser que tenga uno que pasar por todo esto para nada.
Había un cura en la Sagrada Familia cuando yo era
niño, un enano que adoraba hablar del infierno y del pecado mortal. Les tenía
verdadero cariño. No hay retorno del pecado mortal, ése era su punto de vista.
Me pasé la noche soñando con él, el Padre Hailley, con su sotana y su nariz de
whisky, sacudiéndose el dedo y diciendo: «Qué vergüenza, Richard Pinzetti...,
un pecado mortal..., condenado al infierno..., condenado al infierno…
Me reí de él. Si esto no es el infierno, ¿qué es?
El único pecado mortal es darse por vencido.
La mitad del tiempo la paso delirando; el resto me
pican los muñones; la humedad hace que me duelan todavía más.
Pero no voy a ceder. No me voy a dar por vencido.
No pasaré por todo esto para nada.
12 de febrero
Hace un día magnífico y el Sol brilla otra vez en
todo su esplendor. Espero que se estén helando en Nueva York.
Es un buen día, en la medida de lo posible. La
fiebre parece haber bajado. Estaba débil y temblaba cuando salí de mi
madriguera, pero después de dos o tres horas al sol, vuelvo a sentirme casi
humano otra vez.
Me arrastré hasta el sur de la isla y encontré
varios trozos de madera arrojados por la tormenta, además de varios tablones de
mi propio bote. Había quelpo y algas en uno de los tablones y me lo comí todo.
Me dieron ganas de vomitar. Es como comerse la cortina de plástico del baño,
pero me siento mucho más fuerte esta tarde.
Llevé la madera a la arena para que se secara.
Todavía me queda una caja completa de cerillas a prueba de humedad y podré
hacer una fantástica señal de humo si pasa alguien pronto. Si no, me servirá
para cocinar. Voy a aspirar heroína.
13 de febrero
He encontrado un cangrejo, que maté y cocí en una
pequeña hoguera. Esta noche casi vuelvo a creer en Dios.
14 de feb
Acabo de darme cuenta de que la tormenta se llevó
casi todas las piedras de mi señal de AYUDA. Pero la tormenta terminó... ¿hace
más de tres días? ¿He estado drogado todo ese tiempo? Tengo que tener más
cuidado y bajar la dosis, porque ¿qué ocurriría si pasara un barco y yo
estuviera durmiendo?
Reconstruí la señal, pero me llevó casi todo el día
y estoy exhausto. Busqué un cangrejo donde encontré el otro, pero nada. Me
corté las manos con varias de las piedras de la señal, pero me desinfecté con
yodo, a pesar de mi debilidad. Debo cuidar mis manos. Por encima de todo.
15 de feb
Hoy se posó otra gaviota en el montículo. Levantó
el vuelo antes de que yo me acercara. La conminé a irse al infierno, a picotear
los ojillos rojizos del Padre Hailley para toda la Eternidad.
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Ja.
17 de feb (?)
Me he cortado la pierna derecha a la altura de la
rodilla, pero he perdido mucha sangre. El dolor era inenarrable, a pesar de la
heroína. Sólo el shock hubiera matado a un hombre menos hombre que yo. Déjame
contestar con una pregunta: ¿Hasta qué punto el paciente quiere
sobrevivir? ¿Hasta qué punto el paciente quiere sobrevivir?
Me tiemblan las manos. Si me traicionan, estoy
perdido. No tienen ningún derecho a traicionarme. ¡Ningún derecho! Las he
cuidado durante todas sus vidas. Las he mimado. Mejor que no me traicionen. O
se van a arrepentir.
Por lo menos, no siento hambre.
Uno de los tablones del bote se partió por la
mitad. Una de las partes tenía una punta bastante afilada, que fue la que usé.
Se me caía la baba, pero me hice esperar pensando en... ¡aquellas barbacoas!
Aquella casa que Will Hammersmith tenía en Long Island, con una barbacoa donde
se podía asar un cerdo entero. Acostumbrábamos a sentarnos al atardecer, con
tragos largos en la mano, hablando de nuevas técnicas quirúrgicas o de golf o
de cualquier otra cosa. Y la brisa nos traía el olor del cerdo asado. Madre
mía, el olor del cerdo asado.
Feb ?
Me he cortado la otra pierna a la altura de la rodilla.
He estado dando cabezadas todo el santo día:
«Doctor, ¿la operación era necesaria?». Ja, ja. Me
tiemblan las manos como las de un viejo. Las odio. Tengo sangre debajo de las
uñas, costras. ¿ Recuerdas el modelo de la facultad, con la barriga de vidrio?
Pues me siento igual, pero no quiero mirar. De ninguna de las maneras. Recuerdo
que Dom decía eso, se paraba a charlar contigo en la calle con la chaqueta del
Hiway Outlaws Club. Tú le decías: «Hombre, ¿cómo hiciste para conseguirla?». Y
Dom respondía de ninguna de las maneras. Viejo Dom. Caramba, ojalá me hubiera
quedado en el barrio. Esto tiene tan mala pinta, como decía Dom. Ja ja.
Pero me han dicho, sabes, que con la terapia
adecuada y unas prótesis, volvería a estar como nuevo, podría volver a la isla
y decirle a la gente: «Aquí es donde ocurrió».
¡Ja-ja-ja!
23 de febrero (?)
Encontré un pez muerto, podrido y apestoso. Es
igual, me lo comí. Me doblaban el cuerpo las arcadas, pero no me lo
permití. Sobreviviré. Estoy tan bien con heroína, las puestas
de sol.
Febrero
No me atrevo, pero tengo que hacerlo. ¿Pero, cómo
haré para ligar la arteria femoral tan arriba? Es amplia como una maldita
autopista a esa altura.
A pesar de todo, tengo que hacerlo. He marcado la
parte alta del muslo, la parte donde todavía hay carne, con lápiz.
Desearía poder dejar de babear.
Fe
Te... mereces... un descanso hoy... también... así
que... levántate y vete.., a McDonald’s... dos hamburguesas... salsa
especial... lechuga... pepinillos.., cebollas... en... un panecillo...
Da... dada... dadada...
Febbe
Hoy me he visto la cara en el agua. Una calavera
cubierta de piel. ¿Me he vuelto loco ya? Debo de estar loco. Ahora soy un
monstruo. Un engendro. No me queda nada bajo las ingles. Un verdadero monstruo.
Una cabeza atada a un torso que se arrastra por los codos en la arena. Un
cangrejo. Un cangrejo dopado. Eh, tú, soy un pobre cangrejo dopado, dame una
moneda.
Jajajaja.
Dicen que de lo que se come se cría, así que
¡TODAVÍA SOY EL MISMO! Querido Dios shock traumático shock traumático shock
traumático NO EXISTE NADA QUE SE PAREZCA A UN SHOCK TRAUMÁTICO.
JA.
40/Fe ?
He soñado con mi padre. Cuando se emborrachaba,
olvidaba el inglés. No es que tuviera nada interesante que decir de todos
modos. Condenado cerdo, me alegré tanto de irme de tu casa, papito, condenado
cerdo, chapucero, nada, no vales para nada, nada, cero. Sabía que lo lograría.
Me alejé de ti, ¿verdad? Me fui andando sobre las manos.
Pero ya no puedo cortar nada más con ellas. Ayer me
corté las orejas.
la mano izquierda lava la derecha no dejes que tu
mano izquierda sepa lo que hace la derecha pito pito colorito donde vas tú tan
bonito... jajaja...
Qué importa, una mano u otra, buena comida, buena
carne, buen Dios comamos... pies de cerdo saben igual que manos de cerdo.
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