Perdóneme,
don Pedro… Claro que esta no es manera de presentarme… Pero, le diré… ¿Cómo
podría explicarle?… Ha muerto Eusebio López… Ya sé que usted no lo conoce y muy
pocos lo conocían… ¿Quién se va a fijar en un hombre que vive entre tablas
viejas? Por eso no fui a traer los ladrillos… Éramos amigos, ¿me entiende?
Yo
estaba pasando en el camión y me crucé con Pancho Torres. Él me gritó: “¡Ha
muerto Cheo López!”. Entonces enderezo para la casa de Cheo y ahí me encuentro
con la mujer, llorando como es natural; el hijito de dos años junto a la madre,
y a Cheo López tendido entre cuatro velas… Comenzaba a oler a muerto Cheo
López, y eso me hizo recordar más, eso me hizo pensar más en Cheo López.
Entonces me fui a comprar dos botellas de ron, para ayudar con algo, y también
porque necesitaba beber.
¡Ese
olor! Usted comprende, don Pedro… Lo olíamos allá en el Pacífico…, el olor de
los muertos, los boricuas, los japoneses… Los muertos son lo mismo… Sólo que
como nosotros, allá, íbamos avanzando…, a nuestros heridos y muertos los
recogían, y encontrábamos muertos japoneses de días, pudriéndose… Ahora Cheo
López comenzaba a oler así… Con los ojos fijos miraba Cheo López. No sé por qué
no se los habían cerrado bien… Miraba con una raya de brillo, muerta… Se veía
que en su frente ya no había pensamiento. Así miraban allá en el Pacífico…
Todos lo mismo…
Y
yo me he puesto a beber el ron, durante un buen rato, y han llegado tres o
cuatro al velorio… Entonces su mujer ha contado… Que Cheo estaba tranquilo,
sentado, como si nada le pasara, y de repente algo se le ha roto adentro, aquí en
la cabeza… Y se ha caído… Eso fue un derrame en el cerebro, dijeron… Yo no he
querido saber más, y me puse a beber duro. Yo estaba pensando, recordando.
Porque es cosa de pensar… La muerte se ríe.
Luego
vine a buscar a mi mujer para llevarla al velorio y creí que debía pasar a
explicarle a usted, don Pedro… Yo no volví con los ladrillos por eso. Mañana
será.
Ahora
que si usted quiere ir al velorio, entrada por salida aunque sea… Usted era
capitán, ¿no es eso?, y no se acuerda de Cheo López… Pero si usted viene a
hacerle nada más que un saludo, yo le diré: “Es un capitán”…
¿Quién
se va a acordar de Cheo López? No recibió ninguna medalla, aunque merecía…
Nunca fue herido, que de ser así le habrían dado algo que ponerse en el pecho…
Pero qué importa eso… ¡Salvarse! Le digo que la muerte se ríe…
Yo
fui herido tres veces, pero no de cuidado. Las balas pasaban zumbando, pasaban
aullando, tronaban como truenos, y nunca tocaron a Cheo López… Una vez, me
acuerdo, él iba adelante, con bayoneta calada y ramas en el casco… Siempre iba
adelante el cabo Cheo López… Cuando viene una ráfaga de ametralladora, el casco
le sonó como una campana y se cayó… Todos nos tendimos y corría la sangre entre
nosotros… No sabíamos quién estaba vivo y quizá muerto… Al rato, el cabo Cheo López
comenzó a arrastrarse, tiró una granada y el nido de ametralladoras voló allá
lejos… Entonces hizo una señal con el brazo y seguimos avanzando…
Los que pudimos, claro. Muchos se quedaron allí en el suelo… Algunos se
quejaban… Otros estaban ya callados…
Habíamos
peleado día y medio y comenzamos a encontrar muertos viejos… ¡El olor, ese olor
del muerto!… Igual que ahora ha comenzado a oler Cheo López.
Allá
en el Pacífico, yo me decía: “Quién sabe, de valiente que es, la muerte lo
respeta.” Es un decir de soldados. Pero ahora, viendo la forma en que cayó,
como alcanzado por una bala que estaba suspendida en el aire, o en sus venas, o
en sus sesos, creo que la muerte nos acompaña siempre. Está a nuestro lado y
cuando pensamos que va a llegar, se ríe…Y ella dice: “Espera”. Por eso el
aguacero de balas lo respetó. Parecía que no iba a morir nunca Cheo López,
Pero
ya está entre cuatro velas, muerto… Es como si lo oliera desde aquí… ¿No será
que yo tengo en la cabeza el olor de la muerte? ¿No huele así el mundo?..
Vamos,
don Pedro, acompáñeme al velorio… Cheo era pobre y no hay casi gente… Vamos,
capitán… Hágale siquiera un saludo…
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