Mi
padre me enseñó a hacer daño a la gente una noche de agosto en el autocine
Torch cuando yo tenía siete años. Era lo único que se le dio bien alguna vez.
Fue hace muchos años, cuando la experiencia de ver películas al aire libre
todavía era de lo más popular en el sur de Ohio. Ponían Godzilla, junto
con una película chafa de platillos voladores que demostraba que los moldes de
pays podían conquistar el mundo.
Aquella
noche hacía un calor que se caían los pájaros, y para cuando empezó la película
en la enorme pantalla de madera multilaminada, el viejo ya estaba de un humor
de perros. No paraba de despotricar contra el calor y de secarse el sudor de la
frente con una bolsa de papel marrón. Hacía dos meses que no llovía en el
condado de Ross. Todas las mañanas mi madre sintonizaba la KB98 en la radio de
la cocina y escuchaba cómo la señorita Sally Flowers le pedía a Dios que
hubiera tormenta. Luego salía y se quedaba mirando aquel cielo blanco y vacío
que pendía como una sábana sobre la hondonada. A veces todavía la recuerdo allí
de pie, en medio de aquella hierba reseca y marrón, estirando el cuello con la
esperanza de ver aunque fuera una triste nube oscura.
—Eh,
Vernon, mira esto —dijo mi madre aquella noche.
Desde
que nos habíamos estacionado, había estado intentando demostrarle al viejo que
era capaz de meterse un hot dog en la boca sin estropearse el reluciente
pintalabios. Hay que tener en cuenta que mi madre llevaba todo el verano sin
salir de Knockemstiff. El mero hecho de ver un par de luces rojas ya la tenía
toda alborotada. Pero cada vez que se atragantaba con la salchicha, a mi viejo
se le retorcían un poco más aquellos músculos como sogas que tenía en el
pescuezo, y daba la impresión de que la cabeza le iba a salir disparada en
cualquier momento. Mi hermana mayor, Jeannette, había sido lista y se había
pasado todo el día fingiéndose enferma, y así era como los había convencido
para que la dejaran quedarse en casa de una vecina. De manera que allí estaba
yo, atrapado a solas en el asiento trasero, mordiéndome la piel de los dedos y
confiando en que mamá no enfadara demasiado al viejo antes de que Godzilla
destrozara Tokio a pisotones.
Pero
la verdad es que ya era demasiado tarde. Mamá se había olvidado de llevar la
taza especial del viejo, de modo que por lo que a él respectaba todo era una
puta mierda. Ni siquiera Popeye le arrancó una risita, así que mucho menos se
iba a emocionar porque su mujer hiciera trucos con una salchicha Oscar Mayer
arrugada. Además, mi viejo odiaba las películas.
«Son
un montón de mentiras de mierda —decía siempre que alguien mencionaba que había
visto la última película de John Wayne o de Robert Mitchum—. ¿Qué fregados
tiene de malo la vida real?» Para empezar, si había aceptado ir al autocine era
sólo por el escándalo que le había montado mi madre la noche antes, cuando
apareció en casa con un coche nuevo, un Impala de 1965.
Era
el tercer coche que se compraba en lo que iba de año. Nos alimentábamos a base
de sopa de alubias y pan frito, pero íbamos en coche por Knockemstiff como
ricos. Aquella misma mañana había oído a mi madre tomar el teléfono y ponerse a
hablar mucho con su hermana, la que vivía en el pueblo.
—Está
loco, el cabrón, Margie —le dijo—. El mes pasado no pudimos ni pagar la factura
de la luz.
Yo
estaba sentado delante de la tele muerta, mirando cómo le goteaba sangre aguada
por sus pálidas pantorrillas. Se las había intentado afeitar con la navaja del
viejo, pero tenía las piernas como barras de mantequilla. Una mosca negra no
paraba de zumbar alrededor de sus tobillos huesudos y de esquivar sus palmadas
enfadadas.
—Lo
digo en serio, Margie —dijo por el auricular negro—, si no fuera por los chamacos
me largaría de este hoyo de mala muerte sin pensarlo.
Nada
más empezar Godzilla, mi viejo sacó el cenicero del
salpicadero y lo llenó de whisky de su botella.
—Por
el amor de Dios, Vernon —dijo mi madre. Se había quedado con el hot dog en
alto, a punto de metérselo otra vez en la boca.
—Eh,
ya te he dicho que no pienso beber de la botella. Empiezas con esa mierda y
acabas como un pinche borracho de la calle.
Dio
un trago del cenicero, tuvo una arcada y escupió una colilla empapada por la
ventanilla. Después de dar un par de sorbos más del cenicero, el viejo abrió la
puerta de golpe y sacó sus flacas piernas. Se le escapó un chorro de vómito que
le empapó de Old Grand-Dad los bajos de los pantalones azules de trabajo. La
camioneta que teníamos al lado arrancó y se colocó en otro sitio de la hilera
de coches. El viejo se pasó un par de minutos con la cabeza colgando entre las
piernas, pero al fin se incorporó y se limpió la barbilla con el dorso de la
mano.
—Bobby
—me dijo—, como tu pobre padre se coma uno más de esos buñuelos de papa
grasientos de tu madre, lo van a tener que enterrar.
Con
lo que comía mi viejo no sobreviviría ni una rata, pero cada vez que vomitaba
el whisky le echaba la culpa a la comida que le hacía mamá. Ésta se rindió,
envolvió el hot dog en una servilleta y me lo devolvió.
—Vernon,
acuérdate de que nos tienes que llevar en coche a casa —lo avisó.
—Carajo
—dijo él, encendiendo un cigarrillo—, pero si este coche se conduce solo.
Luego
vació el cenicero y se acabó lo que le quedaba de bebida. Estuvo unos minutos
mirando la pantalla y se fue hundiendo lentamente en la tapicería acolchada
como si fuera un sol poniente. Mi madre estiró el brazo y bajó un poco el
volumen del altavoz que colgaba de la ventanilla. Nuestra única esperanza era
que el viejo se quedara dormido antes de que la noche entera se fuera al diablo.
Pero en cuanto Raymond Burr aterrizó en el aeropuerto de Tokio, se incorporó de
golpe en su asiento y se volvió para fulminarme con su mirada inyectada en
sangre.
—Me
cago en la puta, mocoso. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no te muerdas las
uñas? Haces más ruido que un puto ratón royendo un saco de maíz.
—Déjalo
en paz, Vernon —intervino mi madre—. Además, no se las muerde.
—Joder,
¿y qué diferencia hay? —dijo, rascándose la barba del cuello—. Vete a saber
dónde ha metido esas zarpas de puñetero.
Yo
me saqué los dedos de la boca y me senté encima de las manos. Era la única
forma que tenía de mantenerlas apartadas cuando estaba con mi padre. El viejo
llevaba todo el verano amenazándome con rebozarme de mierda de pollo hasta los
codos para quitarme el hábito. Ahora se echó más whisky en el cenicero y se lo
tragó con un escalofrío. Justo cuando estaba desplazándome sigilosamente por el
asiento para sentarme detrás de mi madre, la luz del techo se encendió.
—Venga,
Bobby —dijo—. Tenemos que echar una meada.
—Pero
si acaba de empezar la película, Vernon —protestó mamá—. Lleva todo el verano
esperando para verla.
—Eh,
ya sabes cómo es —dijo el viejo lo bastante alto como para que lo oyera la
gente de la hilera de al lado—. Cuando vea ese rollo del Godzilla, no quiero
que se mee en los asientos nuevos.
Se
deslizó fuera del coche, se apoyó en el poste metálico de los altavoces y se
fajó la camiseta en los anchos pantalones. Yo salí a regañadientes y seguí a mi
viejo mientras él cruzaba el solar de grava haciendo eses. Unas adolescentes
con mini shorts pasaron pavoneándose a nuestro lado, con las piernas iluminadas
por la luz resplandeciente de la pantalla. Cuando se detuvo a mirarlas, choqué
contra sus piernas y me caí a sus pies.
—Me
cago en la puta, mocoso —me dijo, levantándome de un tirón del brazo como si yo
fuera una muñeca de trapo—.
A
ver si miras por dónde vas. Cada día te pareces más a tu puñetera madre.
El
edificio de bloques de hormigón que había en medio del solar del autocine
estaba abarrotado de gente. El proyector, que traqueteaba con estruendo, estaba
en la parte de delante, el tenderete de refrescos en el medio y los retretes en
la parte de atrás. El olor a meados y a palomitas flotaba en el aire caluroso y
estancado como si fuera insecticida. En los lavabos había una hilera de hombres
y muchachos con los penes colgando a lo largo de una bandeja de metal verde.
Todos estaban mirando al frente, con la vista clavada en una pared pintada de
color barro.
Otros
esperaban en fila tras ellos sobre el suelo mojado y pegajoso, meciéndose sobre
las puntas de sus zapatos y esperando su turno con impaciencia. Un gordo con
peto y un sombrero de paja raído salió de un cubículo de madera dando tumbos y
masticando un chocolate Zero, y el viejo aprovechó para empujarme adentro y
cerrar de un portazo detrás de mí.
Yo
tiré de la cadena y me quedé un rato allí conteniendo la respiración, fingiendo
que meaba. Del exterior me llegaban fragmentos de diálogo de la película, y yo
trataba de imaginarme las partes que me estaba perdiendo cuando el viejo empezó
a aporrear la puerta endeble.
—Chingado,
mocoso, ¿por qué tardas tanto? —gritó—. ¿Te la estás jalando o qué? —Volvió a
aporrear la puerta y oí que alguien se reía. Luego dijo—: Te lo juro, estos
putos mocosos te vuelven loco.
Me
subí el cierre y salí del cubículo. El viejo le estaba dando un cigarro a un
tipo gordo con el pelo negro y grasiento repeinado con serrín. Una mancha color
púrpura con forma de porción de tarta le cubría los faldones de su sucia
camisa.
—Te
lo juro por Dios, Cappy —le estaba diciendo mi padre al hombre—, este mocoso le
tiene miedo a su puñetera sombra.
Un
puto gusano tiene más pelotas que él.
—No,
si yo te entiendo —dijo Cappy. Le arrancó el filtro al cigarrillo de un
mordisco y lo escupió en el suelo de cemento—.
Mi
hermana tiene uno igual. El pobre desgraciado no es capaz ni de poner la mosca
en el anzuelo.
—Bobby
tendría que haber salido niña —soltó el viejo—.
Chingado,
cuando yo tenía su edad, ya estaba cortando leña para la cocina.
Cappy
se sacó un cerillo de madera del bolsillo de la camisa, encendió el cigarrillo
y dijo con un encogimiento de hombros:
—Bueno,
aquéllos eran otros tiempos, Vern. —Luego se metió el cerillo por la oreja y se
hurgó la cabeza entera.
—Lo
sé, lo sé —continuó el viejo—, pero aún así, uno se pregunta a dónde fregados
va este país.
De
pronto un hombre con lentes de montura negra se salió de su sitio en la fila de
los urinarios y le dio unos golpecitos en el hombro a mi padre. Era el cabrón
más grande que había visto en mi vida; tenía un cabezón enorme que
prácticamente tocaba el techo y unos brazos del tamaño de postes. Detrás de él
había un muchacho de mi altura, vestido con un chor de colores vivos y una
camiseta con una foto descolorida de Davy Crockett en la pechera. Llevaba el
pelo al rape recién engominado y la barbilla manchada de gaseosa de naranja. Cada
vez que respiraba, emergía de su boca un globo de chicle Bazooka que parecía
una flor redonda de color rosa. Tenía pinta de ser feliz y yo lo odié al
instante.
—Cuidado
con las palabrotas —advirtió el hombre. Su vozarrón retumbó por la sala y todo
el mundo se volvió para mirarnos.
Mi
viejo se giró de golpe y se dio con la nariz en el pecho del hombretón. Salió
rebotado hacia atrás y levantó la vista hacia el gigante que se erguía por
encima de él.
—Chingado
—dijo.
La
cara sudorosa del hombre se empezó a poner roja.
—¿Es
que no me has entendido? —le dijo a mi padre—.
Te
he pedido que no sueltes palabrotas. No quiero que mi hijo oiga ese
vocabulario. —Y luego dijo muy despacio, como si estuviera hablando con un
retrasado—: No... te lo voy... a pedir... otra vez.
—No
me lo has pedido ni una puta vez —le soltó mi padre.
Mi
viejo tenía el cuerpo duro como una roca, pero en aquella época estaba hecho un
fideo, y nunca sabía callarse a tiempo.
Se
quedó mirando a la multitud que se empezaba a congregar, después se volvió
hacia Cappy y le guiñó un ojo.
—Ah,
¿te parece gracioso? —dijo el hombre. Cerró las manos para formar unos puños
del tamaño de pelotas de softball y dio un paso hacia mi padre. Alguien al
fondo de la sala dijo:
—Dale
una paliza.
Mi
padre retrocedió dos pasos, dejó caer el cigarrillo y levantó las palmas de las
manos.
—Quieto
parado, colega. Carajo, no iba con mala intención. Luego bajó la vista y se
quedó mirando los zapatos negros del grandulón durante unos segundos. Yo vi que
se estaba mordiendo el interior de las mejillas. No paraba de abrir y cerrar
las manos como si fueran las pinzas de una langosta—. Eh —dijo por fin—, esta
noche no queremos problemas por aquí.
El
grandulón echó un vistazo a la gente. Estaban todos esperando a ver qué hacía a
continuación. Se le empezaron a resbalar las gafas por la ancha nariz y se las
volvió a subir. Respiró hondo, tragó saliva aparatosamente y le clavó un dedazo
a mi padre en el pecho huesudo.
—Escucha,
lo digo en serio —dijo, escupiendo gotitas de saliva—. Aquí vienen muchas
familias. No me importa que seas un maldito borracho. ¿Me entiendes? Yo miré
furtivamente al hijo del tipo y él me sacó la lengua.
—Sí,
lo entiendo —oí que mi padre decía en voz baja.
Una
sonrisa petulante se dibujó en la cara de aquel cabronazo de gigante. Hinchó el
pecho como si fuera un pavo real y se le tensaron los botones de la camisa
blanca y limpia. Echó una mirada a la panda de hombres que confiaban en ver una
pelea, soltó un profundo suspiro y encogió sus anchos hombros.
—Me
temo que esto es todo, muchachos —dijo sin dirigirse a nadie en particular.
A
continuación, con la mano apoyada suavemente sobre la cabeza de su hijo, empezó
a darse la vuelta.
Yo
miré nerviosamente cómo la multitud, decepcionada, negaba con la cabeza y
comenzaba a alejarse. Recuerdo haber deseado poder largarme a hurtadillas con
ellos. Supuse que mi viejo me iba a culpar a mí de lo mal que había ido
aquello.
Pero
en el mismo momento en que el rugido de Godzilla, chirriante como el gozne de
una puerta, arrancaba ecos de los lavabos, mi padre se abalanzó hacia el
grandulón y le arreó un puñetazo en toda la sien. La gente nunca me cree, pero
una vez vi a mi viejo tumbar a un caballo con aquella misma mano. Un crujido
espantoso reverberó por la sala de cemento.
El
hombre se tambaleó y de pronto a su cuerpo se le escapó todo el aire, como si
se estuviera tirando un pedo. Agitó las manos frenéticamente en el aire, igual
que si intentara agarrar una cuerda de salvamento, y por fin se desplomó en el
suelo con un ruido sordo.
La
sala se quedó un momento en silencio, pero en cuanto el hijo del tipo se puso a
chillar, mi padre estalló. Rodeó al hombre, atizándole patadas en las costillas
con sus botas de trabajo, y le pisoteó la mano izquierda hasta que la alianza
de oro le cortó la carne y se le vio el hueso del dedo. Se puso de rodillas, le
quitó las gafas, se las partió por la mitad y le pegó en la cara con tanta
fuerza que un diente le atravesó la mejilla carnosa.
Por
fin Cappy y otros tres hombres agarraron a mi padre por detrás y se lo llevaron
a rastras. Tenía los puños cubiertos de sangre reluciente. De la barbilla le
colgaba un fino hilo de espuma blanca. Oí que alguien gritaba que llamaran a la
policía.
Sin
soltar a mi padre, Cappy dijo:
—Joder,
Vern, ese hombre está malherido.
Justo
cuando yo estaba levantando la vista del cuerpo tirado en el suelo para mirar a
los ojos desquiciados de mi padre, el hijo del tipo se volvió y me arreó en
toda la oreja. Yo me cubrí la cabeza con los brazos y me agaché mientras el
chico se ponía a darme de golpes.
—¡Maldito
seas! —oí que mi padre gritaba con voz ronca—.
¡Cómo
no des la cara, te doy una tunda!
Los
hot dogs que me había comido me subieron por la garganta y me los volví a
tragar. Yo no quería pelear, pero el chico no era nada comparado con mi viejo.
Justo cuando me levanté para mirarlo me pegó un puñetazo en la boca. Me eché
hacia atrás y di un manotazo a ciegas. De alguna manera conseguí acertarle en
la cara. Oí que mi padre volvía a gritar y seguí dando porrazos. Al cabo de
tres o cuatro puñetazos el mocoso bajó las manos y se echó a lloriquear,
atragantándose con el chicle. Dirigí una mirada a mi viejo y él me gritó:
—¡Rómpele
el hocico!
Yo
volví a pegar al chico, y de la nariz le salió un chorro de sangre de color
rojo brillante.
Zafándose
de los hombres que lo sujetaban, mi padre me cogió del brazo y me sacó por la
puerta. Cruzó corriendo el estacionamiento, llevándome a rastras y buscando el
coche en la oscuridad. De pronto se detuvo y se arrodilló ante mí. Estaba
intentando respirar.
—Lo
has hecho bien, Bobby —dijo, secándose el sudor de los ojos. Me agarró de los
hombros y me los estrujó—. Lo has hecho muy bien.
Cuando
encontramos el coche, mi padre me empujó al asiento trasero y levantó el
altavoz de la ventanilla. Lo dejó caer al suelo con un estruendo, se abalanzó
hacia el interior y puso la llave en el contacto. Mi madre se despertó de
golpe.
—¿Ya
se ha acabado? —preguntó con voz soñolienta.
Por
el sistema de megafonía se oyó una voz crepitante suplicando que, si había
algún médico o enfermera, se presentara de inmediato en el tenderete de
refrescos.
—Dios,
¿qué ha pasado? —dijo mamá, irguiéndose en el asiento y frotándose la
cara.
—Un
gordo hijo de puta ha intentado decirnos cómo tenemos que hablar, eso es lo que
ha pasado —respondió el viejo—.
Pero
les hemos dado una buena, ¿eh, Bobby? Arrancó el motor. Los dos levantamos la
vista hacia la pantalla justo cuando Godzilla estaba mordiendo una torre de
alta tensión—.
Uta
madre, mocoso, ese bicho tiene unos dientes así de largos —se rió mi viejo,
extendiendo los dos brazos. Luego se inclinó y le dijo a mi madre en voz baja—:
Esta vez van a avisar a las autoridades. Estiró el brazo y puso el Chevy en
marcha.
Pisando
a fondo el acelerador, el viejo bajó el coche del montículo donde habíamos
aparcado y salió coleando por entre los demás vehículos. La grava suelta los
salpicó. Un viejo y una mujer se chocaron mientras intentaban apartarse de
nuestro camino. Empezaron a sonar bocinas y a encenderse faros.
Nos
largamos a toda prisa por la salida y llegamos patinando a la carretera, donde
pusimos rumbo al oeste en dirección a casa. Una ambulancia pasó a toda
velocidad a nuestro lado, con la sirena aullando. Yo miré atrás, hacia el cine,
en el preciso momento en que la pantalla parpadeaba y se apagaba.
—Agnes,
tendrías que haberlo visto —dijo mi viejo, aporreando el volante con la mano
ensangrentada—. Le ha arreado una buena tunda a ese mocoso. —Agarró la botella
de debajo del asiento, la destapó y dio un trago largo—. ¡Ésta es la mejor
noche de mi puta vida! —gritó por la ventanilla.
—¿Has
metido a Bobby en una pelea?
—Pues
claro, faltaría más, joder —replicó mi viejo.
Mi
madre se inclinó por encima del asiento delantero, me palpó la cabeza con las
manos y echó un vistazo a mi cara en la oscuridad.
—Bobby,
¿estás herido? —me preguntó.
—Tengo
sangre.
—Dios
mío, Vernon —dijo ella—. ¿Qué has hecho esta vez, cabrón de mierda?
Alcé
la mirada justo cuando él le arreaba un golpe con el antebrazo. La cabeza de mi
madre rebotó contra la ventanilla.
—¡Hijo
de puta! —gritó ella, cubriéndose la cabeza con las manos.
—No
lo trates como a un bebé. Y tampoco me llames «cabrón».
Yo
pegué un salto y me senté detrás de mi padre mientras volvíamos a casa a toda
velocidad. Cada vez que se cruzaba con un coche, daba otro trago de la botella.
El viento entraba a ráfagas por su ventanilla abierta y me secaba el sudor. El
Impala daba la impresión de estar flotando por encima de la carretera. «Lo has
hecho bien», me repetía a mí mismo una y otra vez. Fue la única maldita cosa
que me dijo el viejo en toda mi vida que no traté de olvidar. Más tarde
me despertó el ruido de una tormenta que se avecinaba. Yo estaba tumbado en la
cama, todavía vestido.
A
través de la ventana vi relámpagos por encima de las Mitchell Flats. Un inmenso
retumbar de truenos avanzaba por la hondonada, seguido de cerca por un aullido
agudo y espantoso; pensé en Godzilla y en la película que me había perdido.
Solamente
cuando los truenos se alejaron me di cuenta de que aquel aullido era el ruido
que hacía mi viejo al vomitar en el cuarto de baño.
Se
abrió la puerta de mi dormitorio y mi madre entró con una vela encendida en las
manos.
—¿Bobby?
—dijo.
Yo
fingí que estaba dormido. Ella se inclinó sobre mí y me acarició la mejilla
dolorida con su suave mano. Luego levantó el brazo y me cerró la ventana. A la
luz de la vela, le eché un vistazo furtivo al moretón que se le extendía por la
cara como una mancha de mermelada de uva.
Salió
de puntillas de la habitación, dejando la puerta entreabierta, y se alejó por
el pasillo.
—Ten
—oí que le decía a mi padre—, ¿verdad que alivia?
—Creo
que me lo he roto —dijo éste—. El cabrón ese tenía la cabeza dura como una
piedra.
—No
deberías beber, Vernon.
—¿Está
dormido?
—Está
agotado.
—Me
apuesto un sueldo a que le ha roto la nariz a ese mocoso, por cómo sangraba
—dijo mi padre.
—Tendríamos
que irnos a la cama.
—No
me lo podía creer, Agnes. Ese pinchi mocoso era el doble de grande que Bobby,
lo juro por Dios.
—No
es más que un niño, Vernon.
Pasaron
despacio por delante de mi puerta, apoyados el uno en el otro, y entraron en su
dormitorio. Oí que mi madre decía «Ni hablar», pero al cabo de unos minutos la
cama comenzó a chirriar como una sierra oxidada. Fuera, la tormenta por fin se
desató y unos goterones enormes empezaron a aporrear el tejado de hojalata de
la casa. Oí que mi madre gemía y que mi padre llamaba a Dios. Un relámpago trazó
un arco en el cielo negro y unas sombras largas se pusieron a danzar por las
paredes de yeso desnudo de mi habitación. Me tapé la cabeza con la fina sábana
y me metí los dedos en la boca.
Un
sabor dulce y salado me hizo escocer el labio partido y se esparció por mi
lengua. Era la sangre del otro chico, que yo todavía tenía en las manos.
Mientras
la cama de mis padres aporreaba con fuerza el suelo de la habitación contigua,
yo me lamí la sangre de los nudillos. Los grumos secos se me disolvieron en la
boca y convirtieron mi saliva en sirope. Aun después de tragarme toda aquella
sangre, me seguí lamiendo las manos. Quería más. Ya siempre querría más.
Siempre es bueno leer algo breve y agradable...
ResponderEliminarGracias por el correo, estaré mas a menudo por aquí...
Una pagina muy bonita, los felicito, muy buenos cuentos,espero poder participar, tambien escribo cuentos, de hecho desde el blog en donde genero este comentario, un abrazo,los felicito.
ResponderEliminarHermosos cuentos, muchas gracias por la invitación.Yo igualmente escribo , tengo cuentos escritos a máquina de escribir y recién los postearé en mi Blog. Espero que se pasen y me den alguna sugerencia que siempre será bien recibida.
ResponderEliminarles dejo mi Blog: http://eufoniadelavida.blogspot.com
De nuevo, un cuento buenísimo. Tiene un manejo de las descripciones increíble, acción a raudales y un logrado ambiente. No conocía a este escritor pero tras esto me ha interesado.
ResponderEliminarSigo su página, veo que tienen una buena y minuciosa selección de historias cortas.
Es un hallazgo para nosotros también. te recomendamos su libro de cuentos llamado Knockemstiff.
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